Había una depresión en las piedras al otro lado de la puerta, en el lugar donde los tacones se habían ido apoyando durante miles de años para subir o bajar de la tarima. Habría podido pasar en la más, completa oscuridad, pero esa noche tropecé en la pequeña depresión del suelo. Debería haberme sentido fuerte entre dos guardias, pero mi tobillo se dobló y me lanzó tan violentamente contra Doyle que arrastré a Galen conmigo. Doyle nos aguantó durante un instante, pero terminamos cayendo los tres al suelo.
Kitto fue el primero en ofrecerle una mano a Galen. Capté la forma en que éste miró aquella mano pequeña, pero se agarró de ella y dejó que el trasgo lo ayudara a ponerse de pie. Otros guardias habrían escupido en aquella mano antes de tocarla.
Fue Frost, blandiendo mi navaja, quien me ayudó a levantarme. No me miró, porque estaba buscando posibles amenazas. Si el hechizo hubiese sido un poco menos violento, podría haber pensado que se trataba de una torpeza por mi parte, provocada por la pérdida de sangre, pero el hechizo había sido demasiado intenso, demasiado fuerte. Dos guardias reales no pueden caer de forma tan poco ceremoniosa porque tropiece la mujer que llevan en medio.
La mano de Frost me obligó a aguantar todo mi peso sobre mis propios pies, y uno de mis pies no estaba preparado para ello. Sentí una punzada de dolor en el tobillo izquierdo. Ahogué un grito y me puse a la pata coja. Frost me agarró por la cintura, y me levantó completamente del suelo, abrazada contra su cuerpo. Él seguía esperando un ataque, un ataque que no llegaba. Todavía no, ahí no.
Rhys buscaba en el suelo otras posibles trampas. Ninguno de nosotros se movió hasta que hizo una señal, todavía arrodillado.
Doyle estaba de pie; no había sacado el otro cuchillo. Buscó mi mirada.
– ¿Te has hecho daño, princesa?
– Me he torcido el tobillo, y quizá también la rodilla. Frost me ha cogido tan deprisa que no estoy segura.
Frost me miró.
– Te puedo dejar en el suelo, princesa.
– Preferiría que me llevases a una silla.
Miró a Doyle.
– No es un asunto de cuchillos, ¿verdad? -sonaba casi sabio.
– No -dijo Doyle.
Frost cerró la navaja con una mano. Que yo supiera, no tenía experiencia con navajas, pero consiguió que el gesto de plegar la hoja pareciera elegante y experimentado. Se guardó el arma en la parte posterior de su cinturón y me levantó en brazos.
– ¿Qué silla prefieres? -preguntó.
– Ésta -dijo la reina.
Estaba de pie delante de su trono, sobre la tarima. Su trono se elevaba por encima del de cualquier otro, como correspondía a su posición. Pero había dos tronos más pequeños en la tarima, justo por debajo del suyo, normalmente reservados para el consorte y el heredero. Esa noche, Eamon estaba de pie al lado de Andais y su sitial vacío.
Cel estaba sentado en el otro pequeño trono. Siobhan permanecía tras él, y a sus pies, en un pequeño taburete con cojines, como un perrito de compañía, Keelin. Cel miraba a su madre con una expresión muy próxima al pánico.
Rozenwyn se situó al lado de Siobhan. Era la segunda en el orden jerárquico de la Guardia de Cel, el equivalente a Frost. Su cabello de algodón formaba una corona de trenzas en la parte superior de su cabeza. Su piel era del color de las lilas, y sus ojos de oro fundido. Cuando era pequeña me parecía encantadora, hasta que dejó claro que me consideraba inferior a ella. Le debía a Rozenwyn la cicatriz en forma de mano de mis costillas, era ella quien casi me había aplastado el corazón.
Cel se levantó con tanto ímpetu que Keelin resbaló por los peldaños y quedó colgada de la correa. El príncipe no se dignó a mirarla cuando ella se puso de nuevo en pie.
– Madre, no puedes hacerme esto.
Cuando la reina lo miró, su mano todavía nos guiaba al trono vacío de Eamon.
– Oh, claro que puedo, hijo. ¿O acaso has olvidado que todavía soy la reina aquí?
El tono de su voz habría hecho que cualquier otro se arrojase al suelo haciendo una reverencia y en espera de recibir el castigo. Pero se trataba de Cel, y Andais siempre había sido dulce con él.
– Sé quién reina aquí ahora -dijo Cel-. Lo que me preocupa es quién reinará después.
– Eso también me preocupa a mí -dijo, con una voz sosegada pero amenazadora-. Me pregunto quién puede haber colocado un hechizo tan poderoso en el salón del trono sin que nadie se haya dado cuenta. -Su mirada recorrió la inmensa estancia, fijándose en todas y cada una de las caras. Había dieciséis sitiales a cada lado de la sala, en tarimas elevadas. En torno a cada uno de éstos se reunían sillas más pequeñas, pero en los sitiales principales se sentaban las cabezas de cada familia real. Andais los miró a todos, especialmente a los que se sentaban más cerca de las puertas-. No veo cómo alguien puede haber hecho un hechizo así sin que nadie lo notara.
Miré a los sidhe situados junto a las puertas y rehuyeron mi mirada. Lo sabían. Lo habían visto. Y no habían hecho nada
. -Un hechizo tan poderoso -continuó Andais- que si mi sobrina no hubiese estado apoyada en dos guardias podría haberse roto el cuello en su caída. -Frost seguía sosteniéndome en brazos, pero no había hecho ningún movimiento para acercarse-. Tráela, Frost. Deja que se siente a mi lado, como debe ser -dijo Andais.
Frost me llevó hacia adelante. Doyle y Galen lo escoltaron, uno a la derecha y otro a la izquierda. Rhys y Kitto nos siguieron.
Frost se arrodilló en el peldaño inferior del trono. Se arrodilló conmigo en brazos como si no le costase esfuerzo alguno, como si hubiese podido quedarse así toda la noche sin que le temblaran los brazos. Me pregunté de pasada si sus rodillas se le quedarían dormidas si lo obligaban a mantenerse mucho tiempo en esta posición.
Los demás se arrodillaron un poco más atrás de nosotros, a ambos lados. Kitto no se limitó a ponerse de rodillas, sino que se tiró al suelo boca abajo, con los brazos y las piernas extendidos como algún tipo de penitente religioso. Hasta entonces no había caído en la cuenta del problema en el que se hallaba. Existían distintas y muy específicas reverencias según el rango de la persona que saludaba y el de quien recibía el saludo. Kitto no era noble ni tan siquiera entre los trasgos. De haberlo sido, Kurag lo habría mencionado. Había sido un doble insulto elegir a un trasgo que además era plebeyo. Kitto no podía tocar los peldaños salvo que recibiera una invitación expresa. Sólo a los miembros de otras casas reales sidhe se les permitía ponerse de rodillas en el salón del trono, sin inclinar el cuerpo.
Kitto desconocía el protocolo, con lo cual se había decidido por la opción más servil. Supe en ese momento que preferiría carne a sexo. Estaba más interesado en mantenerse con vida que en cualquier falso sentido del orgullo.
– Ven, siéntate, Meredith. Vamos a anunciarlo antes de que salte otra trampa. -Andais miró a Cel mientras decía esto.
Yo suponía a Cel responsable del hechizo, pero sólo porque siempre pensaba en él cuando me sucedía algo malo en la corte. Andais siempre había actuado de otra manera. Algo había ocurrido entre ellos, algo que había cambiado la actitud de la reina hacia su hijo único. ¿Qué había hecho éste para perder sus favores?
