3

Naomi Phelps llevaba la voz cantante mientras Frances permanecía sentada y no paraba de temblar. Nuestra secretaria le llevó café caliente y una mantita. Sus manos temblaban tanto que vertió café en la mantita, pero consiguió tomarse algo y, fuera por el calor o por la cafeína, tenía mejor aspecto.

Jeremy había llamado a Teresa para que escuchara a las mujeres. Teresa era nuestra vidente. Medía casi uno ochenta y era delgada, con pómulos marcados, cabello negro largo y sedoso y una piel color café con leche. La primera vez que la vi, me di cuenta de que tenía sangre de sidhe, así como afro americana y parte de sangre de hada que no había estado en la corte. Esto último explicaba las orejas ligeramente puntiagudas. Muchas aspirantes a hadas se implantan cartílago para hacer sus orejas puntiagudas, se dejan crecer el pelo hasta los tobillos y se hacen pasar por sidhe. Pero ningún sidhe de pura sangre ha tenido nunca orejas en punta. Es una seña de mezcla de sangre. Sin embargo, hay aspectos del folklore que están más arraigados. Para una gran mayoría de gente, un sidhe puro debe tener las orejas en punta.

Teresa tenía la misma fragilidad de huesos que Naomi, pero yo nunca había sentido la tentación de coger la mano de Teresa. Era una de las clarividentes por tacto más poderosas que había conocido jamás. Yo dedicaba gran cantidad de energía a asegurarme de que no me tocara, pues temía que se le revelaran mis secretos y nos pusiera a todos en peligro. S sentó en una silla a un lado, mirando a las dos mujeres con sus ojos oscuros. No había hecho amago de estrecharles la mano. En realidad, había dado un amplio rodeo para no tocar accidentalmente a ninguna de ellas. Su cara no revelaba nada, pero sintió el peligro del hechizo en cuanto entró en la habitación.

– No sé cuántas amantes ha tenido -dijo Naomi-, una docena, dos docenas, centenares. -Se encogió de hombros-. Lo único que sé seguro es que soy la última de una larga lista de amantes.

– Señora Norton -dijo Jeremy.

Frances lo miró asustada, como si no se hubiera esperado que solicitasen su contribución a la historia.

– ¿Tiene alguna noticia de todas estas mujeres?

Tragó saliva y dijo en un tono que era casi un murmullo:

– Guarda polaroids. -Bajó la cabeza y murmuró-: dice que son sus trofeos.

Tuve que preguntar:

– ¿Le enseñó él estas fotos o las encontró usted misma?

Miró hacia arriba, y sus ojos estaban vacíos: sin preocupación ni vergüenza, simplemente vacíos.

– me las enseñó. Le gusta…, le gusta explicarme lo que hace con ellas. En qué es buena cada una, lo que hacen mejor que yo.

Abrí la boca, pero volvía a cerrarla, porque no se me ocurrió nada que pudiera servirle de consuelo. Sentía vergüenza ajena, pero era Frances Norton quien tenía que estar enfadada. Mi enfado podría ayudarnos a resolver el problema inmediato, pero no le devolvería la fuerza. Aunque lográramos librarnos del marido no curaríamos todo el daño que éste había causado. Había muchas cosas que iban mal con Frances aparte de un hechizo.

Naomi le tocó el brazo, consolándola.

– Así es como me conoció. Vio mi foto, y un día nos encontramos. La pillé mirándome en un restaurante. Él la había despertado cuando llegó a casa y le contó lo que me había hecho. -Esta vez fue Naomi quien miró en su regazo y apoyó los brazos en las piernas-. Yo tenía moretones. -Levantó la mirada hacia mí-. Frances se acercó a mi mesa. Se arremangó y me enseñó los suyos. Entonces, dijo únicamente: “soy su mujer”. Fue así como nos conocimos.

Al final mostró una sonrisa tímida, el tipo de sonrisa que se dibuja en tu rostro cuando explicas cómo has conocido a tu amado. Una tierna historia para contar a los demás.

La miré con los ojos en blanco, pero me pregunté si la relación entre ellas iba más allá del maltrato y del marido. Si eran amantes, esto podía cambiar el método de curación. En cuestiones místicas no hay que olvidar las emociones. Dado que el amor y el odio tienen distintas energías, te enfrentas a ellos de forma diferente. Así pues, era preciso determinar con exactitud el vínculo entre las dos mujeres antes de empezar un trabajo de curación serio, aunque no aquel día. Para empezar escucharíamos lo que nos querían contar.

– Fue muy valiente por su parte -dijo Teresa.

