24

Heath llegó al campamento de Wind Lake poco antes de medianoche. En la oscuridad barrida por la lluvia, sólo brillaban el resplandor acuoso de las farolas victorianas de la zona comunitaria y la solitaria luz del porche del bed & breakfast. Sus limpiaparabrisas batían la luna frontal del Audi. Las cabañas se alzaban, sin calefacción, vacías y con los postigos echados para el resto de la temporada. Habían apagado hasta las amarillas lámparas portuarias enrejadas, a lo lejos. En un principio, pensó en coger un avión, pero con aquel tiempo de perros habían cerrado el pequeño aeropuerto, y Heath no tuvo paciencia para esperar a que se reanudaran los vuelos. Hubiera debido hacerlo, porque la tormenta había alargado el viaje, que duraba ocho horas, a diez.

Había salido de Chicago con retraso. Le molestaba no llevar el anillo de compromiso de Annabelle en el bolsillo -quería darle algo tangible-, así que había vuelto con su coche a Wicker Park para recoger el Audi nuevo. Tal vez no pudiera ponérselo en el dedo, pero al menos le demostraría que iba en serio. Desgraciadamente, el deportivo no estaba pensado para alguien de uno ochenta, y al cabo de diez horas Heath tenía las piernas contraídas, un calambre en el cuello y un dolor de cabeza mortal, que él había alimentado a base de café negro. En el asiento de atrás iban bailando diez globos de Disney. Los había visto atados juntos en la gasolinera donde paró a repostar, y los había comprado en un impulso. Dumbo y Cruella de Vil llevaban los últimos cien kilómetros golpeándole en la nuca.

A través del parabrisas anegado por la lluvia, distinguió una fila de mecedoras balanceándose en el porche de entrada. Aunque estuvieran cerradas las cabañas, Kevin le había explicado que el bed & breakfast hacía negocio en esa temporada con los turistas que subían en busca del follaje de otoño, y los faros del Roadster descubrieron media docena de coches aparcados a un lado. Pero el Crown Vic de Annabelle no se contaba entre ellos.

El Audi dio una sacudida al pasar por un bache lleno de lluvia cuando Heath giró por la calzada que corría paralela al oscuro lago. Se le pasó por la cabeza, y no era la primera vez, que viajar hasta los bosques del norte basándose en información facilitada a una niña de tres años por una mujer que le tenía una ojeriza descomunal podía no ser su jugada más inteligente, pero el caso era que lo había hecho.

Pisó el freno en cuanto sus faros alumbraron lo que hacía diez horas que rezaba por ver: el coche de Annabelle, aparcado frente a Lirios del campo. Notó la cabeza embriagada de alivio. Mientras detenía el coche detrás del Crown Vic, contempló a través de la lluvia la cabaña oscurecida, y combatió el impulso de despertar a Annabelle y aclarar las cosas. No estaría en condiciones de negociar su futuro hasta que hubiera dormido unas horas. El bed & breakfast estaba cerrado de noche, y no podía quedarse en el pueblo, puesto que ella podría decidir marcharse antes de que él volviera. Sólo podía hacer una cosa…

Dio marcha atrás al Audi hasta bloquear el camino. Cuando tuvo la tranquilidad de que ella no podría salir, apagó el motor, apartó al pato Donald de en medio y reclinó el asiento a tope. Pero a pesar de que estaba bastante exhausto, no concilio el sueño de inmediato. Demasiadas voces del pasado. Demasiados recordatorios de las mil maneras en que el amor le había pateado en los dientes… una y otra vez.


***

El frío despertó a Annabelle antes incluso que su despertador, que había puesto a las seis. La temperatura había descendido en picado durante la noche, y la manta con que se había arropado no la protegía del rigor de la madrugada. Molly le había dicho que se quedara en las habitaciones privadas de los Tucker en el bed & breakfast, en vez de en una cabaña sin calefacción, pero Annabelle había buscado la soledad de Lirios del campo. Ahora lo lamentaba.

