Volví al coche, llevando una de esas bolsas grandes llena con todas las cosas que Joy me había encargado.
El coche estaba al final de la playa de estacionamientos del supermercado y la bolsa era pesada y difícil de llevar y había un par de latas, una de maíz y otra de melocotones, que habían comenzado a abrir un agujero en el fondo de la bolsa y trataban de salirse.
Caminé lentamente por la playa, cuidando de no mover la bolsa más de lo necesario, agarrándola desesperadamente con las dos manos en un último esfuerzo para evitar que se rompiera totalmente.
Llegué hasta el coche sin que sucediera el desastre, pero casi a punto de ello. Por medio de contorsiones acrobáticas, logré abrir la puerta delantera y tirar la bolsa sobre el asiento. Se rompió, desparramándose todo lo que había comprado. Con las dos manos reuní todas las cosas en el otro extremo para que yo pudiera sentarme tras el volante.
Supongo que si no hubiera tenido tanto que preocuparme por la bolsa, lo habría notado en seguida, pero no lo vi hasta que hube subido al coche y me inclinaba hacia adelante para insertar la llave de contacto.
Y allí estaba, una hoja de papel, doblada como una pequeña tienda de campaña, sobre el tablero de instrumentos y apoyada contra el parabrisas. En la hoja, con grandes letras de molde estaba escrita una sola palabra: «TRAIDOR».
Me había inclinado hacia adelante para insertar la llave de contacto y así me había quedado, con la vista clavada en la hoja de papel y su mensaje de una sola palabra.
No tuve que pensar en quién lo había puesto allí. No cabía ninguna duda en mi mente. Era como si lo supiera, como si hubiera visto que lo habían puesto allí; algún seudohumano, una aglomeración de esas bolas que habían formado un humano, diciéndome que sabían que yo había llamado al senador, diciéndome que les traicionaría en cuanto se me presentara la oportunidad. Sin odio hacia mi, quizás, sin molestarse demasiado por lo que yo había hecho, pero disgustados conmigo, quizás hasta desengañados de mí. Algo; solamente para hacerme saber que estaban sobre mí y que no podría llevar adelante ninguna cosa.
Hice girar la llave en la cerradura y puse en marcha el motor. Cogí el papel, lo arrugué formando una bola y lo lancé por la ventanilla. Si me estaban observando, y me imaginaba que lo estaban haciendo, eso les haría saber lo que pensaba de ellos.
¿Una reacción infantil? Ciertamente, lo era. Pero no me importaba. Ya nada tenía importancia.
A tres manzanas de distancia, advertí el coche. Era un coche ordinario, negro, de precio medio. No sé por qué me fijé en él. Nada había de poco usual en él. Era la clase, el modelo, la forma, el color de coche que se ve cientos de veces al día.
Quizás la respuesta estaba en que me habría fijado en cualquier coche que fuera tras de mí.
Me dirigí a las afueras de la ciudad y aún me siguió, a media manzana de distancia. Sin importarle, pensé, sin tratar de ocultar el hecho que me estaban persiguiendo. Quizás deseando que yo lo supiera, que venían tras de mí, manteniendo la distancia.
Hubiera deseado saber, mientras conducía, si valía la pena el sacudirse de encima su presencia. No había ninguna razón en especial para que lo hiciera. Y si los perdía de vista, no habría una gran diferencia. No se ganaría mucho con ello, pensé. Habían captado mi conversación con el senador. Más que seguro, que estaban al tanto de mi base de operaciones, si así se le podía llamar. Casi sin duda alguna, sabían exactamente dónde encontrarme si así lo deseaban.
Pero, me dije, podría haber una pequeña ventaja si yo les dejaba saber que no estaba enterado de todas estas cosas. Era una buena y ordinaria forma de hacerse el estúpido, si de algo servía eso.
Llegué hasta los límites de la ciudad, a una de las autopistas que llevaban hacia el oeste y aumenté la velocidad del coche. Saqué ventaja a mis perseguidores, pero no mucha.
Más adelante, el camino subía un cerro en curvas, y en la cumbre había una curva cerrada. Apartándose de la curva, recordé, salía un camino rural. Allí había muy poco tráfico, y quizás, si tenía suerte, podría introducirme por ese camino y ocultarme antes que el coche negro llegara a la curva.
