21

Desde el día en que había entrado en el despacho de Heath la vida de Annabelle se había convertido en una noria girando a triple velocidad. Ascendía hasta la cumbre, permanecía allí durante unos segundos de inmensa felicidad, y a continuación se precipitaba a lo más bajo en un descenso que le revolvía las tripas. Mientras se preparaba para su fiesta de cumpleaños, se congratuló por haber despedido a Heath. Estaba loco. Y, lo que era peor, la había vuelto loca a ella. Aquella noche, al menos, no iba a tener tiempo de pensar en él. Dedicaría sus esfuerzos a asegurarse de que su familia la veía como lo que era, no ya una fracasada, sino una empresaria a las puertas del éxito con treinta y dos años recién cumplidos, que no necesitaba la compasión ni el consejo de nadie. Puede que Perfecta para Ti no fuese candidata a figurar en la lista de las quinientas mayores fortunas, pero como mínimo empezaba a generar beneficios.

Volvió a ponerle la tapa al tubo de brillo labial, salió del baño y cruzó el distribuidor para ir ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio de Nana. Le gustó lo que vio. Su vestido de cóctel, de línea trapecio con manga larga, había sido un derroche, pero no lamentaba haberse dejado el dinero. El favorecedor escote, por debajo de los hombros, confería longitud y gracia a su cuello, además de un efecto dramático a su cara y su pelo. Podía haber elegido el vestido en negro, apostando sobre seguro con un criterio más conservador, pero se había decidido por un color melocotón. Le encantaba la dramática yuxtaposición del suave tono pastel con su pelo rojo, que, para variar, no le estaba dando ningún problema y flotaba en torno a su rostro, bellamente alborotado, dejando ver a intervalos un delicado par de pendientes de oro como de encaje. Sus zapatos de tacón alto color crema le aportaban unos centímetros de más, pero no la estatura que le daría el hombre de cuyo brazo iría.

– ¿Vas a venir con un novio? -El asombro de Kate por la mañana, cuando desayunaron con sus padres en su hotel, aún chirriaba pero Annabelle se había mordido la lengua. Aunque la relativa juventud de Dean pudiera pesar en contra de ella, los Granger eran fanáticos del fútbol americano. Toda la familia, a excepción de Candace, seguía a los Stars desde hacía años, y ella confiaba en que el estatus de Dean compensaría su juventud y sus pendientes de diamante.

Echó un último vistazo a su reflejo. Candace llevaría un vestido de Max Mara, pero ¿qué más daba? Su cuñada era una trepa insegura y antipática. Annabelle hubiera preferido que Doug trajera a Jamison, pero habían dejado a su sobrino en casa, en California, con una niñera. Annabelle echó una ojeada a su reloj de pulsera. Faltaban aún veinte minutos para que su acompañante de lujo pasara a recogerla. Para que Dean se prestara a aquello, había tenido que prometerle que quedaría permanentemente a su disposición durante el resto de su vida, pero valdría la pena.

De camino al piso de abajo, tomó conciencia, con cierto disgusto, de que había algo patético en que una mujer de treinta y dos años estuviera todavía tratando de ganarse la aprobación de su familia. Tal vez hubiera superado aquello para cuando cumpliera los cuarenta. O tal vez no. Pero debía afrontar la verdad: tenía buenas razones para inquietarse. La última vez que había estado con su familia, le habían escenificado una intervención en toda regla.

«Tienes un potencial tan grande, cariño…», había dicho Kate tomando el ponche de Nochebuena en la terraza de su casa de Naples. «Te queremos demasiado para mantenernos al margen mientras te vemos desperdiciarlo.»

«Está bien estar colgada con veintiún años -había añadido Doug-. Pero si no te has puesto en serio con una profesión a los treinta, empiezas a parecer una perdedora.»

«Doug tiene razón -dijo el doctor Adam-. Nosotros no podemos estar siempre pendientes de ti. Tienes que poner algo de tu parte.»

«Al menos, podías pensar en cómo afecta tu estilo de vida al resto de la familia.» Ése había sido el comentario de Candace, después de dar cuenta de su cuarto vaso de ponche.

Hasta su padre se había sumado al coro: «Da clases de golf. No hay lugar mejor para hacer los contactos adecuados.»

La «fiesta» de esa noche iba a celebrarse en el aburrido club Mayfair, donde Kate había reservado un salón privado. Annabelle había pretendido invitar al club de lectura en pleno para estar más protegida, pero Kate insistió en que fuera «sólo para la familia». La última novia de Adam y el misterioso acompañante de Annabelle eran las únicas excepciones.

Annabelle comprobó la temperatura exterior. Hacía fresco, Halloween estaba próximo, pero el frío no era tanto como para arruinar su atuendo con una de sus chaquetas gastadas. Volvió al interior de la casa y empezó a dar vueltas. Quince minutos aún para que Dean pasara a recogerla. Hoy su familia vería sin duda que no era una fracasada. Tenía buen aspecto, la acompañaría un novio de pega que era un bombón, y Perfecta para Ti empezaba a despegar. Si no fuera por Heath…

Había estado haciendo grandes esfuerzos por no darle vueltas a su infelicidad. No quiso hablar con él desde la fiesta del fin de semana anterior, y, hasta el momento, él acataba su petición de que la dejara en paz. Incluso resistió la tentación de llamarle para agradecerle las cajas de delicatessen y licores caros que le había hecho llegar para reabastecer su despensa. El motivo por el que había incluido una solitaria violeta africana seguía siendo un misterio.

