CAPITULO XXIII

Detuve el coche frente al edificio de biología y me bajé.

—Es mejor que se quede aquí — dije al Perro —. El portero no le tiene mucho afecto y para mí sería muy difícil explicar la presencia de un perro que habla a los policías que me estarán esperando allí.

El Perro suspiró aparatosamente, inclinando sus largos bigotes hacia adentro.

—Supongo — dijo —, que sería un espectáculo muy fuerte. Sin embargo, el biólogo que ahora está muerto, lo tomó con mucha calma. Bastante mejor, diría yo, que su recibimiento.

—Tenía ventaja sobre mí — le dije al Perro —. Él podía ver las cosas desde un punto de vista científico.

Y me quedé pensando en cómo podía estar de broma, ya que Stirling había sido mi amigo y era muy probable que yo hubiera sido el causante de su muerte, a pesar que, hasta el momento, no sabía cuál había sido la causa.

Recordé esa' mañana, en la forma que había estado tendido sobre el sillón de la oficina, quedándole menos de un día de vida por delante, y cómo se había despertado sin sobresaltarse y sin sorprenderse y en la forma disparatada que había hablado, tal como uno esperaba que lo hiciera.

—Espérenos — le dije al Perro —. No tardaremos demasiado.

Joy y yo subimos los peldaños y ya estaba por golpear a la puerta cuando vi que no estaba cerrada. Subimos la escalera y la puerta del laboratorio de Stirling estaba abierta.

Dos hombres estaban inclinados sobre la mesa del laboratorio, esperándonos. Estaban hablando, pero al escucharnos entrar, suspendieron su charla (eso fue lo que presenciamos) y se sentaron esperando a que llegáramos.

Uno de ellos era Joe Newman, el chico que me había llamado para notificarme acerca de las bolas que habían ido rodando por el camino.

—Hola, Parker — dijo, bajando del taburete —. Hola, Joy.

—Hola, Joe — respondió Joy.

—Les presento a Bill Liggett — dijo Joe NeWman —. Es de la brigada de homicidios.

—¿Homicidios?

—Ciertamente — dijo Joe —. Creen que algo terminó con la vida de Stirling.

Giré rápidamente para enfrentarme al detective.

Él asintió.

—Fue asfixiado. Como si lo hubieran estrangulado. Pero no había marcas sobre él.

—Quiere decir…

—Escuche, Graves, si alguien estrangula a una persona, deja huellas en su garganta. Manchas negruzcas, decoloraciones. Hace falta mucha energía para estrangular un hombre. Generalmente se advierte bastante daño físico.

—¿Y no lo había?

—Ni una sola huella — dijo Liggett.

—Entonces, debe haberse asfixiado, simplemente. Con algo que ha bebido o comido. O por una contracción muscular.

—El doctor dice que no.

Moví la cabeza, incrédulo.

—No tiene ningún sentido.

—Quizás lo tenga — dijo Liggett — después de la autopsia.

—No parece posible — dije —. Si lo vi recién esta tarde.

—Por lo que sabemos — dijo Liggett —, usted fue el último que lo vio con vida. Estaba vivo cuando usted le vio, ¿verdad?

—Totalmente vivo.

—¿A qué hora?

—A las diez y media, más o menos. Quizás cerca de las once.

—El portero dice que le dejó entrar. A usted y a un perro. Lo recuerda, porque le dijo que no se permitía entrar a los perros. Dice que usted le respondió que el perro era un espécimen. ¿Lo era, Graves? —Demonios, no — repliqué —. Sólo fue una broma.

—¿Por qué subió al perro? El portero le dijo que no.

—Quería que Stirling lo viera. Habíamos conversado acerca de él. Era un perro extraordinario en muchos aspectos. Había estado rondando mi casa durante varios días y era muy amistoso.

—¿A Stirling le gustaban los perros?

—No lo sé. No demasiado, creo.

—¿Dónde está ese perro ahora?

—Allí, en mi coche — dije.

—¿No explotó su coche anoche?

—No lo sé — respondí —. Lo escuché en la radio. Creyeron que yo estaba dentro.

—Pero no lo estaba.

—Bueno, eso parece ser evidente, ¿no cree? ¿Averiguaron quién era?

Liggett asintió.

—Un muchacho, que ya había sido encerrado un par de veces por robar coches. Solamente para pasear un poco. Unas pocas manzanas y después los abandonaba.

—Una lástima — dije.

—Sí, lo es — dijo Liggett —. ¿Ahora anda en coche?

—En el mío — dijo Joy.

—Señorita, ¿ha estado con él toda la noche?

—Cenamos juntos — respondió Joy —. He estado con él desde entonces.

Buena chica, pensé. No decía nada a la policía. Todo lo que harían sería empeorar la situación.

—¿Usted le esperó en el coche, mientras él y el perro subieron?

Joy asintió.

—Parece — dijo Liggett — que hubo algo así como un escándalo ruidoso en su vecindario anoche, ¿sabe algo acerca de ello?

—Nada — respondió Joy.

—No te enfades con él — dijo Joe —. Hace muchas preguntas. Y parece suspicaz, también. Debe hacerlo. Es como se gana la vida.

—Es endemoniadamente extraño — dijo Liggett — el que ustedes se hayan visto mezclados en tantas cosas y no les suceda nada.

—Es la forma en que vivimos — dijo Joy.

—¿Por qué fueron hasta el lago? — preguntó Liggett.

—Sólo para dar una vuelta — dije.