Al subir el cerro, aumenté un poco la distancia, y forcé el coche aún un poco más al pasar la curva. El camino estaba libre, y al llegar hacia el cruce de caminos pisé el freno con fuerza e hice girar el volante con violencia. Las ruedas traseras patinaron un poco, chirriando sobre el pavimento; me encontré en el camino rural, enderecé el coche y pisé el acelerador a fondo.
El camino estaba lleno de fuertes declives, uno detrás de otro, con fuertes depresiones entre ellos. Al llegar a la cumbre de la tercera subida, al mirar por el espejo retrovisor, vi que el coche negro estaba llegando a la cumbre de la segunda ondulación.
Fue una gran sorpresa. No es que significara mucho, pero estaba tan seguro que les había engañado que fue un duro golpe a mi confianza.
Me enfadó, también. Si ese pequeño cerdo que me perseguía…
En ese momento advertí el sendero. Era, supuse, uno de esos senderos antiguos de carromatos, de hace muchos años, cubierto por las malezas y por las ramas de los árboles que llegaban hasta muy abajo, casi cubriéndolo, como si trataran de ocultar la escasa presencia que del sendero quedaba.
Giré el volante bruscamente y pasé, dando fuertes tumbos, por sobre la pequeña zanja. Las bajas ramas de los árboles se estrellaron contra el parabrisas y rasmillaron ruidosamente los costados del coche.
Conduje ciegamente, con los neumáticos dando saltos por sobre el sendero, antiguo y casi totalmente borrado. Finalmente, me detuve y bajé del coche. Las ramas de los árboles ocultaban el camino tras del coche, y era muy poco probable que pudiera ser visto desde la ruta. Sonreí saboreando el triunfo.
Esta vez, estaba seguro, se las había jugado.
Esperé, y el coche negro llegó hasta la cumbre del cerro y bajó rugiendo por el camino. En el silencio de la tarde, hacía bastante ruido. No necesitaría llegar a mucha distancia para sobrepasar una nueva y mayor ondulación del terreno.
Continuó bajando el cerro; entonces se escuchó el chillido de unos frenos. Y continuaron sonando hasta que se detuvo.
Descubierto nuevamente, pensé. De alguna forma u otra sabían que yo estaba allí.
De manera que querían jugar duro. Si así lo deseaban, así lo tendrían.
Abrí la puerta delantera del coche y cogí el rifle. Lo sostuve con una mano y su peso y presencia me dieron confianza. Durante unos momentos me pregunté cuál sería la efectividad del rifle sobre cosas como éstas; entonces recordé cómo Atwood se había desintegrado al verme que yo trataba de sacar la pistola que llevaba en el bolsillo y cómo en el camino del norte ese coche se había salido de la curva y se había estrellado cerro abajo cuando había disparado sobre él.
Rifle en mano, caminé silenciosamente por el sendero. Si mis perseguidores venían en mi busca, y ciertamente que lo harían, jamás llegarían a saber el sitio donde me encontraba.
Me moví por un mundo acallado y silencioso, con la fragante presencia del otoño. Vides de enrojecidas hojas brotaban a los lados del sendero, y había una constante lluvia de hojuelas teñidas por las heladas, cayendo suave y lentamente por entre el laberinto de ramas del bosquecillo. Excepto por un tenue ruido emitido por mis pies al aplastar una que otra hoja seca, caminaba en silencia Años y años de hojas caídas y suave musgo, formaban una alfombra que silenciaba todo ruido.
Llegué hasta el borde del bosquecillo y cuidadosamente me escurrí a lo largo de él hasta llegar a la cumbre del cerro. Encontré un zumaque de vivo color rojo y me oculté tras él. El arbusto aún tenía todas sus hojas y era un lugar espléndido para esconderse.
Hacia adelante, el cerro bajaba hasta un pequeño arroyuelo, no más que un hilo de agua que corría por entre las pendientes de los cerros. El bosquecillo giraba y continuaba hacia el camino, y más allá había una gran expansión de laderas cubiertas por altas y secas malezas, advirtiéndose aquí y allá el brillante fulgor rojo de otros zumaques.
El hombre venía por el arroyuelo, después comenzó a subir por la ladera del cerro, casi como si supiera que yo estaba oculto tras ese arbusto. Era una persona entre un millón, un hombre cualquiera que caminaba con los hombros ligeramente encorvados, con un sombrero viejo metido hasta las orejas y vestido con un traje oscuro, que aún a esa distancia, pude advertir que estaba muy desplanchado.
Venía en dirección recta hacia mí, sin alzar la vista. Como si pretendiera demostrar que no me veía, que no tenía la menor idea de dónde me encontraba. Caminaba vacilante, no muy rápido, trabajosamente, subiendo el cerro, con la vista clavada en el suelo.
