El camino de piedra desembocó en la avenida principal, que era suficientemente ancha para un carruaje y un caballo o un coche pequeño, claro que la circulación de automóviles no estaba autorizada. Tiempo atrás, me contaron, había teas, después faroles, para alumbrar la avenida. La moderna legislación sobre incendios veía con desagrado las antorchas, de manera que los postes que se alzaban cada cinco o seís metros sostenían fuegos fatuos. Un artesano había diseñado armazones de madera y cristal para las luces. Éstas eran azules, blancas, de un amarillo tan pálido que casi era otra tonalidad de blanco y de un verde claro, apenas distinguible del brillo tenue de las luces amarillas. Caminar entre una luz ténue y la siguiente era como andar pisando fantasmas de colores.
Cuando Jefferson invitó a los elfos a su país, también les ofreció una tierra a su elección. Habían escogido las lomas de Cahokia. En las largas noches de invierno se explicaban leyendas que hablaban de los anteriores moradores de esas montañas. Los seres que… expulsamos de las montañas. Los seres que vivían en aquellas tierras fueron apartados o destruidos, pero la magia es algo más resistente. El lugar se percibía de un modo extraño a medida que se avanzaba por la avenida, flanqueada por dos colinas. El promontorio más elevado de las proximidades se alzaba al final de la avenida. Estuve en Washington durante la época del instituto, y cuando regresé a casa me desconcertó que aquella ciudad en las lomas me recordara tanto a Washington, a la plaza rodeada de monumentos a la gloria de Estados Unidos. Esa noche, caminando por la calle central, la única calle, sentía el peso de la historia. El lugar había sido una gran ciudad, igual que Washington ahora, un centro de cultura y poder, que ahora reposaba, despojada de sus moradores originarios. Los humanos habían pensado que las lomas estaban vacías cuando nos las ofrecieron a nosotros: sólo algunos huesos enterrados en lugares dispersos. Pero la magia permanecía allí, durmiente. Había combatido a los elfos y luego los había abrazado. La conquista de esta magia extranjera fue una de las últimas ocasiones en las que las dos cortes trabajaron unidas contra un enemigo común.
Por supuesto, la última vez fue durante la Segunda Guerra Mundial. Al principio, Hitler atrajo a los elfos de Europa. Quería asimilarlos a la mezcla genética de su raza dominante. Luego se había encontrado con algunos de los miembros menos humanos de los elfos. Entre nosotros existe una estructura de clases tan rígida e inquebrantable como absurda; en la corte de la Luz, especialmente, se menosprecia a aquellos con un aspecto distinto al que da su sangre. Hitler confundió esta arrogancia con falta de afecto. Pero era como una familia con hermanos menores. Entre ellos, podían luchar y golpearse incluso de manera sanguinaria, pero si alguien los atacaba, unían sus fuerzas contra el enemigo común.
Hitler utilizó a los brujos que había reunido para destruir a los duendes menores. Sus aliados elfos no le abandonaron, se volvieron contra él sin previo aviso. Los humanos habrían sentido la necesidad de distanciarse, de advertirle de su cambio de opinión, aunque quizás esto sea un ideal americano. Sin duda no era un ideal feérico. Los aliados encontraron a Hitler y a todos los brujos colgados de los pies en su búnker subterráneo. Nunca encontraron a su concubina, Eva Braun. De vez en cuando, los periódicos decían que se había encontrado al nieto de Hitler.
Ninguno de mis parientes directos estaba implicado en la muerte de Hitler, de manera que no lo sé con seguridad, pero sospecho que simplemente algo se comió a Eva Braun.
Mi padre había obtenido dos estrellas de plata durante la guerra. Había sido un espía. No recuerdo haber estado nunca particularmente orgullosa de las medallas, sobre todo porque él nunca pareció prestarles demasiada atención. Sin embargo, cuando murió, me las dejó en su caja forrada de raso. Las puse en una caja de madera tallada junto con el resto de mis tesoros de juventud: plumas de aves de colores, piedras que brillaban al sol, las pequeñas bailarinas de plástico que habían decorado el pastel de mi sexto cumpleaños, un ramillete seco de lavanda, un gato de peluche con ojos de azabache y dos estrellas de plata concedidas a mi difunto padre. Ahora las medallas volvían a estar en su caja de raso en un cajón de mi tocador. El resto de mis tesoros se los había llevado el viento.
– Parece que estés en la luna, Meredith -dijo Doyle.
Todavía caminaba a su lado, con las manos en su brazo, pero durante un momento sólo había estado allí mi cuerpo. Me preocupaba darme cuenta de lo lejos que había estado mi espíritu.
– Lo siento, Doyle, ¿me hablabas? -sacudí la cabeza.
– ¿En qué estabas pensando tan concentrada? -preguntó.
Las luces jugueteaban en su cara, pintando sombras de colores en su piel negra. Era casi como si su piel las reflejara, como madera tallada y pulida. Al tocarle el brazo sentía su calor, los músculos de debajo, la delicadeza de su piel.
– Estaba pensando en mi padre -dije.
