34

No podía andar con el tobillo así. Doyle me entró en brazos en el vestíbulo del hotel. Kitto permanecía muy cerca de mí, después de que Rhys hiciera un comentario desagradable al entrar. Si Rhys continuaba mostrando rencor contra todos los trasgos, la situación se complicaría todavía más. No necesitaba que se complicara, necesitaba algo sencillo.

Lo que me esperaba en la sala de estar no era nada sencillo.

Griffin estaba sentado en uno de los mullidos sillones, con sus largas piernas estiradas para que su nuca descansara en el respaldo. Cuando entramos, tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Su cabello se derramaba por los hombros en una melena cobriza. Me acordé de cuando le llegaba a los tobillos, y de que lloré cuando se la cortó. Había evitado buscarlo entre la multitud durante el banquete. Una mirada me bastó para saber que aquel cabello de color casi caoba no estaba en la habitación. ¿Qué hacía en el hotel? ¿Por qué no había asistido al banquete?

Estaba desperdiciando encanto para hacerse pasar por humano, pero incluso amortiguado por su propia magia brillaba. Iba vestido con tejanos, botas vaqueras, una camisa blanca abrochada hasta arriba y una chaqueta también tejana con hombreras y coderas de cuero. Esperaba que se me cerrara el pecho y me costase respirar al verle. Porque no estaba dormido, estaba posando para causar el máximo efecto. Pero mi pecho no se cerró y respiraba perfectamente.

Doyle se había detenido conmigo en brazos, justo antes de pisar la alfombra de estilo oriental en la que se hallaban los sillones. Miré a Griffin desde los brazos de Doyle y me sentí vacía. Había compartido con él siete años de mi vida y podía mirarle sin sentir nada más que un doloroso vacío, una suerte de tristeza por haber perdido tanto tiempo y tanta energía con aquel hombre. Había temido el reencuentro, temía que todos aquellos sentimientos volviesen a aflorar o enfurecerme con él. Pero no sucedió nada. Siempre tendría dulces recuerdos de su cuerpo y recuerdos menos dulces de su traición, pero el hombre que posaba allí con tanto esmero ya no era mi amor. La constatación me produjo un alivio profundo y una gran pena.

Abrió lentamente los ojos y una sonrisa le curvó los labios. Me dolió, porque en alguna ocasión había creído que esa sonrisa estaba pensada especialmente para mí. La mirada de sus ojos color miel también me era familiar. Demasiado familiar. Me miraba como si no me hubiera ido nunca, con la misma seguridad que había mostrado Galen antes. Sus ojos estaban llenos de un conocimiento de mi cuerpo y de la promesa de que tendría acceso a él rápidamente.

Esto acabó con cualquier simpatía que todavía pudiera sentir por él.

El silencio se había prolongado demasiado, pero no sentí la necesidad de romperlo. Sabía que si no decía nada, Griffin terminaría por hablar. Siempre se había mostrado orgulloso del sonido de su propia voz.

Se levantó en un movimiento fluido, ligeramente encorvado, de manera que no aparentaba su metro noventa. Me mostró su mejor sonrisa, la que hacía que sus ojos se arrugasen y le marcaba un minúsculo hoyuelo en la mejilla.

Lo mire, impasible. Me ayudaba el hecho de que estaba tan cansada que apenas podía pensar, pero era algo más que eso. Me sentía vacía interiormente y dejé que mi cara lo mostrase. Le dejé ver que no representaba nada para mí aunque, conociendo a Griffin, sabía que no se lo creería.

Dio un paso adelante, con una mano extendida como si fuese a coger la mía. Yo lo fulminé con la mirada hasta que bajó de nuevo la mano y por primera vez, pareció sentirse incómodo.

Paseó la mirada por mis acompañantes, y después volvió a posarla en mí.

– La reina insistió en que yo no estuviera allí esta noche. Pensó que eso te podría alterar. -La seguridad se hundió en sus ojos para dejar paso a la ansiedad-. ¿Qué me he perdido esta noche?

– ¿Qué estás haciendo aquí, Griffin? -dije. Mi voz estaba tan vacía como mi corazón.

Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. Era evidente que la reunión no se desarrollaba según sus expectativas.

– La reina dijo que había levantado el celibato de la Guardia para ti.

Sus ojos se dirigieron a Doyle y a continuación, a los demás. Torció el gesto al ver al trasgo. No le gustaba ninguno de ellos. No le gustaba que yo estuviera en brazos de otro. Percibí un fugaz destello de satisfacción, insignificante pero real.

– Que la reina haya levantado el celibato para mí y sólo para mí no responde a mi pregunta, Griffin.

Frunció el ceño.

– ¿Por qué estás aquí? -pregunté.

– La reina me dijo que te había advertido de que enviaría a un guardia elegido por ella.

Intentó volver a sonreír, pero la sonrisa se desvaneció cuando lo miré.

– ¿Estás intentando decirme que la reina te ha enviado como espía suyo?