Hacía una semana que el agua caliente estaba cortada, y se salpicó la cara con la fría. Después de ayudar a servir el desayuno a los huéspedes, se regalaría con un largo remojón en la bañera de Molly. El día anterior se había prestado a echar una mano con el desayuno porque la chica que trabajaba normalmente en el turno de mañana había caído enferma. Una pequeña distracción que le vino muy bien.

Contempló el rostro de ojos cavernosos del espejo. Daba pena. Pero cada lágrima que había vertido aquí en el campamento era una lágrima que no tendría que verter cuando estuviera de vuelta en la ciudad. Aquél era su momento de duelo. No pretendía convertirse en una profesional de la infelicidad, pero tampoco iba a castigarse por haberse escondido. Se había enamorado de un hombre que era incapaz de corresponderla. Si una mujer no podía llorar por eso es que no tenía corazón.

Se dio la vuelta recogiéndose el pelo en una coleta, luego se puso los vaqueros y unas zapatillas, además de un jersey muy abrigado que había tomado prestado del armario de Molly. Salió de la cabaña por la puerta de atrás. El viento se había llevado la tormenta por fin, y su aliento formaba nubecitas heladas en el aire límpido y frío mientras caminaba por el sendero que llevaba al lago. La alfombra de hojas empapadas se hundía bajo sus zapatillas, y de las ramas de los árboles le caían gotas en la cabeza, pero ver el lago de madrugada la animó, y no le importó mojarse.

Subir hasta allí había sido una buena elección. Heath era un vendedor consumado, y veía cualquier obstáculo como un desafío. Andaría buscándola cuando regresara, para intentar convencerla de que debería contentarse con la posición a la que él pretendía relegarla en su vida: por detrás de sus clientes y sus reuniones, sus llamadas telefónicas y su ambición desmedida. No podía regresar hasta que hubiera afirmado bien sus defensas.

Del lago emanaban columnas de neblina, y un par de garcetas blancas como la nieve picoteaban junto a la orilla. Bajo el peso de su tristeza, se debatía por hallar unos contados momentos de paz. Cinco meses antes, puede que se hubiera conformado con las migajas emocionales que Heath le arrojaba, pero ya no. Ahora sabía que merecía más. Por primera vez en su vida, tenía una visión clara de quién era y qué quería de la vida. Estaba orgullosa de todo lo que había conseguido con Perfecta para Ti, orgullosa de haber levantado algo bueno. Pero estaba aún más orgullosa de sí misma por haberse negado a ser para Heath plato de segunda mesa. Se merecía poder amar abierta y gozosamente -sin barreras-, y ser amada de la misma forma en correspondencia. Con Heath eso no iba a ser posible. Volviendo del lago supo que había hecho lo correcto. Por el momento, aquél era su único consuelo.

Cuando llegó al bed & breakfast, se puso a ayudar. Conforme los huéspedes empezaban a llenar el comedor, ella sirvió café, fue a por cestas llenas de bollos calientes, rellenó las fuentes del autoservicio y hasta se animó a hacer algún chiste. A las nueve el comedor se había quedado vacío, y ella se dirigió de vuelta a la cabaña. Antes de darse el baño, haría sus llamadas telefónicas de negocios. Un maestro de ejecutivos le había enseñado el valor del contacto personal, y tenía clientes que dependían de ella.

Era irónico lo mucho que había aprendido de Heath, incluida la importancia de seguir su propia opinión en vez de la de otros. Perfecta para Ti jamás la haría rica, pero unir a las personas era aquello para lo que había nacido. Toda clase de personas. No sólo las guapas y triunfadoras, también las raras e inseguras, las desventuradas y obtusas. Y no sólo las jóvenes. Fuera o no rentable, nunca podría abandonar a sus jubilados. Ser casamentera era un follón, impredecible y exigente, pero le encantaba.

Llegó a la playa desierta y se detuvo un instante. Se arrebujó el jersey y fue paseando hasta el muelle. El lago estaba tranquilo sin veraneantes, y le sobrevino el recuerdo de la noche en que Heath y ella habían bailado sobre la arena. Se sentó al final del muelle y se llevó las rodillas al pecho. Se había colado dos veces por hombres traumatizados. Pero nunca más.

