Existen algunas ideas tan monstruosas, tan perversas, tan ofensivas, que la mente de uno debe tomarse un poco de tiempo para acostumbrarse a ellas.
Y una de esas ideas es que alguien, aunque lo pensara solamente, tratara de comprar la Tierra. Conquistarla sí, ya que esa es una idea antigua, fina, tradicional, que había sido sostenida por muchos hombres. Destruirla, eso también es comprensible, ya que han existido dementes que han utilizado la amenaza de una destrucción tal como ayuda, si no como base, para su política.
Pero, comprarla, era totalmente increíble.
En primer lugar, era imposible, porque nadie tenía el dinero suficiente. Y si lo tuviera, aun era una locura, porque ¿qué haría uno después de haberla adquirido? Y, en tercer lugar, era inmoral y una perversión de la tradición, porque uno no se deshace limpiamente de todos sus competidores si es hombre de negocios. Puede absorberlos, o controlarlos, pero no liquidarlos.
Atwood estaba allí, sentado al borde de la silla, como un halcón ansioso, y debió haber leído alguna objeción debido a mi absoluto silencio.
—No hay nada malo en ello — me dijo —. Es totalmente legal.
—Creo que no hay nada de malo — dije. A pesar que sabía que sí lo había. Podría haber organizado mis ideas. Podría haberle dicho por qué era malo.
—Estamos operando — continuó Atwood — dentro de las estructuras humanas. Estamos operando dentro de vuestras leyes y protegidos por ellas. No sólo de vuestras leyes y regulaciones, sino también de vuestras costumbres. No hemos violado ninguna de ellas. Y, yo se lo digo, amigo mío, eso no es nada fácil. Es muy raro el que uno pueda operar sin violar las costumbres.
Traté de decir algo, pero las palabras se atragantaban y morían en mi garganta. Era mejor así. No estaba seguro de lo que habría querido decir.
—No hay nada malo —dijo Atwood —, con nuestro dinero y nuestras garantías.
—Sólo una cosa — dije —. Usted tiene demasiado dinero, demasiado dinero.
Pero no era la idea de demasiado dinero la que me estaba molestando. Era algo más. Algo mucho más importante que el tener demasiado dinero.
Eran las palabras que empleaba y la forma en que las utilizaba. La forma en que empleaba «nuestro» para incluirse él mismo y quienquiera que estuviese' unido a él; la forma que empleaba «vuestro» para incluir a todo el mundo excluyendo a su grupo. Y la seguridad que ponía en el hecho de que él había operado dentro de la estructura humana.
Era como si mi cerebro se hubiera partido en dos. Como si una de las partes gritara horrorizada y la otra implorara por la razón. Porque la idea era demasiado monstruosa como para pensar en ella.
Ahora me estaba sonriendo y yo estaba enfurecido. Los gritos emitidos por una de las partes de mi cerebro ahogaron todo razonamiento y me levanté bruscamente de la silla, sacando la automática del bolsillo con la velocidad del rayo.
Le habría dado muerte inmediatamente. Sin piedad, sin pensarlo, habría disparado a matar. Como pisoteando una serpiente, como aplastando a una mosca; no era más que eso.
Pero no tuve la oportunidad de disparar.
Porque Atwood me desarmó.
No sé cómo explicarlo. No hay forma de explicarlo. Era algo que ningún humano había visto jamás. No hay palabras en el lenguaje humano para expresar lo que Atwood hizo.
No es que se desvaneciera o desintegrara. No es que se hubiera fundido súbitamente. Lo que quiera que hiciese, lo efectuó todo a un tiempo.
En un momento estaba allí sentado. Y al segundo había desaparecido. Yo no le vi.
Hubo un suave clic, como el emitido al dejar caer un objeto metálico, y aparecieron un montón de bolos de color negro alquitrán, que no habían estado allí antes, botando contra el suelo.
Mi mente debe haber pasado a través de ciertas acrobacias, pero no me di cuenta de ellas. Lo que hice, parece que lo hice instintivamente; sin pensarlo, sin advertir la relación de causa y efecto, el hecho, suposición y corazonada que deben haber pasado como un rayo por mi mente para hacerme entrar en acción.
