Pippi levantó la grabadora a la altura de sus labios y gritó:
– ¡Probando! ¡Probando! ¡Probando!
– Funciona -exclamó Heath desde el sofá situado en el extremo opuesto de la sala de audiovisuales-. ¿Crees que podrías hablar un poco más bajo?
– Me llamo Victoria Phoebe Tucker -susurró ella. Luego volvió a su volumen habitual-. Tengo cinco años, y vivo en el hotel Plaza. -Miró de soslayo a Heath, pero él había visto la película Eloise con la pequeña y se limitó a sonreír-. Esto es la grabadora de Heath, que dice que tengo que devolvérsela.
– Y tanto que sí. -Se suponía que Pip debía estar viendo el partido de los Sox con él mientras el club de lectura estaba reunido en el piso de arriba, pero se había aburrido.
– Prince todavía está enfadado por todos los teléfonos que me quedé cuando sólo tenía tres años -dijo a la grabadora-. Pero sólo era un bebé, y mamá los encontró casi todos y se los devolvió.
– No todos.
– ¡Porque no me acuerdo de dónde los guardé! -exclamó ella, fulminándole con su mirada de diminuta quarterback-. Te lo he dicho como un millón de veces. -Pasando de él, volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo-. Éstas son las cosas que me gustan. Me gustan papá y mamá y Danny y la tía Phoebe y el tío Dan y mis primos y Príncipe cuando no habla de teléfonos y Belle y todas las del club de lectura excepto Portia, porque no me dejó ir delante tirando las flores cuando se casó con Bodie porque se zurraron en Las Vegas.
Heath se echó a reír.
– Se «fugaron» a Las Vegas.
– Se fugaron -repitió-. Y Belle no quería que Portia fuera del club de lectura, pero la tía Phoebe ensistió porque decía que Portia necesitaba… -No se acordaba, y miró a Heath en busca de ayuda.
– Amistades femeninas no competitivas -dijo él, con una sonrisa-. Y la tía Phoebe tenía razón, como de costumbre. Que es por lo que yo, en mi brillantez, convencí a la tía Phoebe para que se hiciera mentora de Portia.
Pippi asintió y siguió largando.
– A Príncipe le gusta Portia. Portia antes era casamentera, pero ahora trabaja para él, y Príncipe dice que es la mejor representante deportiva que ha visto en su buñetera vida, y que gracias a ella su nueva divizión de deportes de chicas se hace más grande cada día.
– Es la tercera mejor representante deportiva -dijo él-, detrás de Bodie y de mí. Y no digas «puñetera».
Ella se hundió más en el gran sillón reclinable, cruzando los tobillos igual que él.
– Príncipe pagó un montón de dinero a Portia por el regalo de boda de Belle. Mami dijo que era un regalo estúpido, pero Belle dijo que Príncipe no podía haberle dado nada que le hiciera más ilusión, y ahora Portia da consejos a Belle sobre cómo ser casamentera. -Se estrujó la frente-. ¿Qué era esa cosa que le diste de regalo de boda?
– La base de datos de la antigua empresa de Portia.
– Le tenías que haber regalado un perrito.
Heath se rió, y luego puso cara de pocos amigos al televisor.
– ¡No intentes ir a por todas, idiota!
– No me gustan los Sox-dijo Pippi enfáticamente-. Pero me gustan el doctor Adam y Delaney porque me dejaron ir delante de ellos tirando las flores en su boda, y la mamá de Belle lloró y dijo que Belle es la mejor casamentera del mundo. Y me gusta Rosemary porque me cuenta cuentos y sabe maquillar. Rosemary ahora es del club de lectura. Belle le dijo a tía Phoebe que si dejaban entrar a Portia, también tenían que admitir a Rosemary, porque Rosemary necesitaba amigas lo mismo que Portia, y luego Belle dijo que era demasiado feliz para guardar viejos restemores.
– Resquemores.
– Y éstas son las cosas que no me gustan. -Lanzó a Heath otra mirada sombría-. No me gusta Trevor Granger Champion. Que es un pañal lleno de caca.
– Ya empezamos otra vez. -Heath apoyó sobre el hombro el fardo que acunaba entre los brazos.
Pip dejó la grabadora a un lado, maniobró para bajar del sillón reclinable, se encaramó al sofá al lado de Heath, y una vez allí contempló con disgusto al bebé dormido.
– Trevor me ha dicho que no le gusta nada que lo lleves encima todo el rato. Dice que quiere… que le dejes… ¡en el… suelo!
Dado que Trevor sólo tenía seis meses, Heath dudaba mucho que hubiera desarrollado tanto sus habilidades lingüísticas, pero bajó el volumen de la tele y dedicó su atención a la niña celosa de cinco años.
– Creía que ya habíamos hablado de esto.
Ella se recostó en él.
– Habla conmigo otra vez.
Él le envolvió los hombros con el brazo libre. Pip no estaba satisfecha si no tenía a todos los varones del mundo libre pendientes de ella, como prácticamente los tenía.