Frost se levantó con un movimiento grácil y subió los peldaños conmigo en brazos. Sentía que sus piernas nos subían. Me colocó delicadamente en la silla, apartando sus manos de debajo de mi cuerpo. Luego hincó una rodilla en el suelo y me agarró el pie izquierdo.
Contemplé el salón del trono. Nunca me habían permitido subir a la tarima, desconocía la vista que se ofrecía desde allí arriba.
– Traed un taburete para que Meredith apoye el tobillo. Después de que haga mi anuncio, Fflur podrá atenderla.
No pareció hablar a nadie en concreto, pero flotaba hacia nosotros un pequeño escabel. Miré de reojo, temerosa de observar directamente el escabel flotante. Una pálida sombra menuda, como una sombra blanca, sostenía el escabel en sus delgadas manos fantasmagóricas. La blanca dama colocó el escabel al lado de la pierna de Frost. Sentí una presión, como cuando el peso de un trueno llena el aire. Era la percepción de la proximidad de un fantasma. No tenía que verla para saber que estaba allí. Entonces, la presión disminuyó, y supe que ella se alejaba flotando.
Frost me levantó el pie y lo puso encima del escabel. Contuve un grito, pero el dolor me ayudó a aclarar los pensamientos. Ya no me sentía mareada. Era el tercer atentado contra mi vida en una única noche. Alguien estaba firmemente decidido a matarme.
Frost se colocó de pie detrás de mi silla, del mismo modo que Siobhan protegía a Cel, e igual que Eamon se había situado detrás de la reina.
Andais miró a los nobles reunidos. Los trasgos y aquellos de menor alcurnia, los que habían sido invitados, se habían retirado para llenar las largas mesas decoradas dispuestas a ambos lados del salón. Ni tan siquiera Kurag tenía un sitial en el que sentarse en aquella habitación. Era sólo uno más entre la plebe.
– Os hago saber -anunció Andais- que la princesa Meredith NicEssus, hija de mi hermano, es ahora mi heredera.
Un rumor contenido recorrió la habitación, hasta que no hubo nada más que silencio, un silencio tan profundo que las damas blancas se levantaron en el aire como nubes entrevistas, y se pusieron a danzar sobre aquella tensión.
Cel estaba de pie.
– Madre.
– Meredith ha alcanzado finalmente su poder. Lleva la mano de carne igual que la llevó su padre antes de ella.
Cel continuaba levantado.
– Mi prima debió haber usado la mano en un combate mortal, y haber sangrado delante de como mínimo dos testigos sidhe. -Se sentó y se mostró nuevamente confiado.
La reina lo miró con tanto desdén que desapareció del rostro del príncipe cualquier asomo de confianza.
– Hablas como si no conociera las leyes de mi propio reino, hijo mío. Todo se ha hecho según nuestras tradiciones. ¡Sholto! -gritó.
Sholto se levantó de su gran silla situada junto a la puerta. Agnes la Negra estaba a un lado, y Segna la Dorada al otro. Algunas aves nocturnas colgaban del techo como grandes murciélagos y otras criaturas sluagh rodeaban a Sholto. Gethin me saludó.
– Sí, reina Andais -dijo Sholto. Llevaba el cabello recogido y su bello rostro mostraba aquella arrogancia tan común en el salón del trono.
– Cuéntale a la corte lo que me has contado a mí.
Sholto habló del ataque de Nerys, aunque no explicó los motivos. Contó una versión modificada de los acontecimientos, pero fue suficiente. No mencionó a Doyle, sin embargo, y eso me pareció extraño.
La reina se levantó.
– Meredith es igual en todo a Cel, mi hijo. Pero como sólo tengo un trono para que hereden, lo concederé a aquel que tenga un hijo en primer lugar. Si Cel deja embarazada a una de las mujeres de la corte dentro de tres años, será nuestro rey. Si Meredith da a luz en primer lugar, entonces ella será nuestra reina. Para asegurarme de que Meredith puede seleccionar entre los hombres de la corte, he levantado el celibato a mi Guardia para ella, y sólo para ella.
Los fantasmas revolotearon por encima de nuestras cabezas, y el silencio se tornó más denso como si todos estuviésemos sentados en el fondo de un pozo profundo, aunque brillante. Las expresiones de los hombres iban desde la sorpresa al desprecio o la estupefacción, y algunas eran de pura lujuria. Sea como fuere, al final casi todas las miradas masculinas se concentraron en mí.
– Es libre de escoger a cualquiera de vosotros. -Andais se sentó en su trono, acomodando sus faldas-. En realidad, creo que ya ha comenzado el proceso de selección. -Clavó en mí sus ojos grises-. ¿Verdad, sobrina?
Asentí.
– Entonces tráelos aquí, deja que se sienten a tu lado.
– No -dijo Cel-, debe tener dos testimonios sidhe. Sholto es sólo uno.
– Yo soy el otro -dijo Doyle, todavía de rodillas.
Cel se volvió a sentar lentamente en su trono. Ni tan siquiera él osaría poner en cuestión la palabra de Doyle. Cel me miró, y el odio de sus ojos ardía lo suficiente para quemarme la piel.
Desvié la mirada para observar a los hombres que continuaban arrodillados al pie de la tarima. Estiré las manos hacia ellos. Galen, Doyle y Rhys se levantaron y subieron los peldaños. Doyle me besó la mano y ocupó su lugar al lado de Frost, a mi espalda. Galen y Rhys se sentaron junto a mis piernas, del mismo modo que Keelin estaba sentada al lado de Cel. Era un poco servil para mi gusto, pero no estaba segura de qué otra cosa podía hacer. Kitto continuaba tumbado boca abajo, sin moverse.
Me dirigí a mi tía.
– Reina Andais, éste es Kitto, un trasgo. Forma parte del trato que he cerrado con Kurag, rey de los trasgos. Hemos establecido una alianza entre el reino de los trasgos y yo para los próximos seis meses.
Andais arqueó las cejas.
– Veo que has estado muy ocupada esta noche, Meredith.
– Sentí la necesidad de tener aliados poderosos, mi reina-dije. Mis ojos se desviaron hacia Cel, aunque traté de no mirarle.
– Más tarde me tienes que contar cómo has conseguido sacarle seis meses de alianza a Kurag pero, ahora, llama a tu trasgo.
– Kitto -dije, extendiendo mi mano-, levántate.
El trasgo alzó la cara sin mover el cuerpo. El movimiento parecía casi doloroso de tan extraño. Sus ojos miraron a la reina, y después a mí, nuevamente.
Asentí.
– Puedes levantarte, Kitto.
El trasgo volvió a mirar a la reina, y ella sacudió la cabeza.
– Levántate del suelo, chico, para que un médico pueda curar las heridas de tu señora.
Kitto se puso en cuatro patas. A1 ver que nadie le gritaba, se puso de rodillas, luego sobre una rodilla, y finalmente, con mucho cuidado, de pie. Subió los peldaños demasiado rápido, casi corriendo, y se sentó a mis pies con expresión de alivio.
– Fflur, atiende a la princesa -ordenó Andais.
Fflur subió los peldaños con dos damas blancas, una a cada lado. La que llevaba la bandeja de las vendas era la más sólida, casi parecía viva. El otro espíritu era completamente invisible y sostenía en el aire una cajita cerrada como si le ayudara magia de brownie, pero ningún brownie hacía magia en el salón del trono.
Fflur me quitó el zapato y me hizo girar el pie, lo cual provocó que resbalara por la silla. Logré no gritar de dolor, pero quería hacerlo. Por suerte se trataba sólo del tobillo. Por lo demás estaba bien.
– Tienes que quitarte la media para que pueda vendarte el tobillo -dijo.
Empecé a subirme la falda, pero Galen puso sus manos sobre las mías y me paró.
– Permíteme -dijo.
