CAPITULO XXXVII

Hacía frío. Soplaba un viento helado por mi espalda y estaba oscuro. Tan oscuro que no podía ver nada. Bajo mí, sentía una fría humedad y me dolía todo el cuerpo y había un ruido muy lejano, de extraña intensidad que surgía de alguna parte desde la oscuridad.

Traté de moverme, y cuando lo hice me dolió, de manera que no me moví más, solamente me quedé allí tendido, bajo el frío y la humedad. No traté de pensar quién era yo ni dónde estaba, porque no importaba mucho. Estaba demasiado agotado y dolorido como para que me importara.

Me quedé tendido durante un tiempo y el sonido y la humedad se alejaron y la oscuridad se cerró sobre mí, y entonces, después de mucho tiempo, recobré el conocimiento y aun estaba oscuro y más frío que antes.

Traté de moverme nuevamente, y me dolió, pero cuando me moví, estiré una mano con los dedos abiertos, tratando de alcanzar, de coger, de cerrarse. Y cuando los dedos se cerraron lo hicieron sobre algo que reconocí algo suave y pulposo que estrujé en mi mano.

Musgo y hojas secas, pensé. Había estirado la mano en la oscuridad y se había cerrado sobre musgo y hojas secas.

Continué tendido unos momentos, dejando que el lugar donde estaba me penetrara; porque ahora sabía que me encontraba en algún lugar de un bosque. El sonido penetrante era el ruido del viento sobre la copa de los árboles, y la humedad que sentía bajo mi cuerpo era la humedad del musgo de la tierra del bosque y el aroma era el aroma del bosque en otoño.

' Si no hubiera sido por el frío y el dolor, pensé, no habría estado tan mal. Porque era un lugar agradable. Y me dolía sólo cuando me movía. Quizás, si pudiera apartar la oscuridad que estaba dentro de mí, todo volvería a la normalidad.

Traté, pero la oscuridad no salió, y ahora comenzaba a recordar acerca del coche que se había salido de la cerrada curva y cómo el coche había desaparecido y me había dejado solo, volando por la oscuridad.

Estoy vivo, pensé, asombrado que pudiera estarlo; recordando el árbol que había visto o sentido y que parecía venir a mi encuentro surgiendo de las tinieblas.

Abrí los dedos que se habían cerrado sobre el musgo y hojas y sacudí la mano para limpiarla de ellos. Traté de levantarme ayudándose con las dos manos. Moví las dos piernas, poniéndolas bajo mi cuerpo. Mis brazos y piernas se movían; por lo tanto no había nada roto, pero mi estómago era un conjunto de dolores y había uno en especial que trepaba hasta mi pecho.

Después de todo, habían fracasado, pensé; los Atwood, estaba vivo, y estaba libre de ellos, y si podía llegar hasta las bolas de bolera, o como quiera que se llamaran. Aún hasta un teléfono, aún había tiempo para llevar a cabo mi plan.

Traté de ponerme de pie, pero no pude hacerlo. Lentamente, me fui afirmando sobre mis pies, mientras las oleadas de dolor recorrían mi cuerpo, y me quedé así unos momentos. Pero mis nervios cedieron y mis rodillas se doblaron y me deslicé hasta el suelo y me quedé sentado, con los brazos en torno al cuerpo, tratando de encerrar el dolor que se esforzaba por salir.

Me quedé sentado durante largos minutos y el clímax de dolor fue disminuyendo. Restó como una pesada bola de plomo, punzante, que se localizó en alguna parte de mi cuerpo.

Aparentemente, yo estaba sobre la inclinada ladera de un cerro, y el camino debía estar sobre mi cabeza. Tenía que llegar hasta el camino, lo sabía, porque si lo alcanzaba habría esperanzas que alguien pasara por allí y me encontrara. No tenía idea a la distancia que podría estar el camino; a la distancia que había sido arrojado antes que me estrellara contra el árbol o la distancia que podría haber rodado desde el momento que toqué tierra.

Tenía que llegar hasta el camino, y si no lo podía hacer caminando, lo haría caminando en manos y pies o arrastrándome. No podía ver el camino; no podía ver nada. Existía en un mundo de total oscuridad. No había estrellas. No había ninguna luz.

Logré afirmarme en pies y manos y comencé a gatear cerro arriba. No podía avanzar mucho trecho. Parecía no tener fuerzas. El dolor no era tan intenso como antes, pero casi me desvanecí.

