Regresé a mi apartamento con el pelo todavía mojado por la ducha del hotel. Doyle insistió en abrirme la puerta, por si tenía alguna trampa mágica. Se tomaba el oficio de guardaespaldas con seriedad, claro que no había esperado menos de Doyle. Cuando me aseguró que no había peligro, caminé descalza hacia la alfombra gris. Llevaba una camisa hawaiana y un par de pantalones cortos, que Sholto había tomado prestados de Gethin. Lo único que no me sirvió del hombre fueron los zapatos. Mi ropa seguía en la habitación del hotel, tan empapada de sangre que hasta la ropa interior era irrecuperable. Parte de la sangre era de Nerys, y parte, mía.
Encendí la luz desde el interruptor de al lado de la puerta. La lámpara se iluminó. Había pagado más para que me permitieran pintar el piso de un color que no fuera blanco. Las paredes de la habitación delantera eran de un rosa pálido. El sillón era púrpura, malva y rosa. La silla de la esquina, demasiado mullida, era rosa. Las sábanas, también rosas con detalles púrpura. Jeremy había dicho que era como estar dentro de un huevo de Pascua decorado de forma cara. Las estanterías eran blancas. Encendí la lámpara de pie que había junto a la silla mullida y luego la de encima de la pequeña mesita blanca de la cocina, frente a la cual se abría un ventanal enmarcado por cortinas blancas con puntillas. El cristal de la ventana era muy negro y de alguna manera, amenazador. Corrí las cortinas y la oscuridad de la noche quedó cautiva tras la persiana blanca. Me quedé un momento de pie delante del único cuadro que había en la habitación. Se trataba de una lámina de La caza de mariposas de W. Scott Miles. El cuadro era prácticamente todo verde, y las mariposas reproducidas a tamaño natural aportaban preciosos detalles de color rosa y púrpura. Aunque uno nunca escoge un cuadro porque combine con los tonos de una habitación, sino porque te dice algo, algo de lo que quieres acordarte cada día. Aquel cuadro siempre me había parecido relajante, idílico, pero esa noche era simplemente pintura sobre un lienzo. Esa noche nada iba a complacerme. Encendí las luces de la cocina y me dirigí al dormitorio.
Doyle se había quedado a un lado mientras yo iba de habitación en habitación encendiendo todas las luces, igual que un niño que se despierta de una pesadilla. Luz para expulsar el mal. El problema era que el mal estaba en mi cabeza y no había luz suficientemente brillante para eso.
Doyle me siguió cuando entré en el dormitorio. Me di un golpe contra la lámpara del techo al pasar por la puerta.
– Me gusta el dormitorio -dijo.
El comentario logró que me volviera hacia él.
– ¿A qué te refieres?
Su cara permanecía impasible, impenetrable.
– El cuarto de estar era tan… rosa. Temía que el dormitorio también lo fuera.
Miré las paredes de un gris pálido, el papel pintado granate, con flores malva, rosa y blancas. La cama tenía cuatro patas y era tan grande que casi no quedaba espacio entre el pie de ésta y el cuarto de baño. La colcha era de color burdeos y sobre ella tenía un montón de cojines: granates, púrpura, malva, rosa y algunos, sólo unos pocos, negros. El tocador era de madera de cerezo, con un barniz tan oscuro que casi parecía negra. La cómoda situada junto a la ventana hacía juego con ella. Jeremy había dicho que mi dormitorio parecía el de un hombre, con unos cuantos retoques añadidos por su novia. Había un armario negro lacado en la esquina opuesta al cuarto de baño. Era de estilo oriental, con grullas y montañas estilizadas. La grulla formaba parte de la librea de mi padre. Recuerdo que cuando compré el armario pensé que le habría gustado. Encima había un filodendro, que había crecido tanto que las hojas se derramaban como una cabellera verde sobre la bella madera.
Observé el dormitorio y de golpe lo sentí ajeno. Me volví hacia Doyle.
– Como si te importara de qué color es mi dormitorio.
No se inmutó, pero su rostro se tornó más impenetrable si cabe, con un rastro de arrogancia que me recordó la máscara de la corte de Sholto.
El comentario había sido mezquino, y eso pretendía. Estaba enfadada con él. Enfadada con él porque no había matado a Nerys. Enfadada con él por obligarme a hacer lo que se tenía que hacer. Enfadada con él por todo, incluso por aquello que no era culpa suya.
Me dedicó una mirada gélida.
– No te falta razón, princesa Meredith, tu dormitorio no me interesa. Soy un eunuco de la corte.
Negué con la cabeza.