Levantó la cabeza, y su delicado mentón se tensó. Era un signo inequívoco de que no se sentía a gusto.

– Pensé que te gustaría, Merry. Hay muchos guardias con los que sería peor compartir tu cama.

Negué con la cabeza y apoyé la cara en el hombro de Doyle.

– Estoy demasiado cansada para esto.

– ¿Qué quieres que hagamos nosotros, Meredith? -preguntó Doyle.

La mirada de Griffin se endureció, y me percaté de que Doyle había utilizado mi nombre de pila deliberadamente; no un título, sino mi nombre.

Esto me hizo sonreír.

– Llévame a la habitación y ponte en contacto con la reina. No me obligarán a volver a compartir la cama con él, bajo ningún concepto.

Griffin dio un paso hacia nosotros y me acarició el pelo. Doyle me puso fuera de su alcance girando los hombros.

– Fue mi consorte durante siete años -dijo Griffin, y esta vez había rabia en su voz.

– Entonces deberías haberla valorado como el precioso regalo que es.

– Vete, Griffin -dije-. Conseguiré que la reina envíe a algún otro.

Se puso delante de Doyle, bloqueando nuestro camino hacia los ascensores.

– Merry Merry, ¿no…?

– ¿Sientes nada? -acabé la frase por él-. Siento la necesidad de salir de este vestíbulo antes de atraer a una multitud.

Griffin miró de reojo el mostrador, desde donde la conserje del turno de noche nos dedicaba toda su atención. Había llegado un hombre y se había colocado a su lado, como si tuvieran miedo de que se produjera una pelea.

– Estoy aquí a las órdenes de la reina. Sólo ella me puede echar, no tú.

Miré a sus ojos airados y me puse a reír.

– Muy bien, muy bien, vamos todos a la habitación y la llamaremos desde allí.

– ¿Estás segura? -preguntó Doyle-. Si quieres que se quede en el vestíbulo, lo podemos solucionar.

Percibí un sutil tono de amenaza en su voz y me di cuenta de que Doyle quería hacerle daño, quería una excusa para castigar a Griffin. No creo que fuera algo personal conmigo. Pienso más bien que Griffin había tenido lo que todos ellos deseaban, acceso a una mujer que lo adoraba, y lo había echado por la borda mientras los demás no podían hacer otra cosa que mirar.

Frost se colocó detrás de Doyle. Kitto le siguió. Rhys se nos unió desde el otro lado y Galen se acercó a Griffin por detrás.

Griffin se tensó de golpe. Acercó la mano al cinturón y ésta empezó a desaparecer bajo la chaqueta.

Doyle dijo:

– Si tu mano no está a la vista, interpretaré que pretendes hacernos daño. Y no creo que quieras que piense eso, Griffin.

Griffin intentaba controlarlos a todos visualmente, pero había permitido que le rodearan, y uno no puede mirar a dos lados a la vez. Era una actitud demasiado descuidada, y Griffin era muchas cosas, pero no descuidado. Por primera vez me pregunté si le había afligido nuestra separación, si había sentido suficiente dolor para volverse descuidado, lo bastante descuidado para resultar herido 0 incluso perder la vida.

Esta idea tenía gracia desde un punto de vista sociopático, pero no quería lo matasen, sólo lo quería lejos de mí.

– No tengo ganas de peleas, aunque sería divertido

– ¿Cuáles son tus órdenes? -preguntó Doyle.

– Vamos todos arriba a contactar con la reina, luego me lavaré un poco y ya veremos.

– Como quieras, princesa -dijo Doyle.

Me llevó hacia los ascensores. Los demás nos siguieron, formando una especie de red semicircular en torno a Griffin. Sin necesidad de que nadie les dijera nada, Rhys y Galen se colocaron uno a cada lado de Griffin en el ascensor.

Doyle se quedó a un lado, con la espalda en el espejo para poder controlar a Griffin. Frost hacía lo mismo al otro lado. Kitto continuó mirando a Griffin como si no lo hubiese visto nunca antes.

Griffin apoyó los hombros en la pared, con los brazos plegados en el pecho y los tobillos cruzados: la imagen de la tranquilidad absoluta. Pero sus ojos y la rigidez de sus hombros lo traicionaban.

Lo miré entre Galen y Rhys. Le sacaba cuatro dedos a Galen y bastantes más a Rhys.

Me sorprendió mirando y dejó caer su encanto, lentamente, como un estriptis. Le había visto hacerlo desnudo muchas más veces de las que podía contar. Era como mirar a una luz que surgiese de debajo de su piel, empezando por los pies, luego sus musculosas pantorrillas, los muslos fuertes, y subiendo, hacia arriba, hasta que cada centímetro de su cuerpo brillaba como alabastro pulido con una vela en su interior, tan brillante el resplandor de su piel que casi formaba sombras.

