CAPITULO XXVI

Afuera llovía aun con más fuerza. No un chubasco, sino una lluvia constante que era desesperante. La atmósfera estaba definitivamente fría. Era ese tipo de noche, pensé, para que el mundo se destrozara. No, no caer en pedazos, porque eso era demasiado dramático. Más bien, hundirse lentamente. Era una noche como para que el mundo se desinflara lentamente, debilitándose sin que nadie supiera que se estaba debilitando o qué lo estaba debilitando, y cayendo tan suavemente y con tanta regularidad, que no se supiera que estaba cayendo hasta que se hubiera derrumbado.

Abrí la puerta del coche para que subiera Joy, y después la cerré de un golpe, antes que pudiera hacerlo.

—Olvidaba — dije — que podía haber una bomba.

Ella alzó la mirada hacia mí y apartó con la mano un mechón de pelo que le caía sobre los ojos.

—No — dijo ella —. Él desea hablar contigo. Mañana.

—Eso era charlatanería solamente — dije. Una forma de ser bromista.

—Y aunque hubiera una bomba allí dentro, no me iré caminando hasta la ciudad. No a estas horas y con esta lluvia. Y anteriormente no sucedió nada.

—Déjame subir y poner en marcha el motor — dije —. Apártate…

—No — dijo ella, con énfasis. Y abrió la puerta violentamente.

Caminé en torno al coche y subí. Hice girar la llave y puse en marcha el motor.

—¿Ves? — dijo ella.

—Podrían haber puesto una — le respondí.

—Aunque la hubiera, no podemos vivir temiéndolo continuamente — replicó —. Hay millones de formas en que pueden matarnos, si eso es lo que desean.

—Asesinaron a Stirling. Probablemente, hay otros a quienes han dado muerte. Ya lo intentaron dos veces conmigo.

—Y fallaron en cada oportunidad — dijo —. Tengo el presentimiento que no lo intentarán nuevamente.

—¿Intuición?

—Parker, ellos también pueden tener intuición.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Quizás nada — respondió —. No es eso realmente lo que quería decir. Lo que yo insinuaba es que, aunque sepan mucho acerca de nuestras costumbres, aunque intenten ser iguales a nosotros para levar a cabo sus proyectos, jamás podrán llegar a pensar como nosotros.

—De manera que tú crees que abandonarán la idea si fallan en liquidar a una persona a los dos intentos.

—Bien, no es eso exactamente, pero quizás sí. Creo que no harían lo mismo por segunda vez.

—De forma que estoy a salvo de trampas, bombas y cosas en el armario.

—Quizás sea una superstición en ellos — dijo —. Puede ser su forma de pensar. Puede ser una lógica que nosotros ignoramos.

Ella había estado pensando en esto todo el tiempo, yo bien lo sabía. Tratando de explicárselo. Esa pequeña y hermosa cabeza había estado repleta de especulaciones, y los pocos hechos, o casi hechos, que teníamos a nuestro haber y que había estado dándoles vueltas. Pero no había ninguna forma, pensé, de poder explicárselo. Porque no se sabía lo suficiente. Uno pensaba como un ser humano piensa y tratando de pensar como lo hace un ser extraterrenal sin saber como él piensa. Y aunque se supiera, no había garantía ninguna que asegurara que uno puede transformar el discurrir de un humano y hacerlo pensar en la forma de un ser de otros mundos.

Joy lo había puesto todo desde el otro punto de vista. Los seres extraterrenales, ella había dicho, aunque mucho lo desearan, jamás podrían pensar como nosotros. Pero tenían una mejor oportunidad de discurrir como nosotros que nosotros como ellos. Nos habían estudiado, nadie sabía durante cuánto tiempo. Y había muchos de ellos; nadie sabía cuántos. ¿O era esa la correcta forma de decirlo? ¿No podría ser que hubiera solamente uno de ellos, fraccionado en unidades en forma de bolas, de manera que cada uno de ellos pudiera estar a la vez en muchos lugares y ser muchas cosas?