– No, el problema no es ése. Tú no eres un eunuco; ninguno de vosotros lo es. Lo que ocurre es que ella no quiere compartir nada. Se encogió de hombros en un gesto no exento de gracia, pero que le causó dolor.
– ¿Cómo está tu herida? -pregunté.
– Estabas enfadada conmigo hace unos segundos y ahora ya no lo estás. ¿Por qué?
Intenté expresarlo con palabras:
– No es por tu culpa.
– ¿Qué no es culpa mía?
– No me has hecho daño. Me has salvado la vida. No fuiste tú quien me envió los sluagh para que me persiguieran. No provocaste tú que esta noche se manifestara la mano de carne. No es culpa tuya. Estoy enfadada y busco un chivo expiatorio, pero tú no tienes que cargar con culpas ajenas.
Doyle arqueó las cejas.
– Es una actitud muy progresista viniendo de una princesa. Sacudí la cabeza.
– Olvídate del título, Doyle. Soy Meredith, sólo Meredith.
Las cejas del sidhe se levantaron todavía más, hasta que sus ojos se abrieron de tal modo que la expresión que le quedó me hizo reír. La risa sonó normal y me hizo bien. Me senté en el borde de la cama y sacudí la cabeza.
– No creía que fuera a reír esta noche.
Se arrodilló ante mí.
– Has matado antes: ¿por qué ahora es diferente?
Lo miré, sorprendida de que hubiese comprendido exactamente lo que me preocupaba.
– ¿Por qué era tan importante que yo matara a Nerys?
– Un sidhe llega al poder mediante un ritual, pero eso no significa que el poder se tenga que manifestar. Después de utilizar el poder por primera vez, un sidhe se tiene que manchar de sangre en combate. -Puso las manos sobre la cama, una a cada lado de mis caderas, pero sin tocarme-. Es una especie de sacrificio de sangre, que asegura que los poderes sigan creciendo y no vuelvan a aletargarse.
– La sangre hace crecer las cosechas -dije.
Asintió.
– La magia de muerte es la más antigua de todas las magias, princesa. -Esbozó una leve sonrisa y se corrigió-: Meredith.
Pronunció mi nombre en voz baja.
– Así que me hiciste trocear a Nerys para que mis poderes no quedarán aletargados.
Volvió a asentir. Miré aquella cara seria.
– Dijiste que un sidhe adquiere su poder después de un ritual. Yo no he tenido ningún ritual.
– La noche que pasaste con el roano fue tu ritual. Negué con la cabeza.
– No, Doyle, no hicimos nada ritual aquella noche.
– Hay muchos rituales para despertar el poder, Meredith. Combate, sacrificio, sexo, y muchos más. No es sorprendente que tu poder escogiera el sexo. Desciendes de tres diosas distintas de la fertilidad.
– En realidad, cinco. Pero sigo sin entenderlo.
– Tu roano estaba cubierto con Lágrimas de Branwyn; durante aquella noche él representó para ti al amante sidhe. Convocó tus poderes secundarios.
– Sabía que era mágico, pero no sabía… -Se me entrecortó la voz. Fruncí el entrecejo-. Pensaba que en todo esto tenía que haber algo más que sólo buen sexo.
– ¿Por qué? El sexo genera el milagro de la vida, ¿qué puede haber más grande que eso?
– La magia curó a Roane, le devolvió su piel de foca. No había intentado curarlo, porque no sabía que podía hacerlo.
Doyle se sentó al borde de la cama, con sus largas piernas apoyadas en la cómoda.
– Curar a un roano sin piel no es nada. He visto a sidhe levantar montañas en el mar, o inundar ciudades enteras, cuando adquirieron su poder. Tuviste suerte.
De pronto, me asusté.
– ¿Quieres decir que la asunción de mis poderes podría haber causado algún gran desastre natural?
– Sí.
– Alguien podría haberme avisado -dije.
– Nadie sabía que ibas a irte, así que no te pudimos dar consejos. Y nadie sabía que tenías poderes secundarios, Meredith. La reina estaba convencida de que si siete años con Griffin en tu cama y años de duelos no habían despertado tus poderes, entonces es que no se podían despertar.
– ¿Por qué ahora? -pregunté-. ¿Por qué al cabo de todos estos años?
– No lo sé. Lo único que sé es que eres la Princesa de la Carne y tienes otra mano de poder que todavía no se ha manifestado.
– Es raro que un sidhe tenga más de una mano de poder. ¿Por qué debería tener dos?
– Tus manos fundieron dos de las varillas metálicas de la cama. Dos varillas fundidas, una con cada mano.