El recuerdo de su cuerpo desnudo y brillante estaba grabado a fuego en mi memoria, y cerrar los ojos no servía de nada. Había sido una imagen demasiado querida durante demasiado tiempo. Abrí los ojos y vi el brillo metálico de su cabello de cobre. Las ondas de su pelo crepitaban y se movían con su poder. Los ojos no eran del color de la miel, tenían tres colores: marrón alrededor de la pupila, oro líquido y por último, bronce bruñido. La visión de su cuerpo envuelto en un resplandor me dejó sin aliento. Siempre sería guapo y ningún odio iba a cambiar eso.

Pero la belleza no era suficiente, ni mucho menos.

Nadie dijo ni una palabra hasta que se detuvo el ascensor. Entonces Galen cogió a Griffin por el brazo y Rhys miró a ambos lados del pasillo antes de que Doyle me sacara del ascensor.

– ¿Por qué tanta precaución? -preguntó Griffin-. ¿Qué ha pasado esta noche?

Rhys examinó la puerta y a continuación, me cogió la llave magnética y abrió la puerta. Examinó la habitación mientras los demás esperábamos fuera. Si los brazos de Doyle estaban cansados de cargarme, no lo mostraban.

– No hay peligro -dijo Rhys. Cogió el otro brazo de Griffin y lo hicieron entrar en la habitación de este modo. El resto de nosotros los seguimos.

Doyle me depositó en la cama, y me quedé sentada con la espalda apoyada en el cabezal. Eligió uno de los cojines que había sobre la colcha azul y lo colocó debajo de mi tobillo, luego se sacó la capa y la dejó al pie de la cama. Todavía llevaba el arnés de piel y metal sobre el pecho; los pendientes de plata todavía brillaban en los lóbulos de sus orejas; las plumas de pavo real todavía peinaban sus hombros. Por primera vez, se me pasó por la cabeza que nunca había visto a Doyle de otra manera. Bueno, sí con otra ropa, pero no estaba segura de si utilizaba encanto o no. Doyle no intentaba ser alguien distinto del que era.

Miré a Griffin, que aún brillaba, todavía hermoso. Galen y Rhys le habían hecho sentar en una silla. Galen se apoyó en la mesita que había junto a la silla. Rhys se recostó en la pared. Ninguno de los dos brillaba, pero sabía que como mínimo Galen no pretendía pasar por humano.

Kitto se subió a la cama y se acurrucó a mi lado. Pasó un brazo por mi cintura, peligrosamente cerca de mi regazo. Pero no trató de aprovecharse de la situación. Acurrucó la cara contra mi cadera y parecía satisfecho, como si quisiera dormir.

Frost se sentó en la punta de la cama, con las piernas en el suelo, pero negándose a dejar toda la cama para el trasgo. Cruzó los brazos sobre el pecho, justo debajo de las manchas de sangre. Se sentó allí, alto y erguido, e increíblemente guapo, pero no brillaba del mismo modo que Griffin.

De repente, tuve una revelación. Griffin no había dejado caer el encanto, había añadido más. En todas las ocasiones en que pensaba que se despojaba de las máscaras, lo que en realidad hacía era cubrirse en la mayor de las ilusiones. La mayoría de sidhe no podían usar encanto para parecer más bellos a los otros sidhe. Se podía intentar, pero era un esfuerzo en vano. Incluso después de haber alcanzado mi poder, lo veía brillar, pero ahora sabía lo que era en realidad: una mentira.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el cabecero.

– Deja caer el encanto, Griffin. Limítate a quedarte sentadito ahí como un buen chico. -Mi voz sonó cansada, incluso a mí.

– Es muy bueno en esto -dijo Doyle-. Quizás el mejor que he visto en mi vida.

Abrí los ojos y miré a Doyle.

– Me alegro de saber que el espectáculo no era sólo para mi disfrute. Me sentía bastante estúpida.

Doyle miró al resto de los reunidos.

– ¿Señores?

– Está brillando -dijo Galen.

– Como una luciérnaga en junio -confirmó Rhys.

Frost asintió.

Toqué el pelo de Kitto.

– ¿Lo ves? -pregunté.

Kitto levantó la cabeza, con los ojos entrecerrados.

– Todos los sidhe me parecen guapos. -Apretó la nuca contra mí, y esta vez se acurrucó un poco más abajo de mi cintura.

Miré a Griffin, todavía resplandecía y estaba tan guapo que estuve a punto de protegerme los ojos como cuando uno mira al sol. Quería gritarle, echarle en cara sus engaños y sus mentiras, pero no lo hice. Mi enfado le habría convencido de que todavía sentía algo por él. No era así, o, mejor dicho, no lo que él quería que sintiera. Me sentí engañada y estúpida y enfadada.

– Ponte en contacto con la reina, Doyle -dije.

Frente a la cama había una cómoda con un gran espejo. Doyle se situó ante el espejo. Todavía me veía reflejada en él. Me volví a mirar y me pregunté por qué apenas había cambiado mi aspecto. Oh, sí, estaba despeinada, el maquillaje necesitaba un retoque, la pintura de labios había desaparecido completamente, pero mi cara seguía siendo la misma. Había perdido la inocencia hacía años y me quedaba poca capacidad de sorpresa. Lo único que sentía era entumecimiento.

