CAPITULO XXX

La primera cosa que advertí fue que la ventana había sido cerrada. Cuando había salido de ese lugar la noche anterior, la había dejado abierta, pero sin el ridículo pensamiento, a pesar de todo, de que debía volver a cerrarla.

Pero ahora la ventana estaba cerrada, y las cortinas caían sobre ella y traté de recordar, pero sin lograrlo, si antes había esas cortinas o no.

La casa aparecía antigua y desvaída a la pálida luz del sol, y desde el este pude escuchar el lejano rumor del agua rompiendo sobre la playa. Me detuve a observar la casa y no había nada, me dije, nada que pudiera temer. Era sólo una casa vieja y ordinaria, sus escuálidos huesos suavizados por el sol…

—¿Desea que lo espere, señor? — me preguntó el conductor.

—No tardaré mucho — le respondí.

—Escuche, amigo, eso es cosa suya. A mí no me importa. El marcador seguirá funcionando.

Caminé por el sendero. Bajo mis pies crujían las hojas que habían caído sobre los pastelones del pavimento.

Primero golpearía la puerta, decidí. Lo haría en forma civilizada y decente. Y si nadie acudía cuando tocara el timbre, entonces entraría por la ventana, tal como ya lo había hecho. El conductor del taxi, más que seguro, trataría de descubrir lo que yo me proponía. Pero no era cosa suya. Todo lo que tenía que hacer era esperarme y llevarme de vuelta.

Sin embargo, me dije, alguien había cerrado la ventana y quizás estaba con pestillo. Pero eso no me detendría.

Nada podría detenerme ahora. Sin embargo, comprendí que si me hubiera dado el tiempo suficiente como para pensar la razón por la cual quería entrar a esa casa, qué posible razón tenía para ver a Atwood, probablemente no encontraría ninguna respuesta. ¿Instinto? Hubiera deseado saberlo. Joy había dicho algo acerca del instinto humano, ¿o había sido Atwood el que lo había mencionado? No podía recordarlo. ¿Era, entonces, el instinto el que me indicaba que debía ver nuevamente a Atwood, sin saber por qué, sin tener la menor idea de lo que le diría o qué propósito llevaría al decirle algo?

Subí los escalones e hice sonar la campanilla y esperé. Y al ir a tocar el timbre nuevamente, escuché pasos por el salón.

La puerta se abrió; había una muchacha, vestida con el negro y blanco uniforme de una sirvienta.

No pude apartar los ojos de ella.

La sirvienta no se movió, esperándome. Su mirada era atrevida.

—Esperaba — dije finalmente — encontrar aquí al señor Atwood.

—Señor — dijo ella —. Tenga la bondad de pasar.

Entré al salón y allí también había grandes diferencias. Anoche, la casa había estado cubierta de polvo y desordenada, con los muebles enfundados. Pero ahora la casa tenía un aspecto agradable. Ya no había polvo y la madera y baldosas del salón estaban relucientes. Había una planta solitaria y a su lado un espejo de cuerpo entero que brillaba bajo reciente limpieza.

—Su sombrero y abrigo, señor — dijo la sirvienta —. La señora está en el estudio.

—Pero, Atwood. Es a Atwood…

—El señor Atwood no está, señor.

Cogió el sombrero de mis manos. Esperó por el abrigo.

Me lo saqué y se lo pasé.

—Por ahí, señor — dijo.

La puerta estaba abierta y entré por ella dentro de una habitación repleta de estantes con libros de arriba hasta abajo. Tras el escritorio que estaba junto a la ventana, estaba sentada la rubia que había conocido en el bar, la que me había entregado la tarjeta que decía «Negociamos en Todo».—Buenos días, señor Graves — dijo —. Me alegro que haya venido.

—Atwood me dijo…

—El señor Atwood, desgraciadamente, ya no está más con nosotros.

—Y usted, por supuesto, es la que ha tomado su puesto.

La frialdad estaba allí, y el aroma a violetas. Ella era parte de una diosa rubia y en parte una eficiente secretaria. Y, también, era una cosa de otro mundo y una pequeña y perfecta muñeca que yo había tenido en mis manos.

—¿Está sorprendido, señor Graves?

—No — respondí —. Ahora no. En un comienzo, quizás. Pero ya no.

—Usted vino a hablar con el señor Atwood. Así esperábamos que lo hiciera. Necesitamos de gente como usted.

—Señor Graves, ¿no se sienta? Y, por favor, no sea usted gracioso.