Avanzaba con grandes dificultades. Corrí hasta un árbol y tuve que aferrarme a él. Llegué hasta frente a un matorral que yo tomé por zarzamora y tuve que dar un rodeo bastante amplio para pasarlo. Se cruzó en mi camino un tronco de un árbol caído, logré pasar por sobre él con grandes esfuerzos y continuar mi camino.

Hubiera deseado saber la hora que era y miré si aún tenía el reloj en la muñeca. Allí estaba. Me hice un corte en los dedos con el cristal roto. Lo llevé hasta un oído y escuché su tictac. No era que esto me hiciera un gran favor, porque no podía verlo.

Escuché un murmullo lejano, diferente al quejido del viento pasando por las copas de los árboles. Me quedé inmóvil y me esforcé por tratar de identificarlo. De pronto, se hizo más fuerte, y era, indiscutiblemente, un coche.

El ruido me sirvió como bálsamo y me arrastró furiosamente cerro arriba, pero era un desgaste de energías solamente. Avanzaba muy poco.

El ruido aumentó, y hacia mi izquierda vi el resplandor de las luces de la máquina que se aproximaba. La luz bajó y desapareció, luego volvió a aparecer, esta vez más cerca.

Comencé a dar grandes voces, no palabras, solamente gritos para llamar la atención, pero el coche pasó la curva sobre mi cabeza, y nadie pareció escucharme, porque continuó su camino. Por unos momentos, la luz y el bulto del coche cubrieron el horizonte sobre el cerro, y después desapareció, y yo quedé solo, arrastrándome por la ladera.

Cerré mi mente a todo excepto a que debía llegar hasta el camino. Tendría que pasar otro coche, a alguna hora, o el que ya había pasado, tendría que volver.

Después de un tiempo, que me pareció inmensamente largo, finalmente lo logré.

Me senté en la orilla del camino y descansé, después, cuidadosamente, me puse de pie. El dolor aún estaba presente, pero no tan intenso como antes. Podía estar de pie, no demasiado firme, pero con posibilidades de mantenerme así.

Había recorrido un largo camino, pensé. Había pasado mucho tiempo desde aquella noche en que había descubierto la trampa ante mi puerta. Y sin embargo, al retroceder, me di cuenta que no había transcurrido tanto tiempo. Unas cuarenta horas, más o menos.

Y durante ese tiempo había jugado inútilmente una partida de ajedrez con la cosa que había sido la trampa. Esta noche el juego debía terminar, porque yo debía estar muerto. Los seres extraterrenales, indudablemente, habían intentado asesinarme, y a estas horas, más que seguro, ellos creían que yo estaba muerto.

Pero no lo estaba. Probablemente tenía una o dos costillas rotas, y todo mi cuerpo había sufrido al estrellarse contra un árbol, pero estaba de pie y aún no estaba derrotado.

Pasaría otro coche antes que transcurriera mucho tiempo. ¿Y si el próximo coche que pasaba era uno de esos creado por las bolas de bolera?

Pensé en ello y me pareció poco probable. Solamente se transformaban en algo razonable y con ciertos determinados propósitos, y no creo que tuvieran necesidad de otro coche.

Porque no necesitaban de un coche para trasladarse. Para eso tenían su madriguera. A través de ella podían trasladarse desde cualquier punto de la Tierra a donde desearan, aun fuera de la Tierra. No era el imaginar demasiado, me dije, el ver el espacio ocupado por la Tierra, cruzado y otra vez por sus madrigueras. A pesar que comprendí que «madriguera» no era, quizás, la palabra apropiada.

Traté de dar unos pasos y descubrí que podía hacerlo. Quizás, en vez de esperar un coche, debiera caminar por el camino, hacia la carretera principal. Allí, con seguridad, podría conseguir alguna ayuda. Probablemente, en este camino, no pasaría otro coche en toda la noche. Cojeando, me dirigí por el camino, y no era tan doloroso, excepto en el pecho, que se resentía y dolía con cada paso que daba.

Al ir caminando, pareció que la noche se hubiera aclarado un poco, como si se hubiera retirado un banco de nubes.

Tenía que detenerme de vez en cuando para descansar, y ahora, al hacerlo, volví la cabeza para mirar el camino que había recorrido y comprendí la razón de la luminosidad. Había un incendio en el bosque a mis espaldas, y, al mirarlo, las llamas se alzaron hacia el cielo, y al rojo resplandor de ellas vi la forma del envigado.

¡Era la casa de los Belmont, estaba seguro; la casa de los Belmont estaba en llamas!