Doyle colocó las manos casi rozando el cristal. Sentí su magia como un séquito de hormigas caminando por mi piel. Kitto levantó la cabeza para mirar y apoyó la mejilla en mi muslo.

El poder se percibía en un aumento de la presión, como si uno pudiera apartarlo tapándose las orejas, igualando la presión, pero la presión no se reduciría hasta que el poder se retirase. Doyle acarició el espejo, y éste se onduló como agua. Las puntas de sus dedos provocaban las ondas como piedras lanzadas en una piscina. Doyle dobló levemente las muñecas y el espejo perdió su transparencia. La superficie adquirió una tonalidad lechosa.

La niebla se disipó y apareció la reina sentada en el borde de su cama, mirándonos a través del espejo de sus aposentos privados. Se había quitado los guantes, pero conservaba el mismo vestido. Me habría apostado una parte de mi cuerpo a que estaba esperando la llamada. A su lado se veía el hombro desnudo de Eamon, tumbado de costado, como si estuviera durmiendo. El chico rubio estaba arrodillado al lado de ella, apoyado en los codos. También estaba desnudo, pero no debajo de las mantas. Su cuerpo era fuerte, pero delgado, un cuerpo de chico, sin la musculatura de un hombre. Me volví a preguntar si ya habría cumplido los dieciocho años.

Doyle se había apartado a un lado, con lo que yo fui la primera a quien buscaron los ojos de la reina.

– Hola, Meredith.

Los ojos de la reina escrutaron la escena, el trasgo a medio vestir y Frost en la cama conmigo. Mostró una sonrisa de satisfacción. Me di cuenta de que las dos escenas, a ambos lados del espejo, eran muy similares. Ella tenía a dos hombres en su cama, y yo tenía otros dos en la mía. Deseaba que se lo estuviera pasando mejor que yo. O quizá no.

– Hola, tía Andais.

– Pensé que estaríais todos en la cama, esperaba ver a uno o dos más de tus chicos. Me decepcionas.

Acarició la espalda desnuda del chico y terminó separando los dedos sobre sus nalgas. Era un gesto casual, igual que cuando uno acaricia a un perro.

Mi voz sonó muy neutra, cuidadosamente vacía.

– Griffin estaba aquí cuando llegamos. Dice que fuiste tú quien lo envió.

– Así es -dijo-. Estuviste de acuerdo en acostarte con mi espía.

– No estuve de acuerdo en acostarme con Griffin. Pensaba que después de nuestra charla habías comprendido lo que siento por él.

– No -dijo Andais-. No, no lo comprendí en absoluto. En realidad, no estaba segura de que tú misma conocieras tus sentimientos hacia él.

– No siento nada por él -dije-. Sólo quiero que se aparte de mi vista, y desde luego no voy a acostarme con él. -Me di cuenta en cuanto dije esto último de que ella podría insistir a causa de algún tipo de perversión malvada. Añadí rápidamente-: Que sepa que es célibe otra vez. Fue liberado de la prohibición hace diez años para que pudiera acostarse conmigo, pero utilizó su libertad para follar con cualquiera que se prestara. Quiero que sepa que me acuesto con los otros guardias, que éstos disfrutan del sexo y él no. Que, a no ser que consienta en acostarme con él, nunca más volverá a tener relaciones sexuales en el resto de su vida tan poco natural. -Sonreí mientras hablaba y me di cuenta de que era una sonrisa sincera. Que la Diosa me perdone, era vengativa, pero era sincera.

Andais volvió a reír.

– Oh, Meredith, creo que compartimos más sangre de lo que nunca me hubiese atrevido a imaginar. Como quieras. Envíalo de nuevo a su cama solitaria.

– Ya la has oído -dije-. Vete.

– Si no soy yo -dijo Griffin- será otro. Quizá deberías preguntarle a quién enviará para sustituirme en tu cama.

Miré a mi tía.

– ¿A quién enviarás para sustituir a Griffin?

Extendió la mano, y apareció un hombre como si hubiese estado esperando pacíficamente su turno. Su piel era del color de las lilas, su melena, larga hasta la rodilla, tenía una tonalidad rosada. Sus ojos eran como pozos de oro líquido. Era Pasco, el hermano gemelo de Rozenwyn.

Lo miré, y él me miró a su vez. Nunca habíamos sido amigos. En realidad, hubo una época en la que pensé que éramos enemigos.

Griffin se echó a reír.

– No puedes decirlo en serio, Merry. ¿Dejarías que Paseo te follase antes que yo?

Miré a Griffin. Había dejado de brillar y tenía un aspecto rayano en lo vulgar. Estaba furioso, tanto que percibí un ligero temblor en sus manos mientras señalaba al espejo.