No se acostaría conmigo esa noche, pero la mirada de sus ojos, su voz y el peso de sus manos en mi muslo constituían una suerte de promesa para el futuro.
Rhys colocó una mano en mi otra rodilla.
– ¿Por qué has de quitarle tú la media?
Galen lo miró.
– Porque he tenido yo la idea en primer lugar.
Rhys sonrió y sacudió la cabeza.
– Buena respuesta.
Galen le devolvió la sonrisa, esa sonrisa que hacía que toda su cara brillase como si alguien hubiese encendido una vela debajo de su piel. Volvió hacia mí su rostro brillante y el humor desapareció de sus ojos, dejando algo más oscuro y más serio.
Sus manos mantenían las mías apretadas contra mi muslo. Me levantó los brazos y besó delicadamente la palma de cada mano mientras las colocaba en el brazo del trono. Me apretó los dedos contra la madera: una forma de pedirme en silencio que no moviera las manos.
A causa de la forma en la que mi pierna reposaba sobre el escabel, Galen se había arrodillado a un lado, contando de este modo con una excelente panorámica de la estancia. Me levantó la falda, dejando al descubierto mi pierna y la liga. Deslizó la liga hacia abajo y se la colocó en el brazo. Las yemas de sus dedos me tocaban las medias justo por encima de la rodilla, desplazándose por la seda hasta apoyar sus dos manos en la pierna, a la altura de los muslos, como un peso caliente contra mi piel. Buscó mi mirada y la expresión de su rostro me aceleró el pulso.
Bajó los ojos para contemplar cómo sus manos resbalaban lentamente por mi pierna. Sus dedos se movieron debajo de mi falda, luego sus manos se perdieron de vista, casi hasta las muñecas, y las puntas de sus dedos encontraron el extremo superior de las medias.
Presionándome por debajo de la falda, sus manos parecían más grandes de lo que en realidad eran. Cuando las puntas de sus dedos rozaron mi piel desnuda por encima del elástico no pude reprimir un estremecimiento.
Me miró a la cara, como preguntando si quería que parase. Sí y no. La sensación de sus manos sobre mi cuerpo, la certeza de que no teníamos que parar, me intoxicaba, me excitaba; si hubiésemos estado solos, y completamente curados, habría lanzado al aire la precaución y toda la ropa. Pero estábamos rodeados por casi cien personas, y eso era demasiado público para mí.
Tuve que cerrar los ojos antes de poder decir que no con la cabeza.
Sus dedos subieron un poco más, me acarició la ingle. Respiré de forma precipitada.
Abrí los ojos y lo miré. Esta vez mi expresión acompañó el movimiento de la cabeza. Aquí no, ahora no.
Galen sonrió, pero era una risa privada. El tipo de sonrisa de un hombre que sabe que te tiene y que sólo la situación lo separa de tu cuerpo.
Dobló los dedos sobre la punta del elástico y empezó a quitarme las medias, con cuidado, lentamente.
Sonó una voz detrás de nosotros.
– Parece que la princesa ya ha elegido.
Se trataba de Conri, que jamás había sido uno de mis favoritos. Era alto y guapo con tres tonos de oro fundido en sus pupilas.
– Con todo el respeto debido, alteza, nos das una promesa de carne, y a continuación nos vemos obligados a sentarnos y mirar mientras otro reclama el premio.
– Parece que Meredith es una abeja atareada entre todas estas deliciosas flores -comentó Andais.
Rió, y el sonido era burlón, alegre, cruel y de alguna manera, íntimo. Me hizo ruborizar mientras Galen hacía resbalar la media por la pierna y me la sacaba.
Galen se hizo a un lado para que Fflur se arrodillara sobre mi tobillo. Se llevó la media a la cara y frotó el tejido negro contra sus labios, mientras miraba a Conri.
Conri no había sido nunca mi amigo. Era uno de los amigos de infancia de Cel, un leal servidor del legítimo heredero.
Observé la rabia de sus ojos dorados, la envidia, no de mí como persona, sino de mí como la única mujer a la que tenía acceso. Se palpaba la tensión de salón, creciendo, subiendo como la presión antes de una tormenta. Las damas blancas siempre parecían responder ante la gran tensión o los grandes cambios de la corte. Los fantasmas revoloteaban por las esquinas de la habitación, flotando en una danza espectral. Cuanto más se entusiasmaban las damas, más se agitaban; y eran más importantes los acontecimientos que se desarrollaban. Eran profetas que predecían con sólo unos segundos de antelación.
¿Qué puede hacer uno con sólo unos segundos de advertencia? A veces, mucho. Otras, nada. El truco consistía en ver acercarse el peligro para poderlo detener. Tardabas unos segundos en verlo y detenerlo, y yo estuve otra vez demasiado lenta.
La voz de Conri volvió a bramar:
– Reto a muerte a Galen.
Galen empezó a levantarse, pero yo le agarré el brazo.
– ¿Qué piensas ganar con su muerte, Conri?
– Ocupar su lugar a tu lado.
Reí, no pude evitarlo. La expresión de rabia de Conri mientras yo reía fue escalofriante. Empujé a Galen para que volviera a arrodillarse a mi lado. Fflur escogió este momento para apretar los vendajes, y tuve que expulsar el aire antes de poder hablar.
– Entonces, ¿Galen Cabello Verde es un cobarde? -se burló Conri. Se había levantado de la silla y había bajado de la tarima.
Di un palmadita en el brazo de Galen y lo mantuve a mi lado.
– Nunca tuviste sentido del humor, Conri -dije.
Sus ojos se estrecharon.
– ¿De qué estás hablando?
– Pregúntame por qué he reído.
Me miró durante uno o dos segundos y a continuación, asintió.
– Está bien, ¿por qué has reído?
– Porque tú y yo no somos amigos. Somos casi enemigos. No me acuesto con gente que no me gusta, y tú no me gustas.
Parecía desconcertado.
Suspiré.
– Quiero decir que si matas a Galen, esto no te proporcionará un sitio en mi cama. No me gustas, Conri. Yo no te gusto. No me acostaré contigo bajo ninguna circunstancia. Así pues siéntate, cállate y deja que hable alguien que tenga la posibilidad de compartir mi cama.
Conri se quedó de pie, con la boca abierta, y sin saber qué hacer. Era uno de los guardias que mejor conocía la corte. Sabía hacerle la pelota a Cel. Halagaba a la reina con gran propiedad. Sabía a qué nobles tenía que tratar bien y a cuáles podía despreciar o incluso maltratar. Yo correspondía a la última categoría, porque uno no podía ser amigo mío y de Cel. Él no lo habría permitido. Observé el rostro de Conri cuando éste cayó en la cuenta de que no conocía la corte tanto como pensaba. Me gustaba esa vergüenza.
Pero no tardó en recuperarse.
– Mi reto continúa. Si no puedo compartir tu cama, tampoco quiero que lo haga Galen.
Mi mano apretó el brazo de Galen.
– ¿Por qué luchar si sabes que no obtendrás el premio? -pregunté.
Conri esbozó una desagradable sonrisa.
– Porque su muerte te causará dolor, y esto será casi tan dulce como tu cuerpo a mi lado.
Galen se levantó, zafándose de mí. Empezó a bajar los peldaños, y yo temí por él. Conri era un lameculos cruel, pero era uno de los mejores espadachines de la corte.
Me puse de pie, a la pata coja, porque no podía aguantar peso con el pie izquierdo. No me caí porque me sujetó Rhys.
– Todavía soy el motivo de este duelo, Conri.
Conri asintió, observando cómo Galen se le aproximaba.
– Efectivamente, lo eres, princesa. Que sepas cuando lo mate que lo hice por despecho para contigo.