Dejé caer la automática y recogí la bolsa de plástico que estaba en el suelo. Y mientras lo hacía ya la estaba sacudiendo, y me dirigí hacia el muro exterior, hacia el agujero por donde entraba la helada corriente dé aire.
Las bolas se aproximaban en dirección al agujero y yo ya estaba preparado para recibirlas, con el plástico puesto sobre el agujero una trampa dispuesta para ellas.
La primera se lanzó a través del agujero y arrastró el plástico hacia él, y la segunda la siguió a distancia, y la tercera y la cuarta y quinta.
Reuní los bordes de la bolsa de plástico y la extraje del agujero, y en su interior las negras bolas entrechocaban entre sí excitadamente.
Había más de ellas que rodaban por el piso del subterráneo, las que se habían asustado y escapado de la red, y ahora giraban frenéticamente, buscando un lugar para esconderse.
Alcé la bolsa de plástico y la removí para ordenar las bolas que habían llegado hasta el fondo de ella. Retorcí el extremo abierto de la bolsa y las puse, de esta forma, sobre mi espalda. Por todas partes, en torno a mí, rodaban las susurrantes y silenciosas bolas en busca de los rincones oscuros.
—¡Está bien — les grité —, a su agujero todas! ¡De vuelta a donde vinieron!
Pero no hubo ninguna respuesta. Estaban todas escondidas ahora. Ocultas en la oscuridad y entre la basura, y desde allí me observaban. Quizás, sin verme. Mejor dicho, sintiéndome. Pero no importa la forma en que lo hicieran, me observaban. Di un paso hacia adelante y mi pie se apoyó en algo. Salté asustado.
Era solamente mi pistola, en el suelo, en el lugar donde la había dejado caer para coger la bolsa de plástico.
Me quedé observándola y sentí el temblar y el estremecimiento que recorrían mi cuerpo, muy dentro de él y tratando de comenzar, pero sin poderlo nacer, porque mi cuerpo estaba demasiado tenso y tirante como para poder temblar. Mis dientes trataban de castañetear pero no podían, porque mis mandíbulas estaban cerradas con tal fanática desesperación que los músculos me dolían.
Había observadores por tedas partes y la fría corriente de aire procedente del agujero y el excitado, pero no iracundo entrechocar de las bolas que estaban en el saco echado sobre mis espaldas. Y ese vacío, ese vacía del subterráneo en donde había habido dos hombres y ahora solamente quedaba uno. Y, peor que eso, aquel vacío ululante de un universo demente y de una Tierra que había perdido su significado y una cultura que ahora estaba perdida y agonizante, a pesar de que aún no lo sabía.
Y, por sobre todo, ese olor; ese aroma que yo había sentido esa mañana; el olor de estas criaturas, fueren lo que fueren, vinieran de donde vinieran, cualquiera que fuere su propósito. Pero, evidentemente, nada terrenal, extraño a nuestro viejo y familiar planeta. Nada que el hombre hubiera experimentado antes.
Luché por no admitir lo que sabía. Que estaba frente a una vida de fuera, de otro lugar que no era el planeta en donde yo me encontraba en estos momentos. Pero no había otra respuesta mejor.
Descargué la bolsa de mis espaldas y me agaché para recoger la automática, y al extender la mano vi otra cosa que estaba en el suelo a muy poca distancia de ella.
Mis dedos soltaron la pistola y apresuradamente recogieron ese otro objeto, y al cerrarse sobre él me di cuenta que era un muñeco. Aun antes de tener la oportunidad de observarlo con más detención, ya sabía de qué clase de muñeco se trataba, recordando el suave clic metálico que había escuchado al desaparecer Atwood.
Estaba en lo cierto. El muñeco era Atwood. Con cada detalle de su rostro, de su cuerpo, percibiéndose su misma presencia. Como si alguien hubiera cogido al verdadero Atwood y le hubiera comprimido hasta, quizás, la centésima parte de su tamaño, cuidando en el proceso de no alterar sus características, sin cambiar ni el más mínimo átomo de esa criatura que era Atwood.