Alcé el rifle y apunté el cañón por entre las hojas rojas. Lo sostuve firmemente contra mi hombro, con el punto de mira sobre la inclinada cabeza del hombre que subía el cerro.
Se detuvo. Como si supiera que el rifle le había estado apuntando, se detuvo y su cabeza giró sobre sus hombros. Estiró el cuello y se puso tenso, y de pronto, cambió el rumbo, a través de la ladera del cerro, hacia un pequeño prado cubierto de altas hierbas.
Bajé el rifle, y al hacerlo sentí llegar las primeras oleadas de aire maloliente.
Olfateé para asegurarme, y no cabía ninguna duda. En alguna parte, había un iracundo zorrino, en algún lugar de la ladera.
Sonreí. Se lo tenía bien merecido, pensé. Ese maldito se lo tenía muy merecido.
Ahora, le vi que caminaba rápidamente, tropezando, a través de la extensión de altas hierbas, hacia el prado, y entonces, desapareció.
Me restregué los ojos y miré nuevamente y ya no estaba allí.
Podría haber tropezado y caído entre la hierba, me dije, pero tenía el extraño presentimiento que esto yo ya lo había presenciado. Lo había presenciado en el sótano de la casa de los Belmont. Atwood había estado allí, sentado en su silla, y en un instante había quedado desierta y las bolas habían comenzado a rodar por el piso.
No había visto cómo había sucedido. No había apartado la vista. No podía haber dejado de verlo y, sin embargo, así había sucedido. Atwood, en un momento había estado allí, y luego, estaban las bolas de bolera.
Y esto era lo que había sucedido aquí, bajo el brillante sol de una tarde de otoño. Un hombre había estado caminando por entre la hierba y después ya no había caminado más. No se le encontraba por ninguna parte.
Me puse de pie cautelosamente, con el rifle preparado, y miré hacia la ladera del cerro.
Nada había que ver, excepto las ondulantes hierbas, y solamente en ese lugar, en el lugar donde el hombre había desaparecido, que las hierbas ondeaban. Todo el resto de la ladera del cerro estaba mortalmente inmóvil.
El olor del zorrino llegó más penetrante hasta mí, extendiéndose por todo el cerro.
Y estaba sucediendo algo infernalmente extraño.
Las hierbas se movían furiosamente, como si hubiera algo que las estuviera aplastando, pero sin el menor ruido. No había ningún sonido.
Caminé cerro abajo, con el rifle aún preparado.
Y súbitamente, algo hubo en mi bolsillo, luchando por salir. Como si una rata se hubiera introducido dentro de él y ahora tratara de salirse.
Rápidamente, introduje una mano en el bolsillo, pero ya al hacerlo la cosa se escapaba. Era una pequeña bola negra, como una de ésas que tienen los chicos para jugar.
Surgió de mi bolsillo y escapó a mis manos, cayendo entre la hierba, deslizándose a gran velocidad por entre, ella hacia el lugar en donde las plantas se movían.
Me quedé observando cómo se alejaba y hubiera deseado saber de qué se trataba. Y de pronto, lo supe, todo a la vez. Era el dinero. Era esa parte del dinero que yo aún tenía en mi bolsillo; el dinero que me habían entregado en la casa de los Belmont.
Ahora se había transformado nuevamente en su forma original y acudía velozmente al lugar en donde esa otra cosa, la de forma humana, había desaparecido súbitamente.
Di un grito y corrí hacia las hierbas, dejando a un lado toda cautela.
Porque estaba sucediendo algo y yo debía descubrir de qué se trataba.
El olor a zorrino era inaguantable y, a pesar de mí mismo, me acerqué, y entonces, por el rabillo del ojo, pude ver lo que estaba sucediendo.
Me detuve y observé sin comprender demasiado.
Había gran cantidad de bolas de bolera entre las hierbas, girando enloquecidamente, en el mismo lugar, sin preocuparse de ser advertidas. Giraban, rodaban, saltaban por el aire.
Y de ese lugar, de ese prado de hierbas, emergía el olor irritante, fortísimo, dejado por un zorrino el cual había sido molestado por alguien.
No pude soportarlo. Me retiré, desesperadamente, en busca de aire puro.
Al correr hacia el coche, sabía, con algo muy semejante al triunfo, que al fin había encontrado el punto débil de la casi perfecta coraza de las bolas de bolera.