Su voz, al igual que todo en ella, era de alguna manera suave y femenina, con una fuerza subyacente, como acero cubierto con seda. Siempre había pensado que Teresa, aunque no había viajado más allá de México, sería una extraordinaria belleza sureña.

Los ojos de Frances se detuvieron en ella, titubeó un instante, pero luego su boca se abrió en algo parecido a una sonrisa. Aquel pequeño movimiento me hizo sentir mejor en relación con esa mujer. Si podía empezar a sonreír, a enorgullecerse de la fuerza que había mostrado, quizá se recuperaría totalmente con el tiempo.

Naomi le apretó el brazo y le sonrió con afecto y orgullo. De nuevo, tuve la impresión de que estaban muy unidas.

– Eso fue mi salvación. Desde el momento en que conocí a Frances, empecé a intentar romper con él. No sé cómo le permití que me hiciera daño. No soy así. Quiero decir que nunca antes había permitido que un hombre me maltratase.

Su semblante mostraba la vergüenza que sentía por no haberse salvado a sí misma.

Frances colocó su mano sobre la mano de la otra mujer, para ofrecerle consuelo y al mismo tiempo recibirlo. Naomi le sonrió y, a continuación, nos miró desconcertada.

– Él es como una droga. Una vez te ha tocado, suplicas su contacto. Es como si despertara tu sexualidad, y tu cuerpo sufre porque quiere ser tocado. -Volvió a bajar la mirada-. Nunca dependí tanto de los demás sexualmente. Al principio era molesto y estimulante. Después empezó a hacerme daño. Primero eran sólo pequeñas cosas, me ataba, después… me pegaba.

Se obligó a alzar la vista y a mirarnos. Había en sus ojos una gran ansiedad, como si nos estuviera desafiando a pensar lo peor de ella, pero también mostraba una gran fuerza. ¿Cómo había conseguido domesticarla aquel hombre?

– Convirtió el dolor en parte del placer -continuó-, pero luego empezó a hacer cosas peores. Cosas que sólo dolían. Intenté que abandonara aquellas perversiones y fue entonces cuando empezó a golpearme de verdad, sin fingir que era parte del sexo. -Su boca temblaba, pero su mirada se mantenía desafiante-. Pero pegarme le excitaba de verdad. El hecho de que yo no me excitar, de que me diera miedo, también le gustaba.

– Fantasías de violación -dije.

Noemí asintió, abriendo mucho los ojos para contener las lágrimas. Se mostraba tranquila y traba de ocultar el dolor en su interior.

– Al final no fueron sólo fantasías.

– Le gusta tomarte a la fuerza -aseguró la mujer.

Miré a ambas y contuve el deseo de sacudir la cabeza. Había pasado mi vida desde los dieciséis hasta los treinta en la corte de la Oscuridad, los años de mi despertar sexual, de manera que sabía cómo combinar placer con dolor. Pero el dolor era compartido, y nunca se ejercía sin el consentimiento del otro. Si la otra persona no consideraba que el dolor le aportaba placer, no era sexo. Era tortura. Hay una gran diferencia entre tortura y sexo un poco duro. Pero para los sádicos, no hay diferencia. En las formas extremas, son incapaces de mantener relaciones sexuales sin violencia o, como mínimo, sin que su víctima les tema. Sin embargo, la mayoría de sádicos son capaces de tener unas relaciones sexuales más normales. Usan esto para engañarte, pero con el tiempo no pueden mantener una relación normal. Al fina, afloran sus verdaderos deseos y deben satisfacerlos.

¿Cómo me había convertido en una experta en estos temas? Como dije, pasé mi despertar sexual en la corte de la Oscuridad. Entiéndeme bien. La corte de la Luz tiene su propia gama de prácticas no habituales, pero comparten el punto de vista humano más generalizado de dominio y sumisión. La corte de la Oscuridad ve estas cosas con mejores ojos o, por decirlo de otro modo, tiene una postura más abierta. También puede deberse a que la reina del Aire y la Oscuridad, mi tía, gobernadora absoluta de la corte en ls últimos mil años, siglo más o menos, es muy dominante y está rozando el sadismo sexual. Ha formado la corte a su imagen, igual que mi tío, el rey de la Luz y la Ilusión de la corte de la Luz, la forjó según su propia imagen. Extrañamente, uno puede intrigar y mentir más fácilmente en la corte de la Luz. Se vive en una ilusión. Si algo parece bueno en el exterior, tiene que se bueno. La corte de la Oscuridad es más honesta, en la mayoría de ocasiones.