– Trev no es más que un bebé. Es aburrido. No puede jugar conmigo como tú.
– Y es un bebé muy llorón.
Heath sintió la paternal necesidad de defender la virilidad de su hijo.
– Sólo cuando tiene hambre.
Pippi levantó la cabeza.
– Oigo que se están moviendo allí arriba. Creo que es la hora del postre.
– ¿Estás segura de que no quieres quedarte a ver el resto del partido conmigo?
– No alucines. -Era la última expresión que había aprendido, y la soltaba siempre que sus padres no estaban cerca.
Heath plantó un beso en la cabeza llena de pelusa de Trevor Granger Champion y la siguió al piso de arriba.
Annabelle había puesto su sello a la casa desde un principio. Al entrar al salón, Heath observó el mobiliario, grande y acogedor, las cálidas alfombras y las flores frescas. Un ostentoso cuadro abstracto que habían comprado en una galería de Seattle una tarde de lluvia ocupaba el espacio de encima de la chimenea. Después habían celebrado la adquisición haciendo el amor el resto de aquella tarde que ambos creían que les había dado a su hijo.
Bajo el cuadro se hallaban Portia y Phoebe con las cabezas juntas, planeando probablemente la dominación del mundo. Molly se había agachado para escuchar a Pippi. Las demás se habían congregado en torno a Rosemary. En cuanto Annabelle reparó en su presencia, se separó del grupo y fue hacia él, con la cara dominada por aquella sonrisa particular que Heath adoraba. Observó a Pip y al club de lectura, y luego a su hermosa y pelirroja esposa. Aquello era lo que había estado persiguiendo toda su vida. Mujeres que se quedaran.
– ¿Hay alguna posibilidad de que saques a tu aquelarre de aquí en los próximos diez minutos? -preguntó en voz baja al llegar Annabelle junto a él.
Ella acarició la mejilla de su hijo, y el bebé se volvió instintivamente hacia su mano.
– Lo dudo. No han tomado el postre.
– Sírveselo en el porche.
– Pórtate bien.
– Eso dices ahora -susurró Heath-. Luego me cantarás otra canción.
Ella se rió, le plantó un beso fugaz en la comisura de la boca y luego besó al bebé en la cabeza. Al otro extremo de la habitación, Phoebe Calebow volvió la vista hacia ellos, e intercambió con Heath una mirada de perfecto entendimiento. La semana siguiente les tocaría batallar por la renovación del contrato de Dean, pero por el momento reinaba la paz.
Mientras Pip ayudaba a Annabelle a servir el postre, él se llevó al crío al piso de arriba, al ampliado despacho de su casa. Dejó que el bebé durmiera en su regazo mientras hacía algunas llamadas. Con Bodie de socio de pleno derecho, la carga de trabajo de Heath se había aligerado considerablemente. Más que en llevar la mayor agencia deportiva de la ciudad, se estaban centrando en ser la mejor, y se habían vuelto extraordinariamente selectivos a la hora de elegir sus clientes. Así y todo, había límites a lo que podían controlar, y, bajo la dirección de Portia, la nueva división de mujeres venía creciendo a pasos agigantados, pese a que también ella se había marcado unos límites. Hacía un par de años que Heath no veía en su rostro aquella expresión tensa, desquiciada. Era increíble lo que un buen matrimonio y nueve kilos de más podían hacer por la actitud de una mujer.
Perfecta para usted también medraba. Para alivio de los jubilados de Annabelle, Kate cedió a su hija la casa de Wicker Park como regalo de bodas. Siguiendo los consejos de Portia, Annabelle había contratado tanto a una secretaria como a una ayudante. Ignorando los consejos de Portia, seguía cultivando un batiburrillo de clientes. A ella le gustaba así.
Heath oyó por fin que las componentes del club de lectura empezaban a marcharse. A Trev le estaba entrando hambre, y el ruido le despertó. Cuando vio que no había moros en la costa, Heath le llevó al piso de abajo.
Annabelle estaba de pie junto a la ventana, y la luz de la tarde la bañaba como ámbar líquido. Al oírle acercarse, sonrió como si llevara todo el día esperando aquel momento, lo que probablemente era el caso. Él le pasó al bebé y se sentó complacido a ver cómo le daba de mamar. Annabelle y él hablaron un poco. No mucho. Oyó el traqueteo del fax en el piso de arriba, y al cabo de unos minutos vibró su móvil. Se metió la mano en el bolsillo y lo apagó.
Finalmente, abrigaron a su hijo y salieron los tres a dar un paseo. Un hombre y su familia. Una hermosa tarde en Chicago. Los Sox camino del título.
– ¿Por qué sonríes? -preguntó su mujer, sonriendo ella a su vez.
– Porque eres perfecta.
– No, no lo soy -dijo ella entre risas-. Pero soy perfecta para ti.
La Pitón no podía estar más de acuerdo.