– ¿En qué?
Doyle giró la cabeza para mirarme mientras caminábamos. Las largas plumas le rozaban el cuello, fundiéndose con el derroche de negro cabello que llevaba sólo parcialmente recogido detrás de la capa. Me di cuenta de que, a excepción del pequeño moño que recogía la parte delantera de su cabello, el resto caía sin atar por debajo de la capa.
– Pensaba en las medallas que ganó en la Segunda Guerra Mundial.
Doyle continuó andando, pero volvió su cara completamente hacia mí, sin perder nunca un paso. Parecía asombrado.
– ¿Por qué piensas en eso ahora?
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Pensaba en la gloria perdida, supongo. Los promontorios me recuerdan la plaza de Washington. Toda aquella energía y determinación. Algún día debió ser igual aquí.
Doyle miró las lomas.
– Y ahora está tranquilo, casi desierto.
Sonreí.
– Sé que no es así. Hay centenares, miles, bajo nuestros pies.
– Pero la comparación de las dos ciudades te entristece. ¿Por qué?
Lo miré, y él me miró a mí. Estábamos de pie bajo un foco de luz amarilla, pero había motas de cada uno de los colores de fuego fatuo en sus ojos, rondando como una pequeña nube de luciérnagas. Con la excepción de que los colores de sus ojos eran ricos y puros, no fantasmagóricos, y había rojos y púrpuras y colores inauditos.
Cerré los ojos, y de repente me sentí mareada. Respondí con los ojos todavía cerrados:
– Es triste pensar que Washington pueda ser algún día una mera ruina. Es triste saber que los días de gloria pasaron por este lugar mucho antes de que llegásemos nosotros. -Abrí los ojos y lo miré. Sus pupilas eran nuevamente simples espejos negros-. Es triste pensar que los días de gloria de los elfos ya han quedado atrás, y el hecho de que nosotros estemos aquí es buena prueba de ello.
– ¿Preferirías que estuviésemos entre los humanos, trabajando con ellos, apareándonos con ellos como los elfos que se quedaron en Europa? Ya no son elfos, son sólo otra minoría.
– ¿Yo soy sólo parte de una minoría, Doyle?
Un pensamiento serio que no pude leer asomó a su semblante. No había estado nunca con un hombre cuyo rostro reflejara tantas emociones, y que éstas fueran tan ilegibles para mí.
– Eres Meredith, Princesa de la Carne, y tan sidhe como yo. Sobre esto, podría prestar juramento.
– Lo tomo como un cumplido procediendo de ti, Doyle. Sé cuánta importancia concedes a tus juramentos.
Su cabeza se inclinó hacia un lado para examinarme. El movimiento apartó parte de su cabello de la capa a medida que enderezaba el cuello.
– He sentido tu poder, princesa, no lo puedo negar.
– Siempre te he visto el cabello atado o recogido. Nunca lo había visto suelto -dije.
– ¿Te gusta?
No me esperaba que me preguntara mi opinión. Nunca le había oído pedir la opinión de nadie sobre asunto alguno.
– Creo que sí, pero necesitaría verte sin la capa para estar segura.
– Eso es fácil de conseguir -dijo, y se desabrochó el botón del cuello para que la capa cayera sobre sus hombros y le resbalara hasta un brazo.
De cintura para arriba llevaba lo que parecía un arnés de piel y metal, aunque si hubiera estado diseñado para ser una armadura, habría cubierto más. En sus músculos se reflejaban las luces de color como si estuvieran realmente esculpidos con algún tipo de mármol negro. Su cintura y caderas eran delgadas y sus largas piernas iban embutidas en cuero. Los pantalones ajustados quedaban cubiertos hasta la altura de sus rodillas por unas botas negras, la piel de cuya parte superior se aguantaba en su sitio mediante unas correas con pequeñas hebillas de plata. Las correas que cubrían la parte superior de su cuerpo tenían hebillas iguales. La plata brillaba contra su oscuridad. El pelo se le adhería como una segunda capa negra que se agitaba al viento, y se enmarañaba en torno a los tobillos y las pantorrillas. El viento le enviaba a la boca las plumas que enmarcaban su rostro.
– Cariño, mira lo que no llevas -dije, intentando en vano mostrarme frívola.
El viento sopló, apartando el cabello de mi cara. Susurró entre la hierba alta del campo cercano, y más allá escuché las hojas de maíz murmurándose al oído. El viento sopló por la avenida, se acanaló entre las lomas y se arremolinó a nuestro alrededor como manos ansiosas, en un eco de la magia de bienvenida de la Tierra, que me había saludado mi llegada a las tierras sidhe.
– ¿Te gusta que lleve el pelo desatado, princesa?
– ¿ Qué?
– Dijiste que tenías que verlo sin la capa. ¿Te gusta?
Asentí, sin decir nada. Oh, sí, me gustaba.
Doyle me miró, y lo único que veía eran sus ojos. El resto de su rostro se perdía en el viento, las plumas y la oscuridad. Sacudí la cabeza y dejé de mirar.
