10

Annabelle recogió unos cuantos platos de papel más, pese a que Phoebe le había dicho que no se molestara. Le aterraba la idea de estar encerrada en el coche con Heath durante el viaje de vuelta. Phoebe rebañó una pizca del revestimiento de helado rosa de las ruinas de la tarta castillo y se la llevó a la boca.

– Dan y yo tenemos ya ganas de irnos de retiro. Cualquier excusa nos vale para ir al lago Wind. A Molly, desde luego, le tocó la lotería al casarse con un hombre con camping propio.

– Con lo poco que falta para la concentración del equipo, será el último descanso que podamos tomarnos en bastante tiempo. -Molly se volvió hacia Annabelle-. Casi se me olvida. Cancelaron la reserva de una de las cabañas. Podéis compartirla Janine y tú, ya que estáis las dos solteras, ¿o prefieres quedarte con tu habitación en el bed & breakfast.

Annabelle se lo pensó. Aunque nunca había estado en el camping del lago Wind, sabía que tenía tanto un albergue Victoriano con derecho a cama y desayuno como un cierto número de pequeñas cabañas.

– Creo que…

– La cabaña, sin duda -dijo Heath-. Parece que Annabelle no ha mencionado que me ordenó acompañarla.

Annabelle se volvió a mirarle con ojos asombrados.

A Phoebe se le congeló el dedo sobre el revestimiento del pastel.

– ¿Viene usted al retiro?

Annabelle observó que a Heath le palpitaba una venita en la base del cuello. A él esto le encantaba. Podía ponerle en evidencia con unas pocas palabras, pero era un adicto a la adrenalina y ya había tirado los dados.

– Nunca he podido resistirme a aceptar una apuesta -dijo él-. Ella cree que soy incapaz de pasarme una semana entera sin mi móvil.

– Ya te cuesta aguantar durante una cena -masculló Molly.

– Espero que las dos os disculpéis cuando os haya demostrado lo muy equivocadas que estáis.

Molly y Phoebe se volvieron hacia Annabelle con idéntica expresión inquisitiva. Su orgullo herido le pedía que le castigara. De inmediato. Merecía su libra de carne por la forma en que la había despedido, a sangre fría.

Siguió un silencio extraño. Él la observaba a la espera, con la venita del cuello marcando el paso de los segundos con su pálpito.

– No resistirá. -Forzó una sonrisa-. Lo sabe todo el mundo, menos él.

– Muy interesante. -Molly se mordió la lengua para no decir más, aunque Annabelle sabía que lo estaba deseando.

Al cabo de veinte minutos, Heath y ella se dirigían de vuelta a la ciudad, con un silencio en el coche tan espeso como el escarchado rosa de la tarta castillo, pero ni mucho menos tan dulce. Él se había portado mejor con las niñas de lo que ella esperaba. Había prestado respetuosamente oídos a las preocupaciones de Hannah, y Pippi le adoraba. A Annabelle le sorprendió el gran número de veces que le vio en cuclillas a su lado, hablando con ella.

Finalmente, Heath rompió el silencio.

– Ya había decidido volver a contratarla antes de oír lo del retiro.

– Oh, sí, le creo -dijo, enmascarando su herida con el sarcasmo.

– En serio.

– Cualquier cosa, con tal de que nada le quite el sueño.

– Está bien, Annabelle. Desahóguese. Suéltelo todo. Todo lo que ha estado aguantándose durante la tarde.

– Desahogarse es privilegio de los iguales. A humildes empleados como yo no nos queda sino fruncir los labios y besar el suelo que pisa.

– Ha pisado fuera del tiesto, y lo sabe. Esto de Phoebe no acaba nunca de arreglarse. Creí que podría cambiar eso.

– Lo que usted diga.

Se pasó resueltamente al carril izquierdo.

– ¿Quiere que me eche atrás? Puedo llamar a Molly por la mañana y decirle que me ha surgido algo. ¿Es lo que quiere que haga?

– Como si tuviera elección, si quiero que siga siendo cliente mío.

– Vale, vamos a ponérselo fácil. Decida lo que decida, la vuelvo a contratar. Nuestro trato sigue en pie en cualquier caso.

Procuró demostrarle que su oferta no la impresionaba.

– Ya, me puedo figurar lo mucho que cooperaría si me negara a que venga conmigo al retiro.

– ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Quiero que sea honesto. Míreme a los ojos y admita que no tenía la menor intención de volver a contratarme hasta que ha oído lo del retiro.

– Sí, tiene razón. -No la miró a los ojos, pero al menos estaba siendo honesto-. No pensaba perdonarla. ¿Y sabe por qué? Porque soy un hijo de puta despiadado.

– Muy bien. Puede venir conmigo.


***

Annabelle se pasó unos cuantos días cabreada. Trató de echarle la culpa a la regla, pero el autoengaño ya no se le daba tan bien como antes. La sangre fría con que Heath la trató la hizo sentirse herida, traicionada y sencillamente furiosa. Un solo error, y le había dado la patada. Si no llega a ser por el retiro del lago Wind, no habría vuelto a verle más. Era absolutamente prescindible, una más de sus abejas obreras.

El martes le dejó un lacónico mensaje de voz. «Portia quiere que vea a una el jueves por la noche, a las ocho y media. Cíteme con una de las suyas a las ocho y así mataremos dos pájaros de un tiro.»

Finalmente, dejó su cabreo donde tocaba, sobre sus propias espaldas. No podía culparle a él por aquellas fantasías sexuales que insistían en colársele en la cabeza a la que bajaba la guardia. Para él, todo esto eran negocios. Era ella la que había permitido que se volviera algo personal, y si volvía a olvidar esto merecería cargar con las consecuencias.

El jueves por la tarde, antes de dirigirse al Sienna's para una nueva ronda de presentaciones, se vio con su más reciente cliente en el garwax. Ray Fiedler le había venido recomendado por el pariente de una de las más antiguas amistades de Nana, y Annabelle le concertó su primera cita la noche anterior, con una chica del equipo docente de la Facultad de Loyola a la que había conocido en sus incursiones por el campus.

– Lo pasamos bien y tal -dijo Ray cuando se sentaron a una de las mesas de madera del Earwax, que estaba pintada como si fuera la rueda de un vagón del circo-, pero la verdad es que Carole no es mi tipo, físicamente.

– ¿A qué se refiere? -Annabelle apartó la vista para no verle empezar ominosamente a buscar la expresión adecuada. Conocía la respuesta, pero quería obligarle a expresarla.

– Está… O sea, es una mujer muy agradable, de verdad. Hay mucha gente que no pilla mis bromas. Es sólo que me gustan las mujeres más… más en forma.

– No estoy segura de entenderle.

– Carole tiene un poco de sobrepeso.

Ella dio un sorbo a su capuchino y prefirió fijarse en el dragón de madera rojo y dorado de la pared en vez de en los cuarenta kilos de más que colgaban en torno a lo que había sido en tiempos la cintura de Ray Fiedler.

No era tonto.

– Ya sé que yo tampoco soy un adonis precisamente, pero voy al gimnasio.

Annabelle frenó sus impulsos de alargar el brazo y darle de bofetadas. A pesar de todo, este tipo de desafíos eran parte de lo que le gustaba de ser una casamentera.

– Entonces, ¿suele usted salir con mujeres delgadas?

– No hace falta que sean reinas de la belleza, pero las mujeres con las que he salido han sido bastante guapas.

Annabelle fingió una actitud reflexiva.

– Estoy algo confundida. La primera vez que hablamos, me quedé con la idea de que llevaba mucho tiempo sin salir con nadie.

– Bueno, y así es, pero…

Le dejó sufrir un rato. Un chaval con múltiples piercings pasó junto a su mesa, seguido de un par de madres con pinta de ir a un partido de fútbol a animar a sus hijos.

– ¿O sea, que este asunto del peso es importante para usted? ¿Más importante que la personalidad o la inteligencia?

Él la miró como si le hubiera hecho una pregunta con trampa.

– Es sólo que tenía en mente a alguien… un poco diferente. -«Como todo el mundo, ¿no?», pensó Annabelle. Se acercaba fin de semana del Cuatro de Julio, y ella no tenía una cita, ni perspectivas de conseguirla, ni ningún plan aparte de retomar su programa de ejercicio físico e intentar no amargarse a cuenta del retiro en el lago Wind con el club de lectura. Ray jugueteaba con su cucharilla, y la irritación que sentía hacia él empezó a remitir. No era mal tipo, sólo iba un poco despistado.