Me levanté y me aparté de él.
– ¿.Como lo sabes?
– Te vi dormida desde el balcón. Vi el cabezal.
– ¿Por qué no me lo hiciste saber?
– En aquel momento estabas en una especie de sueño letárgico. Dudo que hubiera podido despertarte.
– ¿Y por qué no la noche que utilizaste las arañas? La noche en casa de Alistair Norton.
– Te refieres al humano que adoraba a los sidhe.
Eso me detuvo. Lo miré.
– ¿De qué estás hablando, Doyle? ¿Cuándo adoró Norton a un sidhe?
– Cuando robó el poder de las mujeres utilizando las Lágrimas de Branwyn -afirmó Doyle.
– No, yo estaba allí. Fui casi una víctima. No hubo ninguna ceremonia de invocación a los sidhe.
– A todos los escolares se les enseña lo único que se prohibía hacer a los sidhe cuando se admitió nuestra entrada en este país.
– No nos podíamos convertir en dioses. No podíamos ser adorados. Mi padre me enseñó la lección, y también me lo explicaron en la escuela, en la clase de historia y en la de política.
– Eres la única de nosotros que ha sido educada entre humanos normales. A veces lo olvido. La reina se puso lívida cuando descubrió que el príncipe Essus te había matriculado en una escuela pública.
– Intentó ahogarme cuando tenía seis años, Doyle. Intentó ahogarme como a un cachorro de purasangre que nace con rasgos mezclados. No pensé que pudiera importarle a qué escuela iba.
– No creo que haya visto nunca a la reina tan sorprendida como cuando el príncipe Essus se te llevó a ti y a su séquito y se estableció entre los humanos. -Sonrió, y su rostro oscuro se iluminó por un instante-. Cuando se dio cuenta de que el príncipe no iba a consentir que te maltratasen empezó a intentar atraerlo nuevamente a la corte. Le ofreció mucho, pero él se negó durante diez años, tiempo suficiente para que crecieras entre humanos.
– Si estaba tan ofendido, ¿por qué permitió que nos visitaran tantos miembros de la corte de la Oscuridad?
– La reina y el príncipe temían que te hicieras demasiado humana si no veías a tu gente. Aunque la reina no aprobaba la elección del séquito de tu padre.
– Te refieres a Keelin -dije.
Asintió.
– La reina no comprendió nunca por qué insistía en elegir a un elfo sin sangre de sidhe en las venas como tu compañero permanente.
– Keelin es medio brownie, como mi abuela.
– Y medio trasgo -dijo Doyle-, y eso es algo que tú no tienes en tu árbol genealógico.
– Los trasgos son los soldados de infantería del ejército de la Oscuridad. Los sidhe declaran la guerra, pero son los trasgos quienes la empiezan.
– Ahora citas a tu padre -dijo Doyle.
– Sí, es cierto.
De golpe, me sentí cansada. Ni el pequeño estallido de humor ni las extraordinarias nuevas posibilidades de poder ni un regreso a la corte podían mitigar mi extremo cansancio. Pero tenía que saber una cosa:
– Has dicho que Alistair Norton adoraba a los sidhe, ¿a qué te referías?
– Me refería a que utilizó un ritual para invocar a los sidhe cuando estableció el círculo de poder alrededor de su cama. Reconocí los símbolos. Tú no viste ningún ritual porque hasta el humano menos preparado sabría que no se puede convocar poder de sidhe para ejercer magia.
– Realizó el ritual de preparación antes de que llegaran las mujeres -dije.
– Exacto -dijo Doyle.
– Vi a un sidhe en los espejos, pero no le vi la cara. ¿Pudiste percibir quién era?
– No, pero eran suficientemente poderosos para que no pudiera penetrar. Lo único que te podía enviar era mi animal y mi voz. Es muy difícil sacarme de una habitación.
– Así pues, uno de los sidhe se permite a él mismo…
– O a ella misma -dijo Doyle.
Asentí.
– O a ella misma ser adorada, y dieron Lágrimas de Branwyn a un mortal para que las usara contra otros elfos.
– Normalmente, los humanos descendientes de elfos no están cualificados para adquirir plena categoría de elfo, pero en este caso, sí.
– Admitir adoración se castiga con una sentencia de muerte dije.
– Permitir que las Lágrimas sean utilizadas contra otro elfo debe ser condenado con tortura durante un período indefinido. Algunos preferirían la muerte a esto.
– ¿Se lo has dicho a la reina?
Doyle se levantó.
