23

Portia cayó en los brazos de Bodie. Cayó, sin más. Él no se lo esperaba, y reculó a trompicones. Sin que ella se despegara de él, envolviéndole en sus brazos, negándose a soltarle. Nunca más. Aquel hombre era sólido como una roca.

– ¿Portia? -La agarró por los hombros y la empujó, apartándola unos centímetros para poder examinarle la cara.

Ella miró directamente a sus horrorizados ojos.

– Todo lo que dijiste de mí era cierto.

– Eso ya lo sé, pero…-Le pasó el pulgar por su apergaminada mejilla azul-. ¿Es que has perdido una apuesta, o algo así?

Portia recostó la cabeza en su pecho.

– He pasado un par de meses realmente espantosos. ¿Te importa abrazarme, sin más?

– Puede que lo haga. -La estrechó contra sí, y así se quedaron un rato, rodeados por el charco de luz de los apliques en cobre del porche-. ¿Te fue mal en una batalla de bolas de pintura? -preguntó Bodie al fin.

Ella se abrazó a él más fuerte.

– Un tratamiento con ácido. No sabes cómo quemaba. Pensé que tal vez… pudiera pelarme mi viejo yo.

El le frotó la parte de atrás del cuello.

– Vamos a sentarnos allá y me lo cuentas todo.

Portia se acurrucó entre sus brazos.

– Vale. Pero no me sueltes.

– No lo haré. -Fiel a su palabra, siguió rodeándola con el brazo mientras la conducía, cruzando la calle, hasta el pequeño parque del barrio, que tenía un único banco de hierro, pintado de verde. Aun antes de llegar allí, ella empezó a hablar, y se lo contó todo mientras las hojas secas revoloteaban sobre sus zapatos: lo de los pollitos de malvavisco, lo de su exfoliación al ácido, lo de Heath y Annabelle. Le contó que la habían despedido como mentora y le habló de sus temores.

– Tengo miedo constantemente, Bodie. Constantemente.

Él le acarició el pelo apelmazado.

– Lo sé, nena. Lo sé.

– Te quiero. ¿También lo sabes?

– Eso no lo sabía. -La besó encima de la cabeza-. Pero me alegra oírlo.

La cola de su pañuelo le cruzó la mejilla, agitada por el aire.

– ¿Me quieres tú?

– Me temo que sí.

Ella sonrió.

– ¿Quieres casarte conmigo?

– Déjame ver primero si consigo pasar los próximos meses sin matarte.

– Vale. -Se acurrucó arrimándose aún más a él-. Puede que te hayas dado cuenta de que no soy la mejor influencia del mundo.

– A tu extraña manera, sí que lo eres. -Le apartó el pañuelo de la cara-. Todavía no puedo creerme que tuvieras el valor de salir a la calle con esta pinta.

– Tenía un trabajo que hacer.

– Me encantan las mujeres capaces de sacrificarse por el equipo.

Ella no apreció en su voz sino admiración reverencial, y eso hizo que le amara más aún.

– Tengo que unir a esta pareja, Bodie.

– ¿Todavía no has aprendido suficiente sobre los peligros de la ambición implacable?

– No es exactamente lo que estás pensando. La mejor parte de mí misma quiere hacer esto por Heath. Pero, además, es que quiero irme con todos los honores. Un último emparejamiento, éste, y después pienso vender mi negocio.

– ¿De verdad?

– Necesito nuevos desafíos.

– Ampáranos, Señor.

– Lo digo en serio, Bodie. Quiero volar libre. A mi antojo. Quiero ir donde la pasión me lleve. Quiero trabajar duro en algo que sólo la mujer más fuerte del mundo pueda hacer.

– Vale, ahora me estás asustando.

– Quiero comer. Comer de verdad. Y ser más bondadosa y generosa. Con generosidad de la buena, sin esperar nada a cambio. Quiero tener una piel estupenda a los ochenta años. Y no quiero que vuelva a preocuparme nunca más lo que pueda pensar nadie. Excepto tú.