Por doloroso que le resultara, sabía que Heath era una inversión emocional que no podía seguir permitiéndose. Durante meses trató de convencerse de que sus sentimientos hacia él tenían más que ver con la lujuria que con el amor, pero no era verdad. Le amaba de tantas maneras que había perdido la cuenta: porque básicamente era una buena persona; por su sentido del humor; por lo bien que la entendía… Pero sus desequilibrios emocionales tenían unas raíces kilométricas, hundidas en lo más profundo, y le habían causado daños irreparables. Era capaz de la lealtad más absoluta, de una dedicación completa, de ofrecer fuerza y consuelo, pero ella no creía ya que fuera capaz de amar. Tenía que erradicarle de su vida.

Sonó el teléfono. Como fuera Dean para decirle que no podía acudir, no se lo perdonaría nunca jamás. Fue corriendo al despacho y se apresuró a coger el auricular, antes de que el contestador saltara.

– ¿Hola?

– Escúchame: esto es por un asunto personal, no de negocios -dijo Heath-, así que no me cuelgues. Tenemos que hablar.

El simple sonido de su voz hizo que el corazón le diera un pequeño brinco.

– No sé de qué.

– Me despediste -dijo él con toda calma-. Te lo respeto. Ya no eres mi casamentera. Pero seguimos siendo amigos, y en interés de nuestra amistad tenemos que discutir la página trece.

– ¿La página trece?

– Me has acusado de ser arrogante. Yo siempre lo he visto más bien como confianza en mí mismo, pero estoy aquí para decirte que ya no. Después de examinar estas fotos… Cielo, si esto es lo que buscas en un hombre, creo que ninguno va a dar la talla.

Ella tenía la impresión creciente de que entendía exactamente lo que estaba diciéndole, y se sentó en la esquina del escritorio.

– No tengo ni idea de qué me estás contando.

– ¿Quién iba a decir que la silicona elástica viniera en tantos colores?

Su catálogo de juguetes sexuales. Se lo había llevado hacía meses. Esperaba que se hubiera olvidado de ello a esas alturas.

– La mayor parte de estos productos parecen ser hipoalergénicos -prosiguió Heath-. Eso está bien, supongo. Algunos van a pilas, otros no. Supongo que eso es cuestión de preferencias. Éste lleva un arnés. Bastante morboso. Y… ¡Qué hijos de puta! Aquí dice que éste puede meterse en el lavavajillas. Mira que me gusta… Pero lo siento mucho, hay algo en eso que le quita a uno las ganas.

Tendría que colgarle, pero le había echado tanto de menos…

– Sean Palmer, ¿eres tú? Si no dejas de decir guarradas voy a contárselo a tu madre.

No picó.

– En la página catorce, arriba del todo… Este modelo viene con una especie de bomba de mano. Has doblado la esquina, así que debes estar interesada.

Estaba casi segura de no haber doblado la esquina de ninguna página, pero a saber…

– ¿Y qué hay de éste de la ventosa? La cuestión es: ¿dónde hay que pegarlo, concretamente? Una pequeña advertencia, corazón, si pegas algo así en la ventana de tu habitación o, demonios, en el salpicadero de tu coche… conseguirás atraer la clase de atención que no te conviene.

Ella sonrió.

– Dime sólo una cosa, Annabelle, que tengo que irme ya. -Su voz bajó a un tono intimista y cálido que la hizo estremecerse-. ¿Por qué va a interesarle a una mujer uno artificial, cuando uno de verdad funciona mucho mejor?

Mientras ella buscaba la réplica justa, él colgó. Annabelle hizo unas cuantas inspiraciones profundas, pero no consiguió serenarse. Por más que intentara protegerse, él siempre le llegaba adentro, lo cual era la principal razón por la que no podía permitirse conversaciones como aquélla.

Sonó el timbre. Gracias a Dios, Dean llegaba antes de hora. Saltó del escritorio y se presionó las mejillas con las manos para enfriarlas un poco. Adoptando una sonrisa forzada, abrió la puerta de la calle.

Heath estaba plantado al otro lado.

– Feliz cumpleaños. -Guardó su móvil en el bolsillo, bajó el catálogo y le rozó los labios con un beso rápido y leve, que a duras penas pudo ella refrenarse de devolver.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Estás preciosa. Preciosa es poco. Desgraciadamente, tu regalo no lo traen hasta mañana, pero no quiero que pienses que se me ha olvidado.

– ¿Qué regalo? Da igual. -Se forzó a bloquear la entrada en vez de abrirle los brazos-. Dean va a pasar a recogerme en diez minutos. No puedo hablar contigo ahora.

Él la hizo a un lado para poder entrar.

– Me temo que Dean está indispuesto. He venido a sustituirle. Me gusta tu vestido.

– ¿De qué estás hablando? He hablado con él hace tres horas y se encontraba bien.

– Estos virus estomacales son fulminantes.

– Es una bola. ¿Qué le has hecho?

– No he sido yo. Ha sido Kevin. No sé por qué se empeñó anoche en repasar vídeos de partidos con él. No le cuentes que lo he dicho, pero tu amigo Kevin puede ser un verdadero gilipollas cuando quiere. -Le acarició el cuello con la nariz, justo detrás de un pendiente-. Diantre, qué bien hueles.

A Annabelle le costó unos instantes más de la cuenta apartarse.

– ¿Está Molly al tanto de esto?

– No exactamente. Por desgracia, Molly se ha pasado al lado oscuro junto a su hermana. Esas dos mujeres se pasan varios pueblos en su afán por protegerte. Es por mí por quien deberían preocuparse. No sé cómo no han entendido aún que puedes cuidar de ti misma.