Entonces tuve uno de aquellos momentos de inspiración desesperada, una idea nacida del pánico.
– No puedes retar a un consorte real a un duelo a muerte, Conri -dije.
– No será consorte real hasta que estés embarazada -sentenció Conri.
– Pero si estoy intentando activamente tener un hijo suyo, entonces es mi consorte real, porque no tenemos manera de saber si estoy embarazada en este preciso momento.
Conri se volvió hacia mí, sorprendido.
– No has… Quiero decir…
La reina volvió a reír.
– Oh, Meredith, has estado ocupada, muy ocupada. -Se puso de pie-. Si hay una posibilidad, aunque sea remota, de que Galen haya engendrado un hijo con mi sobrina, entonces será un consorte real hasta que se demuestre lo contrario. Si le dieras muerte y ella estuviera embarazada, si privaras a esta corte de una pareja real fértil, vería tu cabeza pudriéndose dentro de un jarro en un estante de mis aposentos.
– No lo creo -dijo Cel-. No han tenido relaciones sexuales esta noche.
Andais se volvió hacia él.
– ¿Y no había un hechizo de lujuria en el coche cuando estaban solos en la parte de atrás?
Conri se puso lívido y su rostro adquirió un aspecto enfermizo. Su mirada bastó para revelarme que el hechizo de lujuria había sido creación suya. Aunque pocos de los sidhe allí presentes pondrían en duda quién le había ordenado que lo hiciera.
– Meredith no es la única que ha estado muy ocupada esta noche. -La voz de Andais empezaba a mostrar la ira que crecía en su interior.
Cel se sentó muy erguido. Siobhan cambió su posición detrás de la silla del príncipe para colocarse a su lado, sin llegar a interponerse entre el príncipe y la reina. No obstante, el gesto pareció lo que de verdad era. Siobhan había dejado claras sus lealtades delante de toda la corte. Andais no lo olvidaría ni lo perdonaría.
Rozenwyn dudó antes de seguir el liderazgo de su capitana. Al final se colocó al lado de Siobhan, pero evidenció su pesar al tener que escoger entre la reina y el príncipe. La lealtad de Rozenwyn era principalmente hacia Rozenwyn.
Eamon se situó junto a la reina, y Doyle también dio un paso hacia ella, como si no estuviera seguro de dónde debía ponerse. Nunca antes lo había visto dudar de sus obligaciones. La reina escrutó su rostro, y creo que la vacilación de Doyle le había dolido. Había sido su guardia personal durante mil años, su mano derecha, su Oscuridad. De repente no supo si debía apartarse de mi lado para ir al suyo.
– Basta ya -ordenó Andais. La rabia ardía en estas simples palabras-. Veo que has hecho otra conquista, Meredith. Mi Oscuridad no ha dudado en más de mil años de servicio, pero ahora está aquí cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro, preguntándose a quién debe proteger si las cosas van mal.
La mirada que me dirigió me hizo aferrarme con fuerza a la mano de Rhys.
– Da gracias de ser sangre de mi sangre, Meredith. Cualquier otro que hubiera dividido la lealtad de mis más fieles servidores lo pagaría con la muerte.
Era casi como si estuviese celosa, pero desde que tengo recuerdo nunca había tratado a Doyle como algo distinto a un sirviente, a un guardia. Nunca le había tratado como a un hombre. En más de mil años, nunca lo había elegido como amante. Pero ahora estaba celosa.
Doyle se mostraba desconcertado. Comprendí en ese momento que él la había amado, pero ya no la quería, aunque eso no era de mi incumbencia. Andais le había rechazado simplemente no prestándole atención en absoluto. Era un momento demasiado íntimo para una exhibición pública de ese tipo.
Entre los humanos, algunos de nosotros habríamos mirado hacia otro lado, les habríamos proporcionado una ilusión de intimidad, pero no era el estilo de los sidhe. Miramos, observamos cada matiz de sus rostros hasta que al final, al cabo de unos momentos en realidad, Doyle dio un paso atrás para colocarse a mi lado, con la mano en mi hombro. No era un gesto particularmente íntimo, especialmente después del espectáculo que había montado Galen, pero para Doyle, en ese momento, era íntimo. Él, igual que Siobhan, había mostrado su lealtad, había quemado sus naves.
Ya sabía que Doyle me mantendría con vida a costa de su propia vida porque la reina lo había ordenado así. Entonces supe que me mantendría con vida porque si moría la reina no volvería a confiar en él nunca más. No sería nunca más su Oscuridad. Era mío, para bien o para mal, y esto daba un sentido completamente nuevo a la frase «hasta que la muerte nos separe». Mi muerte comportaría la suya, casi con total seguridad.
Continué mirando a mi tía, pero alcé la voz para que me escucharan en todo el salón.
– Todos son mis consortes reales.
Las protestas se expandieron por toda la habitación, y unas voces masculinas dijeron: «¡no puedes haberte acostado con todos!», y «¡puta!». Creo que esto lo dijo una mujer.
Levanté la mano en un gesto que había visto hacer a mi tía muchas veces. Los murmullos no se habían acallado por completo, pero había suficiente silencio para permitirme continuar.
– Mi tía, en su sabiduría, previó los duelos que se podrían librar. Sabía que exponer a cualquier mujer ante la Guardia podía llevar a un gran derramamiento de sangre. Podríamos perder a nuestros mejores y más brillantes hombres.
Una voz femenina gritó:
– ¡Como si tú fueras un premio tan valioso!
Reí y busqué apoyo en el hombro de Rhys, utilizándolo a modo de bastón. Kitto se levantó y me ofreció su mano. Acepté con gusto la ayuda adicional, porque empezaba a dolerme el tobillo.
– Sé que has sido tú, Dilys. No, no soy un premio tan valioso, pero soy una mujer, y estoy a su disposición, y nadie más lo está. Esto me convierte en un premio valioso, tanto si nos gusta como si no. Pero mi tía previó el problema.
– Sí -dijo Andais-. He mandado a Meredith que escoja no a uno de vosotros, o a cuatro, o a cinco, sino a muchos. Os tratará como a su propio… harén personal.
– ¿Estamos autorizados a negarnos si nos escoge?
Escruté la multitud, pero no supe distinguir quién había hecho la pregunta.
– Sois libres de rechazar-dijo Andais-. Pero ¿quién de vosotros rechazaría la oportunidad de ser el próximo rey? Quien engendre un hijo ya no será consorte real, sino monarca.
Galen y Conri estaban todavía de pie a unos tres metros, mirándose mutuamente.
– Todos sabemos quién quiere que sea su rey. Lo ha expresado de forma suficientemente clara esta noche -afirmó Conri.
– Lo único que he dejado claro -expliqué- es que no me acostaré contigo, Conri. Lo demás, como dicen, está por ver.
– No convertirás a Galen en tu consorte real -dijo Cel, y su voz mostraba satisfacción-. Si tienes un hijo suyo, será el último que tenga.
Lo miré, intentando sin éxito comprender su nivel de animosidad. -Hice un trato con la reina Niceven antes de que el daño fuera demasiado grande.
– ¿Qué podías ofrecer tú a Niceven?
La delicada reina se alzó por encima de la multitud, desde su minúsculo trono en miniatura instalado sobre un estante. Toda su corte la rodeaba como en una casa de muñecas.
– Sangre, príncipe Cel. No la sangre de un señor inferior, sino la sangre de una princesa.
– Todos nosotros llevamos la sangre de la corte de la Oscuridad en nuestras venas, primo -dije.
Siobhan intervino para intentar salvarle, lo protegía con sus palabras igual que lo protegería con la espada.
– ¿Y qué sucede si es el trasgo quien la deja embarazada? -preguntó Siobhan.
La reina se volvió hacia ella.