– Ya has intentado dos veces hechizarme con tus ojos, Doyle. ¿Qué pasa?
– La reina quería que te probara con mis ojos. Siempre ha dicho que eran lo mejor que tenía.
Paseé mi mirada por las fuertes curvas de su cuerpo. El viento hacía ráfagas, y Doyle quedó atrapado de golpe en una nube de su propio cabello, negro y delicado, con la carne casi desnuda, perdida negro sobre negro.
Busqué de nuevo su mirada.
– Si mi tía considera que tus ojos son lo mejor que tienes, entonces… -sacudí la cabeza y dejé escapar un suspiro-. Digamos simplemente que ella y yo tenemos gustos distintos.
Rió. Doyle rió. Lo había oído reír en Los Ángeles, pero no así. Ésa era una risa profunda, sincera, atronadora: una buena risa. Hizo eco en las lomas y llenó la noche ventosa con un sonido alegre. Así pues, ¿por qué me latía el corazón en la garganta hasta dejarme casi sin respiración? Sentí un cosquilleo en las puntas de los dedos: Doyle no había reído nunca así.
El viento se calmó, la risa se detuvo, pero su brillo permaneció en su rostro, haciéndole sonreír lo suficiente para mostrar unos dientes blancos y perfectos.
Doyle se echó la capa sobre los hombros. Si había sentido frío sin ella en la noche de octubre, no lo había mostrado en ningún momento. Ladeó la capa y me ofreció su brazo desnudo. Estaba coqueteando conmigo.
Fruncí el entrecejo.
– Pensé que habíamos quedado en pretender que anoche no pasó nada.
– No lo he mencionado -dijo, con una voz anodina.
– ¿Estás flirteando?
– Si fuera Galen el que estuviera de pie aquí, no lo dudarías.
El humor se estaba descomponiendo en un brillo tenue que le llenaba los ojos. Todavía se estaba divirtiendo conmigo, y no sabía por qué.
– Galen y yo hemos estado tonteando desde que yo alcancé la pubertad. Nunca te he visto tontear con nadie, Doyle, hasta la noche pasada.
– La noche todavía nos depara más sorpresas, Meredith. Maravillas mucho más sorprendentes que yo mismo con el cabello al aire y sin camisa en una fría noche de octubre.
En esta ocasión había en su voz aquella nota características de los mayores, un tono condescendiente que venía a decir que yo era una criatura y que, independientemente de lo mayor que llegara a hacerme, siempre sería una criatura comparada con ellos, una criatura alocada.
Doyle había sido condescendiente conmigo anteriormente. Era casi reconfortante.
– ¿Qué podría haber más extraordinario que la Oscuridad de la Reina coqueteando con otra mujer?
Negó con la cabeza, ofreciéndome todavía su mano.
– Creo que la reina tiene noticias que harán que todo lo que yo pueda decir parezca insulso.
– ¿Qué noticias, Doyle? -pregunté.
– Será la reina quien tendrá el placer de dártelas, no yo.
– Entonces, deja de hacer insinuaciones -le advertí-. No es propio de ti.
Hizo un gesto de negación con la cabeza, y una sonrisa se abrió paso en su semblante.
– No, supongo que no. Después de que la reina te haya dado sus noticias, te explicaré el cambio de mi conducta. -Su cara se puso sobria y lentamente recuperó su habitual máscara de ébano-. ¿Está bien así?
Lo miré, estudiándole la cara hasta que desapareció de ella cualquier vestigio de humor. Asentí.
– Supongo que sí.
Me ofreció el brazo.
– Sepárate y tomaré tu brazo -dije.
– ¿Qué es lo que te preocupa tanto de verme así?
– Has insistido mucho en que la noche de ayer no existió, en que no volveríamos a hablar de ella, y ahora vuelves a flirtear. ¿Qué ha cambiado?
– Si digo que el anillo de tu dedo, ¿lo entenderías?
– No -dije.
Sonrió, esta vez suavemente, casi como su habitual curvatura de labios. Volvió a acomodarse la capa, de manera que sólo su mano sobresalía del grueso tejido.
– ¿Mejor?
Asentí.
– Sí, gracias.
– Ahora, cógeme el brazo, princesa, y permíteme el placer de conducirte ante nuestra reina.
Su voz era lisa, sin emociones, vacía de significado. Casi hubiera preferido oír la densa emoción del momento anterior. Ahora sus palabras simplemente quedaban ahí. Podían significar muchas cosas o nada en absoluto. Las palabras sin el color de la emoción apenas sirven de nada.
– ¿No tienes ningún tono de voz intermedio entre ese amargo vacío y la alegre condescendencia? -pregunté.
Asomó a sus labios una ligera sonrisa.
– Intentaré encontrar un… término medio entre los dos.
Desplacé mis brazos cuidadosamente por su brazo, y la capa quedó apretujada entre nuestros cuerpos.
– Gracias -dije. -De nada.
Su voz era todavía vacía, pero había en ella una delicada chispa de calor.
Doyle había dicho que intentaría encontrar un término medio, y se estaba esmerando en ello. Una extraña disposición.