A ella le complació saber que él sí lo comprendía, pero siguió resistiéndose a ceder a su encanto de representante adulador.

– No quiero ir a mi fiesta de cumpleaños contigo. Mi familia no sabe que ya no eres cliente mío, así que les parecería un poco raro. Además, quiero ir con Dean. Con alguien que les impresione.

– ¿Y crees que yo no lo haré?

Ella pasó revista a su traje gris oscuro -probablemente de Armani-, su corbata de marca, y el reloj que llevaba esa noche, un Patek Philippe increíble, de oro blanco. Su familia se tumbaría de espaldas y le pedirían que les rascase las barrigas.

Él sabía que se la iba a camelar. Annabelle lo vio en su sonrisa ladina.

– Bueno, vale -dijo, gruñona-. Pero te lo advierto desde ahora: mis hermanos son los tíos más ignorantes, repelentes y dogmáticos que te puedas echar a la cara. -Alzó los brazos al cielo-. ¿Por qué gasto saliva? Te van a encantar.


***

Y él les encantó a ellos. Sus expresiones atónitas al entrar ella en el comedor privado revestido de nogal del club Mayfair, con Heath a su vera, colmaron todas sus fantasías. Primero comprobaron que no llevaba alzas en los zapatos, luego tasaron mentalmente su atuendo. Antes incluso de proceder a las presentaciones, le habían admitido como a uno de los suyos, un miembro más del club de los grandes triunfadores.

– Mamá, papá, éste es Heath Champion, y ya sé lo que estáis pensando. A mí también me sonó a falso. Pero su apellido era originalmente Campione, y habréis de admitir que Champion es un buen nombre desde el punto de vista del márketing.

– Muy bueno, para el márketing -dijo Kate, en tono aprobatorio. Su pulsera favorita, una de oro con dibujos grabados, tintineo contra otra de Nana, antigua, con mucho encanto. Al mismo tiempo, dirigió a Annabelle una mirada inquisitiva, que ella fingió no ver, ya que no había pensado aún en cómo explicar que el hombre que conocían como su cliente más importante se presentase como su acompañante.

Kate lucía esta noche uno de sus trajes de punto de St. John de un color champán que entonaba a la perfección con su pelo rubio ceniza, que llevaba con un corte a lo paje como Gena Rowlands a la altura de la mandíbula, desde que Annabelle tenía memoria. Su padre vestía su blazier azul marino favorito, camisa blanca y una corbata del mismo gris que los vestigios de su pelo rizado. En tiempos había sido de color caoba, como el de su hija. Una insignia con la bandera americana adornaba su solapa, y, al abrazarle, Annabelle aspiró su familiar perfume a papá: espuma de afeitar brut, loción limpiadora seca y piel de cirujano, frotada a conciencia.

Heath empezó a estrechar manos.

– Kate, Chet, es un placer.

Aunque Annabelle había visto ya a sus padres en el desayuno, sus hermanos habían llegado en avión sólo unas horas antes, e intercambió abrazos con ellos. Doug y Adam habían heredado de Kate su agraciado aspecto -rubios, de ojos azules-, pero no así su tendencia a cargar con algún kilo de más en torno a la cintura. Estaban especialmente guapos esa noche, triunfadores con cuerpos endurecidos.

– Doug, tú eres el contable, ¿no es así? -Los ojos de Heath despedían un brillo de respeto-. Tengo entendido que te han hecho vicepresidente de Reynolds y Peate. Impresionante. Y Adam, el mejor cardiocirujano de San Luis. Es un honor.

Los hermanos Granger se sintieron igualmente honrados, y los tres se dieron amistosas palmaditas en los hombros.

– He leído sobre ti en los periódicos…

– Te has hecho toda una reputación…

– … tu nómina de clientes es asombrosa…

La cuñada de Annabelle se aplicaba el perfume como si fuera repelente para insectos, así que la abrazó en último lugar. Excesivarnente bronceada, con un maquillaje agresivo e infralimentada, Candace llevaba un vestido negro corto y sin tirantes para exhibir el color de sus brazos y sus impecables pantorrillas. Los diamantes de sus pendientes eran casi tan grandes como los de Sean Palmer, pero Annabelle seguía pensando que parecía un caballo.

Heath brindó a Candace su combinado especial: sonrisa sexy y mirada directa, rebosante de sinceridad.

– Vaya, Doug, ¿cómo es que un tío tan feo como tú ha conquistado a semejante belleza?

Doug, que sabía perfectamente lo guapo que era, se rió. Candace agitó coquetamente las extensiones caoba de su pelo.

– La pregunta es… ¿cómo es que una chica como Annabelle ha persuadido a alguien como tú de que se uniera a nuestra pequeña fiesta familiar?

Annabelle sonrió con dulzura.

– Le he prometido que después le dejaría atarme y azotarme.

El comentario divirtió a Heath, pero su madre soltó un bufido.

– Annabelle, no todos los presentes están familiarizados con tu sentido del humor.

Annabelle dirigió su atención a la única persona en la sala que no conocía, la última conquista de Adam. Al igual que las previas, incluida su ex mujer, era una chica bien trajeada, atractiva, de facciones cuadradas, llevaba una coleta castaña oscura cortada de un tajo, y carecía por completo de encanto. La simple visión de aquellos labios finos y serios anunciaba que su hermano había vuelto a elegir a una hembra emocionalmente robótica.