– Entonces el trasgo será rey.
Las muestras de sorpresa se extendieron por toda la corte. Murmullos, imprecaciones, exclamaciones de horror.
– Nunca serviremos a un rey trasgo -dijo Conri. Otros le hicieron eco.
– Rechazar la elección de la reina es traición -dijo Andais-. Preséntate en el Salón de la Mortalidad, Conri. Creo que necesitas una lección acerca de lo que te puede costar la desobediencia.
Conri se quedó de pie, mirando a la reina, luego sus ojos buscaron a Cel, y esto fue un error.
Andais se levantó de golpe.
– ¡Soy la reina! No mires a mi hijo. Entrégate a los dulces cuidados de Ezekial, Conri. Ve ahora o te pasarán cosas peores.
Conri hizo una ligera reverencia y se retiró del salón del trono sin levantar la cabeza durante todo el camino hasta la puerta. Era lo único que podía hacer. Continuar discutiendo le habría costado la cabeza.
La voz de Sholto atronó en el tenso silencio.
– Pregunta a Conri quién le mandó colocar el hechizo de lujuria en la Carroza Negra.
Andais se volvió hacia Sholto como una tormenta a punto de desencadenarse. Sentada a su lado, podía sentir su magia reuniéndose, pinchándome la piel. Incluso le puso a Galen carne de gallina en el cuello.
– Castigaré a Conri, no temas -dijo.
– Pero no al amo de Conri-dijo Sholto.
La corte contuvo su respiración colectiva, porque Sholto estaba finalmente diciendo lo que todo el mundo sabía que era la verdad. Durante muchos años, Cel había estado dando órdenes y habían sido sus aduladores los que habían sufrido al ser descubiertos, pero nunca él.
– Es asunto mío -dijo Andais, pero había un leve indicio de pánico en su voz.
– ¿Quién me dijo que Su Majestad deseaba que los sluagh viajaran a las tierras del oeste y mataran a la princesa Meredith? -preguntó Sholto.
– No -dijo la reina, pero su voz era suave, como la de quien intenta convencerse de que una pesadilla no es real.
– ¿No qué, Su Majestad? -preguntó Sholto.
Doyle habló a continuación.
– ¿Quién tuvo acceso a las Lágrimas de Branwyn y autorizó a los mortales a usarlas contra otros elfos?
El espeso silencio se llenó de fantasmas danzantes, que giraban cada vez más deprisa. Las caras se dirigieron hacia la tarima, algunas pálidas, otras ansiosas, otras asustadas, pero todas a la expectativa. Esperando a ver qué haría finalmente la reina.
Pero fue Cel quien habló a continuación. Se inclinó hacia mí y murmuró:
– ¿No te toca a ti ahora, prima?
Su voz contenía mucho odio. Me di cuenta de que pensó que le había visto en Los Ángeles, y que igual que Sholto sólo había estado esperando el momento idóneo para revelarlo. Exhalé un suspiro, pero Andais me agarró el brazo. Se me acercó y murmuró:
– No hables de sus adoradores.
Lo sabía. La reina sabía que Cel había permitido que los humanos le adorasen. Me quedé sin palabras. No hizo falta que ninguna de las dos dijera que la protección de su hijo nos había puesto a todos en peligro. Porque si podía ser demostrado en cortes humanas que algunos sidhe se habían permitido ser adorados en suelo estadounidense, seríamos expulsados. No sólo los sidhe, sino todos los elfos.
Miré a aquellos ojos de un gris triple, pero no vi a la temible Reina del Aire y la Oscuridad, sino a una madre preocupada por su único hijo. Siempre había querido demasiado a Cel.
– Hay que poner fin a las adoraciones -le dije en voz baja.
– Sin duda, tienes mi palabra.
– Hay que castigarlo -dije.
– Pero no por eso -murmuró.
Reflexioné sobre ello durante uno o dos segundos, mientras su mano me agarraba la ropa de la manga, empapada de sangre.
– Entonces tiene que ser castigado por entregar las Lágrimas a un mortal.
Su mano me apretó el brazo hasta que me hizo daño. Si sus ojos no hubiesen conservado en ellos el miedo, habría pensado que me estaba amenazando.
– Le castigaré por intentar matarte. Negué con la cabeza.
– No, quiero que sea castigado por entregar a un mortal las Lágrimas de Branwyn.
– Eso es una sentencia de muerte -dijo.
– Hay dos castigos posibles, mi reina. Estoy de acuerdo en que se le mantenga con vida, pero quiero que se permita la sentencia de tortura en su totalidad.
Se apartó de mí, pálida, con unos ojos repentinamente cansados. La tortura para este tipo de crimen era muy específica. E1 condenado era desnudado y encadenado en un cuarto oscuro, y a continuación cubierto con las Lágrimas. El cuerpo se llenaba de una ardiente necesidad, de un deseo mágico, pero se abandonaba al condenado sin que nadie le tocara, sin alivio. Se dice que algo así puede enloquecer a un sidhe. Pero era lo mejor, o lo peor, que podía hacer.
– Seis meses es demasiado tiempo -dijo la reina-. Su mente nunca sobreviviría a eso.
Era la primera vez que le oía admitir que Cel era débil o, como mínimo, no tan fuerte.
Regateamos del mismo modo que habíamos regateado Kurag y yo, y acabamos con tres meses.
– Tres meses, mi reina, pero si yo o mi gente sufrimos algún daño durante ese tiempo, entonces Cel perderá la vida.
Se volvió y miró a su hijo, que nos estaba observando de cerca, preguntándose qué estábamos diciendo. Finalmente, la reina me miró a mí.
– De acuerdo.
Andais se levantó, lentamente, casi como si se estuviera mostrando la edad que tenía. Nunca tendría un cuerpo viejo, pero los años pasaban en su interior. Anunció con una voz clara y fría el crimen de Cel y su castigo.
Se levantó.
– No acepto el castigo.
Andais se volvió hacia él, arremetiendo con su magia, empujándole a la silla, presionando contra su pecho con manos invisibles de poder hasta que no pudo respirar para hablar.
Siobhan hizo un pequeño movimiento. Doyle y Frost se interpusieron entre ella y la reina.
– Estás loco, Cel -dijo Andais-. Te he salvado la vida esta noche. No hagas que me arrepienta de lo que he hecho. -Lo dejó de golpe, y Cel cayó al suelo, cerca de donde Keelin continuaba agachada.
Andais se dirigió a la corte.
– Meredith cogerá a aquel a quien guste esta noche y lo llevará a su hotel. Es mi heredera. El país le ha dado la bienvenida cuando ha regresado esta noche. El anillo de su dedo está vivo y nuevamente lleno de magia. Habéis visto las rosas, las habéis visto vivir por primera vez durante décadas. Todos estos milagros y todavía ponéis en duda mi elección. Tened cuidado de que vuestras dudas no os cuesten la vida. -Dicho esto, se sentó y pidió a los demás que se sentaran. Todos nos sentamos.
Las damas blancas empezaron a traer mesas individuales y a colocarlas delante de los tronos. La comida empezó a flotar en manos fantasmagóricas.
Galen se unió a nosotros a un lado de la tarima. Ya estaban castigando a Conri y se perdería el banquete, pero no así Cel. A él se le permitiría disfrutar del banquete antes de que se ejecutara su sentencia: una gentileza de la corte de la Oscuridad para con su príncipe.
La reina empezó a comer. El resto de nosotros también lo hizo. La reina tomó su primer sorbo de vino. Bebimos.
Dejó de tomar la sopa y me miró. No era una mirada furiosa, de desconcierto quizá, pero sin duda no era una mirada feliz. Se inclinó hacia mí lo suficiente para que sus labios me acariciaran la oreja.