Al observar, pedí a Dios que algunos de ellos estuvieran ardiendo. Pero sabía que no sería así, que estarían a salvo dentro de sus madrigueras que llevaban hacia otros mundos. Les vi, en mi imaginación, rodando hacia los agujeros, con el fuego tras ellos; los simulados seres humanos y los simulados muebles y todo el resto transformándose en bolas y rodando hacia los agujeros.

Y eso me hacía bien, por supuesto, pero no significaba nada, porque la casa de los Belmont era simplemente una base de ellos. Había muchas otras bases, en todas partes del mundo. Otros lugares en los cuales se extendían los túneles hacia destinos desconocidos, hacia los terrenos conocidos por los seres extraterrenales. Y ese lugar estaba tan cercano, quizás, a través de la ciencia y el misterio de los túneles, que sólo tardarían unos segundos en llegar a casa.

Dos luces separadas se aproximaron por la curva que estaba tras de mí y se dirigieron rectamente hacia mí. Hice señas con los brazos y grité, saltando torpemente hacia un lado cuando el coche pasó por mi lado. Las luces traseras brillaron con más intensidad, como bocas de hornos que se destacaban de la oscuridad, y los neumáticos patinaron sobre el pavimento. El coche retrocedió, rápidamente, hasta llegar a donde yo estaba.

Una cabeza surgió por la ventanilla del lado del conductor y una voz dijo:

—¿Qué demonios? ¡Parker! ¡Creímos que estabas muerto!

Joy estaba corriendo en torno al coche, sollozando, y Higgins volvió a hablar.

—Háblale — dijo —. Por el amor de Dios, dile cualquier cosa. Está loca. Ha incendiado una casa.

Joy llegó hasta mí corriendo. Extendió una mano y me cogió de un brazo, con los dedos tensos, como si quisiera asegurarse que yo era de carne y huesos.

—Uno de ellos llamó por teléfono — dijo entrecortadamente — y dijo que estabas muerto. Dijeron que nadie podía jugar con ellos y salirse con la suya. Dijeron que tú habías tratado de hacerlo y que te habían eliminado. Me dijeron que si tenía algo en mente, era mejor que me olvidara de todo. Dijeron…

—¿De qué está hablando, señor? — preguntó Higgins desesperadamente —. Juro por Dios que está totalmente loca. No le entiendo nada. Me llamó y preguntó por el viejo Windy y estaba llorando todo el tiempo, pero loca aun cuando estaba llorando…

—¿Estás herido? — preguntó Joy.

—Solamente un poco magullado. Quizás una o dos costillas rotas. Pero no tenemos tiempo…

—Me dijo que la llevara hasta la cabaña de Windy — dijo Larry Higgins —, y le relató que usted estaba muerto y que continuara con lo que usted le había dicho. Así que cargó con unas cajas llenas de zorrinos…

—¿Hizo qué? — exclamé, sin poder creerlo.

—Cargó los zorrinos y los llevó hasta la ciudad.

—¿Lo hice mal? — preguntó Joy —. Tú me dijiste acerca del viejo y los zorrinos y que habías hablado con un conductor de taxi llamado Larry Higgins y yo…

—No — le dije —, has hecho bien. No puedes haberlo hecho mejor.

Pasé un brazo por su cintura y la atraje hacia mi. Me hizo doler el pecho un poco, pero no me importaba.

—Encienda la radio — le dije a Higgins.

—Pero, señor, es mejor que nos alejemos de aquí. Ha incendiado una casa. Y se lo digo yo, no tenía idea…

—¡Encienda la radio! — grité.

Mascullando y gruñendo, metió la cabeza dentro del auto y encendió la radio.

Esperamos y cuando, después de segundos interminables, llegó la voz, estaba excitada:—…¡Miles de ellos! Nadie sabe qué son ni de dónde vienen…

De todas partes, pensé No solamente de esta ciudad o de esta nación, sino, probablemente, de todos los rincones de la Tierra, y solamente es el comienzo, porque la noticia se transmitirá en el curso de la noche.

Esa tarde, en la ladera del cerro, no había habido un medio rápido de comunicación, no había forma en que las buenas noticias fueron transmitidas. Porque la cosa de forma humana que me había estado siguiendo, y las pequeñas fracciones que habían estado dentro de mi bolsillo en forma de dinero, estaban muy lejos de un túnel, lejos de cualquier medio de comunicación.

Pero ahora la gran noticia se esparcía, a todos los seres de otro mundo sobre la Tierra, y, quizás, a aquellos seres que estaban fuera de la Tierra, y solamente era el comienzo. Nadie debe deciros lo que eso será, ante todo el mundo que sale de los cines y de los restaurantes en la noche.