– Ésta es la doctora Lucille Menger. -Deslizó un brazo protector por sus hombros-. Nuestra muy talentosa nueva patóloga.

«Una elección profesional muy acertada, Lucy. Así no necesitas preocuparte por el trato con los pacientes.»

Heath le dirigió su sonrisa de mil vatios.

– Parece que tú y yo somos los únicos extraños a la familia esta noche, así que no deberíamos separarnos. Por lo que sabemos, esta gente podrían ser asesinos en serie.

Los padres y hermanos de Annabelle se rieron, pero Lucille pareció desconcertada. Finalmente, se disipó la niebla en su cerebro.

– Ah, es un chiste.

Annabelle lanzó una mirada rápida a Kate, pero aparte de un leve movimiento de ceja, su madre no dio señal alguna que deja entrever nada. La irritación de Annabelle aumentó mucho más. Su hermano tenía un historial insuperable eligiendo a aquellas cerebritos carentes de sentido del humor, pero ¿organizaba alguien una intromisión en la vida del doctor Adam? No, señor. Sólo en la de Annabelle.

Heath puso cara de pillo arrepentido.

– Un chiste muy malo, me temo.

Lucille pareció aliviada de saber que no era ella.

Kate siempre reservaba el comedor privado del segundo piso del club Mayfair para las reuniones familiares de los Granger en Chicago. Decorada como una casa solariega inglesa, llena de bronce pulido y de chinzs, la sala incluía una zona con asientos muy acogedora junto a una ventana abalconada, con parteluces, que daba a la plaza Delaware, y allí se sentaron a tomar el aperitivo y entregar los regalos. Doug y Candace la obsequiaron con un vale certificado para un salón de belleza de la ciudad. Estaba claro a quién se le había ocurrido esa idea. Adam le regaló un reproductor de DVD nuevo, junto con una colección de vídeos de musculación; muchas gracias. Cuando desenvolvió el regalo de sus padres, descubrió un traje azul marino carísimo que no se pondría ni muerta, pero que no podía devolver porque Kate lo había encargado en su boutique para mujeres trabajadoras favorita de San Luis, y el encargado se pondría a dar alaridos.

– Toda mujer necesita un traje sufrido cuando empieza a hacerse mayor -dijo su madre.

Heath torció la boca.

– Yo también tengo un regalo para Annabelle. Lamentablemente, no estará listo hasta el lunes.

Candace le presionó para que diera más detalles, pero se negó a decir ni una palabra. Kate no podía reprimir más tiempo su curiosidad acerca de por qué había venido.

– A nosotros no nos importa que Annabelle se presente sin nadie, aunque ella dice que le hace sentirse como una quinta rueda. En tanto que cliente suyo, no tenías ciertamente obligación de acompañarla, pero… En fin, debo decir que estamos todos muy contentos de que aceptaras unirte a nosotros…

Acabó la frase con un signo de interrogación implícito. Annabelle confió en que Heath conseguiría de una forma u otra acabar con la presunción por parte de su madre de que la acompañaba por compasión, pero él estaba más centrado en resultar encantador.

– Para mí es un placer. Estaba deseando conoceros a todos. Annabelle me ha contado unas historias asombrosas sobre tu carrera en la banca, Kate. Has sido una verdadera pionera para las mujeres.

Kate se derretía oyéndole.

– No sé si tanto, pero sí te diré que en aquel entonces las cosas resultaban mucho más difíciles para las mujeres que ahora. No paro de decirle a Annabelle la suerte que tiene. Hoy en día, los únicos obstáculos que se interponen en el camino del éxito para una mujer son los que ella misma se crea.

«Toma.»

– Está claro que la habéis educado bien -dijo Heath, adulador-. Es asombroso lo que ha conseguido crear en tan corto espacio de tiempo. Debéis de estar muy orgullosos de ella.

Kate miró fijamente a Heath para ver si estaba hablando en broma. Candace soltó una risita por lo bajo. No es que Annabelle odiara a su cuñada, pero no estaría la primera en la fila si algún día Candace llegaba a necesitar un donante de riñón.

Kate estiró el brazo para darle a Annabelle unas palmaditas en la rodilla.

– Te expresas con mucho tacto, Heath. Mi hija siempre ha sido un espíritu libre. Y esta noche estás preciosa, cariño, aunque es una lástima que no tuvieran ese vestido en negro.

Annabelle suspiró. Heath sonrió, y luego se volvió a Candace, que había maniobrado para situarse en el sofá de cuero entre Doug y él.

– Tengo entendido que Doug y tú tenéis un niño pequeño muy inteligente.

¿Inteligente? Lo más que había dicho Annabelle de Jamison era que había aprendido a atraer la atención de todo el mundo a base de hacerse pis en la alfombra del salón. Pero el clan de los Granger se lo tragó.

Kate estaba radiante de orgullo.

– Me recuerda tanto a Doug y Adam a su edad…

«¿Por lo pequeño que tenían el pene?»

– Vamos a hacerle pruebas -dijo Doug-. No queremos que se aburra en el colegio.

– Le encanta su clase de conocimiento de la naturaleza. -Una hebra de las extensiones capilares de Candace se le había pegado al brillo de labios, pero no parecía haberse dado cuenta-. Le estamos enseñando a reciclar.

– Es asombrosa la coordinación que demuestra para tener tres años -dijo Adam-. Va a ser todo un atleta.

Kate estaba henchida de orgullo maternal.

– Doug y Adam fueron nadadores.

Annabelle también había sido nadadora.

– Annabelle también nadaba. -Kate se sujetó un rizo rubio detrás de la oreja-. Desafortunadamente, no tenía tanta afición como sus hermanos.