Me senté en la silla que estaba justamente frente a ella.

—¿Qué desea que haga? — le pregunté —. ¿Ponerme a llorar?

—No hay necesidad que haga nada — dijo —. Por favor, solamente sea usted mismo. Conversemos exactamente como si fuéramos dos humanos.

—Lo que usted no es, evidentemente.

—No, señor Graves, no lo soy.

Nos quedamos mirando el uno al otro y ero era endiabladamente incómodo. No había el menor movimiento o emoción en su rostro: era solamente una belleza esculpida.

—Si usted fuera una clase diferente de hombre — dijo ella —, yo trataría de hacerle olvidar que yo soy otra cosa fuera de un ser humano. Pero supongo que no me daría resultados con usted.

Negué, moviendo la cabeza.

—Yo también lo siento — le dije —. Créame que lo siento. Me agradaría sobremanera pensar que usted es un ser humano.

—Señor Graves, si yo fuera humana, ese sería el mejor piropo que me podrían haber dicho.

—Y como no lo es…

—Aún sigo creyendo que es un piropo.

La miré fijamente. No era solamente por lo que había dicho, sino por la forma de decirlo.

—Quizás — después de todo — dije —, puede haber algo de humano en usted.

—No — replicó —. No comencemos por engañarnos ninguno de los dos. Básicamente, usted debiera odiarme, y supongo que me odia. Sin embargo, quizás no totalmente. Y, básicamente, yo debiera odiarle a usted, pero honestamente no lo puedo decir. Y aun creo que podemos conversar, si es posible, con cierto racionalismo.

—¿Por qué ser racional conmigo? Hay muchos otros…

—Pero, señor Graves — dijo ella —, usted nos conoce. Y muy pocos de los otros nos conocen. Extraordinariamente pocos, a lo largo de todo el mundo. Se sorprendería ante la escasez de su número.

—Y yo debo mantener mi boca cerrada.

—Realmente, señor Graves. Usted sabe más que eso. ¿Con cuántas personas se ha encontrado que estarían dispuestas a escucharle?

—Exactamente, una — contesté.

—Esa debe ser la chica. Usted la ama y ella a usted.

Asentí.

—Usted ve, entonces — dijo —, que la única base de aceptación de su historia ha sido emocional.

—Supongo que eso se podría decir.

Me sentía totalmente estúpido.

—De manera, que tengamos una compostura comercial — dijo ella —. Digamos que nosotros le estamos dando una oportunidad de hacer el mejor convenio. Nosotros no le habríamos importunado si usted no nos hubiera descubierto, pero como lo ha hecho, nada perderíamos ni usted ni nosotros.

—¿Un convenio? — pregunté estúpidamente.

—Evidentemente — replicó —. Usted está en… ¿cómo le llaman? En la planto baja; ¿está bien?

—Pero quizás en un convenio como éste…

—Escuche, señor Parker. No debe hacerse ilusiones. Creo que se las hace, pero debe librarse de ellas. Nada hay que pueda detenernos. Lo operación, simplemente, ya ha llegado demasiado lejos. Hubo un momento, quizás, en que nos habrían podido detener. Pero ya, no. Créame, señor Parker, es demasiado tarde.—Desde el momento que es demasiado tarde, ¿por qué se molestan conmigo?

—Tenemos necesidad de usted — dijo —. Hay ciertas cosas que usted puede hacer para nosotros. Los humanos, una vez que sepan lo que está sucediendo, se sentirán enfadados por ello. ¿No es verdad, señor Parker?

—Hermana — le dije —, no sabe la mitad de lo que sucederá.

—Pero nosotros, usted comprenderá, no deseamos tener contratiempos. O los menos posibles. Creemos que estamos al lado de la moral y de la ley, que estamos dentro de todas las normas impuestas por su propia sociedad. No hemos violado ninguna de las leyes y no deseamos que se nos fuerce a tener que llevar a cabo un programa de pacificación. Estoy segura que los humanos tampoco lo desearían, porque, le puedo asegurar, sería una cosa muy dura, extremadamente dura. Deseamos terminar con este proyecto y seguir con otras cosas. Debemos darlo por terminado en la forma más suave que nos sea posible. Y usted nos puede ayudar en ello.

—¿Pero por qué yo debo ayudarles?