– Puede que no haya ocurrido un flechazo -le dijo-, pero le voy a repetir lo que le dije anoche a Carole cuando me expresó algunos peros. Tienen ustedes historias semejantes, y disfrutaron recíprocamente de su compañía. Creo que eso justifica que vuelvan a quedar, sin tener en cuenta ahora mismo la ausencia de una atracción física. Como poco, podría ganar una amiga.

Tardó unos instantes antes de que lo captara.

– ¿A qué peros se refiere? ¿Ella no quiere que nos volvamos a ver?

– Tiene sus dudas, igual que usted.

El se llevó de inmediato la mano a la cabeza.

– Es por mi pelo, ¿verdad? Eso es lo único que preocupa a las mujeres. Ven a un hombre al que se le está cayendo el pelo y no le quieren dar ni la hora.

– A las mujeres les importa menos una calva incipiente o unos cuantos kilos de más de lo que los hombres suponen. ¿Sabe qué es lo más importante para ellas en lo que al aspecto físico de un hombre se refiere?

– ¿La altura? Oiga, yo mido casi uno setenta y cinco.

– No es la altura. Los estudios demuestran que lo más importante para las mujeres es el aseo personal. Valoran que los hombres vayan limpios y arreglados más que ninguna otra cosa. -Hizo una pausa-. Y un buen corte de pelo es muy importante para ellas.

– ¿No le gustó cómo llevo el pelo?

Annabelle le dedicó una amplia sonrisa.

– ¿No es fantástico? Es tan fácil cambiar un corte de pelo.

– Aquí tiene el nombre de un peluquero que hace unos cortes de cabello estupendos. -Le deslizó la tarjeta por encima de la mesa. Todo lo demás lo tiene usted en orden, así que esto va a ser fácil.

A él ni se le había pasado por la cabeza que pudiera ser él el rechazado y su instinto competitivo entró en acción. Para cuando salió de la cafetería, había aceptado a regañadientes tanto cortarse el pelo como volver a quedar con Carole. Annabelle se dijo a sí misma que cada vez lo hacía mejor, y que no debía permitir que ni madre ni sus problemas con Heath Champion le infundieran tantas dudas al respecto.

Entró en el Sienna's de mejor humor, pero enseguida se fue todo al garete. Heath no había llegado, y la intérprete de arpa de DePaul con la que le había concertado cita llamó diciendo que se había hecho un corte en la pierna y estaba de camino a urgencias.

No había hecho más que colgar cuando llamó Heath.

– El avión ha llegado con retraso -dijo-. Estoy en tierra, en el aeropuerto de O'Hare, pero estamos esperando a que abran una puerta.

Le contó lo de la intérprete de arpa y luego, porque por la voz parecía cansado, le sugirió que pospusiera su cita de Parejas Power.

– Es tentador, pero más vale que no -dijo él-. Portia parece entusiasmada con ésta. Están abriendo una puerta ahora mismo, así que en principio no llegaré muy tarde. Defienda el fuerte hasta entonces.

– De acuerdo.

Annabelle estuvo charlando con el camarero hasta que llegó la candidata de Portia. La miró con ojos asombrados. No era de extrañar que Powers estuviera entusiasmada. Era la mujer más hermosa que Annabelle hubiera visto jamás…


***

A la mañana siguiente, al volver de su sesión matinal de jogging Annabelle se encontró con Portia Powers de pie ante el portal de su casa. Nunca las habían presentado, pero la reconoció por la foto de su página web. Sólo cuando la vio de cerca, de todas formas cayó en la cuenta de que era la misma mujer a la que había visto de pie delante del Sienna's la noche que presentó a Barrie y Heath. Powers llevaba una blusa negra de seda cruzada en la cintura, unos llamativos pantalones de sport rosas y zapatos negros de tacón alto de piel a todas luces auténtica. Su pelo oscuro lucía un corte primoroso, era el tipo de pelo que ondea al más leve movimiento de cabeza, y tenía una piel impecable. En cuanto a su cuerpo… Saltaba a la vista que sólo comía en días festivos.