Y aunque fueran individuales, si cada bola era una cosa completa y unitaria, ellos estaban aun más cerca entre sí que lo que era posible a un ser humano. Porque era necesario que muchos de ellos se reunieran para ser una cosa como Atwood o como la chica que se había sentado a mi lado en el bar: era necesario que muchos de ellos se reunieran para asimilarse a un ser humano. Y al hacerlo, al tomar la forma humana, o cualquier otra forma, entonces ellos trabajaban como uno salo; entonces, de hecho, los muchos se transformaban en uno solo.

Pasamos la última de las Calles del barrio y llegamos a una Avenida de la Universidad totalmente desierta y me dirigí hacia la ciudad.

¿Y ahora qué? — pregunté.

—No puedo ir a casa — dijo Joy —. No puedo volver a esa casa. Aun podrían estar allí.

Asentí, sabiendo lo que significaba. Y traté de imaginarme qué podrían ser esas cosas que habían rondado por el jardín. Quizás alguna bestia feroz, o, mejor aún la simulación de alguna bestia feroz de otro planeta. Quizás muchas bestias feroces de muchos otros planetas. Quizás una gran variedad de terribles formas monstruosas, cuya finalidad, quizás, era la de aterrorizar más que dañar. Solamente cebos, quizás, para reunimos a los tres, Joy, el Perro y yo, para hacernos acudir a un solo lugar. Pero si su finalidad haba sido la de matarnos a los tres, entonces era otro plan que había fallado.

El Perro había dicho algo acerca de que las bolas nunca llegaban hasta el fin, nunca se esforzaban lo suficiente, actuando a medias, solamente. Traté de recordar sus exactas palabras, pero mi memoria no me respondió. Estaba muy revuelta. Habían sucedido demasiadas cosas.

También hubiera deseado saber dónde estaba el Perro. —Parker — dijo Joy —, debemos descansar. Debemos escapar a esta lluvia y dormir algunas horas.

—Sí — dije —. Lo sé. Mi casa…

—No me refería a tu casa. Es un lugar tan poco deseable como el mío. Quizá podríamos encontrar un motel apropiado.

—Joy, solamente tengo uno o dos dólares en el bolsillo. Olvidé de cobrar mi cheque.

—Yo cambié el mío — dijo ella —. Tengo algo de dinero, Parker.

—Joy…

—Sí, lo sé. No te preocupes. Está bien.

Continuamos por la calle.

—¿Qué hora es? — pregunté.

Se inclinó hacia adelante de forma que la luz del tablero de instrumentos iluminara su reloj.

—Casi las cuatro — respondió.

—¡Qué noche! — dije.

Cansadamente, ella se reclinó sobre el asiento y volvió la cabeza para mirarme.

—Sí que lo fue — dijo —. La explosión de un coche y un pobre chico junto a él, pero, gracias a Dios, no fuiste tú; un amigo asesinado sin que hubiera huellas sobre él, por algo de otro mundo; la reputación de una chica que se va al diablo porque está tan agotada que está dispuesta a todo…

—Cállate — le dije.

Salí de la avenida.

—¿Dónde vas, Parker?

—A la oficina. Tengo que hacer una llamada. Larga distancia. Es mejor que el periódico la pague.

—¿A Washington? — preguntó.

Asentí.

—Al senador Roger Hill. Ya es hora de hablar con mi amigo Rog.

—¿A estas horas de la madrugada?

—A cualquier hora. Es un servidor público, ¿no es verdad? Eso es al menos lo que dice a la gente. En tiempo de elecciones. Y el país, este condenado país, necesita de un servidor público ahora.

—No aumentará su afecto por ti con esto.

—No espero eso.

Detuve el coche en la acera de enfrente del oscurecido edificio Una débil luz venia del tercer piso y un disminuido resplandor desde la imprenta que estaba en el primero.

—¿Quieres venir conmigo?

—No — respondió Joy —, me quedaré. Cerraré las puertas y te esperaré. Cuidaré que nadie ponga bombas en el coche.

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