– Ay, Dios. Estoy tan excitado ahora mismo que voy a explotar. -Bruscamente, se levantó del banco, tirando de ella-. Vámonos de vuelta a mi piso. Ya.

– Sólo si me prometes que no me vas a contar chistes verdes de esos que me sacan los colores.

– Con el color que tienes ahora mismo, la cosa no podría empeorar mucho.

Ella sonrió.

– Ya sabes que no tengo sentido del humor.

– Trabajaremos ese asunto. -Y entonces la besó, con labios azules y todo.


***

El lunes por la mañana, incluso antes de meterse en la ducha, Heath empezó a darle al teléfono. Estaba resacoso, asqueado, asustado y exultante. La terapia de choque de Portia le había hecho afrontar lo que su subconsciente hacía mucho tiempo que sabía, pero su miedo le impedía reconocer: que amaba a Annabelle con todo su corazón. Todo lo que Portia dijo había dado en el blanco. Su enemigo había sido el miedo, no el amor. De no haber estado tan ocupado midiendo su carácter con una regla torcida, puede que hubiera entendido lo que le faltaba en su interior. Se había enorgullecido de su rectitud profesional y su destreza intelectual, de su agudeza y su tolerancia al riesgo, pero se había negado a admitir que su miserable infancia le había convertido en un cobarde emocional. Como resultado, había vivido una vida a medias. Tal vez contar con Annabelle a su lado le permitiría por fin relajarse y convertirse en el hombre que nunca reunió el valor de ser. Pero para que eso fuera posible, tenía que encontrarla primero.

Ella no respondía ni a su teléfono fijo ni al móvil, y no tardó en descubrir que también sus amigas se negaban a hablar con él. Tras una ducha rápida, consiguió contactar con Kate. Primero le echó la bronca, luego admitió que Annabelle la había llamado el domingo por la mañana para hacerle saber que estaba bien, pero se negó a contarle a su madre dónde se encontraba.

– Personalmente, te echo a ti la culpa de todo esto -dijo Kate-. Annabelle es extremadamente sensible. Tendrías que haberte dado cuenta de eso.

– Sí, señora. Y en cuanto la encuentre, le prometo que lo arreglaré todo.

Aquello la ablandó lo suficiente como para que le revelara que los hermanos Granger se la tenían jurada, y que debía andarse con cuidado. Aquellos tíos le encantaban.

Salió hacia Wicker Park. De su despacho no paraban de llegarle mensajes, uno detrás de otro, pero los ignoró. Por primera vez en toda su carrera, no se había puesto en contacto con ninguno de sus clientes para comentar el partido del domingo. Ni tenía intención de hacerlo hasta que hubiera encontrado a Annabelle.

Soplaba el viento procedente del lago, y la nubosa mañana de octubre había amanecido con algo de rasca. Aparcó en el callejón detrás de la casa de Annabelle, y encontró allí el flamante deportivo plateado, un Audi TT Roadster, que había encargado para ella por su cumpleaños, pero no su Crown Vic. El señor Bronicki reparó en Heath de inmediato, y se acercó a ver qué buscaba, pero aparte de trasladarle la información de que Annabelle había salido conduciendo como una loca el sábado por la noche, no pudo decirle nada más. Se interesó no obstante por el Audi y, cuando supo que era un regalo de cumpleaños, advirtió a Heath que más valía que no esperara tener «relaciones» con ella en compensación por un coche de lujo.

– No crea que porque su abuelita no está aquí ya no va a haber gente que cuide de ella.

– Qué me va usted a contar -masculló Heath.

– ¿Cómo dice?

– Digo que estoy enamorado de ella. -Le gustó cómo sonaba aquello, y lo repitió-. Quiero a Annabelle, y tengo intención de casarme con ella. -Si es que la encontraba. Y si ella estaba dispuesta a aceptarle.

El señor Bronicki refunfuñó.