—¿Y el perro estaba con ustedes?

—Ciertamente. Le llevamos también. Es buena compañía.

La bolsa no estaba en el gancho donde Stirling la había colgado y no pude encontrarla por ninguna parte. No podía buscarla con más cuidado porque Liggett se hubiera dado cuenta.

—Deberán venir al cuartel — me dijo Liggett —. Los dos. Deseamos aclarar algunas cosas.

—El patrón ya está enterado de todo — dijo Joe —. El encargado de la editorial de la ciudad le telefoneó en cuanto llamaste al laboratorio.

—Gracias, Joe — le dije —. Creo que podemos cuidarnos solos.

Sin embargo, no estaba muy seguro de eso. Si al bajar el Perro comenzaba a hablar y Liggett le escuchaba, la cosa se pondría muy difícil. Y también estaba el rifle en el coche, con el cargador semivacío y el cañón lleno de pólvora por los disparos que había hecho sobre el coche. Me habría sido muy difícil explicar cuál había sido mi blanco, y aun el por qué llevaba un rifle en el coche. Y en mi bolsillo había una pistola cargada, y otro bolsillo estaba lleno de cartuchos de rifle y pistola. Nadie, ningún buen ciudadano, caminaba por ahí en tiempo de paz y con las mejores intenciones con un rifle cargado en el coche y una pistola cargada en su bolsillo.

Había aún más, bastante más, por lo cual podrían culparnos. La llamada por teléfono que Joy había hecho a Stirling. Si la policía se metía realmente en el asunto, muy pronto sabrían lo de la llamada. Y había todas las posibilidades que si alguien había salido de su casa, en el vecindario de Joy, para averiguar acerca del escándalo, habría visto el coche estacionado frente a su casa y cómo había salió disparado calle abajo, con el acelerador a fondo.

Quizás, me dije, debíamos haber dicho a Liggett más de lo que habíamos declarado. O sea un poco más sinceros en nuestras respuestas. Porque si él deseaba hacernos caer, lo podría hacer con toda facilidad.

Pero, si así lo hubiéramos hecho, si le hubiéramos dicho la cuarta parte de la verdad, con toda seguridad que nos habrían tenido durante horas en el cuartel, mientras ellos se aseguraban de nuestras declaraciones y trataban de racionalizarlas en buenas, sólidas y modernas explicaciones. Aun podría suceder, me dije (todo podía suceder), pero, mientras pudiéramos ocultarlo, aún teníamos una oportunidad de que algo pudiera surgir y acaparar la atención. Cuando yo había abierto la caja de cartuchos para el rifle, algunos de ellos se habían caído al suelo. Stirling los había recogido. Pero ¿me los había entregado o los había guardado en el bolsillo o los había dejado sobre el taburete? Traté de acordarme, pero, por mi vida, no lo logré. Si la policía había encontrado esos cartuchos, entonces podría relacionar el rifle que estaba en el coche con este laboratorio y eso sería algo más que contribuiría a aumentar su lista de sospechas.

Si sólo dispusiera de tiempo, pensé, podría explicar todo. Pero no había tiempo y la explicación, en sí misma, haría surgir una cantidad de investigaciones y de preguntas y de escepticismos, que lo arruinaría todo. Cuando llegara la hora de explicarlo todo, tendría que ser ante otro auditorio que no fuera una habitación llena de policías.

No habla esperanzas, lo sabía, que yo solo pudiera aclarar todo este asunto. Pero sí tenía que encontrar a alguien que lo pudiera hacer. Y la policia, evidentemente, no era la más indicada.

Allí estuve, mirando en el laboratorio, tratando de ubicar la bolsa. Pero había algo más, sólo durante unos instantes, hubo algo más. Por el rabillo del ojo pude captar la imagen y el movimiento; la noción de movimiento furtivo, deslizante, en el vaciadero, la clara impresión por un segundo, que una forma oscura y agusanada había asomado su curiosa cabeza por el borde del vaciadero y que después se había ocultado.

—Bien, ¿nos vamos? — dijo Liggett.

—De acuerdo — respondí.

Cogí a Joy por el brazo y sentí que estaba temblando; no era que se notara evidentemente, pero, al cogerle el brazo, pude percibir el estremecimiento.

—Calma, nena — dije —. El teniente solamente desea una declaración.

—De ambos — expresó.

¿Y del perro? — pregunté.

Se enfadó. Pude ver que se había enfadado. Debía haber mantenido cerrada esta boca.

Nos dirigimos a la puerta. Cuando llegamos a ella, Joe dijo:

—¿Estás seguro, Parker, que no tienes ningún recado para el patrón?

Giré para enfrentarme a él y al teniente. Les sonreí a ambos.

—Estoy seguro. Nada — respondí.

Después, salimos por la puerta, con Joe tras de nosotros y el teniente siguiéndole. El detective cerró la puerta y escuché cómo le echaban llave.

—Pueden conducir hasta el centro de la ciudad — dijo Liggett —. Al cuartel general. Yo les seguiré en mi coche.

—Gracias — dije.

Bajamos la escalera y salimos por la puerta principal, bajando los escalones y hacia la acera.

—El Perro — me susurró Joy.

—Lo encerraré — le dije.

Tenía que hacerlo. Durante un tiempo no podría ser más que un perro alegre y travieso. Las cosas estaban muy mal para que se agregara él, hablando, además.

Pero no tuvimos por qué preocuparnos.

El asiento trasero estaba desocupado. No había rastros del Perro.

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