CAPITULO VIII

Me introduje por el callejón hasta la playa de estacionamiento que estaba tras el edificio, aparcando el coche en el lugar reservado.

Ése era un lugar muy pacífico y me quedé sentado en el coche unos minutos antes de bajar de él. El sol estaba fuerte y el edificio que rodeaba el lugar por tres de sus lados, impedía cualquier corriente de aire. Un álamo achaparrado estaba plantado junto a una de las esquinas del edificio y el sol caía de pleno sobre él, de manera que, con sus hojas otoñales, resplandecía como árbol de promesa. La atmósfera estaba pesada, llena de sol y de tiempo, y pude escuchar los pasos de un perro que se aproximaba por el callejón. El perro apareció y me vio. Se sentó e irguió las orejas con ansiedad hacia mí. Era de la mitad de altura de un caballo y tan desparramado que casi no tenía formas precisas. Alzó una enorme pata posterior y solemnemente se rascó una pulga.

—Hola, perro — le dije.

Se alzó y se alejó trotando por el callejón. Antes de perderse de vista, se detuvo unos segundos y se volvió para mirarme.

Me bajé del coche y caminé por el callejón, doblé la esquina y me dirigí hacia la entrada del edificio. La sala de entrada estaba en calma y desierta y mis pasos despertaron ecos. Había un par de cartas en mi buzón y las introduje en mi bolsillo; después, lentamente subí los escalones hasta el segundo piso.

Antes que nada, me dije, dormiría una siesta. El haberme levantado tan temprano me lo estaba pidiendo.

El semicírculo de alfombrado aún faltaba ante mi puerta y yo me detuve a observarla Casi me había olvidado de él. Pero ahora, el incidente de la noche pasada se vino de golpe a mi memoria. Me estremecí al mirarlo, mientras buscaba las llaves en mi bolsillo para abrir la puerta y dejar el semicírculo tras la puerta.

Dentro del departamento, cerré la puerta tras de mí, tiré el sombrero y el abrigo sobre una silla y me quedé, allí, observando a mi alrededor. Estaba todo bien. No había nada malo. No había nada moviéndose. No había nada extraño.

No era un lugar de ensueño, pero estaba satisfecho con él. Era mío y era el único lugar en donde había vivido el suficiente tiempo como para considerarlo mi hogar. Había pasado seis años allí y me gustaba. El armario para las' armas estaba contra uno de los muros y el tocadiscos de alta fidelidad contra un rincón, y todo un costado de la primera habitación estaba lleno de libros, apilados en un armario que me había construido yo mismo.

Fui a la cocina, miré en la nevera y encontré jugo de tomates. Llené un vaso y me senté sobre la mesa; al hacerlo sonaron las cartas en mi bolsillo y las extraje. Una era de la Comuna y supe que se trataba de otra advertencia acerca de las deudas del inmuebles. La segunda era de alguna firma que agrupaba muchos nombres.

Abrí esta última y saqué una sola hoja.

Decía:


Estimado señor Graves:

La presente es para notificarle que bajo lo previsto en la cláusula 31, damos por terminado el arriendo del departamento 210, Wellington Arms, a hacer efectivo el 1° de enero.


Al final de la carta había una firma que no pude descifrar.

Y había algo muy extraño acerca de todo esto, ya que las personas que habían enviado la carta no eran los propietarios del edificio. Era del viejo George, del viejo George Weber, que vivía en la planta baja en el departamento 116.

Comencé a levantarme, con intenciones de bajar a la planta baja y preguntar al viejo George qué significaba esto. Entonces, recordé que el viejo George y su esposa estaban en California.

Quizás, me dije, el viejo George ha dejado encargado a estas personas de la operación del edificio mientras él está de viaje. Y si ese era el caso, había algún error. El viejo George y yo éramos amigos. Nunca se atrevería a echarme. De vez en cuando, se escapaba hasta mi departamento para tomar unos tragos, y cada martes en la tarde, los dos jugábamos a las cartas, y casi todos los otoños íbamos juntos a Dakota del Sur a cazar faisanes.

Di una nueva mirada al encabezamiento de la carta y vi que el nombre de la firma era Ross, Martin, Park Gobel. En letras más pequeñas bajo los nombres, había otra línea que decía: «Corredores de Propiedades».

Traté de pensar en lo que significaría la cláusula 31. Quise verlo, pero entonces me di cuenta que no tenía la menor idea de dónde había dejado la copia del contrato de arrendamiento. Estaría en algún lugar el departamento, pero no sabía dónde.

Fui al salón y marqué el número de teléfono de Ross, Martin, Park Gobel.

Respondió una voz profesional, aguda, femenina, de ésas que responde «encantada que haya llamado».

—Señorita — le dije —, alguien de su oficina me ha hecho una broma. Tengo aquí una carta que me avisa que tengo que dejar mi departamento.

Hubo un sonido metálico y se escuchó la voz de un hombre. Le dije lo que sucedía.

—¿Qué tiene que ver su firma en esto? — le pregunté —. Por lo que yo sé, el propietario es mi buen vecino y viejo amigo, George Weber.

—Está equivocado en eso, señor Graves — me respondió el tipo, con una voz que por su calma y pomposidad habría dado crédito a un juez —. El señor Weber vendió la propiedad a un cliente nuestro, hace ya algunas semanas.

—El viejo George nada me dijo acerca de la venta.

—Quizás, se olvidó simplemente — dijo el hombre en el otro extremo, y su voz tomó un tono muy cercano a la burla —. Quizás no tuvo una oportunidad. Nuestro cliente tomó posesión de la propiedad a mediados del mes.