– Le he hablado del sidhe que se deja adorar y de las Lágrimas. Tengo que decirle que tienes la mano de carne y que te has manchado de sangre. También tiene que saber que no es Sholto el traidor, sino alguien que habló en nombre de la propia reina.
Abrí desmesuradamente los ojos.
– ¿Me estás diciendo que la reina te envió a ti solo contra Sholto y todos los sluagh, cuando pensó que él la había traicionado? Doyle se limitó a mirarme.
– No es nada personal -dije-, pero necesitabas apoyo.
– No, me envió para llevarte a casa antes de que Sholto se fuera de San Luis. Llegué la noche en que había enviado las arañas para ayudarte. Fue al día siguiente cuando Sholto vino hacia aquí.
– Así pues alguien descubrió que la reina me quería en casa y en veinticuatro horas trazaron un plan para matarme.
– Eso parece -dijo Doyle.
– No has abandonado a la reina salvo para cometer asesinatos durante ¿cuánto tiempo?, seiscientos, ochocientos años.
– Mil veintitrés años, para ser exactos.
– Así pues, si no quiere que me mates, ¿por qué te envió? Hay otros de sus cuervos en los que confío más.
– ¿Confías más o te gustan más? -dijo Doyle.
Reflexioné sobre ello y después asentí.
– Está bien, me gustan más. Ésta es la conversación más larga que hemos tenido jamás, Doyle. ¿Por qué te envió, Su Oscuridad?
– La reina te quiere en casa, Meredith. Pero temía que no la creyeras. Yo soy su prueba. Me envió con su arma personal en la mano, con su magia en mi cuerpo, para demostrar su sinceridad. -¿Por qué quiere que regrese a casa, Doyle? Te envió antes de que yo adquiriera mi poder, lo cual fue una sorpresa para todos nosotros. Entonces, ¿qué le hizo cambiar de opinión? ¿Por qué, de golpe, merece la pena que yo siga viva?
– Nunca ordenó tu muerte.
– Tampoco impidió nunca a nadie que me matara.
Doyle hizo una leve reverencia.
– Eso no puedo negarlo.
– Entonces, ¿qué ha cambiado?
– No sé por qué, Meredith, simplemente lo quiere así.
– Nunca hiciste suficientes preguntas -dije.
– Y tú, princesa, siempre hiciste demasiadas.
– Quizá, pero quiero una respuesta a esta pregunta antes de volver a la corte.
– ¿Qué pregunta? Fruncí el entrecejo.
– ¿Por qué el cambio de opinión, Doyle? Tengo que saberlo antes de confiar mi vida a la corte.
– ¿Y si ella no quiere compartir esa información?
Consideré abandonar para siempre la vida de los elfos a causa de una sola pregunta no respondida, pero era una cuestión demasiado compleja para mí.
– No lo sé, Doyle, no lo sé. Lo único que sé es que estoy cansada.
– Con tu permiso, utilizaré el espejo del cuarto de baño para contactar con la reina y presentar mi informe.
Asentí.
– Tú mismo.
Hizo una profunda reverencia y se encaminó hacia el cuarto de baño. Tenía que doblar la esquina y no era visible desde el dormitorio.
– ¿Cómo sabías dónde estaba el cuarto de baño? -pregunté.
Me miró, con una cara amable pero impenetrable.
– He visto el resto del piso. ¿Dónde podría estar si no?
Lo miré y no lo creí. O bien mi cara no expresó incredulidad o él eligió no hacer caso. Dobló la esquina y oí que la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba.
Me senté al borde de la cama e intenté recordar dónde había puesto los sacos de dormir. Doyle me había salvado la vida. Lo mínimo que podía hacer era conseguir que se sintiera a gusto. Supongo que lo que había hecho por mí bien valía que le ofreciera la cama, pero estaba reventada y la quería para mí. Además, hasta que supiera por qué me había salvado esa noche, me resistía a mostrarme demasiado agradecida. Hay cosas peores que la muerte en la corte de la Oscuridad. Nerys era un ejemplo perfecto de ello. La marca de la reina no sería violada con un hechizo así. De manera que, hasta que estuviera absolutamente convencida de que no se me estaba salvando para que afrontara algún destino horrible, me contendría en la gratitud. Encontré los sacos de dormir en el armarito de la sala de estar. Acababa de desplegar uno al pie de la cama para airearlo, cuando sentí un grito en el cuarto de baño. Doyle levantaba la voz, furioso. La Oscuridad de la Reina y la reina estaban discutiendo, o lo parecía. Me pregunté si me explicaría de qué iba la disputa, o si sería simplemente otro secreto que guardar.