– No se atreva a jugarme otra mala pasada como la de anoche -dijo Portia en el instante en que las zapatillas de deporte de Annabelle tocaron los escalones del porche. Emanaba la clase de frágil belleza que siempre la hacía a ella sentirse regordeta, pero más aún esa mañana, con sus shorts anchos y la camiseta naranja sudada con la inscripción BILL'S, CALEFACCIÓN Y AIRE ACONDICIONADO

– Buenos días a usted también. -Annabelle se sacó la llave del bolsillo de los shorts, abrió la puerta y se hizo a un lado para que pasara Portia.

Portia examinó la zona de recepción y el despacho de Annabelle de una sola ojeada desdeñosa.

– Nunca…, jamás… vuelva a tomarse la libertad de deshacerse de una de mis candidatas sin que Heath haya tenido ocasión de conocerla.

Annabelle cerró la puerta.

– Mandó usted una mala candidata.

Powers apuntó con un dedo salido de la manicura a la frente perlada de sudor de Annabelle.

– Eso debía decidirlo Heath, no usted.

Annabelle ignoró la pistola de la uña esmaltada.

– Seguro que está al corriente de lo poco que le gusta perder el tiempo.

Portia elevó la mano al cielo.

– ¿De verdad es usted tan incompetente? Claudia Reeshman es la modelo más cotizada de Chicago. Es bella. Es inteligente. Hay un millón de hombres que desearían que se les pusiera a tiro.

– Tal vez sea cierto, pero parece tener serios problemas emocionales. -La lista la encabezaba una evidente afición a las drogas, aunque Annabelle no iba a hacer acusaciones que no pudiera respaldar con pruebas-. Se echó a llorar antes de que le sirvieran la primera copa.

– Todo el mundo tiene un día malo de vez en cuando. -Powers apoyó una mano en la cadera, una pose muy femenina que en ella resultaba tan agresiva como un golpe de kárate-. Me he pasado un mes entero intentando convencerla para presentarle a Heath. Por fin consigo que acepte, y ¿qué hace usted? Decide que a él no le va gustar y la manda a casa.

– Claudia estaba pasando por algo más que un mal día -replicó Annabelle-. Emocionalmente, está hecha una ruina.

– Me daría igual que se hubiera revolcado por el suelo aullando como una perra. Lo que hizo usted fue una estupidez y un golpe bajo.

Annabelle se las había visto con personalidades fuertes toda su vida, y no iba a dejarse avasallar por ésta, aunque el sudor le chorreara por los ojos y llevara BILL'S, CALEFACCIÓN Y AIRE ACONDICIONADO pegado al pecho.

– Heath ha dejado muy claro qué es lo que espera.

– Yo diría que la mujer más sexy y más deseada de Chicago supera sus expectativas.

– Quiere algo más que belleza de su esposa.

– Por favor… Tratándose de hombres como Heath, la talla del sujetador siempre cuenta más que el coeficiente intelectual.

Así no iban a ningún lado, de modo que Annabelle hizo lo que pudo por sonar profesional en lugar de cabreada.

– Todo este proceso resultaría más fácil para ambas si pudiéramos trabajar juntas.

Portia la miró como si Annabelle le hubiera ofrecido una gran bolsa grasienta repleta de comida basura.

– Mis aprendizas han de cumplir una serie de requisitos muy estrictos, señorita Granger. Usted no reúne ninguno de ellos.

– Mire, ahí ya se ha puesto borde. -Annabelle se dirigió resueltamente hacia la puerta-. A partir de ahora, presente sus quejas directamente a Heath.

– Ah, lo haré, créame. Y me muero por oír lo que tenga que decir respecto a esto.


***

– ¿En qué demonios estaba pensando? -bramaba Heath por el teléfono al cabo de unas horas, no exactamente gritando, pero casi-. ¡Acabo de enterarme de que despachó usted a Claudia Reeshman!

– ¿Y bien? -Annabelle clavó con saña el boli en el taco de notas que había junto al teléfono de la cocina.

– Es evidente que le he dado demasiado poder.

– Anoche, cuando le devolví la llamada para contarle que había cancelado la cita porque ella no era lo que quería, me dio las gracias.

– Se le pasó por alto mencionar su nombre. Nunca me han tirado especialmente las modelos, pero Claudia Reeshman… Por Dios, Annabelle…

– Tal vez quiera volver a despedirme.

– ¿Quiere dejarlo estar?

– ¿Cómo va a ir esto? -Le dio otra estocada al taco de notas-. ¿Confía en mí o no?