—A la policía se le ha informado que los zorrinos fueron libertados por un viejo excéntrico de barba, que conducía un pequeño camión. Pero tan pronto como la policía comenzó a ubicarlo, comenzaron a llegar estas otras cosas. Nadie puede saber o decir si hay alguna conexión entre los zorrinos y estas cosas. Al comienzo, sólo había unas pocas, pero han estado acudiendo continuamente desde entonces, llegando al cruce de calles en continuo torrente, de todas partes. Tienen la forma de bolas de bolera, negras y de su mismo tamaño, y el cruce y las cuatro calles convergentes están llenas de ellas.

—Los zorrinos, cuando fueron libertados del camión, estaban exhaustos y confundidos, y reaccionaron con relativa violencia ante cualquier cosa que se les aproximara. Esto sirvió para que la zona se aclarara rápidamente. Todo el mundo que estaba allí trató de alejarse lo más rápidamente posible. Los coches han quedado atascados en varias manzanas y la gente corría por todas partes. Y, de pronto, llegaron las primeras de estas bolas. Testigos presénciales nos han declarado que daban botes y rodaban por la calle y que perseguían a los zorrinos. Éstos, naturalmente, reaccionaron nuevamente. En esos momentos, la atmósfera en la vecindad de la intersección de las calles estaba relativamente pesada. Las personas que estaban ocupando los coches atascados en las primeras filas, abandonaron sus máquinas y huyeron. Y aún las bolas siguen acudiendo.

—Ya no dan botes o escabullen; no hay lugar para eso. Hay, solamente, una enorme masa de ellas, estremeciente, bullente, que se acumula en el cruce y que afluye por las calles, amontonándose frente a los coches atascados.

—Desde nuestra posición aquí, en lo alto del edificio McCandless, es una visión horrible y aterrorizadora. Nadie, repito, sabe qué son estas cosas o su procedencia o la razón por la cual están aquí…

—Ése fue el viejo Windy — dijo Higgins casi sin respiración —. Él fue quien puso en libertad a esos zorrinos. Y, por lo que parece, ha logrado escapar. Joy alzó la vista hacia mí.

—¿Eso es lo que tú querías? ¿Lo que está sucediendo ahora? Asentí.

—Ahora lo saben — dije —. Todo el mundo lo sabrá. Ahora nos escucharán.

—¿Pero qué está sucediendo? — gruñó Higgins —. ¿Nadie me lo va a explicar? Es otra de estas cosas de Orson Welles…

—Sube al coche — me dijo Joy —. Debemos encontrar un médico.

—Escuche, señor — suplicó Higgins —, yo no sabía en lo que me estaba metiendo. Me rogó que la acompañara. Y así lo hice. Dijo que tenía que encontrar al viejo Windy y rápidamente. Dijo que era de vida o muerte.

—Cálmese, Larry — le dije —. Se trataba de un asunto de vida o muerte. No le sucederá nada. —Pero ella incendió una casa…

—Esa fue una estupidez mía — dijo Joy —. Fue como un acto de venganza enceguecido. Pensándolo bien, ahora, no tiene mucho sentido. Pero tenía que hacerles daño en alguna forma, y era la única manera que yo conocía. Cuando me telefonearon diciendo que estabas muerto… —Les teníamos asustados — dije —. De otra forma, jamás habrían llamado por teléfono. Quizás temían que nosotros estábamos tramando algo que ellos no se podrían imaginar. Por eso trataron de eliminarme; por eso trataron de amedrentarte.—La policía — gritó el hombre por la radio — les pide, por favor, que no se aproximen al centro de la ciudad. Hay algunos atascamientos de tráfico y solamente contribuirán a aumentarlos. Quedarse en casa, calma…

Habían cometido un error, pensé. Si no hubieran llamado a Joy probablemente todo habría estado bien. Yo aún estaba con vida, evidentemente, pero no habrían tardado mucho tiempo en saberlo y ahora me podrían liquidar en la debida forma, esta vez sin fallos posibles. Pero se habían entregado al pánico y habían cometido un error, y ahora todo estaba terminado.

Una inmensa figura venía trotando por el camino. Una sombra alegre, feliz, que hacía cabriolas excitadamente aun al ir trotando. Era grande y deforme, y de su parte anterior colgaba una larga lengua.

Llegó frente a nosotros y sentó su trasero en el polvo. Golpeaba el suelo con entusiasmo con su gran cola.

—Amigo, lo ha hecho — dijo* el Perro —. Les hizo salir de su madriguera. Les ha expuesto ante todo el mundo. Les ha hecho visibles. Ahora su pueblo sabe…

—¡Pero usted! — le grité —… ¡Usted está en Washington!