– Fóllate a uno de ellos esta noche, Meredith, o compartirás la suerte de Cel.
Me aparté lo suficiente para verle la cara. Sabía perfectamente que Galen y yo no habíamos hecho el amor, pero me había ayudado a salvarme del desafío de Conri, y le estaba agradecida por ello. Aun así, Andáis no hacía nada sin motivo, y no podía dejar de preguntarme por la razón de este acto de misericordia. Me hubiese gustado preguntárselo, pero la misericordia de la reina es algo frágil, como una burbuja que flota en el aire. Si uno insistía demasiado, simplemente se pinchaba y dejaba de existir. No pincharía esta muestra de bondad. Simplemente, la aceptaría.
33
Estábamos de nuevo en la Carroza Negra. La oscuridad todavía llenaba el cielo, pero había una sensación de amanecer en el ambiente, casi como el gusto de sal en el aire de la costa. No se podía ver, pero igual sabías que estaba ahí. El alba estaba cerca, y yo estaba contenta. Había cosas en la corte de la Oscuridad que no podían surgir a la luz del día, cosas que Cel podía enviarme; aunque Doyle consideraba poco probable que el príncipe intentara hacer algo más esa noche. Sin embargo, técnicamente, el castigo de Cel no empezaría hasta el día siguiente por la noche, con lo cual los tres meses todavía no habían empezado. Eso significaba que todos los hombres habían recuperado sus armas. Frost caminaba produciendo un ruido casi metálico. Los demás eran un poco más sutiles, pero no mucho más.
La gran espada de Frost, Geamhradh Po'g, el «beso de invierno», estaba colocada entre él y la puerta del coche. Incluso colocada a su espalda, era demasiado larga para llevarla en el coche. No era un arma capaz de matar como Temor Mortal, pero podía arrebatar la pasión de un elfo, dejarle frío y estéril como la nieve de invierno. Hubo una época en la que perder la pasión, la chispa, habría asustado a un elfo más que la muerte.
Doyle conducía y Rhys iba delante con él. Doyle había ordenado a Rhys ir detrás con el resto de nosotros, pero Frost había insistido en que se le permitiera ir detrás. Eso me había parecido… raro.
Ahora estaba sentado a la izquierda, apretado contra la puerta, con la espalda erguida, y aquel cabello de plata brillando en la oscuridad. Galen estaba sentado en el otro lado. La mayoría de sus heridas ya estaban curadas, y las que no lo estaban, se ocultaban debajo de unos vaqueros limpios. Se había puesto una camiseta blanca debajo de una camisa verde pálido. Llevaba ésta metida por dentro de los vaqueros pero desabrochada, con lo cual se le veía la camiseta de punto elástico. Lo único que quedaba del atuendo de la corte eran las botas hasta las rodillas, de un color verde musgo. La chaqueta de piel marrón que había llevado durante años permanecía doblada sobre sus rodillas.
Quedaba espacio en el asiento para Kitto, pero había preferido acurrucarse en el suelo, con las rodillas apretadas contra el pecho. Galen le había prestado una camisa de largas mangas para cubrir la correa metálica que llevaba. La camisa le iba enorme, y las mangas blancas ondeaban encima de sus manos. Lo único que podía ver yo eran sus piececitos desnudos que sobresalían de la ropa. Parecía tener ocho años, acurrucado en aquella oscuridad.
A preguntas como «¿Seguro que estás bien?», respondía «Sí, señora». Ésta parecía ser su respuesta para todo, pero resultaba evidente que se sentía abatido por algún motivo. Renuncié a sonsacarle información. Estaba cansada y me dolía el tobillo. Para ser exactos, me dolía el pie y la pierna hasta la altura de la rodilla. Rhys y Galen se habían turnado para ponerme hielo en el tobillo durante los espectáculos de sobremesa. El baile, que pretendía ayudarme a escoger entre los hombres, había sido un fracaso porque no pude bailar. No sólo me dolía el tobillo, me sentía mal y tremendamente cansada.
Me apoyé contra el hombro de Galen, adormilada. Él levantó el brazo para colocarlo sobre mis hombros, pero se detuvo a medio movimiento.
– ¡Ah! -exclamó.
– ¿Todavía te duelen las mordeduras? -pregunté.
Asintió y bajó lentamente el brazo.
– Sí.
– Yo no estoy herido. -La voz de Frost hizo que nos volviéramos hacia él.
– ¿Qué? -pregunté.
– Que no estoy herido -repitió.
Lo miré. Su rostro mostraba la arrogante perfección habitual, desde unos pómulos imposiblemente altos hasta la fuerte mandíbula con su minúsculo hoyuelo. Era una cara que debería haber ido acompañada de unos labios rectos y finos. Sin embargo, los labios de Frost eran carnosos y sensuales. El hoyuelo y la boca salvaban aquel rostro de una severidad excesiva. En ese momento, su rostro presentaba una línea severa, su espalda se mantenía erguida y agarraba la manecilla de la puerta con tanta fuerza que revelaba los músculos del brazo. Me había mirado al hacer la oferta, pero luego había girado el cuello, mostrándome sólo el perfil.
Lo miré allí sentado y comprendí que el Asesino Frost estaba nervioso. Nervioso por mí. Existía cierta fragilidad en su manera de comportarse, como si le hubiese costado muy caro ofrecerme su hombro para apoyarme en él.
Volví a mirar a Galen. Él arqueó las cejas e intentó encogerse de hombros, pero se detuvo a medio movimiento y se decidió por hacer un gesto de negación con la cabeza. Era interesante saber que Galen tampoco sabía lo que estaba sucediendo.
No estaba cómoda con la cabeza apoyada en el hombro de Frost, pero… Pero él podría haber salido, haberse salvado a sí mismo cuando las espinas atacaron, y no lo había hecho. Se había quedado con nosotros, conmigo. No me hacía ilusiones de que Frost hubiese estado alimentando en secreto un profundo amor hacia mí durante los últimos años. Sencillamente, no era verdad. Sin embargo, habían levantado las prohibiciones y si le decía que sí, Frost podría disfrutar de una relación sexual por primera vez en mucho tiempo. Había insistido en ir detrás conmigo y luego, me había ofrecido su hombro para que me apoyara en él. Frost, a su manera, me estaba cortejando.
Era una especie de dulzura torpe. Pero Frost no era dulce, sino arrogante y orgulloso. Sin duda, incluso aquella pequeña insinuación le había costado mucho. Si rechazaba la oferta, no sabía si se volvería a arriesgar en algún otro momento. ¿Se me volvería a ofrecer aunque fuese de una manera ínfima?
No le podía rechazar así e, incluso mientras lo pensaba, supe cuánto le habría dolido a Frost que lo que me hacía deslizar por el coche no fuera deseo o belleza física, sino algo muy próximo a la compasión.
Me deslicé por el asiento, y él levantó el brazo para que pudiera acomodarme. Era un poco más alto que Galen, de manera que en realidad no me apoyé en su hombro, sino en la parte superior de su pecho.
La tela de su camisa me raspaba la mejilla y no conseguía relajarme. Nunca había estado tan cerca de Frost, y resultaba… extraño. Me daba la sensación de que no podíamos sentirnos cómodos juntos. Él también lo sentía, porque ambos continuamos haciendo pequeños movimientos. Frost cambió la mano de mi espalda a mi cintura; yo intenté levantar más la cabeza y después bajarla, traté de apretarme más, de separarme un poco, pero nada funcionaba.
Finalmente, reí. Se puso rígido, sentí su brazo tenso en mi espalda. Lo oí tragar saliva. ¡Estaba nervioso!