Traducción: ella nunca ganó medallas.

– Yo lo hacía sólo para divertirme -murmuró, pero nadie le hizo caso, porque su padre acababa de decidir intervenir en la conversación.

– Voy a cortar mi viejo hierro del siete para Jamison. Nunca es demasiado pronto para que se aficionen al golf.

Candace se embarcó en una descripción de las proezas académicas de Jamison, y el Señor Encantador le dio todas las respuestas correctas. Kate miraba con orgullo a sus hijos.

– Tanto Doug como Adam habían aprendido a leer a los cuatro años. No palabras sueltas, sino párrafos enteros. Me temo que a Annabelle le costó un poquito más. No es que fuera lenta, no lo era en absoluto, pero le costaba estarse quieta.

Le seguía costando.

– Un pequeño desorden de déficit de atención no es necesariamente algo malo -dijo Annabelle, sintiéndose obligada a terciar-. Al menos, te proporciona un amplio abanico de intereses.

Todos se la quedaron mirando, incluso Heath. Cuadraba. En menos de media hora, había desertado de la mesa de los perdedores y se había hecho con una plaza fija entre los chicos modélicos.

La agonía se prolongó con la llegada de los aperitivos; se sentaron en torno a la mesa, dispuesta con un mantel de lino blanco, rosas rojas y candelabros de plata.

– Así que ¿cuándo vas a venir a ver el ala nueva de cardiología, Patatita? -Adam se había sentado a su lado, y enfrente de su novia-. Qué risa, Lucille. La última vez que Annabelle vino de visita, alguien se había dejado un cubo de fregar en la recepción. Annabelle iba hablando, como de costumbre, y no lo vio. ¡Pataplaf!

Se echaron todos a reír, como si no hubieran oído aquella historia una docena de veces por lo menos.

– ¿Os acordáis de aquella fiesta que hicimos antes de empezar nuestro último año de instituto? -Doug se tronchaba de risa-. Mezclamos los culos de todos los vasos y desafiamos a Patatita a que se bebiera aquel maldito brebaje. Dios, creí que no iba a acabar de vomitar nunca.

– Sí, oye, qué bonitos recuerdos, sí señor. -Annabelle apuró su copa de vino.

Por fortuna, estaban más interesados en acribillar a Heath a preguntas que en torturarla a ella. Doug quiso saber si había pensado en abrir una oficina en Los Ángeles. Adam le preguntó si había admitido a algún socio. Su padre le preguntó por su nivel al golf. Todos estuvieron de acuerdo en que el trabajo duro, unos objetivos bien definidos y un buen backswing eran las claves del éxito. Para cuando atacaron los entrantes, Annabelle pudo ver que Heath se había enamorado de su familia tanto como su familia de él.

Kate, no obstante, no había satisfecho aún su curiosidad sobre por qué se había presentado en calidad de acompañante.

– Cuéntanos cómo va tu búsqueda de esposa. Tengo entendido que estás trabajando con dos casamenteras.

Annabelle decidió destapar el asunto de una vez.

– Una casamentera. Yo le he despedido.

Sus hermanos se rieron, pero Kate le dirigió una mirada severa por encima de su panecillo.

– Annabelle, tienes un sentido del humor de lo más extraño.

– No estaba bromeando -dijo ella-. Era imposible trabajar con Heath.

Un silencio sepulcral cayó sobre la mesa. Heath se encogió de hombros y dejó su tenedor.

– Parece que me costaba bastante cumplir con la parte que me tocaba, y Annabelle no tolera muchas tonterías cuando de trabajo se trata.

Su familia se había quedado con la boca abierta, todos menos Candace, que se acabó su tercera copa de chardonnay y decidió que ya era hora de sacar su tema de conversación predilecto.

– Nunca lo oirás de boca de uno de ellos, Heath, pero la familia Granger es de las más antiguas de San Luis, no sé si me entiendes

Heath enroscó los dedos en torno al pie de su copa.

– No estoy muy seguro.

Por más que se alegrara de cambiar de tema, Annabelle deseó que Candace hubiera elegido algún otro. A Kate tampoco le hacía feliz, pero ya que Candace había decidido portarse mal en lugar de Annabelle, se limitó a pedirle a Lucille que le pasara la sal.

– La sal hace subir la tensión arterial -se sintió en el deber profesional de apuntar Lucille.

– Fascinante. -Kate le pasó el brazo por delante para coger el salero.

– Los Granger son una de las familias originales de las destilerías de San Luis -dijo Candace-. Prácticamente, fundaron ellos la ciudad.

Annabelle reprimió un bostezo.

Heath, sin embargo, abandonó su costilla de primera para prestarle a Candace toda su atención.

– No me digas.

Candace, una esnob de nacimiento, estuvo más que encantada de extenderse en detalles.

– Mi suegro esperó a acabar el instituto para anunciar que pensaba dedicarse a la medicina en vez de a la cerveza. Su familia se vio forzada a vender el negocio a la Anheuser-Busch. Según parece, la historia fue la comidilla de los periódicos locales.

– Me lo figuro. -Heath buscó la mirada de Annabelle, al otro lado de la mesa-. Nunca me comentaste nada de esto.

– Ninguno lo hace -dijo Candace en un susurro de conspiradora-. Les avergüenza haber nacido ricos.

– Avergonzarnos, no -dijo Chet con firmeza-. Pero Kate y yo hemos creído siempre en el valor del trabajo duro. No teníamos la menor intención de criar a unos hijos sin nada mejor que hacer que contar el dinero de sus fideicomisos.