Oyó pisadas sobre el muelle, detrás de ella. Alguno de los huéspedes. Se restregó la mejilla húmeda contra la rodilla para enjugar las lágrimas.

– Hola, cariño.

Levantó la cabeza, y el corazón le dio un brinco. La había encontrado. Debería haber sabido que lo haría.

– He usado tu cepillo de dientes -dijo él a su espalda-. Iba a usar tu cuchilla de afeitar, hasta que me he dado cuenta de que no había agua caliente. -Su voz sonaba áspera, como si no hubiera hablado en mucho rato.

Annabelle se dio la vuelta muy despacio. Abrió los ojos de asombro. Iba vestido de cualquier manera, desaseado y sin afeitar. Bajo una sudadera roja gastada, llevaba una camiseta naranja descolorida y unos pantalones de calle azul marino con pinta de haber dormido con ellos puestos. Sostenía en la mano un montón de globos de Disney. Goofy se había desinflado y colgaba junto a su pierna, pero él no parecía haberse dado cuenta. Entre los globos y su pelo alborotado, tendría que haberle parecido ridículo. Pero, desprovisto del barniz de refinamiento que tanto esfuerzo le había costado obtener, le hizo sentirse incluso más amenazada.

– No deberías haber venido aquí -se oyó decir a sí misma-. Esto es perder el tiempo.

Él ladeó la cabeza y le brindó su sonrisa de charlatán.

– Oye, se supone que esto ha de ser como Jerry Maguire. ¿Te acuerdas? «Me conquistaste en cuanto dijiste hola.»

– Las mujeres flacuchas son unas incautas.

Su engañoso encanto se evaporó como el helio del globo de Goofy. Se encogió de hombros y dio un paso más hacia ella.

– Mi verdadero nombre es Harley. Harley D. Campione. Adivina de qué es la D. -Se hubiera lanzado sobre ella, pero no dejaba de balancearse.

– ¿De desgraciado?

– De Davidson. Harley Davidson Campione. ¿Qué te parece? A mi viejo le encantaban las bromas, siempre que no se las gastaran a él.

Annabelle no iba a permitirle que jugara a hacerse el simpático.

– Vete, Harley. Los dos hemos dicho todo lo que teníamos que decir.

Él se metió la mano libre en el bolsillo de la sudadera.

– Solía enamorarme de sus novias. Era un tío guapo, y sabía poner en acción su encanto cuando le daba la gana, así que las hubo a carretadas. Cada vez que traía a casa una nueva, yo me convencía a mí mismo de que iba a ser la que se quedaría, de que él por fin se asentaría y se portaría como un padre. Hubo esta mujer… Carol. Hacía fideos caseros. Aplanaba la masa con una botella y me dejaba a mí cortarla en tiritas. Lo mejor que he probado en mi vida. Otra, que se llamaba Erin, me llevaba en coche adonde yo quisiera. Falsificó la firma de mi padre en una autorización para que yo pudiera jugar al fútbol escolar con la Pop Warner. Cuando se fue, me quedé sin transporte y tenía que caminar seis o siete kilómetros para ir a entrenar si no me recogía nadie en la carretera. Eso resultó positivo al final, sin embargo. Acabé teniendo mucho más aguante que los demás tíos. No era el más fuerte, ni el más rápido, pero nunca me rendía, y eso fue una lección importante de la vida.

– A veces, saber cuándo rendirse es la verdadera prueba del carácter.

Como si no hubiera dicho nada.

– Joyce me enseñó a fumar, y algunas otras cosas que no debió enseñarme, pero tenía algunos problemas, y trato de no reprochárselo.

– Es demasiado tarde para todo esto.

– La cosa es que… -Miraba al muelle, no a ella, examinando las tablas alrededor de sus pies-. Más tarde o más temprano, todas aquellas mujeres a las que yo amaba se marchaban. No sé. Tal vez hoy no estaría donde estoy si una de ellas se hubiera quedado. -Cuando levantó los ojos para mirarla a ella, recuperó su vieja combatividad-. Aprendí muy pronto que nadie iba a facilitarme nada. Eso me volvió duro.