– Naomi -intervino Teresa-, ¿fue ésta su primera relación con maltratos?

La mujer asintió.

– Todavía no comprendo cómo permití que llegara a tal extremo -contestó.

Miré a Teresa, y ella inclinó fugazmente la cabeza para darme a entender que había escuchado la respuesta y que la mujer estaba contando la verdad. Como he dicho, Teresa es una de las personas con poderes psíquicos más capacitadas del país. No sólo hay que vigilar sus manos. En la mayoría de ocasiones, puede decirte si estás mintiendo o no. He tenido que ir con mucho cuidado con ella en estos tres años que llevamos trabajando juntas.

– ¿Cómo le conoció? -le pregunté.

No utilizaba su nombre ni decía señor Norton porque las dos mujeres habían evitado mencionarlo, como si no existiera ningún otro hombre y se supiera de quién se estaba hablando.

– No, en ocasiones nos citábamos en un hotel.

Esto me sorprendió.

– ¿Hace algo dentro del círculo del apartamento que no haga en ningún otro lugar?

Se sonrojó completamente.

– Es el único sitio al que lleva otros hombres.

– ¿Otros hombres para que tengan relaciones sexuales con él? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– No, conmigo.

Nos miró, como esperando un grito de horror. O que la llamásemos puta. Lo que vio la tranquilizó. Todos sabíamos poner cara de circunstancias cuando lo necesitábamos. Por lo demás, el sexo en grupo parecía poca cosa después de saber que mostraba a su mujer fotos de las amantes y le explicaba los detalles. Esto era nuevo. El sexo en grupo había existido mucho antes que las cámaras Polaroid.

– ¿Eran siempre los mismos hombres? -preguntó Jeremy.

Negó con la cabeza.

– No, pero todos se conocían. Quiero decir que no era como sui invitara al primero que pasaba por la calle.

Sonaba como si se defendiera, como si eso hubiese sido mucho peor.

– ¿Hubo algunas repeticiones? -preguntó Jeremy.

– Hubo tres hombres que vi en más de una ocasión.

– ¿Conoce sus nombres?

– Sólo sus nombres de pila: Liam, Donald y Brendan.

Parecía estar muy segura de los nombres.

– ¿Cuántas veces vio usted a estos tres hombres?

Rehusaba mirarnos a los ojos.

– No lo sé. Muchas veces.

– ¿Cinco veces -preguntó Jeremy-, seis, veintiséis?

Levantó la cabeza, sobresaltada.

– No llegó a veinte veces, no fueron tantas.

– ¿Entonces, cuántas? -preguntó.

Tal vez ocho, quizá diez, pero no más.

Le parecía importante que no hubieran sido más de diez. ¿Era el número límite mágico? ¿Acaso ella era peor si lo hacía diez veces que si lo hacía sólo ocho?

– ¿Y el sexo en grupo, cuántas veces?

Volvió a suspirar.

– ¿Por qué necesita saberlo?

– Ha sido usted quien lo ha llamado un ritual, no nosotros -dijo Jeremy-. De momento no hay mucho de ritual en esto, pero los números pueden tener un significado mágico. El número de hombres dentro del círculo. El número de veces que usted estuvo dentro del círculo con más de un hombre. Créame, señorita Phelps, no es así como me divierto.

Volvió a bajar la vista.

– No quería insinuar…

– Sí, lo ha insinuado -dijo Jeremy-, pero comprendo por qué recela de cualquier hombre, humano o no. -Vi aquella idea en el rostro de Jeremuy-. ¿Todos los hombres eran humanos?

– Donal y Liam tienen ambos orejas en punta, pero aparte de esto, todos parecían humanos.

– ¿Donald y Liam estaban circuncidados? -pregunté.

Su voz salió en un impulso apresurado, se le colorearon de nuevo las mejillas.

– ¿Por qué necesita saberlo?

– Porque un verdadero duende tendría centenares de años, y nunca he oído hablar de duendes judíos, de manera que si fueran duendes no estarían circuncidados.

Me miró.

– Oh -dijo. Entonces reflexionó sobre la pregunta del principio-. Liam lo estaba, pero Donald, no.

– ¿Qué aspecto tenía Donald?

– Alto, musculoso, como un levantador de pesas, con el pelo rubio hasta la cintura.

– ¿Era guapo? -pregunté.

Tuvo que pensar la respuesta.

– Apuesto, no guapo. Apuesto.

– ¿De qué color tenía los ojos?

– No me acuerdo.