– Bueno, pero asegúrese de que no suba sus tarifas. Mucha gente ha de subsistir con unos ingresos fijos, ¿sabe?

– Haré lo que pueda.

Después de que el señor Bronicki aparcase el Audi en su garaje para mayor seguridad, Heath rodeó la casa y llamó a la puerta principal, pero estaba cerrada a cal y canto. Sacó su móvil y probó a llamar a Gwen de nuevo, aunque fue su marido quien se puso al aparato.

– No, Annabelle no ha pasado la noche aquí-dijo Ian-. Tío más vale que te guardes las espaldas. Ayer habló con alguna de las del club de lectura, y las mujeres están muy cabreadas. Acéptame un consejo, colega. Es difícil encontrar a una mujer que se muera de ganas de casarse con un tío que no está enamorado de ella, por muy forrado que tenga el riñón.

– ¡Estoy enamorado de ella!

– Díselo a ella, no a mí.

– Maldita sea, es lo que intento. Y no sé cómo expresarte lo cómodo que me siento de saber que en esta ciudad todo el mundo está al tanto de mis asuntos privados.

– Tú te lo has buscado. Es el precio de la estupidez.

Heath colgó y trató de pensar, pero hasta que consiguiera que alguien hablara con él, lo tenía fatal. De pie en el porche de Annabelle, pasó revista rápida a sus mensajes. Ninguno era de ella. ¿Por qué demonios no le dejaba todo el mundo en paz? Se frotó la mandíbula y reparó en que había olvidado afeitarse por segundo día consecutivo, y tal y como iba vestido tendría suerte si no le arrestaban por mendicidad, pero se había puesto lo primero que había encontrado: unos pantalones de calle azul marino de marca, una camiseta rajada naranja y negra de los Bengals y una sudadera roja de los Cardinals manchada de pintura que Bodie había sacado de a saber dónde y olvidado en su armario.

Finalmente, consiguió hablar con Kevin.

– Soy Heath. ¿Has…?

– Sólo te digo una cosa… Para ser un tío supuestamente brillante, la has…

– Ya lo sé, ya lo sé. ¿Ha pasado Annabelle la noche en vuestra casa?

– No, y tampoco creo que estuviera con ninguna de las demás mujeres.

Heath se sentó en el peldaño de la entrada de su casa.

– Tienes que averiguar adonde ha ido.

– ¿Crees que me lo van a decir? Las chicas han pegado un cartel enorme de un extremo a otro de la casita rosa de su club social que reza: PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS CHICOS.

– Eres mi mejor baza. Vamos, Kev.

– Todo lo que sé es que el club de lectura se reúne hoy a la una. Phoebe libra los lunes durante la temporada, y la reunión es en su casa. Molly ha estado haciendo collares de flores, así que la cosa debe de ir de algún rollo hawaiano.

A Annabelle le encantaba el club de lectura. Seguro que estaría allí. Habría salido corriendo a buscar consuelo y apoyo en esas mujeres tan rápido como pudieran llevarla sus piececitos. Ellas le darían lo que no estaba obteniendo de él.

– Una cosa más -dijo Kevin-. Robillard ha estado llamando a todo el mundo, tratando de ponerse en contacto contigo.

– Puede esperar.

– ¿He oído bien? -dijo Kevin-. Es de Dean Robillard de quien estamos hablando. Aparentemente, después de meses de tontear con unos y otros, ha descubierto que necesita urgentemente un representante.

– Le llamaré más adelante. -Heath se dirigió a la calzada, hacia su coche.

– ¿Será más o menos cuando te decidas a felicitarme por el partido de ayer, que se puede considerar el mejor de mi carrera?

– Sí, felicidades. Eres el mejor. Tengo que dejarte.

– Vale, sabandija, no sé quién eres ni qué pretendes, pero haz que se ponga otra vez al teléfono mi representante ahora mismo.