Empecé a ponerme de rodillas a su lado, pero me acordé de mi tobillo y sólo pude plegar un pie debajo de mí, con cuidado para que el tacón no se enganchara en la media que conservaba ni en el satén de mis bragas.
Frost volvió a ofrecerme su perfil. Le acaricié la barbilla y giré su cara hacia mí. A sólo unos centímetros, aun en la oscuridad, distinguí el dolor de sus ojos. Alguien le había hecho daño alguna vez. Y la herida seguía sangrando en sus pupilas.
Sentí que mi cara se enternecía y la risa se disolvía.
– Me he reído porque…
– Sé por qué te has reído -dijo y se apartó de mí. Se apoyó contra la puerta del coche, aunque estaba derecho y erguido. Me hizo recordar el modo en que se acurrucaba Kitto en el suelo.
Toqué su hombro con delicadeza. Aquel delgado velo de cabello había caído por sus hombros. Era como tocar seda. El color de su cabello era tan profundamente metálico que no me sorprendió que fuera tan delicado. Era más suave que los rizos de Galen, de una textura totalmente diferente.
Me miraba mientras le tocaba el pelo.
Lo miré.
– Es sólo que estamos en esta extraña fase de la primera cita. Nunca nos hemos cogido de la mano ni besado, y todavía no sabemos sentirnos cómodos el uno con el otro. Galen y yo nos ocupamos de todos los preliminares hace años.
Se separó de mí, haciendo resbalar el pelo entre mis dedos, aunque no creo que ésta fuera su intención. Miró por la ventana de un modo imperturbable, aunque ésta actuaba como un espejo que me mostraba su rostro como el de una de las damas blancas de la corte.
– ¿Cómo se supera esta incomodidad?
– Tienes que haber tenido alguna cita -dije.
Sacudió la cabeza.
– Hace más de ochocientos años en mi caso, Meredith.
– Ochocientos años -dije-. Pensé que el celibato llevaba mil años en vigor.
Asintió sin moverse, contemplando su reflejo en la ventana.
– Fui el consorte de su elección hace ochocientos años. La serví tres veces nueve años, y después escogió a otro. -Su voz mostró un atisbo de duda cuando dijo esto último.
– No lo sabía -dije.
– Yo tampoco -dijo Galen.
Frost se limitó a mirar por la ventana, como si estuviera fascinado por el reflejo de sus ojos grises.
– Yo actué igual que Galen durante los primeros doscientos años, jugando con las damas de la corte. Entonces me escogió a mí, y cuando me apartó fue mucho más duro abstenerse. El recuerdo de su cuerpo, de lo que… -su voz se fue apagando-. Por eso no hago nada. No toco a nadie. No he tocado a nadie durante ochocientos años. No he besado a nadie. No he sostenido la mano de nadie. -Apretó su frente contra el cristal-. No sé cómo parar.
Me levanté sobre una rodilla hasta que mi cara quedó flotando al lado de la suya en el reflejo de la ventana. Apoyé la barbilla en su hombro, con una mano a cada lado de él.
– Quieres decir que no sabes cómo comenzar -dije.
Levantó la cabeza y miró mi reflejo al lado del suyo.
– Sí -murmuró.
Desplacé los brazos por sus hombros, y lo abracé. Quería decir que sentía que le hubiesen hecho esto. Quería expresar mi compasión, pero sabía que si en algún momento intuía algo de compasión, todo habría acabado. Nunca se volvería a abrir a mí.
Froté mi mentón contra la increíble suavidad de su cabello.
– No pasa nada, Frost. Todo irá bien.
Él apoyó la cabeza en mi mejilla y sentí que sus hombros se relajaban. Cerré los brazos en torno a su pecho y me agarré cada una de las muñecas con la otra mano. Él fue a buscar mis manos, temeroso, y al ver que no me movía las cogió y las colocó contra su pecho.
La piel de las palmas le sudaba muy ligeramente y su corazón latía con tanta fuerza que podía sentirlo batir. Acaricié con mis labios su mejilla, apenas, sin llegar a ser un beso.
Frost dejó escapar el aire en un largo suspiro que hizo que su pecho subiera y bajara en mis manos. Movió la cabeza, y este pequeño movimiento puso nuestras caras muy cerca. Miré el fondo de sus ojos, lo acaricié con la mirada, como si pretendiera memorizar su rostro, y de alguna manera era lo que estaba haciendo. Ésta fue la primera caricia, el primer beso. No volvería a repetirse, nunca volvería a ser igual que la primera vez.
Frost habría podido salvar con sus labios la pequeña distancia que nos separaba, pero no lo hizo. Sus ojos estudiaban mi cara igual que yo estudiaba la suya, pero no hizo ningún movimiento para poner fin a la situación. Fui yo quien se inclinó hacia él, yo la que salvé la distancia entre nuestras bocas para besarle dulcemente. Sus labios permanecieron completamente quietos contra los míos; sólo su boca entreabierta y el latido apresurado de su corazón me dejaban intuir que le gustaba. Empecé a retirarme, y su mano se desplazó por mi brazo hasta tocarme la nuca. Hundió su puño en mi pelo, apretándolo, sintiéndolo igual que yo había sentido antes su cabello sedoso. Entonces sus ojos se abrieron sólo un poco más. Acercó mi cara a su boca y nos besamos, y esta vez fue un beso compartido. Apretaba los labios contra mi boca. Giró la cabeza hacia mí, de manera que casi quedé apoyada en uno de sus anchos hombros.
Abrí la boca ante la presión de sus labios, sentí la caricia húmeda de su lengua. Y su boca se abrió a la mía, y el beso creció. Una mano se quedó en mi cabello, pero la otra me recorría la cintura y me atraía hacia su regazo. Me besaba como si me fuera a comer toda desde la boca. Sentía la tensión de los músculos de su cuello bajo mis manos mientras me besaba con labios y boca, como si su boca tuviera partes que nunca antes había sentido. Me revolví en sus brazos para sentarme más sólidamente en su regazo. Esto arrancó un sonido del fondo de su garganta, y sus manos estaban en mi cintura levantándome. En un instante mis piernas quedaron una a cada uno de de sus lados, y de repente me encontré arrodillada con una pierna a cada lado y unida a él por la línea húmeda del beso. Mi tobillo lastimado rozó el asiento y tuve que tomar aire.
Frost apoyó su mejilla en mi escote; respiraba de forma entrecortada. Le apreté la cara contra mi piel, con mis brazos alrededor de sus hombros, y parpadeé varias veces como si despertara de un sueño.
Galen tenía la boca casi totalmente abierta. Temí que estuviera celoso, pero estaba demasiado sorprendido para eso. Con él ya éramos dos los sorprendidos, porque me costaba creer que fuera Frost el hombre al que sostenía entre mis brazos, que fuera Frost, cuya boca parecía haberme dejado un recuerdo abrasador en la mía. Kitto me miró con sus enormes ojos azules, y la mirada de su cara no era de sorpresa, sino de excitación. Me acordé de que no sabía que no iba a disfrutar de auténtico sexo esa noche.
Galen fue el primero en recuperarse. Aplaudió y dijo con una risa nerviosa:
– En una escala de uno a diez, le doy un doce, y lo único que hacía era mirar.
Frost me abrazó, todavía respirando como si hubiese hecho una carrera. Habló con voz entrecortada, como si no se hubiese recuperado del todo.
– Pensé que había olvidado cómo hacerlo.
Entonces me eché a reír, con un sonido grave, el tipo de risa que haría que un hombre volviera la cabeza en un bar, pero no es lo que pretendía. Mi cuerpo latía todavía con demasiada sangre, demasiado calor. Apreté a Frost contra mi cuerpo: el peso de su cara en mi escote, su boca bajando de manera que el calor de su respiración parecía quemar la fina tela de mi vestido, ansiosa porque sus labios siguieran descendiendo, de que me besara los pechos.