Oyó por el teléfono el bocinazo de un coche, seguido de un largo silencio.

– Confío en usted -dijo él al fin.

Ella casi se atraganta.

– ¿De verdad?

– De verdad.

Sin previo aviso, se le hizo un nudo en la garganta del tamaño de la torre Sears. Se lo aclaró e intentó sonar como si eso fuera exactamente lo que esperaba que dijera él.

– Bien -dijo-. Oigo bocinas. ¿Está en la carretera?

– Ya le dije que iba a ir en coche a Indianápolis.

– Es cierto. Estamos a viernes. -Iba a pasar las dos noches siguientes en Indiana con un cliente que jugaba en los Cocks. Inicialmente, había programado el viaje para el fin de semana posterior, pero había tenido que cambiar sus planes a causa del retiro con el club de lectura en el que ella prefería no pensar.

– Esa costumbre tuya de irte de la ciudad todos los fines de semana convierte la programación de estas presentaciones en todo un desafío.

– Los negocios son lo primero. Sí que ha cabreado a Powers. Quiere que le sirva su cabeza en una bandeja.

– Con un cuchillo y un poco de crema amarga desnatada para ayudar a bajarla.

– No sabía que Reeshman siguiera en Chicago. Pensaba que se había trasladado definitivamente a Nueva York.

Annabelle sospechaba que Claudia no quería estar tan lejos de su camello.

– Hágame un favor -dijo él-. Si Powers me organiza una cita con alguna otra que haya posado para el «especial trajes de baño» de Sports Illustrated, al menos dígame cómo se llama antes de desembarazarse de ella.

– De acuerdo.

– Y gracias por acceder a echarme un cable mañana.

Ella dibujó una margarita en el taco de notas.

– ¿Cómo podría negarme a pasar el día dando vueltas por la ciudad con su tarjeta de crédito y sin límite de gasto?

– Además de con Bodie y la madre de Sean Palmer. No se olvide de esa parte. Bodie podía haberse encargado de esto él solo si la señora Palmer no le tuviera tanto miedo.

– No es la única que le tiene miedo. ¿Está seguro de que no corremos peligro?

– Siempre que no hablen de política ni de la Taco Bell ni mencionen el color rojo.

– Gracias por avisar.

– Y no dejen acercarse demasiado a nadie que lleve sombrero.

– Tengo que dejarle ya.

Al colgar, se dio cuenta de que estaba sonriendo, lo que no era buena idea en absoluto. Las pitones podían atacar a voluntad, y rara vez avisaban antes.


***

Arté, la madre de Sean Palmer, trenzas rastas entrecanas, una figura alta y rotunda y una risa contagiosa. A Annabelle le gustó de inmediato. Con Bodie ejerciendo de guía, hicieron un recorrido turístico completo, que empezó con un tour arquitectónico en barco de buena mañana, seguido de un recorrido por la colección impresionista del Instituto de las Artes. Bodie, aunque se encargó de organizarlo todo, se mantuvo en un segundo plano. Era un tipo extraño, lleno de intrigantes contradicciones que hacían que Annabelle quisiera saber más de él.

Después de almorzar más bien tarde, se dirigieron al Millenium Park, el glorioso parque nuevo a la orilla del lago que, según creían los ciudadanos de Chicago, había puesto por fin a la ciudad por delante de San Francisco como la más bonita de Estados Unidos. Annabelle había visitado el parque un montón de veces, y disfrutó presumiendo de sus jardines en bancales, de la fuente Crown de ciento cincuenta metros de alto con sus cambiantes imágenes de vídeo y de la escultura, reluciente como un espejo, de la Cloud Gate, cariñosamente conocida como «el Haba».

Mientras atravesaban el futurista pabellón de la música, donde las onduladas planchas de acero inoxidable del escenario exterior se fundían de forma exquisita con los rascacielos del fondo, su conversación volvió a centrarse en el hijo de Arté, que pronto jugaría de fullback con los Bears.

– A Sean le iban detrás todos los representantes -dijo su madre-. El día en que firmó con Heath fue un día feliz para mí. Dejé de preocuparme tanto porque alguien se fuera a aprovechar de él. Sé que Heath va a defender sus intereses.

– Se preocupa por sus clientes, eso está claro -dijo Annabelle.