Pero no más duro de lo que era ella. Hizo acopio de sus fuerzas y se puso en pie.

– Te merecías una infancia mejor, pero yo no puedo cambiar lo que ocurrió. Aquellos años dieron forma a lo que eres. Arreglar eso no está en mi mano. Ni tampoco arreglarte a ti.

– Yo ya no necesito que me arreglen. El trabajo está hecho. Te quiero, Annabelle.

El dolor fue casi mayor de lo que ella podía soportar. Sólo estaba diciéndole lo que sabía que quería oír, y no le creyó, ni por un instante. Sus palabras estaban cuidadosamente calculadas, elegidas con el único propósito de cerrar un negocio.

– No, lo cierto es que no me quieres -acertó a decir-. Lo que pasa es que detestas no salirte con la tuya.

– No es eso.

– Para ti, ganar lo es todo. La alegría de matar es la sangre de tu vida.

– No cuando se trata de ti.

– ¡No me hagas esto! Es cruel. Tú sabes quién eres. -Los ojos de Annabelle se llenaron de lágrimas-. Pero yo también sé quién soy. Soy una mujer que no se contenta con el segundo lugar. Quiero lo mejor -dijo suavemente-. Y tú no lo eres.

Él se quedó como si le hubiera abofeteado. Pese a todo su dolor Annabelle no había pretendido herirle, pero hacía falta que uno de los dos dijera la verdad.

– Lo siento -susurró-. No quiero pasarme la vida cerca de ti esperando tus sobras. Esta vez, la perseverancia no va a conducirte al éxito.

El no trató de detenerla cuando abandonó el muelle. Al llegar a la arena, se redobló el jersey sobre el pecho y apretó el paso en dirección al bosque, sin permitirse mirar atrás. Pero una vez que hubo llegado al camino, no pudo evitarlo.

El muelle estaba vacío. Todo en perfecta quietud. El único movimiento lo ponía un puñado de globos alejándose por el plomizo cielo de octubre.


***

No le costó mucho hacer el equipaje. Una lágrima le cayó en la mano al cerrar la cremallera de la maleta. Estaba tan harta de llorar… Recogió la bolsa y salió maquinalmente por la puerta principal. A cada paso que daba, se recordaba que no renunciaría nunca ni por nadie a ser quien era. Se detuvo en seco. Más que nada porque alguien había bloqueado su coche con un deportivo Audi plateado…

Lo había hecho a conciencia. Un roble gigantesco le impedía avanzar, y el Audi no le dejaba ir marcha atrás. Las etiquetas provisionales de Illinois no dejaban lugar a dudas sobre quién era el responsable de aquello. No podría soportar otro encuentro con él, y arrastró la maleta de vuelta al interior de la cabaña, pero apenas la había dejado en el suelo cuando oyó ruido de neumáticos sobre la gravilla. Se acercó a la ventana, pero no era Heath. Lo que entrevio fue otro deportivo, azul oscuro, que se detuvo detrás del Audi. El bosque se extendía lo justo para ocultarle a la vista quién pudiera ser el huésped que había decidido explorar el campamento.

Ya era demasiado. Se desplomó en el sofá y enterró la cara entre las manos. ¿Por qué tenía Heath que hacerlo todo más duro?

Repiquetearon en el porche unas pisadas ligeras, demasiado ligeras para ser de Heath. Oyó que llamaban a la puerta. Arrastrando los pies, se levantó, atravesó la habitación, abrió la puerta… y dio un grito. Dicho en su honor, no fue un alarido de película de miedo, sino más bien una especie de hipido entrecortado de sobresalto.

– Ya lo sé -dijo una voz conocida-. He tenido días mejores.

Annabelle dio un paso atrás involuntariamente.

– Está usted azul.

– Un tratamiento cosmético. Ya se está pelando. ¿Puedo entrar?