Heath colgó. Y entonces cayó en la cuenta. Había visto el número de Dean en su registro de llamadas perdidas, pero las había estado ignorando. ¿Y si Annabelle no hubiera pasado las dos últimas noches con sus amigas? ¿Y si hubiera ido corriendo con su quarterback mascota?

Dean cogió el teléfono al segundo timbre.

– Palacio del Porno de Dan el Pirado, dígame.

– ¿Está Annabelle contigo?

– ¿Heathcliff? Joder, tío, sí que la has dejado hecha polvo.

– Lo sé, pero ¿cómo es que lo sabes tú?

– Por la secretaria de Phoebe.

– ¿Seguro que no es Annabelle quien te lo ha dicho? ¿Ha estado contigo?

– Ni la he visto ni he hablado con ella, pero, si lo hago, pienso aconsejarle muy decididamente que te diga que…

– ¡La quiero! -No era su intención gritar, pero no pudo reprimirse, y la mujer que acababa de salir de su casa al otro lado de la calle volvió a meterse en ella a toda prisa-. La quiero -repitió en un tono sólo ligeramente más bajo-, y necesito decírselo. Pero tengo que encontrarla primero.

– Dudo que me llame. A menos que esa prueba de embarazo…

– Te lo advierto, Robillard, como me entere de que sabes dónde ha ido y no me lo dices voy a romperte hasta el último puto hueso de ese hombro tuyo que vale un millón de dólares.

– Está el tío hablando de pegarse, y no es ni la hora de comer. Sí que estás lanzado. Bueno, vamos al asunto, Heathcliff, al motivo por el que te he estado llamando. Un par de capitostes de la Pepsi-cola se han puesto en contacto conmigo, y…

Heath le colgó el teléfono al regalo de Dios a la Liga Nacional de Fútbol, le dio al botón del seguro de su coche para desbloquearlo, y salió hacia el centro para dirigirse a Birdcage Press. La reunión del club de lectura no estaba programada hasta la una, lo que le daba tiempo de tocar otra tecla más.

– He hablado con Molly esta mañana. -El antiguo prometido de Annabelle observó el mentón sin afeitar y el atuendo desaliñado de Heath desde detrás de su escritorio en el departamento de márketing de la editorial de Molly-. Ya le hice yo bastante daño a Annabelle. ¿Tenía usted que machacarla también?

Rosemary no era la mujer más atractiva que hubiera visto Heath, pero iba bien vestida y tenía un aspecto muy digno. Demasiado digno. No era en absoluto la persona adecuada para Annabelle. ¿En qué estaría ella pensando?

– No era mi intención machacarla.

– Seguro que creyó que le estaba haciendo un favor enorme al pedir su mano -dijo Rosemary arrastrando las palabras. A continuación, procedió a castigar a Heath con un sermón que se pasaba de perspicaz sobre la insensibilidad masculina, justo lo que menos necesitaba oír en aquel momento. Se escapó de allí lo más rápidamente que pudo.

Volviendo a su coche, vio que había recibido media docena de llamadas más, ninguna de ellas de la persona con quien quería hablar. Rompió el ticket de aparcamiento del parabrisas y se encaminó a la vía Eisenhower. Para cuando llegó, tenía el estómago hecho un revoltijo de nudos. Se dijo a sí mismo que ella volvería a su casa tarde o temprano, que aquello no era una emergencia. Pero nada podía aplacar su urgente necesidad. Ella estaba sufriendo por su culpa, víctima de su estupidez, y eso le resultaba intolerable.

Pilló una retención de tráfico en la autopista de peaje East West y no llegó a casa de los Calebow hasta la una y cuarto. Repasó rápidamente la fila de coches aparcados en el camino de entrada buscando un Crown Victoria verde y feo, pero el coche de Annabelle estaba desaparecido en combate. A lo mejor la había llevado alguien. Pero, mientras llamaba al timbre, no podía sacudirse de encima una sensación de oscuro presentimiento.

Se abrió la puerta, y se encontró con Pippi Tucker a sus pies. Sendas coletitas rubias se le disparaban a ambos lados de la cabeza, y sostenía una colección de animales de peluche contra su pequeño pecho.