Dado que ninguno de ellos podría tocar el dinero de sus fideicomisos hasta que tuvieran unos ciento treinta años, Annabelle nunca había entendido dónde estaba el chollo.

– Hemos visto a demasiados jóvenes arruinarse así-dijo Kate.

Candace tenía otro chisme que desvelar.

– Parece que se armó bastante revuelo cuando Chet llevó a Kate a su casa. Los Granger pensaron que se rebajaba casándose con ella.

Lejos de ofenderse, Kate se mostró arrogante.

– La madre de Chet era una esnob terrible. No podía evitarlo, la pobre. Era un producto de esa cultura de la alta sociedad de San Luis tan cerrada, que es precisamente por lo que puse tanto empeño, podría añadir que en vano, en convencer a Annabelle de que no hiciera puesta de largo. Puede que mi familia fuera de clase trabajadora; sabe Dios que mi madre lo era, pero…

– No te atrevas a hablar mal de Nana. -Annabelle acuchilló una judía verde.

– … pero yo podía aprenderme las normas de etiqueta tan bien como cualquiera -prosiguió Kate sin alterarse en ningún momento-, y no me llevó mucho tiempo encajar perfectamente entre los encopetados Granger.

Chet miró a Kate con orgullo.

– Para cuando murió mi madre, se preocupaba más por Kate que por mí.

Heath no había apartado la vista de Annabelle.

– ¿Tuviste puesta de largo?

Ella se puso toda estirada, levantando la barbilla.

– Me encantaban los trajes, y en aquel momento parecía buena idea. ¿Tienes alguna objeción?

Heath se echó a reír, y el ataque le duró tanto que Kate tuvo que sacar un pañuelo de su bolso y pasárselo para que se secara los ojos. Annabelle no entendió, francamente, qué era lo que encontraba tan gracioso.

Candace permitió, imprudentemente, que el camarero le rellenara la copa de vino.

– Luego estaba el Meandro, la casa en la que se criaron todos…

Heath resopló, divertido.

– ¿Vuestra casa tenía nombre?

– A mí no me mires -replicó Annabelle-. Se lo pusieron antes de que yo naciera.

– El Meandro era una hacienda, no sólo una casa -explicó Candace-. Aún no nos acabamos de creer que Chet convenciera a Kate para que vendieran la propiedad, aunque su casa de Naples es espectacular.

A Heath le dio otro ataque de risa.

– Qué pesado estás -dijo Annabelle.

Candace siguió describiendo la belleza del Meandro, lo que hizo que a Annabelle le entrara nostalgia, aunque a Candace se le olvidó mencionar las ventanas que dejaban pasar las corrientes de aire, las chimeneas humeantes y las frecuentes plagas de ratones. Al final, hasta Doug se hartó, y cambió de tema.


***

A Heath le encantaron los Granger, todos y cada uno, con la excepción de Candace, que era una petarda engreída, pero, claro la chica tenía que vivir a la sombra de Annabelle, de modo que estaba dispuesto a mostrarse tolerante. Mirando en torno a aquella mesa, vio a la familia, sólida como una roca, con la que había soñado de niño. Chet y Kate eran unos padres amantísimos que habían dedicado su vida a hacer de sus niños unos adultos bien situados. A Annabelle le sacaba de quicio la forma en que sus hermanos la pinchaban -le hacían de todo, menos collejas-, pero siendo la pequeña, y la única chica, estaba claro que era su mascota, y observar la no muy sutil competencia entre Adam y Doug por monopolizar su atención resultó uno de los atractivos de la velada. Las sutilezas de las relaciones entre madre e hija se le escapaban. Kate se ponía machacona criticándola, pero no dejaba de buscar excusas para tocar a Annabelle siempre que podía, y le sonreía cuando ella no miraba. En cuanto a Chet… su expresión afectuosa no dejaba lugar a dudas sobre quién era la niña de sus ojos.

Contemplándola al otro lado de la mesa, sintió que el orgullo le atenazaba la garganta. Nunca la había visto tan hermosa ni tan sexy, aunque era cierto que sus pensamientos parecían derivar siempre en esa dirección. Sus hombros desnudos relucían a la luz de las velas, y él sintió deseos de lamer el cúmulo de pecas de aquella graciosa naricilla. El remolino brillante de su pelo le recordaba a las hojas de los árboles en otoño, y ardía en deseos de despeinarlo con sus dedos. Si no hubiera estado tan obcecado con su desfasada idea de lo que era una esposa de exhibición, habría comprendido meses antes el lugar que ella ocupaba en su vida. Pero había sido necesaria la fiesta del fin de semana anterior para abrirle los ojos. Annabelle hacía feliz a todo el mundo, incluido él. Con Annabelle, recordaba que la vida consistía en vivir, no sólo en trabajar, y que la risa era un bien tan precioso como el dinero.

Había cancelado las citas de toda una mañana para elegir su anillo de compromiso, de sólo dos quilates y medio, porque ella tenía las manos pequeñas, y cargar todo el día con tres quilates podría dejarla demasiado cansada para desnudarse por la noche. Tenía exactamente planeado cómo la pediría en matrimonio, y aquella mañana puso en marcha la primera parte de su plan.

Había contratado a la banda de música de la Universidad del Noroeste.

Veía con claridad cómo debería desarrollarse todo. En aquel momento, ella estaba enfadada, de modo que tenía que hacerle olvidar que, hasta hacía pocas semanas, había estado decidido a casarse con Delaney Lightfield. Estaba bastante seguro de que Annabelle le amaba. La patraña de Dean Robillard lo demostraba, ¿no? Y si estaba equivocado, haría que le amara… empezando aquella misma noche.