—Hay muchas formas de viajar — dijo el Perro — que son más rápidas que sus aviones y mejores formas de saber dónde encontrar una persona que sus teléfonos.

Y estaba en lo cierto, pensé. Porque hasta esta misma mañana había estado con nosotros, y al amanecer había estado en Washington.

—Ahora soy yo el que estoy loco — dijo Higgins débilmente —. No existe nada parecido a un perro que hable.

—Por favor, calma — expresó el hombre de la radio —. No hay por qué darse al pánico. Nadie sabe lo que son estas cosas, evidentemente, pero debe haber una explicación, quizás una explicación muy lógica. La policía tiene la situación totalmente bajo su control y no hay necesidad de…

—Creo que he escuchado a alguien — dijo el Perro — que ha mencionado la palabra doctor. No sé qué es eso de doctor.

—Es alguien — dijo Joy — que sana el cuerpo de otras personas. Parker ha sido herido.

—Oh — dijo el Perro —, de forma que es eso. Tenemos el concepto, también, pero los nuestros trabajan en forma muy diferente, sin duda. Es sorprendente, realmente, la cantidad de finalidades similares que son acometidas por técnicas muy diferentes.

—La masa de ellos aumenta aún más — gritó el locutor —. Ya se amontonan hasta las ventanas del sexto piso y penetran muy al interior de las calles. Y parece que siguen llegando en mayor cantidad. La montaña crece por minutos…

—Ahora — dijo el Perro — que la misión está terminada, debo decir adiós. No es que yo haya contribuido en gran forma, pero ha sido muy agradable mi visita aquí. Tienen un planeta encantador. De aquí en adelante, deben cuidar de mantenerlo en sus manos.

—Pero espere un momento — dije —. Hay muchas cosas…

Estaba hablando al aire vacío, porque el Perro se había ido. No se había dirigido a ninguna parte, solamente ido.

—Maldición — exclamó Higgins —. ¿Estuvo realmente aquí o fue que yo lo imaginé?

Y había estado, yo lo sabía. Había estado, pero ahora haba vuelto a su mundo, a ese lejano planeta, a esa extraña dimensión, a cualquier parte que perteneciera. Y no habría retornado, sabía yo, si ya no hubiera necesidad de su presencia.

Estábamos a salvo ahora. El mundo conocía la existencia de esas bolas y ahora estaría dispuesto a escuchar. El patrón y el senador y el presidente y todo el resto. Tomarían las medidas necesarias, las que fueran. Quizás, para comenzar, declararían moratoria todas las transacciones comerciales hasta que pudieran separar las puramente humanas de las puramente extraterrenales. Porque las transacciones de estos seres de otros mundos eran fraudulentas ante ellos por la clase de dinero que habían empleado. Y aunque no hubieran sido fraudulentas, no habría sido grande la diferencia, porque ahora la raza humana sabía, o sabría muy pronto, lo que estaba sucediendo y se moverían para detenerlo; bien o mal, harían lo que fuera necesario para ponerle fin.

Abrí la puerta trasera del coche e hice una seña a Joy para que entrara.—Vamonos — le dije a Higgins —. Tengo trabajo. Debo escribir una historia.

Podía ver la cara del patrón cuando entrara en la oficina. Ya estaba dando vueltas en mi cabeza lo que diría entonces. Y tendría que soportarlo y escucharme, porque era yo quien tenía la historia. Yo era el único que disponía del material y él tendría que escucharme.

—A la oficina no — dijo Joy —. Debemos ir en busca de un doctor primero.

—¡Doctor! — dije —. No necesito un doctor. Me quedé asombrado, no por haberlo dicho (porque en un momento, realmente había necesitado un doctor), sino con la calma con que lo' aceptaba, mi reconocimiento casual de algo que había sucedido sin que yo lo notara, y el darme cuenta de ello en forma tan gradual que no me causó ningún asombro.

Porque ya no necesitaba un doctor. Ya nada tenía. No había ese dolor en el pecho y la sensibilidad en el estómago había desaparecido, también el temblor en las rodillas. Moví los brazos para asegurarme que el pecho no me dolía, y estaba absolutamente en lo cierto. Si algo había habido roto allí, ahora ya estaba sanado.

Es asombroso, había dicho el Perro, en su típica e irónica manera, la cantidad de fines similares que pueden ser alcanzados por técnicas muy diferentes.

—Gracias, amigo — dije, alzando la vista al cielo, en forma tan irónica como el Perro —. Gracias, amigo. No olvides de enviar la nota.

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