El sol de julio flirteaba con las olas del lago mientras las dos mujeres seguían a Bodie por el puente peatonal de acero que discurría sinuoso por encima del tráfico de la avenida Columbus. Cuando al llegaron al otro lado, caminaron hacia la pista de jogging. Se habían detenido a admirar las vistas cuando un ciclista llamó a voces a Bodie y se detuvo junto a él a continuación.

Annabelle y Arté se quedaron paralizadas, mirando los ajustadísimos shorts negros de ciclismo del hombre.

– Alabemos a Dios por la gloria de su Creación -dijo Arté.

– Amén.

Se acercaron un poco más, para observar mejor las pantorrillas bañadas en sudor del ciclista y la camiseta de malla azul y blanca que se le pegaba al pecho perfectamente desarrollado. Estaría en sus veintitantos, tirando a treinta, y llevaba un casco rojo de alta tecnología que ocultaba la parte superior de su empapado pelo rubio, pero no su perfil de adonis.

– Necesitaría un chapuzón en el lago para enfriarme -susurro Annabelle.

– Si tuviera veinte años menos…

Bodie les hizo gestos para que se acercaran.

– Señoras, hay alguien que me gustaría presentarles.

– Ven con mamá -murmuró Arté, lo que hizo reír a Annabelle.

Justo antes de que llegaran junto a los hombres, Annabelle reconoció al ciclista.

– Ahí va. Ya sé quién es ése.

– Señora Palmer, Annabelle -dijo Bodie-, éste es el famoso Dean Robillard, el próximo gran quarterback de los Stars.

Aunque Annabelle no conocía personalmente al suplente de Kevin, le había visto jugar, y estaba al tanto de su reputación. Arté le dio la mano.

– Es un placer conocerte, Dean. Di a tus amigos que no se pasen con Sean, mi niño, esta temporada.

Dean le brindó su sonrisa de romper corazones. «¿Que no sabrá él perfectamente el efecto que causa en las mujeres?», pensó Annabelle.

– No lo haremos, señora, pero sólo por usted. -Rezumando sex appeal por todos sus poros, enfocó su encanto hacia ella. Repasó su cuerpo de arriba abajo con ojos descaradamente escrutadores y una seguridad que proclamaba que podía hacerla suya, a ella o a cualquier mujer que le viniera en gana, cuando y como quisiera.

«Que te lo has creído, niño malo, niño sexy.»

– Annabelle, ¿no? -preguntó.

– Tendría que comprobarlo en mi carné de conducir para estar segura -dijo-. Me cuesta respirar ahora mismo.

Bodie se atragantó y se echó a reír a continuación.

Aparentemente, Robillard no estaba acostumbrado a que las mujeres le pusieran en evidencia, porque por un momento pareció desconcertado. Luego volvió a dar cuerda a su mecanismo de seducción.

– Será el calor, tal vez.

– Sí que hace calor aquí, sí. -Normalmente, los hombres imponentes la intimidaban, pero él estaba tan pagado de sí mismo que sólo le divertía.

El se echó a reír, esta vez sinceramente, y a ella le gustó de pronto pese a toda su chulería.

– Admiro a las pelirrojas peleonas, la verdad -dijo.

Ella dejó resbalar un poco sus gafas de sol por la nariz y le miró por encima de ellas.

– Yo apostaría, señor Robillard, a que admira a las mujeres en general.

– Y a que ellas te corresponden. -Arté se reía.

Dean se volvió hacia Bodie.

– ¿De dónde has sacado a estas dos?

– De la prisión del condado de Cook.

Arté resopló.

– Compórtate, Bodie.

Dean volvió a centrar su atención en Annabelle.

– Su nombre me suena. Espere un momento. ¿No es usted la casamentera de Heath?

– ¿Cómo lo sabe?

– La gente chismorrea. -Una patinadora pasó zumbando con la morena melena al viento. Él se tomó su tiempo para disfrutar de la vista-. Nunca había conocido a una casamentera -dijo al fin-. ¿Cree que debería contratarla?

– Ya sabrá que mi negocio no tiene nada que ver con andar picando de flor en flor, ¿no?

Él cruzó los brazos sobre el pecho.

– Oiga, todo el mundo quiere conocer a alguien especial.

Ella sonrió.

– No cuando se lo están pasando en grande conociendo a todas esas no-especiales.

Dean se volvió hacia Bodie.

– Creo que no le gusto.