¡Puíncepe! Hoy no he ido al cole porque en mi escuela se han doto las tubedías.

– Ah, ¿sí? Eh… ¿Está aquí Annabelle?

– Estoy jugando con los animales disecados de Hannah. Hannah está en el cole. Ella no tiene las tubedías dotas. ¿Me enseñas tu teléfono?

– ¿Pip? -Phoebe apareció en el recibidor. Llevaba unos pantalones de calle negros y un bonito jersey de cuello de cisne morado, adornado con un collar de flores de papel azules y amarillas. Observó el aspecto desaseado de Heath a través de un par de gafas sin montura-. Espero que la policía haya cogido a quienquiera que te haya atracado.

Pippi daba botes en el sitio.

– ¡Ha venido el Puíncepe!

– Ya lo veo. -Phoebe puso la mano en el hombro de la niña sin quitarle a Heath los ojos de encima-. ¿Has venido hasta aquí sólo para pavonearte? Me encantaría ser lo bastante madura para felicitarte por tu nuevo cliente, pero no lo soy.

Él se abrió paso al interior del vestíbulo.

– ¿Está aquí Annabelle?

Ella se quitó las gafas.

– Adelante, cuéntame las mil maneras que se te han ocurrido para llevarme a la bancarrota.

– No veo su coche.

Phoebe entrecerró sus ojos de gata.

– Has hablado con Dean, ¿no?

– Sí, pero no sabía dónde está Annabelle. -Interrogar a Phoebe era una pérdida de tiempo, y se dirigió al salón, que era espacioso y rústico, con vigas vistas y un altillo. El club de lectura se hallaba reunido en un rincón debajo de este último; todas menos Annabelle. Incluso vestidas de manera informal y envueltas en collares de flores de papel, eran un puñado de mujeres que imponía, y mientras cruzaba la habitación sintió que sus miradas se clavaban en él como agujas hipodérmicas.

– ¿Dónde está? Y no me digáis que no lo sabéis.

Molly descruzó las piernas y se puso en pie.

– Lo sabemos, y tenemos órdenes de mantener la boca cerrada. Annabelle necesita tiempo para reflexionar.

– Eso es sólo lo que ella cree. Tengo que hablar con ella.

Gwen le miró por encima de su enorme barriga como un Buda hostil.

– ¿Tienes pensado darle más razones por las que debería casarse con un hombre que no la quiere?

– Eso no es así. -Apretó los dientes-. Sí que la quiero. La quiero con todo mi puto corazón, pero no puedo convencerla de eso si nadie me dice adónde ha ido.

No pretendía sonar tan cabreado, pero Charmaine se ofendió.

– ¿Y cuándo has caído tan milagrosamente en la cuenta?

– Anoche. Me abrieron los ojos una mujer azul y una botella de whisky. Así que ¿dónde está?

– No te lo vamos a decir-dijo Krystal.

Janine le dirigió una mirada furiosa.

– Si llama, le transmitiremos tu mensaje. Y también le diremos que no nos gusta tu actitud.

– Le transmitiré mi jodido mensaje yo mismo -replicó él.

– En este caso, ni siquiera el gran Heath Champion puede allanar el camino con su apisonadora. -La tranquila firmeza de Molly hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal-. Annabelle se pondrá en contacto contigo cuando y como decida. O tal vez no. Depende de ella. Sé que va en contra de tu naturaleza, pero tendrás que tener paciencia. Ahora tiene ella la sartén por el mango.

– Tampoco es que tú no vayas a estar ocupado -dijo la Dama malvada a sus espaldas, arrastrando las palabras-. Ahora que Dean ha desatendido los buenos deseos de la mujer que detenta su contrato…

Él giró sobre sus talones para plantarle cara.

– Dean me importa un bledo ahora mismo, Phoebe, y tengo una noticia de última hora que darte. En la vida hay cosas más importantes que el fútbol.