Conseguí decir algo:
– Confía en mí, Frost, no has olvidado nada. -Volví a reír-. Y si alguna vez has besado mejor, no estoy segura de que pueda soportarlo.
– Me gustaría estar celoso -dijo Galen-. Estaba preparado para ponerme celoso, pero mierda, Frost, ¿me puedes enseñar cómo lo haces?
Frost levantó la cabeza para poder mirarme a la cara, y su mirada mostraba un brillante placer con un toque de algo más oscuro. Su rostro me pareció más… humano, pero no menos perfecto.
Su voz sonó suave, grave, íntima cuando dijo:
– Y esto ha sido sólo el toque de mi carne. Sin poder, sin magia.
Lo miré a los ojos y tragó saliva. De golpe, fui yo quien estaba nerviosa.
– Es mágico, Frost, tiene su propia magia- jadeé.
Se ruborizó, un tono rosa pálido le subió desde el cuello hasta la frente. Era perfecto. Lo besé en la frente y le dejé que me ayudara a poner mi tobillo lesionado en su regazo. Me volví a sentar en mi lugar, con los brazos de Frost sobre los hombros. Mi cuerpo se adaptaba a la curva de sus brazos como si siempre hubiese estado allí.
– Ves, ya estamos cómodos -dije.
– Sí -dijo, e incluso esta palabra tenía una calidez que sentía en el estómago, y más abajo.
– Tienes que levantar este pie -dijo Galen-. Mi regazo se ofrece voluntario. -Se dio unas palmaditas en la pierna.
Estiré las piernas, y Galen colocó mis pies sobre sus piernas. Pero me resultaba incómodo, estando apoyada en Frost.
– Mi espalda no se puede doblar de esa manera.
– Si no levantas el tobillo, se hinchará -afirmó Galen-. Mantén los pies en mi pierna y échate. Estoy seguro de que a Frost no le importará que pongas tu cabeza en su regazo. -Pronunció esto último con un toque de sarcasmo.
– No -dijo Frost-, no me importa.
Si había captado el sarcasmo, no lo mostró en la voz.
Me eché, aguantando la falda con una mano para que no se me subiera; con las piernas en el regazo de Galen, me alegré de que la falda fuese larga, eso lo hacía todo más pudoroso, y yo estaba lo bastante cansada como para agradecerlo.
Apoyé la cabeza en el muslo de Frost, con la sien en su estómago. Su mano se desplazó por mi abdomen hasta tocar la mía, sus dedos se entrelazaron con los míos y le miré fijamente. La mirada era casi demasiado íntima. Moví la cabeza hacia un lado, y dejé descansar la mejilla tranquilamente en su muslo. Su mano libre jugaba con el cabello que me caía a un lado de la cara, acariciándolo con los dedos.
– ¿Te puedo quitar el otro zapato? -preguntó Galen.
Lo miré atentamente.
– ¿Por qué?
Levantó ligeramente la cadera, y sentí que el tacón apretaba una carne demasiado tierna para tratarse de un muslo. Continuó presionando contra el puntiagudo tacón, con su mirada clavada en mí.
– El tacón es un poco puntiagudo -dijo.
– Entonces deja de apretarte contra él -dije.
– Todavía me duele, Merry -dijo.
– Lo siento, Galen, puedes quitarme el zapato.
Esbozó una sonrisa. Me quitó el zapato y lo sostuvo en el aire mientras sacudía la cabeza.
– Me gusta cómo te quedan los tacones, pero unas zapatillas te habrían salvado el tobillo.
– Tiene suerte de no haberse torcido nada más -dijo Frost-. Era un hechizo poderoso, aunque mal construido.
Asentí.
– Sí, era como matar moscas a cañonazos.
– Cel tiene poder, pero muy poco control -aseguró Frost.
– ¿Estamos seguros de que fue Cel? -preguntó Galen.
Los dos lo miramos.
– ¿No lo estás tú? -pregunté.
– Sólo digo que no tendríamos que cargar todas las culpas a Cel. Es tu enemigo, pero quizá no sea el único. No quiero que por obsesionarnos con Cel se nos pase algo importante.
– Bien dicho -dijo Frost.
– Caray Galen, casi es un comentario inteligente -dije.
Galen me palmeó la planta del pie.
– Atenciones como ésta no te acercarán a mi cuerpo.
Pensé por un instante en poner mi pie en su entrepierna para demostrar que ya estaba cerca de su cuerpo, pero me abstuve. Estaba lastimado y sólo conseguiría hacerle daño.
Kitto nos observaba con una mirada intensa. Algo en su cara y en la manera tan atenta de comportarse me inclinaba a pensar que podría contarle a Kurag todo lo que decíamos. ¿Hasta qué punto era mío?
El trasgo me sorprendió observándole, y sus ojos se clavaron en mí. La mirada no mostraba miedo, era atrevida y expectante. Se había mostrado más relajado desde que había besado a Frost, aunque no estaba segura del motivo.
Mi mirada pareció incrementar la audacia de Kitto. Se arrastró hacia adelante, hacia mí. Sus ojos pasaron de Galen a Frost, pero se arrodilló en el suelo, con las piernas separadas.
Hablaba con mucho cuidado, manteniendo la boca todo lo cerrada que podía para esconder los colmillos y la lengua bífida.
– Te has follado al sidhe de pelo verde esta noche.
Empecé a protestar, pero Galen tocó mi pierna, presionándola ligeramente. Tenía razón. No sabíamos hasta qué punto podíamos confiar en el trasgo.
– Has besssado…-La ese de «besado» era la primera sibilante que se había permitido en el discurso, y esto le hizo dudar. Volvió a empezar-. Has besado al sidhe de cabello de plata esta noche. Pido permiso para defender el honor de los trasgos en esta cuestión.Hasta que compartamos la carne, el tratado entre tú y mi rey no tendrá vigor.
– Cuidado con lo que dices, trasgo -dijo Frost.
– No -dije-, no pasa nada, Frost. Kitto está siendo muy educado tratándose de un trasgo. Su cultura es muy atrevida en lo que al sexo se refiere. Además, tiene razón. Si le pasa algo a Kitto antes de que compartamos la carne, los trasgos quedarán liberados del acuerdo.
Kitto se inclinó hasta que su frente tocó la silla, y su cabello rozó la mano de Frost, que todavía sostenía la mía. Frotó la cabeza contra mis piernas, como un gato.
Le di un golpecito en la cabeza.
– Ni se te ocurra hacerlo en el coche. No me va el sexo en grupo.
Se levantó lentamente, y aquellos ojos azules me miraron.
– ¿Cuándo lleguemos al hotel? -preguntó.
– Está herida -dijo Galen-. Creo que puede esperar.
– No -dije-, necesitamos a los trasgos.
La mano que Galen mantenía sobre mi pierna me bastó para comprobar hasta qué punto estaba tenso.
– No me gusta.
– No hace falta que te guste, Galen, limítate a reconocer que es práctico.
– A mí tampoco me gusta la idea de que te toque -dijo Frost; además sería muy sencillo asesinar a un trasgo. Son más fáciles de matar que los sidhe, si usas magia.
Miré el cuerpo delicado de Kitto. Sabía que podía resistir cualquier golpe, pero magia… Ése no era el punto fuerte de un trasgo.
Estaba cansada, muy cansada. Pero había trabajado mucho para conseguir una alianza con los trasgos y no estaba dispuesta a que se malograra por remilgos. La pregunta era ¿en qué parte de mi cuerpo le dejaría hundir aquellos colmillos? No iba a perder una libra de carne, pero Kitto tenía derecho a darme un mordisco. ¿Dónde te gustaría que te mordieran?