—Señor Graves — dijo —, usted estaría efectuando un servicio, no solamente para nosotros, sino también para la raza humana. Todo lo que usted pueda hacer para que esto marche suavemente para nosotros, será de beneficio para su pueblo también. No hay razón alguna para que ellos se vean sometidos a horribles experiencias para que podamos alcanzar el fin. Considere esto: usted es un experto en la comunicación a las masas…

—No tan experto como cree — dije.

—Pero usted está en conocimiento de los métodos y las técnicas. Puede escribir convincentemente…

—Hay otros que podrían ser más convincentes.

—Pero, señor Graves, es a usted a quien tenemos.

No me gustó la forma en que lo dijo.

—Lo que ustedes desean que yo haga — dije — es mantener en silencio a la gente. No despertarlos de su letargo.

—Eso, y cualquier consejo que pueda facilitarnos para enfrentamos a otras situaciones. Un puesto consultivo, podríamos decir.

—Pero ustedes lo saben. Tan bien como yo.

—Usted está pensando, señor Graves, quizás, que nosotros hemos asimilado totalmente los puntos de vista humanos. Que podemos discurrir como lo hacen los humanos y actuar como ellos. Pero, simplemente, ese no es el caso. Ciertamente, sabemos lo que ustedes denominan negocios bastante bien. Estamos muy al tanto de vuestras leyes. Quizás usted esté de acuerdo en que nosotros lo sabemos Pero hay muchos otros aspectos que no hemos alcanzado a estudiar. Conocemos la naturaleza humana hasta cierto punto, más concretamente, su reacción en el mundo comercial. Pero en los otros aspectos, nuestro conocimiento es bastante imperfecto. No tenemos ningún concepto formado de cómo reaccionarán los humanos cuando sepan la verdad.

—¿Tienen miedo? — pregunté.

—No, no tenemos miedo. Estamos preparados a ser tan despiadados como sea necesario. Pero tomaría mucho tiempo. No deseamos esperar tanto.

—Está bien. Quedemos en que yo escriba esos artículos. ¿Qué ventaja se sacaría de ello? ¿Quién los editaría? ¿Cómo se distribuirían al público?

—Escríbalos — dijo este témpano rubio —. De ahí en adelante el trabajo estará en nuestras manos. Nosotros lo haremos llegar al público. Lo distribuiremos. No se preocupe por eso. :

Yo estaba asustado. Quizás un poco furioso. Pero, mayormente, asustado. Porque hasta este momento no había comprendido la implacabilidad férrea de estos seres extraterrenales. No eran vengativos, no guardaban rencor. Escasamente se podía decir que eran enemigos, en nuestro sentido de la palabra. Eran una fuerza maligna y no había ruego que pudiera conmoverlos. Simplemente, no les importaba. Para ellos, la Tierra no era más que un trozo de propiedad y el ser humano, poco más o menos.

—Usted me está pidiendo — le dije —, que sea un traidor a mi raza.

Aun al decirlo, estaba totalmente seguro que el término traidor no tenía ningún significado para ellos. Lo reconocían en su contextura misma, pero, si el menor significado. Porque, estas cosas, no tenían la misma moral que la raza humana; tenían otros moldes de ética, probablemente, pero, tan incomprensibles para nosotros, como los nuestros para ellos.

—Llevémoslo, — dije ella —, a términos más prácticos. Nosotros le estamos dando una oportunidad. O continúa al lado del resto de la humanidad y tendrá que compartir su destino fatal, o se une a nosotros y comparte un destino bastante mejor. Si se niega, no nos hará gran daño. Si acepta, se ayudará usted mismo, grandemente, y a los de su misma raza, quizás, en una extensión mayor. Tiene la oportunidad de ganar y, créame, la humanidad nada perderá.

—¿Cómo podré asegurarme que ustedes mantendrán el convenio?

—Un convenio es un convenio, — respondió secamente. —Y pagarán bien, supongo. —Muy bien — dijo.

Una bola, procedente de ninguna parte que yo hubiera visto, rodó por el suelo. Se detuvo a casi un metro de donde yo estaba sentado en la silla.

La muchacha se puso en pie y dio la vuelta al escritorio. Se detuvo en uno de sus bordes, mirando a la bola.

La bola se hizo estriada, finamente estriada, como un retículo de difracción. Después, comenzó a separarse por todas esas delgadas líneas. Cambió de color negro a verde y se dividió, y en vez de una bola, había un montón de billetes apilados sobre el suelo.

No dije una palabra. No podía.

Ella se agachó y cogió uno de los billetes alargándomelo.