Ella arqueó las cejas, casi imperceptiblemente. Heath se volvió hacia el resto de mujeres, dispuesto a sonsacarles la información aunque para ello tuviera que estrangularlas, pero descubrió de pronto que su ira se había agotado. Elevó las manos al cielo, comprobando con horror que le temblaban, aunque no tanto como le temblaba la voz.

– Annabelle está… Te-tengo que enmendar esto. No soporto saber que está… Que la he hecho sufrir. Por favor…

Pero no tenían corazón, y, una por una, desviaron la vista.

Él salió de la casa desolado. Se había levantado viento, y una ráfaga helada penetró en su sudadera. De forma mecánica, sacó su teléfono, en la vana esperanza de que ella le hubiera llamado, sabiendo que no lo habría hecho.

Los Chiefs estaban intentando contactar con él. Al igual que Bodie y Phil Tyree. Apoyó las manos en la capota de su coche e inclinó la cabeza. Él merecía sufrir. Ella no.

– ¿Estás triste, puíncepe?

Volvió la vista hacia la casa y vio a Pippi de pie en el escalón superior del porche, con un mono debajo de un brazo y un oso bajo el otro. Combatió un impulso poderoso de levantarla en brazos y pasearla un rato, de frotarle la cabeza con su barbilla y abrazarla fuerte, como a uno de sus peluches. Tomó un poco de aire.

– Sí, Pip. Estoy un poco triste.

– ¿Vas a llorar?

Respondió sobreponiéndose al nudo de su garganta.

– No, los chicos no lloran.

La puerta se abrió tras la niña, y apareció Phoebe, rubia, poderosa y despiadada. No le prestó a él ninguna atención. Simplemente se agachó junto a Pippi y le arregló una de sus coletitas, mientras le hablaba en voz baja. Heath se llevó la mano al bolsillo para buscar sus llaves.

Phoebe se dio la vuelta para volver a la casa. Pippi dejó caer sus animales de peluche y bajó trotando las escaleras.

¡Puíncepe! Tengo que decirte una cosa. -Corrió hacia él, volando sobre sus zapatillas rosas. Al llegar a su lado, inclinó la cabeza hacia atrás para mirarle-. Tengo un secreto.

Él se agachó junto a ella. Olía a inocencia. Como los lápices de colores y el zumo de frutas.

– ¿Sí?

– Dice tía Phoebe que no se lo diga a nadie más que a ti, ni siquiera a mamá.

Heath miró al porche de reojo, pero Phoebe había desaparecido.

– ¿Decirme qué?

– ¡Belle! -Pippi sonreía-. ¡Ha ido a nuestro campamento!

Una descarga de adrenalina le recorrió las venas. La cabeza empezó a darle vueltas. Levantó a Pippi en el aire, la atrajo hacia sí y la besó en las mejillas hasta hartarse.

– Gracias, cariño. Gracias por decírmelo.

Ella le puso la manita en el mentón y le apartó la cabeza con ceño.

– Rasca.

Heath se rió, le dio otro beso para cerrar la cuenta y la posó de nuevo en el suelo. Se le había olvidado apagar el móvil, que empezó a sonar. A la niña se le agrandaron los ojos. Él lo sacó con gesto automático.

– Champion.

– Heathcliff, tío, necesito un representante -exclamó Dean-, y te juro por Dios que como vuelvas a colgarme…

Heath le endosó el móvil a Pippi.

– Habla con este señor tan simpático, cariño. Cuéntale que tu papi es el mejor quarterback que ha dado o dará jamás el fútbol.

Al salir camino abajo, vio a Pippi dirigirse de nuevo al porche, con el móvil pegado a la oreja y las coletas bailando mientras hablaba por los codos.

Dentro de la casa, se movieron las cortinas de la entrada, y a través de la ventana vio asomar el rostro de la mujer más poderosa de la Liga Nacional de Fútbol. Puede que fuera cosa de su imaginación, pero le pareció que sonreía.

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