– Griffin, cariño -dije-,hay un montón de hombres a los que metería en mi cama antes que a ti.

La reina estalló en una carcajada. Empujó a Paseo hacia abajo hasta que éste se sentó en su regazo, como un niño que visita a Papá Noel en un centro comercial. Me miró al tiempo que acariciaba el pelo de Pasco.

– ¿Estás de acuerdo en que Pasco sea mi espía?

– Estoy de acuerdo.

Los ojos de Pasco se abrieron un poco al oír esto, como si hubiera esperado al menos algo de resistencia por mi parte. Pero ya no estaba de humor para discutir.

Andais acarició la espalda de Pasco.

– Creo que le has sorprendido. Me había dicho que nunca aceptarías compartir la cama con él.

Me encogí de hombros.

– No es un destino peor que la muerte.

– Eso es bien cierto, sobrina mía.

Nuestros ojos se encontraron en el espejo. Asintió e invitó al hombre a levantarse. Vi que le daba a Pasco una palmada en el trasero justo antes de que desapareciera de la imagen.

– Enseguida estará ahí.

– Muy bien -dije-. Ahora vete, Griffin.

Griffin vaciló. Nos miró uno a uno y abrió la boca como si se dispusiera a decir algo, pero acto seguido la cerró. Probablemente lo más inteligente que podía hacer.

Hizo una reverencia.

– Mi reina. -Se dirigió hacia mí-. Ya nos veremos, Merry.

Negué con la cabeza.

– ¿Para qué?

– Me quisiste una vez -dijo, y era casi una pregunta, casi una plegaria.

Podría haber mentido, pero no lo hice.

– Sí, Griffin, alguna vez te quise.

Me miró, y sus ojos recorrieron la cama y mi pequeño harén.

– Lo siento, Merry. -Parecía sincero.

– ¿Sientes haberme perdido, sientes haber matado el amor que sentía por ti, o sientes que ya no puedas follar conmigo?

– Todo eso -dijo-. Siento todo eso.

– Buen chico. Ahora vete -dije.

Algo pasó por su cabeza, algo cercano al dolor, y por primera vez pensé que quizá, sólo quizá, había entendido que lo que había hecho estaba mal. Abrió la puerta y salió, y cuando la puerta se cerró detrás de él, supe que se había ido, que se había ido en un sentido que iba más allá de su ausencia física en la habitación. Ya no era mi amor, ya no era mi persona especial.

Suspiré y me recosté en el cabezal. Kitto se acurrucó más cerca. Me pregunté si tendría alguna oportunidad de estar sola aquella noche.

Volví a mirar al espejo.

– Sabías que no aceptaría a Griffin como espía tuyo, si eso implicaba acostarme con él.

La reina asintió.

– Tenía que conocer tus verdaderos sentimientos hacia él, Meredith. Tenía que estar segura de que no seguías enamorada de él.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque el amor puede interferir con la lujuria. Ahora estoy segura de que ya no ocupa ningún lugar en tu corazón. Me gusta saberlo.

– Estoy contentísima de que te guste -dije.

– Ve con cuidado, Meredith. No me gusta el sarcasmo dirigido contra mí.

– Y a mí no me gusta que me arranquen el corazón para tu disfrute. -En el momento en que lo dije, supe que era un error.

Sus ojos se estrecharon.

– Cuando te arranquen el corazón, Meredith, lo sabrás.

El espejo se cubrió de vaho y de repente, volvió a reflejar la realidad. Me miré en él, y vi el latido de mis venas en la garganta. -Arrancar el corazón -dijo Galen-. No has elegido muy bien tus palabras.

– Lo sé -dije.

– En adelante -dijo Doyle- mantén la serenidad. Andais no necesita que le den ideas.

Aparté a Kitto. Levanté el pie de la cama, con cuidado, apoyándome en la mesita de noche.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Doyle.

– Voy a limpiarme un poco esta sangre, y después me iré a la cama. -Miré a los hombres reunidos en la habitación-. ¿Quién quiere ayudarme a llenar la bañera?

El silencio se hizo muy denso de pronto. Los hombres se miraron entre sí, como si no estuvieran seguros de qué hacer, o qué decir. Galen dio un paso hacia adelante y me ofreció la mano para ayudarme a ponerme de pie. Tomé su mano, pero sacudí la cabeza.

– No puedes estar conmigo esta noche, Galen. Tiene que ser alguien que pueda acabar lo que empecemos.

Bajó la mirada durante uno o dos segundos, y después levantó la cabeza.

– Oh. -Me ayudó a colocarme de nuevo en la cama y yo le dejé hacer; después caminó hasta la silla donde había dejado su chaqueta de cuero-. Voy a ver si puedo conseguir una habitación al lado de ésta, y después iré a dar una vuelta. ¿Quién me acompaña? Todos volvieron a intercambiar miradas, pero nadie parecía saber cómo controlar la situación.

– ¿Cómo escoge la reina entre vosotros? -pregunté.