Lo miré. Ella esperó. Lo miré una vez más. —Parece dinero — le dije.

—Es dinero. ¿Cómo cree, entonces, que obtuvimos todo el dinero que necesitábamos?

—Y ustedes se ciñeron a las leyes — comenté. —No comprendo.

—Violaron una ley. La ley más importante. El dinero es una medida de lo que uno hace, del camino que ha construido o del cuadro que uno ha pintado o de las horas que se ha trabajado.

—Es dinero — dijo ella —. Eso es todo lo que necesita. Se agachó nuevamente y recogió todo el montón de billetes. Lo puso sobre el escritorio y comenzó a ordenarlos.

Era inútil, pensé, el tratar de hacerle comprender. No era que se comportara cínicamente. Tampoco era deshonesta. Era falta de comprensión: el punto negro de estos seres. El dinero era un producto, no un símbolo. No podía ser otra cosa.

Lo separó en ordenados fajos. Se agachó y recogió los pocos billetes que se habían caído cuando ella los había cogido del suelo. Puso estos en los fajos.

El billete que yo tenía en mis manos era un de veinte dólares, y muchos de los otros parecían ser, también, de veinte, a pesar que había de diez y uno que otro de cincuenta.

Juntó todos los fajos de dinero y me los alcanzó.

—Es suyo — dijo.

—Pero, si no he dicho…

—Trabaje o no para nosotros, es suyo. Y ya pensará acerca de lo que le he dicho.

—Lo pensaré — le dije.

Me puse de pie y cogí el dinero que me ofrecía. Lo introduje en mis bolsillos. Estos quedaron bastante abultados.

—Llegará un día — dije, golpeando suavemente los bolsillos —, en que esto no valga nada. Llegará un día en que nada se podrá hacer con él.

—Cuando ese día llegue — dijo ella —, habrá otras cosas. Lo que usted necesite.

Me quedé pensando, y en la única cosa que pude pensar fue que ahora ya tenía dinero para pagarle al conductor del taxi. A excepción de eso, mi mente estaba totalmente en blanco. La enormidad de este encuentro me había hecho abandonar todo otro pensamiento, excepto un sentimiento de pérdida total; eso y el hecho que ahora podía pagar el taxi.

Tenía que salir de allí, lo sabía. Debía abandonar ese lugar antes que el cúmulo de repulsiones y emociones cayera sobre mí. Tenía que irme mientras era capaz de abandonar esa casa con cierta dignidad humana. Debía irme y encontrar un lugar y el tiempo necesario para pensar. Y hasta que no llegara a hacer esto, debía aparentar que estaba de su lado.

—Se lo agradezco, señorita — le dije —. Me parece que no sé su nombre.

—No tengo ningún nombre — me respondió —. No ha habido ninguna razón para que lleve un nombre. Sólo los seres humanos como Atwood necesitan llevar un nombre.—Gracias, entonces — le dije —. Lo pensaré.

Ella dio media vuelta y se retiró de la habitación hacia el vestíbulo. No había el menor signo de la sirvienta. Más allá del vestíbulo pude ver que el salón estaba limpio y brillante, repleto de muebles. ¿Y cuánto de eso, pensé, era realmente mueble, y cuánto, bolas transformadas en muebles?

Recogí mi abrigo y mi sombrero de las perchas.

Ella me abrió la puerta de salida.

—Fue muy amable de su parte el que haya venido — dijo —. Estuvo muy bien pensado. Confío en que volverá.

Salí fuera y vi que el taxi ya no estaba. En su lugar, había un larguísimo Cadillac blanco.

—Había un taxi esperándome — dije —. Debe estar un poco más abajo.

—Le pagamos al conductor — dijo le chica —, y le dijimos que se fuera. No necesitará del taxi.

Ella se dio cuenta de mi confusión.

—El coche es suyo — dijo —. Si ha de trabajar con nosotros…

—¿Con una bomba incluida en él? — pregunté.

Ella suspiró. — ¿Cómo le hago comprender? Déjeme ponerlo duramente. Desde el momento que usted nos sea de utilidad, no correrá peligro. Si nos hace este servicio, jamás le causaremos daño alguno. Cuidaremos de usted mientras viva.

¿Y Joy Kane? — pregunté.

—Si lo desea. También a Joy Kane.

Se quedó mirando con sus fríos ojos. — Pero, trate de detenernos ahora, intente traicionarnos…

Hizo un ruido como el de un cuchillo cortando una garganta.

Me alejé hacia el coche.

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