– Le gustas -dijo Bodie-, pero cree que eres un poco inmaduro.

– Estoy segura de que se le pasará cuando crezca -dijo Annabelle.

Bodie le dio una palmada en la espalda.

– Ya sé que no sucede muy a menudo, pero parece que Annabelle es inmune a tu carita de estrella de cine.

– Pues alguien debería llevarla al oculista -masculló Arté, haciéndoles reír a todos.

Dean sacó su bici del camino y la dejó apoyada en un árbol mientras los cuatro seguían charlando. Dean preguntó a Arté por Sean, y hablaron un rato de los Bears. Luego, Bodie sacó el tema de que Dean andaba buscando representante.

– He oído que estuviste viendo a Jack Riley en IMG.

– Estoy viendo a mucha gente.

– Deberías oír al menos lo que Heath tenga que decir. El tío es listo.

– Heath Champion es el primero de mi lista de gente a la que no debo llamar. Ya tengo suficientes formas de hacer infeliz a Phoebe -Dean se volvió hacia Annabelle-. ¿Le gustaría venir conmigo a la playa mañana?

Ella no se esperaba algo así, y se quedó perpleja. También escamada.

– ¿Porqué?

– ¿Puedo ser sincero?

– No lo sé. ¿Puede?

– Necesito protección.

– ¿Solar, para no ponerse demasiado moreno?

– No. -Hizo centellear su sonrisa de chico encantador-. Me encanta la playa, pero me reconoce tanta gente que me es difícil refrescarme. Normalmente, si estoy con una mujer, la gente me deja un poco más de aire.

– ¿Y yo soy la única mujer que puede encontrar que quiera acompañarle? Eso lo dudo.

Él pestañeó.

– No se lo tome a mal, pero estaré más relajado si invito a una con la que no esté pensando en acostarme.

Annabelle soltó una carcajada.

– El pobre Dean necesita una amiga, no una amante. -Bodie se rió discretamente.

– La invito a usted también, señora Palmer -dijo Dean, muy educado.

– Cariño, ni un bombón como tú va a conseguir que me exhiba en público en traje de baño.

– ¿Qué dice, Annabelle? -Dean señaló con un gesto de la cabeza a la orilla del lago-. Podemos ir a la playa de Oak Street. Llevare una nevera. Podemos andar por ahí, nadar, escuchar música. Será divertido. Puede rebajar su nivel de exigencia un par de horas, ¿no?

Su vida se había vuelto muy extraña desde que conoció a Heath Champion. El joven deportista más deseado de Chicago acababa de pedirle que pasara la tarde del domingo tirada en la playa con él, cuando apenas dos días antes sentía lástima de sí misma porque no tenía ningún plan para el fin de semana del Cuatro de Julio.

– Siempre que me prometa que no se comerá con los ojos a mujeres más jóvenes estando conmigo.

– ¡Nunca haría eso! -declaró, olvidándose al parecer de la patinadora morena.

– Sólo quería dejarlo claro.

Y no lo hizo.

Tampoco habló por el móvil ni se sacó una BlackBerry. Fue un día caluroso y despejado, y él trajo hasta una sombrilla de playa para proteger su delicada piel de pelirroja. Estuvieron tumbados en sus toallas, oyendo música, hablando cuando les apetecía y mirando el lago cuando no. Ella llevó su bañador blanco de dos piezas que tenía el corte lo bastante alto en los muslos para hacerle las piernas más largas, pero no tanto que requiriera unas ingles brasileñas. Les interrumpieron algunos admiradores, pero tampoco muchos. Aun así, todo el mundo parecía querer un poquito de Dean Robillard. Tal vez por eso ella percibió en él una extraña soledad bajo su ego hiperdesarrollado. Él eludía las preguntas relativas a su familia, y ella no quiso presionarle.

Cuando volvió a casa, la esperaban cuatro mensajes de voz, todos ellos de Heath, pidiéndole que le llamara inmediatamente. En vez de hacerlo, tomó una ducha. Estaba secándose el pelo cuando oyó el timbre de la puerta. Se ató su albornoz amarillo por la cintura y bajó las escaleras, pasándose una mano por el pelo camino de la puerta.

A través de las ondulaciones del cristal, un hombre como un armario le devolvió la mirada. La Pitón visitaba su casa por segunda vez.

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