Dejé caer el muñeco en uno de los bolsillos y recogí la pistola. Me puse de pie y cargué la bolsa a mis espaldas y me dirigí hacia la escalera.
Hubiera deseado correr. Tuve que poner toda mi fuerza de voluntad para que mis pies no se lanzaran en alocada carrera. Me forcé a seguir caminando. Como si nada me importara, como si no estuviera asustado, como si no existiera nada en este universo de Dios que pudiera amedrentar a un hombre, que pudiera hacerle salir corriendo.
—¡Porque tenía que mostrarlo!
Sin que pueda expresarlo, en ese mismo instante, casi como por instinto, supe que debía mostrarlo, que en este instante yo debía actuar en nombre de todo el resto de la humanidad, que yo debía demostrar el coraje y determinación y la básica obstinación que había en la vieja raza humana.
No sé cómo lo hice. Atravesé el subterráneo y subí la escalera, sin prisa, sintiendo que sus miradas se me clavaban como puñales en la espalda. Llegué al final de la escalera y cerré la puerta tras de mí, cuidando de no hacerlo bruscamente.
Entonces, libre de la mirada de esos ojos, libre de la necesidad de actuar como en un escenario, me apresuré a cruzar el salón de entrada y llegué hasta la puerta, la abrí y sentí el refrescante aire de la noche que procedía del lago, que limpiaba mis conductos nasales y mi cerebro de la pestilencia del subterráneo.
Encontré un árbol y me apoyé en él, débil y acezando, como si hubiera corrido una larga carrera, con náuseas, enfermo hasta el alma. Me acosaron violentas arcadas y vomité, y el sabor a bilis, en mi garganta y boca, casi fue un sabor bien recibido; un sabor que, por lo menos, era simple y puramente humano.
Me quedé allí, con la frente apoyada contra la áspera corteza del árbol, y esa aspereza me hizo sentir bien un contacto, nuevamente, con el mundo que yo conocía. Escuché el estallido de las olas sobre la playa y la danza mortal de las hojas, ya secas, pero aún adheridas a los árboles, y desde algún lugar distante escuché el lejano ladrido de un perro.
Finalmente, me enderecé y me limpié la boca y la barbilla con la manga. Ya era hora de entrar en acción. Ahora ya tenía algo con que apoyar mi historia, un saco lleno de cosas que serían la base de la historia, que, de una forma u otra, tenía que relatar.
Una vez más cargué el saco a mis espaldas, y al hacerlo sentí nuevamente ese extraño aroma.
Mis piernas estaban débiles, me sentí enfermo y con el cuerpo helado. Lo que necesitaba más que nada, me dije, era un buen trago.
El coche apenas se divisaba sobre el sendero y me dirigí a él, sin mucha seguridad. A mi espalda, la casa destacaba su oscura forma y la luna aún lanzaba reflejos de plata sobre una de las ventanas, sobre el tejado.
Se me ocurrió un pensamiento gracioso: había dejado la ventana abierta y quizás debiera volver a cerrarla, ya que el viento impulsaría las hojas dentro de las habitaciones con sus muebles de blancas fundas y la lluvia caería sobre el alfombrado, y cuando llegaran las nevazones habrían pequeños senderos blancos que correrían por la habitación.
Me reí burlonamente de mí mismo por pensar en esas cosas cuando cada minuto que pasaba debía emplearlo en salir lo más rápidamente posible de esa casa del Llano Timber.
Llegué hasta el coche y abrí la puerta del lado del volante. Algo se movió en el lado opuesto de mi asiento, y me dijo:
—Me alegro verlo de vuelta. Me estaba preocupando lo que podría ocurrirle.
El terror congeló todo mi cuerpo.
¡Porque la cosa que estaba sentada en el asiento, la cosa que me había hablado, era el alegre y deforme perro con que me había cruzado esta misma tarde en la acera frente a mi casa!