– Simplemente se lo pide al guardia, o a los guardias, que desea tener para la noche -dijo Doyle.

– ¿No tienes ninguna preferencia? -preguntó Frost, y percibí que se sentía herido.

– Lo dices como si hubiera alguna posibilidad de equivocarse. No hay ninguna mala elección; todos sois encantadores.

– Yo ya tuve mi alivio con Meredith -dijo Doyle-, de manera que esta noche me retiro.

Esto captó la atención de todo el mundo, y Doyle tuvo que explicar muy brevemente a qué se refería con aquel comentario. Frost y Rhys se miraron mutuamente y de golpe, percibí una tensión en el aire que no había estado allí antes.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– Tienes que escoger, Meredith -dijo Frost.

– ¿Por qué? -pregunté.

Fue Galen quien contestó:

– No lo puedes reducir a sólo dos de nosotros sin peligro de un duelo.

– No son sólo dos, son tres -dije.

Todos me miraron a mí y a continuación, lentamente al trasgo, que todavía permanecía en la cama. Él se mostró tan sorprendido como los guardias. Nos observó con los ojos muy abiertos. Parecía casi asustado.

– Nunca he tenido la pretensión de competir con un sidhe.

– Kitto vendrá conmigo al cuarto de baño independientemente de quién más me acompañe -dije.

Todas las miradas de la habitación se centraron en mí.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Doyle.

– Ya me has oído. Quiero que se selle la alianza con los trasgos, lo cual significa que tengo que compartir carne con Kitto, y eso es lo que voy a hacer.

Galen se dirigió a la puerta.

– Volveré más tarde.

– Espérame -dijo Rhys.

– ¿Te vas? -pregunté.

– Lo mismo que te quiero a ti, Merry, odio a los trasgos. -Rhys salió con Galen; cerraron la puerta detrás de ellos y Doyle pasó la llave.

– ¿Significa esto que te quedas? -pregunté.

– Voy a vigilar la puerta exterior -dijo Doyle.

– ¿Y si queremos utilizar la cama? -preguntó Frost.

Doyle se mostró pensativo, después se encogió de hombros.

– Puedo esperar fuera de la habitación si necesitáis la cama.

Hubo un poco más de negociación. Frost quería que quedase claro que él no tendría que tocar al trasgo. Yo acepté. Frost me levantó en brazos y me llevó al cuarto de baño. Kitto ya estaba allí, llenando la bañera. Levantó la cabeza cuando entramos; se había quitado la camisa de Galen. No nos dijo nada, se limitó a mirarnos con sus enormes ojos azules, moviendo una mano debajo del grifo.

Frost observó detenidamente el cuarto de baño. Finalmente, me sentó en el lavabo. Estaba de pie delante de mí, y de pronto me sentí incómoda. El beso en el coche había sido maravilloso, pero había sido la primera ocasión en que Frost y yo nos tocábamos mutuamente. Ahora, de golpe, se suponía que teníamos que hacer el amor, y con público.

– Es raro, ¿verdad? -dije.

Asintió, y este movimiento bastó para que aquel fino velo de cabello plateado se deslizara brillando sobre su cuerpo. Sus dedos buscaron muy despacio, vacilantes, la chaqueta de mi vestido. Colocó su manos en mis hombros y lentamente, dejó resbalar la chaqueta por mis brazos. Empecé a ayudarle con las mangas, pero me detuvo:

– No, déjame.

Volví a colocar las manos junto al cuerpo, y Frost tiró de las mangas, primero una, después la otra. Dejó que la chaqueta cayera al suelo y deslizó las puntas de sus dedos por la piel desnuda de mis hombros. Me puso la carne de gallina.

– Suéltate el pelo -dije.

Se quitó el primer broche de hueso, después el segundo, y el cabello cayó a su alrededor como una lluvia de espumillón. Le agarré un mechón. Parecía alambre de plata, pero era suave como satén, con una textura como de hilo de seda.

Se colocó suficientemente cerca para que sus piernas rozaran las mías. Acarició mis brazos desnudos. Me tocaba con timidez, como si tuviese miedo.

– Si te inclinas hacia adelante, te desabrocharé el vestido.

Hice lo que pedía, apoyé la cabeza contra su pecho. La tela de su camisa raspaba un poco, pero sus manos desabrochaban el vestido lenta y delicadamente. Las yemas de sus dedos se deslizaron en el vestido abierto, dibujando círculos en la suave piel de mi espalda. Intenté sacarle la camisa de dentro de los pantalones, pero no se movía:

– No te puedo sacar la camisa.

– Está abrochada para que caiga con gracia -dijo.

– ¿Abrochada? -pregunté.

– Tendría que quitarme los pantalones para quitarme la camisa.

Se había ruborizado, su piel mostraba un maravillo color rosa rojizo.

– ¿Qué pasa, Frost?

El grifo de la bañera se cerró. Kitto dijo:

– El baño está listo, señora.