Annabelle se hizo a un lado. Aun obviando su cara azul, que había empezado a cuartearse como un bolso de cocodrilo barato, no podía decirse que Portia luciera su mejor aspecto. Llevaba el pelo oscuro pegado a la cabeza, limpio pero sin arreglar. Su suéter blanco tenía una mancha de café reciente en la pechera. Había engordado, y los vaqueros le quedaban una talla demasiado ajustados. Portia examinó la cabaña.

– ¿Ha hablado con Heath?

– ¿Qué hace usted aquí?

Portia fue hacia la cocina, asomó la cabeza y volvió a sacarla.

– Reclamar mi última presentación. Usted eligió a Delaney Lightfield. Yo la elijo a usted. Bienvenida a Parejas Power. Veamos si podemos encontrarle un poco de maquillaje. Y una ropa decente tampoco nos vendría mal.

– Está chiflada.

Ella obsequió a Annabelle con una sonrisa sorprendentemente alegre.

– Sí, pero no tanto como solía. Es interesante. Después de aterrorizar a un restaurante repleto de gente (un Burger King cerca de Puerto Benton), se queda una básicamente liberada de preocuparse nunca más por cuidar su apariencia.

– ¿Entró a un Burger King con esa pinta?

– Una parada para hacer pis. Además, Bodie me desafió.

– ¿Bodie?

Ella sonrió, y sus labios azules hacían que sus bonitos dientes parecieran algo amarillentos.

– Somos amantes. Más que amantes. Enamorados. Es raro, ya lo sé, pero nunca he sido más feliz. Nos vamos a casar. Bueno, él todavía no ha dicho que sí, pero lo hará. -Escrutó a Annabelle más de cerca y frunció el entrecejo-. Deduzco de esos ojos rojos que ha hablado con Heath y la cosa no ha ido bien.

– Ha ido muy bien. Le dije que no y me marché.

Portia elevó las manos al cielo.

– ¿Cómo es que no me sorprende? Bueno, a partir de ahora se ha acabado el recreo. Ustedes los aficionados ya se han divertido pero es hora de que se hagan a un lado y dejen que una profesional se encargue del asunto.

– Está claro que ha perdido el juicio, por no hablar de su buena presencia.

Sorprendentemente, Portia no se ofendió.

– Mi buena presencia la recuperaré sobradamente. Espere a ver qué hay debajo de todo esto.

– Tendré que fiarme de su palabra.

– Le dije a Heath que no hablara con usted sin mí, pero es muy cabezota. En cuanto a usted… Usted, más que nadie, debería haberse mostrado más sensible. ¿No ha aprendido nada acerca de este negocio? Dos hombres distintos me han ordenado que no la llame boba, pero, francamente, Annabelle… como dice el refrán: si el zapato te está bien, cálzatelo.

Annabelle se plantó junto a la puerta.

– Gracias por la visita. Lamento que tenga que marcharse tan pronto.

Portia se sentó en el brazo del sofá.

– ¿Tiene la más remota idea del valor que ha tenido que echarle Heath para admitir el hecho de que se ha enamorado de usted, y no digamos para venir aquí y ponerle su corazón en bandeja? ¿Y usted qué ha hecho? Arrojárselo a la cara, ¿no es eso? Muy poco prudente, Annabelle, sobre todo tratándose de Heath. Es emocionalmente muy inseguro. Por lo que me ha contado Bodie, sospecho que eso es exactamente lo que él, en su subconsciente, esperaba que usted hiciera, y no creo que reúna el coraje de volvérselo a pedir.

– ¿Inseguro? Es el hombre más gallito del mundo. -Pero Portia había hecho tambalearse su seguridad, y el suelo no le parecía ya tan firme-. El no me quiere -dijo, con contundencia-. Lo que pasa es que no soporta que nadie le diga que no.

– No podrías estar más equivocada. -La voz provenía de detrás de ella. Se volvió y vio a Bodie plantado en el hueco de la puerta. A diferencia de Portia, iba hecho un figurín de la cabeza a los pies, con un jersey gris, unos vaqueros que le quedaban como un guante y botas de motorista. Annabelle pasó al ataque.