Si hubieran sido de una de las tonalidades poderosas de las que los duendes son capaces de tener, se habría acordado. Si no fuera por las orejas en forma de punta, podría haber sido cualquiera de las decenas de hombres de la corte de la Luz. Sólo había tres rubios en la corte de la Oscuridad, y ninguno de mis tres tíos levantaba pesas. Tenían que cuidar mucho las manos para no rasgar los guantes quirúrgicos que siempre llevaban puestos. Los guantes conservaban el veneno que segregaban sus manos por naturaleza al rozar con los demás. Habían nacido malditos.

– ¿Reconocería a este Donald si volviera a verlo?

– Sí.

– ¿Había algo en común en los tres hombres? -preguntó Jeremy.

– Todos tenían el pelo largo igual que él, hasta los hombros o más largo.

Pelo largo, posibles implantes de cartílagos en las orejas, nombres célticos… a mí me sonaba a aspirantes. Nunca había oído hablar de culto sexual de aspirantes de duende, pero no hay que minusvalorar la capacidad de la gente de corromper un ideal.

– Bueno, señorita Phelps -dijo Jeremy-. ¿Y qué me dice de tatuajes, símbolos escritos en sus cuerpos o alguna pieza de joyería que llevaran todos?

– No tenían.

– ¿Los vio sólo de noche?

– No, a veces por la tarde, a veces de noche.

– ¿En ningún momento concreto del mes, por ejemplo en vísperas de fiesta? -preguntó Jeremy.

Noemí torció el gesto.

– Le he estado viendo durante un período de poco más de dos meses. No ha habido festivos, ni ninguna época especial.

– ¿Mantuvo relaciones sexuales con él o con los demás un número fijo de veces a la semana?

Tuvo que reflexionar sobre esta pregunta, pero finalmente sacudió la cabeza.

– Eso dependía.

– ¿Cantaban o tocaban? -preguntó Jeremuy.

– No -dijo.

No me parecía estar ante un ritual.

– ¿Por qué usó el término ritual, señorita Phelps? ¿Por qué no dijo hechizo?

– No lo sé.

– Sí lo sabe -dije-. Usted no es una profesional. No creo que utilizar el término ritual sin motivo. Piénselo un momento. ¿Por qué esta palabra?

Reflexionó sobre esto, con la mirada perdida y el ceño fruncido. Me miró.

– Le oí hablar por teléfono una noche. -Miró hacia abajo, después levantó el mentón, nuevamente desafiante, y me di cuenta de que no le gustaba lo que se disponía a decir-. Me ató a la cama, pero dejó la puerta un poco entreabierta. Le oí hablar. Dijo: “El ritual estará bien esta noche”. A continuación bajó la voz y no pude oírle, y después añadió: “Los desentrenados se cansan muy fácilmente”.

– me miró-. No era virgen cuando nos conocimos. Tenía… experiencia. Antes de conocerle pensaba que era buena en la cama.

– ¿Qué le hace pensar que no lo es? -pregunté.

– Me dijo que no era lo bastante buena para satisfacerle con relaciones sexuales normales, que necesitaba maltratarme para darle morbo, para no aburrirse.

Intentaba mostrarse desafiante, pero no lo conseguía. El dolor asomaba a sus ojos.

– ¿Estaba enamorada de él? -Intenté preguntarlo con elegancia.

– ¿Qué importa eso?

Frances le tomó la mano y la sostuvo en su regazo.

– Está bien, Naomi. Quieren ayudarnos.

– No veo qué tiene que ver el amor con todo esto -dijo.

– Si está enamorada de él, entonces será más difícil librarla de su influencia, eso es todo -dije.

Al parecer no advirtió que había cambiado al presente.

Contestó a la pregunta:

– Pensaba que le quería.

– ¿Todavía le quiere? -No me gustaba tener que preguntarlo, pero teníamos que saberlo.

Naomi cogió la pequeña mano de la otra mujer entre las suyas, hasta que los nidillos se le pusieron blancos de tanto apretar. Finalmente las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.

– No le quiero, pero… -Tuvo que respirar profundamente en diversas ocasiones antes de poder acabar-. Si lo veo y me pide sexo, no puedo decirle que no. Incluso cuando es horrible y me hace daño, ese sexo es mejor que cualquier cosa que haya sentido antes. Puedo decir que no por teléfono, pero si aparece, le dejo… quiero decir, me defiendo si me pega, pero si es durante el sexo… Todo se me confunde.

Frances se levantó y se puso detrás de la silla de la otra mujer, extendiendo la mantita ante ellas dos, mientras la abrazaba por detrás. Hizo unos ruidos tranquilizadores, besándole la cabeza como se hace con un niño.