– Gracias, Kitto. -Miré a Frost-. Contéstame, Frost. ¿Qué pasa?

Bajó la cabeza, con todo su brillante cabello actuando como una cortina. Se apartó de mí para fijar la mirada en la pared opuesta, de manera que ni tan siquiera el trasgo podía verle la cara.

– Frost, por favor no me obligues a saltar del lavabo para mirarte. Lo único que me falta es torcerme otro tobillo.

Frost habló sin volver la cabeza.

– No confío en mí mismo contigo.

– ¿En qué sentido? -pregunté.

– En el sentido de un hombre con una mujer.

Todavía no le comprendía.

– No lo entiendo, Frost.

Se volvió de golpe para mirarme; sus pupilas eran del color de las nubes de tormenta.

– Quiero caer sobre ti como una bestia voraz. No quiero ser dulce. Simplemente quiero.

– Estás diciendo que no confías en ti en que no… -Buscaba una palabra mejor, pero no la encontré-: ¿Me violarás?

Asintió.

No pude contener la risa. Sabía que no le gustaría, pero sencillamente no podía evitarlo.

Su cara se endureció, se mostró más arrogante, distante, con los ojos fríos pero todavía enfadado.

– ¿Qué quieres de mí, Meredith?

– Frost, perdóname, pero no puedes violar a quien se te ofrece.

Torció el gesto.

– Quiero tener relaciones sexuales contigo esta noche. Éste es el plan. ¿Cómo puede ser violación esto?

Negó con la cabeza y su cabello trazó un círculo de luz.

– No lo entiendes. No confío en que pueda controlarme.

– ¿En qué sentido?

– ¡En ningún sentido! -Se apartó de nuevo.

Finalmente empecé a intuir lo que trataba de decirme.

– ¿Te preocupa no durar lo suficiente para darme placer?

– Eso y…

– ¿Qué, Frost, qué?

– Quiere follarte -dijo Kitto.

Los dos miramos al trasgo, que permanecía de rodillas.

– Eso ya lo sé -dije.

Kitto sacudió la cabeza.

– Nada de sexo, sólo follar. Hace tanto tiempo que no lo hace, que simplemente quiere hacerlo.

Frost estaba rehuyendo mi mirada.

– ¿Es eso lo que quieres?

Echó la cabeza para atrás, escondiéndose detrás de todo aquel cabello.

– Quiero romperte las bragas, ponerte encima del lavabo y penetrarte. No me siento delicado esta noche, Meredith. Me siento medio loco.

– Entonces hazlo -dije.

Se volvió y me miró.

– ¿Qué has dicho?

– Hazlo como quieras. Ochocientos años te dan derecho a una pequeña fantasía.

Torció el gesto.

– Pero no te gustará.

– Deja que sea yo quien me preocupe de esto. Olvidas que desciendo de diosas de la fertilidad. Tantas veces como penetres en mi interior, te puedo hacer volver a sentir la necesidad tocándote con la mano. Es una pequeña utilidad de mi poder. Que empecemos la noche en el cuarto de baño no significa que tengamos que acabarla también aquí.

– ¿Me dejarías hacerlo?

Lo miré, allí plantado con sus anchos hombros, su pecho robusto asomando entre aquel cabello glorioso, la estrecha cintura, la cadera ceñida por aquellos pantalones tan ajustados. Pensé en cómo se los quitaría, en verlo desnudo por primera vez, en que penetrara en mi interior, con urgencia, tan lleno de necesidad que no tocaría nada, no haría nada excepto empujar en mi interior. Tuve que suspirar antes de responder.

– Sí.

Cruzó el cuarto de baño en dos zancadas, alzándome del lavabo y colocándome en el suelo. Me apoyé en el tobillo malo, pero no me dio tiempo para protestar. Me quitó el vestido de mis brazos en un movimiento abrupto. Tuve que agarrarme del lavabo para no caerme. Arrojó el vestido al suelo, dejándolo alrededor de mis pies. Luego tiró con fuerza de mis bragas de satén negro y las dejó también en el suelo.

Veía a Kitto en el espejo empañado. Lo miraba todo con ojos ansiosos, en silencio, como si no quisiera romper el hechizo.

Frost tuvo que desabrocharse los pantalones, y eso llevaba tiempo. Un pequeño gemido escapó del fondo de su garganta cuando ya se los había bajado. Llevaba la camisa sujetada a la altura de la ingle. Rasgó la tela. Su miembro era largo, y estaba duro y más que preparado. Lo vi por encima del hombro, y cuando me di cuenta, ya tenía sus manos en mi cintura, dándome la vuelta hacia el espejo empañado.

Hubo un momento en el que sentí que se deslizaba hacia mí y a continuación, lo sentí en mi interior. Empujaba contra mi cuerpo, forzándose a entrar en mí. Le había dado permiso, lo deseaba, pero, sin ninguna estimulación previa, el dolor se mezclaba con el placer. Una presión abrasadora, casi desgarradora, me hizo gemir de dolor y deseo. Cuando estuvo dentro de mí, tanto como podía, murmuró:

– Estás cerrada todavía, pero estás mojada.