– ¿Les ha enviado Heath a hablar conmigo? Porque es muy de su estilo, delegar en otros esos engorrosos asuntos personales que tanto le desagradan.

– Es bastante borde, la muy zorra-le dijo Portia a Bodie, como si Annabelle no estuviera presente.

Él enarcó una ceja.

– Nena…

Portia levantó una mano abierta.

– Lo sé, lo sé… Si fuera un hombre la tildaríamos de agresiva. Pero, la verdad, Bodie, a veces una zorra es sólo una zorra.

– Exacto.

A Portia parecía hacerle gracia todo aquello.

– Vale, tomo nota.

Él se rió, y Annabelle empezó a sentirse como si fuera a remolque de todos los demás en su propia crisis. Bodie, finalmente, consiguió apartar sus ojos de la Dama azul.

– Heath no sabe que estamos aquí Portia y yo. Sólo he conseguido enterarme de adonde había ido por una conversación telefónica accidental con la cría de Kevin. -Deslizó el brazo en torno a los hombros de Portia-. La cosa, Annabelle, es que… ¿y si Portia tiene razón? Y, reconozcámoslo, ella tiene más experiencia que tú con estas cosas. Y el hecho de que tenga un historial de joderse la vida ella misma, cosa que me alegra decir que está superando, no quita que haya hecho un éxito de la de los demás. Conclusión: hay una forma más o menos fácil de aclarar todo esto.

Pelearse con los dos había agotado los recursos ya disminuidos de Annabelle y se dejó caer en el sofá.

– Con ese hombre nada es fácil.

– Esta vez sí -dijo él-. Le he visto a lo lejos, dirigiéndose a ese camino que da la vuelta al lago.

El mismo camino por el que había planeado ella dar un paseo después de comer.

– Sal a buscarle -continuó Bodie-, y cuando le encuentres sólo has de hacerle dos preguntas. Cuando hayas oído sus respuestas, sabrás exactamente qué hacer.

– ¿Dos preguntas?

– Eso es. Y te voy a decir concretamente cuáles son…


***

El agua de las hojas empapadas estaba calando las zapatillas de Annabelle, y empezaban a castañetearle los dientes, aunque más por los nervios, sospechaba ella, que por el frío. Podía ser que estuviera cometiendo el mayor error de su vida. No veía nada de particular en las preguntas que Bodie había planteado, pero él había sido categórico. En cuanto a Portia… esa mujer daba miedo. A Annabelle no le habría extrañado nada verla sacar una pistola del bolso. Portia y Bodie formaban la pareja más extraña que hubiera visto jamás, y sin embargo parecían entenderse a la perfección. Aparentemente, Annabelle tenía todavía mucho que aprender del oficio de casamentera. Tenía que reconocer que Portia empezaba a caerle bien. ¿Cómo iba a odiar a una mujer que se mostraba tan dispuesta a jugársela por ella?

El camino se hacía más empinado al subir hacia el acantilado rocoso que se erguía sobre el lago. Molly le había dicho que Kevin y ella iban de vez en cuando a saltar al agua desde allí. Annabelle se detuvo tras dar la vuelta a un recodo para recuperar el aliento. Fue entonces cuando vio a Heath. Estaba de pie al extremo del risco, contemplando el lago, con la chaqueta echada hacia atrás y las puntas de los dedos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Incluso desaseado y con el pelo revuelto, era magnífico, un macho alfa a la cabeza de todo aquello que emprendía, excepto la empresa más importante de todas.

El oyó sus pisadas y volvió la cabeza. Lentamente, dejó caer las manos a sus costados. En el cielo, a lo lejos, Annabelle vio un punto diminuto. Los globos, perdiéndose en la distancia. No parecía un augurio tranquilizador.

– Tengo dos preguntas que hacerte -dijo.

Su actitud, su expresión vacía, todo en él le recordó la forma en que habían cerrado las cabañas para el invierno: sin agua caliente, con las cortinas echadas, cerradas las puertas.