—¿Y de inmediato envió una nota cancelando mi alquiler?

—Todos los arriendos, señor Graves. Necesita la propiedad con otros propósitos.

—Una playa de estacionamientos, por ejemplo.

—Eso es — expresó el hombre —. Como una playa de estacionamientos.

Colgué. Ni siquiera me molesté en despedirme. Me di cuenta que no llegaría a ningún lado hablando con ese bromista.

Me senté, silenciosamente, en el salón y escuchó el ruido del tráfico que venía de la calle. Pasó un par de chicas charlando, lanzando pequeñas risitas mientras conversaban. El sol brillaba a través de la ventana que daba al oeste y su luz era cálida y suave.

Pero había cierta frialdad en la habitación, una terrible frialdad que penetraba desde alguna distante dimensión y que se introducía no solamente en la habitación, sino hasta en mis propios huesos.

Primero, había sido el Franklin, luego, el bar de Ed, y ahora era este lugar que yo consideraba como mi hogar. No, eso no estaba bien, pensé: primero, el hombre que había telefoneado a Dow y que finalmente había hablado con Joy, contándole su imposibilidad de encontrar casa para comprar. Él y todos esos otros que parecían desesperados en las columnas de clasificados; ellos habían sido los primeros.

Cogí el periódico de la mesa en que lo había dejado cuando entré en la habitación y lo desdoblé, recorriendo sus páginas hasta la de las demandas de casa, y allí estaban, tal como me había dicho Dow. Columnas y columnas de ellos bajo los títulos de «Deseo casa» o «Deseo deptos». Pequeñas líneas tipográficas, alimentándose y sollozando por un lugar donde cobijarse.

¿Qué estaba sucediendo? Pensé. ¿Qué había sucedido tan súbitamente con el espacio para vivir? ¿Dónde estaban todos los nuevos edificios de departamentos que habían surgido, los terrenos y terrenos de construcciones suburbanas?

Dejé caer el periódico al suelo y marqué el teléfono de un corredor de fincas que conocía. Respondió una secretaria muy amable y tuve que esperar a que terminara con otra llamada.

Finalmente, acudió al teléfono.

—Parker — preguntó —. ¿En qué puedo servirte?

—Me han quitado el departamento — le dije —. Necesito un techo.

—¡Oh, Dios mío i — exclamó.

—Una habitación es suficiente — le expliqué —. Solamente una habitación de buen tamaño si es lo único que hay.

—Escucha, Parker, ¿cuánto tiempo tienes?

—Hasta comienzos de año.

—Quizás con ese tiempo puedo conseguirte algo. La situación puede mejorar. No me olvidaré de ti. ¿Dices que te da lo mismo cualquier cosa?

—¿Está realmente tan mala la cosa, Bob?

—Los tengo aquí en la oficina. Los tengo por el teléfono. Todo el mundo busca una casa.

—Pero, ¿qué sucede? Están esos nuevos edificios de departamentos y las nuevas construcciones. Han tenido anuncios en las ventanas, de alquiler o de venta, durante todo el verano.

—No lo sé — me dijo, y parecía desesperado —. Ni siquiera se me ocurriría tratar de responder. No lo entiendo. Podría vender mil casas. Podría alquilar cualquier número de departamentos. Pero no tengo uno solo. Estoy aquí sentado, camino a una quiebra segura, porque no tengo ofrecimientos. Hace unos diez días atrás, se terminaron todos. Tengo personas que me ruegan. Me ofrecen sobornos. Creen que se los estoy ocultando. Tengo más clientes de los que he tenido en mi vida y no hay ninguna forma en que pueda cerrar un negocio con ellos.

—¿Ha llegado gente de fuera a la ciudad.

—Dios mío, no lo creo, Parker. No en esa cantidad.

—¿Se trata de gente joven?

—No, honestamente, la mitad de las personas que me esperan son de edad y que vendieron sus casas porque los hijos ya habían crecido y no necesitaban de una casa tan espaciosa. Y muchos otros son personas que vendieron sus hogares porque la familia estaba aumentando y deseaban más lugar.

—Y ahora — le dije — no hay espacio para nadie.

—Eso es, exactamente — me respondió.

No había más que hablar.

Así lo dije.

—Gracias, Bob.

—Te buscaré algo — dijo. No parecía muy esperanzado.

Colgué y me senté, y pensé en lo que podría estar sucediendo. Algo estaba sucediendo, estaba seguro de ello.

Ésta no era solamente una situación llevada a cabo por una demanda anormal. Había algo aquí que desafiaba a todas las leyes de la economía. Había una historia en alguna parte; la podía oler. El Franklin había sido vendido y Ed había perdido su licencia de arrendamiento y el viejo George había vendido este edificio y todo el mundo se dirigía a los corredores de fincas en un intento casi de locura por encontrar un lugar donde poder vivir.

Me levanté y me puse el abrigo y el sombrero. Traté de no fijarme en el semicírculo que faltaba del alfombrado cuando salí por la puerta.

Tuve una corazonada terrible, una corazonada horripilante.

El edificio de departamentos estaba al extremo de una zona de establecimientos comerciales, que se había desarrollado años antes, mucho antes que a nadie se le ocurriera crear centros comerciales en las zonas residenciales.

Si mi corazonada estaba en lo cierto, la respuesta podría estar en la zona comercial, en cualquier zona comercial.

Salí, tratando de dar con la respuesta.

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