Mi voz salía en un jadeo.

– Ya lo sé.

Se retiro un poco para volver a entrar, y después de eso ya no hubo nada más que su cuerpo dentro del mío. Su necesidad era grande y feroz y él también lo era. Se metió en mi interior con toda su fuerza y rapidez. El sonido de la carne golpeando a la carne acompañaba cada embate de su cuerpo. Esa fuerza en estado puro arrancaba gemidos de mi garganta y me hacía vibrar cuando se movía dentro de mí, sobre mí, a través de mí. Mi cuerpo se le abrió, y ya no estaba cerrada, sólo húmeda.

Utilizó las manos para obligarme a apoyar los pechos en el lavabo, y después me levantó, con lo cual la mayor parte de mi cuerpo quedó sobre el lavabo. Mis pies ya no tocaban el suelo. Se metió en mí, como si estuviese tratando de abrirse camino, no sólo en mi cuerpo sino hasta el otro lado. Me tensé muy lentamente y la respiración se me aceleró. Carne contra carne, tan duro y tan deprisa, con tanta fuerza que danzaba sobre esa delgada línea entre el placer y el dolor. Continué esperando que pusiera fin a su necesidad con un empuje glorioso, pero no lo hizo. Dudaba y utilizó sus manos grandes y fuertes para mover mis caderas encima del lavabo, un pequeño ajuste como si estuviera buscando el lugar adecuado, después llegó el embate hacia mi interior en un movimiento largo y poderoso, y me puse a chillar. Frost había encontrado el lugar adecuado de mi cuerpo, y se deslizaba por él, una y otra vez, tan poderosa y rápidamente como antes, pero ahora me hacía jadear. La tensión aumentó, un calor crecía en mi interior, se hinchaba. Se hizo más y más grande, derramándose por mi piel como si me cayeran encima mil plumas para hacerme temblar, estremecer, para arrancar de mi boca gritos sin palabras, sin pensamientos, sin formas. Era la canción de la carne, no de amor, ni tan siquiera de deseo, sino algo más primitivo, más primario.

Miré al espejo y vi que mi piel brillaba y mis ojos centelleaban con un fuego verde y dorado. Vi a Frost en el espejo, esculpido en marfil y alabastro; la luz blanca jugueteaba en su piel como si el poder brotara desde su interior. Me sorprendió mirándole en el espejo, y aquellos ojos grises, brillantes como nubes iluminadas por el claro de luna, se llenaron de preocupación. Me tapo la cara para que no pudiera mirarle. Dejó su mano allí, aguantándome, con su otra mano en mi espalda y su cuerpo apretando el mío. No me podía mover, no me podía apartar, no podía detenerle. No quería, pero lo entendí. Era importante para él no ceder el control, decir cuándo y cómo, e incluso el hecho de que yo lo mirase era una intrusión. Éste era su momento, y yo era sólo la carne a la que él se entregaba. Necesitaba que yo no fuera nada ni nadie, excepto la herramienta para colmar su necesidad.

Oí que su respiración se aceleraba, que sus embates se apresuraban, se hacían más vigorosos, más rápidos, hasta que me puse a gritar, y aun así no paró. Sentí que cambiaba el ritmo de su cuerpo, un estremecimiento le recorrió, y yo ya no pude más. Aquel calor hinchado se derramó en mi interior, a través de mí, presionando profundamente dentro de mi cuerpo, haciendo que se contrajera, que se sacudiera, incapaz de controlarlo, sólo sus manos me mantenían quieta, entera. Pero si mi cuerpo no se podía mover, el placer tenía que manifestarse de alguna manera; salía de mi boca en forma de gritos, gritos profundos, incontrolados, más y más, tan rápido como podía respirar.

Frost gritó más alto que yo, lanzó sus gritos en pos de los míos. Se apoyó en el lavabo, con una mano a cada lado de mi cuerpo y la cabeza baja. Su cabello se derramaba sobre mi piel como seda caliente. Yo no me movía, todavía aprisionada debajo de él, intentando aprender de nuevo a respirar.

Pudo hablar, aunque fue un murmullo confuso.

– Gracias.

Si hubiese tenido suficiente aire, me habría reído, pero tenía la garganta tan seca que mi voz sonaba rígida.

– Créeme, Frost, ha sido un placer.

Se inclinó y me besó en la mejilla.

– Trataré de hacerlo mejor la próxima vez.

Apartó sus manos de mí para permitir que me moviera, pero se quedó en mi interior, como si le costara dejarme libre.

Lo miré, pensando que estaba bromeando, pero su cara estaba extremadamente seria.

– ¿Puedes hacerlo mejor? -pregunté.

Asintió solemnemente.

– Oh, sí.

– La reina estaba loca -dije en voz baja.

Entonces sonrió.

– Siempre lo he pensado.

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