– Vale -dijo en tono indiferente.

El corazón le latía con fuerza a Anabelle cuando rodeó el cartel de PROHIBIDO LANZARSE AL AGUA.

– Primera pregunta: ¿dónde tienes el móvil?

– ¿El móvil? ¿Qué más te da?

No estaba segura. ¿Qué importancia podía tener que lo llevara en uno u otro bolsillo? Sin embargo, Bodie había insistido en que se lo preguntara.

– La última vez que lo vi -dijo Heath-, lo tenía Pip.

– ¿Has dejado que te robara otro teléfono?

– No, se lo di.

Ella tragó saliva y se le quedó mirando.

– ¿Le diste tu móvil? ¿Por qué?

– ¿Ésa es la segunda pregunta?

– No. Borra eso. La segunda pregunta es… ¿por qué no has devuelto las llamadas de Dean?

– Le devolví una, pero él tampoco sabía dónde estabas.

– ¿Y por qué te llamaba él, para empezar?

– ¿De qué va esto, Annabelle? Francamente, empiezo a estar harto de que todo el mundo se comporte como si el mundo entero girara alrededor de Dean Robillard. Sólo porque de pronto le haya entrado esta urgencia por firmar con un representante, no voy a acudir como un perrito. Le llamaré cuando le llame, y si eso no le vale, tiene el teléfono de IMG.

Annabelle sintió que sus piernas dejaban de sostenerla, y se desplomó sobre la roca más cercana.

– Ay, Dios mío. Es verdad que me quieres.

– Eso ya te lo había dicho -replicó él.

– Me lo has dicho, ¿verdad? -No conseguía recuperar del todo el aliento.

Él acabó por darse cuenta de que algo había cambiado.

– ¿Annabelle?

Ella intentó responder, lo intentó de veras, pero Heath había puesto su mundo patas arriba una vez más, y su lengua se negaba a colaborar.

En los ojos de él, la esperanza pugnaba por desbancar al desaliento. Habló sin apenas mover los labios.

– ¿Me crees?

– A-ja. -Los latidos de su corazón habían creado un efecto de ondas concéntricas, y tuvo que apretar los puños para que dejaran de temblarle las manos.

– ¿Sí?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Vas a casarte conmigo?

Ella volvió a asentir, y a Heath no le hizo falta más. Con un gemido grave, tiró de ella para ayudarla a incorporarse y la besó. Durante segundos… horas… Annabelle no supo cuánto duró aquel beso, pero él cubrió mucho terreno: labios, lengua y dientes; sus mejillas y sus párpados; su cuello. Introdujo las manos bajo su jersey para acariciarle los senos. Ella hurgó bajo su chaqueta para tocar su pecho desnudo.

Annabelle apenas recordaba luego cómo regresaron a la cabaña vacía, sólo que su corazón cantaba y que no podía caminar lo bastante deprisa para seguir el paso a él. Finalmente, Heath la levantó en sus brazos y cargó con ella. Ella echó atrás la cabeza y rompió a reír mirando al cielo.

Se desnudaron, con una urgencia que les volvía torpes al quitarse apresuradamente los zapatos embarrados y los empapados vaqueros, al desprenderse dando botes de los calcetines húmedos, chocando con los muebles, y el uno con el otro. Ella tiritaba de frío para cuando él levantó las mantas y la arrastró consigo a la cama helada. Le ofreció el calor de su cuerpo para hacer desaparecer la piel de gallina, le frotó los brazos y los riñones, le chupeteó los contraídos pezones hasta devolverles la calidez. Finalmente, halló con dedos febriles los pliegues prietos de su entrepierna y los abrió convirtiéndolos en pétalos caldeados por el verano, hinchados por un rocío de bienvenida. Reivindicó cada rincón de su cuerpo con su tacto. Ella gimió con un sonido ahogado cuando la penetró.

– Te quiero tanto, mi dulce, dulce Annabelle -susurró, volcando en sus palabras todo lo que su corazón sentía.