La besaría hasta dejarla sin respiración, la subiría al dormitorio, pondría a Nana de cara a la pared, y haría el amor con ella hasta quedar inconscientes los dos. Después, seguiría con todo un cargamento de flores, unas cuantas citas súper-románticas, y una retahila de llamadas obscenas. Cuando estuviera absolutamente seguro de haber derribado la última de sus defensas, la invitaría a una cena especial en el restaurante exclusivo de Evanston. Después de haberla arrullado con la buena comida, el champán y la luz de las velas, le diría que quería ver los paraderos más frecuentados de su antigua universidad y propondría un paseo por el campus de la Noroeste. Por el camino, la arrastraría bajo uno de aquellos grandes soportales con arcadas, la besaría, y probablemente le metería mano un poco, porque, para qué engañarse, le era imposible besar a Annabelle sin tocarla además. Finalmente, llegarían al lugar en que el campus se abre al lago, y sería allí donde la banda de música del Noroeste les estaría esperando, tocando alguna balada clásica y romántica. Se postraría sobre una rodilla, sacaría el anillo y le pediría que se casara con él.

Fijó aquella imagen en su cabeza, la saboreó, y luego, con una punzada de pena, la dejó ir. No habría banda de música, ni proposición junto al lago, ni tan sólo un anillo para sellar el momento exacto en que la pidiera en matrimonio, dado que el que había elegido no estaría listo hasta la semana siguiente. Iba a renunciar a su plan perfecto porque, después de conocer a la familia Granger y ver lo mucho que significaban los unos para los otros -lo mucho que Annabelle significaba para ellos-, supo que tenían que formar parte de aquello.

El camarero desapareció, dejándoles con los cafés recién hechos y los postres. Al otro lado de la mesa, Annabelle increpaba al eminente cardiocirujano de San Luis, que le estaba retorciendo un rizo entre sus dedos y amenazaba con no soltarla hasta que le contara a todo el mundo lo de aquella vez que se había mojado las bragas en la fiesta de cumpleaños de Laurie no-sé-qué.

Heath se puso en pie. Adam soltó el pelo de Annabelle, y ella le dio una patada por debajo de la mesa.

– ¡Ay! -Adam se frotó la pierna-. ¡Me has hecho daño!

– Estupendo.

– Chicos…

Heath sonrió. Aquello le encantaba.

– Con vuestro permiso, tengo un par de cosas que anunciar. Primero, sois unas personas fantásticas. Gracias por permitirme tomar parte en esta velada.

Siguió un coro de «bravos», acompañado por el tintineo de las copas. Sólo Annabelle permanecía en silencio y recelosa, pero lo que estaba a punto de decir debería borrarle aquella expresión severa de la cara.

– Yo no tuve la suerte de crecer en una familia como la vuestra. Creo que todos sois conscientes de lo afortunados que sois de teneros los unos a los otros. -Miró a Annabelle, pero ella estaba buscando su servilleta, que Adam le había pasado a Doug por debajo de la mesa. Esperó a que volviera a asomar la cabeza.

– Hace casi cinco meses que irrumpiste en mi despacho con aquel espantoso vestido amarillo, Annabelle. Durante este tiempo, has puesto mi vida patas arriba.

Kate alzó una mano, sacudiendo sus pulseras con un ruido metálico.

– Si tienes un poco de paciencia, estoy segura de que hará todo lo posible por que todo se arregle. Annabelle es extremadamente trabajadora. Admito que sus métodos profesionales pueden no ser a lo que estás acostumbrado, pero tiene el corazón en su sitio.

Doug sacó una pluma del bolsillo.

– Estoy pensando en repasar sus archivos de cabo a rabo antes de irme. Con un poco de reorganización y una mano más firme en las riendas, su negocio debería estabilizarse en un tris.

Annabelle apoyó la barbilla en una mano y suspiró.

– No estoy hablando de Perfecta para Ti -dijo Heath.

Todos le miraron desconcertados.

– Cambió el nombre de la empresa -dijo él, pacientemente-. Ya no se llama Bodas Myrna. La ha llamado Perfecta para Ti.

Adam la miró asombrado.

– ¿Es verdad eso?

Candace se ajustó un pendiente.

– ¿No podías haber pensado en algo más pegadizo?

– No recuerdo haber oído nada de esto -dijo Doug.

– Yo tampoco. -Chet dejó su taza de café sobre la mesa-. Nadie me cuenta nunca nada.

– Yo te lo dije -replicó Kate en tono cortante-. Lamentablemente, no puse un anuncio en el canal de golf.

– ¿Qué clase de empresa es? -dijo Lucille.

Mientras Adam explicaba que su hermana era casamentera, Doug sacó su BlackBerry.

– Seguro que no se te ha ocurrido registrar el nombre para protegerlo legalmente.

Heath comprendió que estaba perdiendo su atención, y alzó la voz.

– El asunto es… Hasta que conocí a Annabelle, creía tener perfectamente planeada mi vida, pero a ella no le llevó mucho tiempo señalar que había cometido algunos errores muy serios en mis cálculos.

Kate puso una mueca de contrariedad.

– Ay, señor. Ya sé que no siempre demuestra mucho tacto, pero lo hace con buena intención.

Annabelle levantó la muñeca de Adam y miró su reloj. A Heath le habría gustado que demostrara un poco más de confianza.