– ¿Se ha estado escondiendo de él? -pregunté.

Asintió.

– Sí, pero Frances… A ella la puede encontrar se esconda donde se esconda.

– Sigue el hechizo -afirmé.

Las dos mujeres asintieron como si se lo hubieran imaginado ellas mismas.

– Pero yo me he escondido de él. Me he cambiado de apartamento.

– Me sorprende que no la persiguiera -dije.

– El edificio está protegido -dijo.

Abrí los ojos al opreso. Que un edificio entero estuviera protegido, no sólo un apartamento sino todo el edificio, significaba que los hechizos protectores tenían que colocarse en los cimientos del edificio. Había que aplicarlos al cemento y también a las vigas de acero. Esto implicaba un aquelarre de brujas, o varios. Ningún profesional podría hacerlo de manera individual. Era un proceso muy caro. Sólo las casas o edificios más lujosos podían presumir de ello.

– ¿A qué se dedica, señorita Phelps? -preguntó Jeremy.

Él, igual que yo, no había contado con que las dos mujeres fueran capaces de poder pagar nuestra tarifa. Teníamos suficiente dinero en el banco a nombre de la agencia y en nuestras cuentas particulares, de manera que incluso podíamos hacer caridad de vez en cuando. No es nuestra costumbre, pero en algunos casos no se trabaja por dinero sino simplemente porque no se puede decir que no. Los dos pensamos que éste sería uno de esos casos.

– Tengo un fideicomiso que venció el año pasado. Tengo acceso a la totalidad, ahora. Confíe en mí, señor Grey, podré pagar su minuta.

– Está muy bien saberlo, señorita Phelps, pero, a decir verdad, no era esto lo que me preocupaba. No lo difunda, pero si alguien está en una situación lo suficientemente grave, no nos lo sacamos de encima porque no pueda pagar nuestros honorarios.

Naomi estaba atónita.

– No quería decir que ustedes eran… lo siento. -Se mordió la lengua.

– Naomi no tenía intención de insultarla -dijo Frances-. Ha sido rica toda su vida, y mucha gente ha intentado sacar partido de eso.

– No me ha ofendido -dijo Jeremuy.

Aunque yo sabía que probablemente sí se había ofendido, Jeremy era un empresario que sabía ponerse en su sitio. Uno no pierde los estribos con un cliente, al menos si piensa aceptar el caso. O, como mínimo, no hasta que no hacen algo verdaderamente horrible.

– ¿Ha intentado en alguna ocasión apoderarse de su dinero? -preguntó Teresa.

Naomi la miró con cara de sorpresa.

– No, no.

– ¿Sabe él que es rica? -pregunté.

– Sí, lo sabía, pero nunca me dejaba pagar nada. Decía que estaba un poco anticuado. No se preocupaba en absoluto por el dinero. Era una de las cosas que más me gustaron de él al principio.

– O sea que no busca dinero -dije.

– No le interesa el dinero -dijo Frances.

Miré aquellos grandes ojos azules, que ya no mostraban miedo. Continuaba estando de pie detrás de Naomi, reconfortándola, y parecía cobrar fuerzas de esta situación.

– ¿Qué le interesa? -pregunté.

– El poder -dijo.

Asentí. Estaba en lo cierto. El abuso siempre tiene que ver con el poder, de una manera u otra.

– Cuando decía que los desentrenados se cansaban fácilmente, no creo que estuviera pensando en su habilidad sexual.

Naomi cogía las manos de Frances, apretándolas contra sus hombros.

– ¿Entonces, qué quería decir?

– Está desentrenada en las artes místicas.

Puso cara de no entender.

– Entonces, ¿qué es aquello de lo que me cansaba tan fácilmente, si no era del sexo?

Fue Frances quien contestó:

– Del poder.

– Sí, señora Norton, del poder.

Naomi torció el gesto una vez más.

– ¿Qué quiere decir, del poder? Yo no tengo ningún poder.

– Su magia, señorita Phelps Ha estado absorbiendo su magia.

Tenía un aspecto todavía más estupefacto, con la boca abierta en una pequeña “o” de sorpresa.

– No conozco ningún tipo de magia. En ocasiones, tengo presentimientos, pero no se trata de magia.

Y ésta, por supuesto, era la razón por la que él había podido hacerlo. Me pregunto si todas las mujeres eran místicas desentrenadas. Si estaban desentrenadas, íbamos a tener problemas para infiltrarnos en su pequeño mundo. Pero si lo único que tenían que ser era parte hada y con dotes mágicas… bueno, ya había servido de señuelo antes.

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