– Sé que todos los presentes reconocéis lo especial que es Annabelle -dijo-, pero yo no la conozco hace tanto tiempo, y he tardado un poco en darme cuenta.

Annabelle se puso a frotar una mancha de salsa del mantel.

– Que me haya costado comprenderlo -prosiguió Heath- no quiere decir que sea estúpido. Reconozco la calidad cuando la veo y Annabelle es una mujer asombrosa. -Ahora sí que disfrutaba de toda su atención, y sintió esa familiar subida de adrenalina que anunciaba los momentos finales previos al cierre de un acuerdo-. Sé que hoy es tu cumpleaños, cariño, lo que significa que deberías ser tú la que reciba regalos, y no yo, pero me siento codicioso. -Se volvió primero hacia un extremo de la mesa, luego al otro-. Chet, Kate, quisiera pediros permiso para casarme con vuestra hija.

Un silencio atónito se adueñó de la sala. Chisporroteó la luz de una vela. Una cuchara cayó con estrépito sobre un plato. Annabelle se había quedado helada en su silla, en tanto que su familia volvía poco a poco a la vida.

– ¿Por qué ibas a querer casarte con Annabelle? -aulló Candace.

– Pero creía que estabas…

– Oh, cariño…

– ¿Casarte con ella?

– ¿Con nuestra Annabelle?

– Ella no nos había dicho nada de…

Kate hurgó en su bolso en busca de sus pañuelos.

– Éste es el momento más feliz de mi vida.

– Permiso concedido, Champion.

Doug, sonriendo, estiró el brazo para pellizcar a su madre.

– Que se casen por Navidad, antes de que se dé cuenta del lío en que se mete y cambie de idea.

Heath no había apartado los ojos de Annabelle, dándole tiempo para hacerse a la idea. Sus labios formaban un óvalo torcido; sus ojos se habían vuelto charcos de miel derramada… Y de pronto, sus cejas se juntaron en el centro de su ceño.

– Pero ¿qué dices?

El se esperaba como mínimo un grito ahogado de alegría.

– Quiero casarme contigo -repitió.

Su expresión presagiaba lo peor, y Heath recordó de pronto que Annabelle muy rara vez hacía lo que él se esperaba, algo que posiblemente habría debido tener en cuenta antes de ponerse en pie.

– ¿Y cuándo has tenido esta mágica revelación? -preguntó ella-. No, déjame adivinar. Esta noche, después de conocer a mi familia.

– Pues no. -En esto, al menos, pisaba terreno firme.

– ¿Cuándo, entonces?

– El fin de semana pasado, en la fiesta.

En sus ojos brillaba la incredulidad.

– ¿Por qué no lo dijiste sobre la marcha?

Demasiado tarde, comprendió que habría debido atenerse a su plan original, pero se negó a dejarse llevar por el pánico. Opón siempre la fuerza a la fuerza.

– Hacía apenas unas horas que había roto con Delaney. Me pareció un poco prematuro.

– Todo esto parece un poco prematuro.

Kate agarró el mantel con la mano.

– Annabelle, estás siendo muy desagradable.

– Pues eso no es nada comparado con cómo me siento yo. -Heath crispó el gesto al verla levantarse como movida por un resorte-. ¿Alguien le ha oído pronunciar esa palabra que empieza con Q? Porque, desde luego, yo no.

Así, sin más ni más, le puso contra las cuerdas. ¿Había creído realmente que no se iba a dar cuenta? ¿Era por eso por lo que había decidido hacer aquello delante de su familia? Empezó a sudar. Si no manejaba la situación con mucho cuidado, todo el invento se vendría abajo en torno a él. Sabía lo que debía hacer, pero en el preciso instante en que debía conservar la calma, la perdió.

– ¡Había contratado a la banda de música de la Universidad del Noroeste!

Aquella revelación fue recibida con un silencio de perplejidad.

Había conseguido quedar como un asno. Annabelle meneó la cabeza con una dignidad y una calma que le ponían nervioso.

– Has perdido la cabeza. Si por lo menos lo hubieras hecho en privado…

– ¡Annabelle! -A Kate se le estaba poniendo rojo el cuello-. Sólo porque Heath no quiera airear sus más íntimos sentimientos delante de gente que apenas conoce no tienes que pensar que no está enamorado de ti. ¿Cómo va a no quererte nadie?

Annabelle mantuvo su mirada clavada en la de Heath.

– Te voy a decir una cosa que he aprendido sobre las pitones madre: a veces es más importante prestar atención a lo que no dice que a lo que hacen.

Kate se puso en pie.

– Oye, estás demasiado enfadada para discutir esto ahora mismo. Heath es un hombre maravilloso. Mira si no cómo ha encajado enseguida. Espérate a mañana, cuando hayas tenido ocasión de enfriar un poco los ánimos, y entonces podéis hablar de esto los dos tranquilamente.

– Ahorra saliva -masculló Doug-. No hay más que verla para darse cuenta de que la va a fastidiar.

– Venga, Patatita -suplicó Adam-. Dile al hombre que te casarás con él. Por una vez en la vida, sé un poco lista.

Lo último que necesitaba Heath era la ayuda de sus hermanos. A aquellos tíos los quería a su lado en una trinchera, no alrededor de una mujer cabreada. Pedir su mano delante de su familia había sido la peor idea que hubiera tenido nunca, pero no era la primera vez que un acuerdo se le torcía, y aun así se las había arreglado para sacarlo adelante. Lo único que necesitaba era pillarla a solas… y evitar el único tema que ella se empeñaría en discutir.

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