Ella rió con el gozo de su invasión y le miró a los ojos.

– Y yo a ti.

El lanzó un gruñido, volvió a besarla e hizo pivotar sus caderas para entrar hasta el fondo. Se abandonaron, no a una elaborada coreografía amatoria, sino en un acoplamiento embarullado de fluidos, de dulce concupiscencia, procaces obscenidades, de confianza total y absoluta, tan sagrada y pura como los votos ante el altar.

Mucho rato después, con sólo agua helada para lavarse, maldijeron y rieron y se salpicaron mutuamente, lo que les llevó de vuelta a la cama. Siguieron haciendo el amor el resto de la tarde.

Cuando se despedía la luz del día, les interrumpieron llamando a la puerta enérgicamente, e inmediatamente oyeron la voz de Portia.

– ¡Servicio de habitaciones!

Heath se tomó su tiempo, pero finalmente se enrolló una toalla a la cintura y salió a investigar. Volvió con una bolsa de ultramarinos de papel marrón llena de comida. Presas de un apetito voraz, comieron y se dieron de comer, devorando sandwiches de rosbif, jugosas manzanas de Michigan y pegajosa tarta de calabaza que les supo a gloria. Lo bajaron todo con cerveza tibia, y luego, saciados y aturdidos, se durmieron el uno en brazos del otro.

Era noche cerrada cuando Annabelle despertó. Se envolvió en un edredón, fue al salón y recuperó su móvil. Al cabo de unos segundos, le saltó el contestador de Dean.

– Ya sé que Heath ha perdido un poco la cabeza contigo, colega, y te pido disculpas en su nombre. El hombre está enamorado, así que no ha podido evitarlo. Te prometo que lo primero que hará mañana por la mañana será llamarte y poner las cosas en su sitio, de modo que ni se te ocurra hablar con IMG entretanto. Te lo digo en serio, Dean, si firmas con otro que no sea Heath no volveré a hablarte en la vida. Es más, le diré a todo Chicago que duermes con un póster gigante de ti mismo junto a la cama. Lo que probablemente sea cierto.

Volvió a sonreír, colgó y sacó de un cajón un cuaderno hecho polvo de papel pautado amarillo, junto con un lápiz mordisqueado, ya en las últimas. Cuando volvió al dormitorio, encendió una lámpara y se acurrucó sobre el colchón, a los pies de la cama, bien envuelta en el edredón. Tenía los pies helados, así que los introdujo bajo las mantas y los pegó al cálido muslo de Heath.

El aulló y hundió la cabeza en la almohada.

– Tendrás que pagar por eso, no lo dudes.

– Qué más quisieras. -Apoyó el cuaderno en sus rodillas envueltas por el edredón y se regaló con la vista de Heath. Parecía un pirata malo contra la nívea funda de la almohada. La piel morena, el oscuro pelo alborotado y la barba de tres días de malhechor, que había irritado diversas partes sensibles de su cuerpo-. Muy bien amante, es hora de negociar.

Él se incorporó un poco sobre las almohadas y se fijó en la libreta.

– ¿Es realmente necesario?

– ¿Estás mal de la cabeza? ¿Crees que voy a casarme con la pitón sin un acuerdo prenupcial blindado?

Heath hurgó bajo las sábanas buscando sus piececitos fríos.

– Parece que no.

– De entrada… -Mientras él le calentaba los dedos de los pies frotándolos con su mano, ella empezó a escribir en la libreta- No habrá móviles, ni BlackBerrys, ni faxes, ni ningún otro tipo de dispositivo electrónico que esté aún por inventar, en nuestra mesa a la hora de cenar.

Él siguió frotándole los dedos de los pies.

– ¿Y si comemos en un restaurante?

– Especialmente si comemos en un restaurante.

– Excluye los de comida rápida, y trato hecho.

Ella se lo pensó un momento.

– De acuerdo.

– Ahora me toca a mí. -Colocó la pantorrilla sobre su muslo-. Ciertos dispositivos electrónicos selectos, con exclusión de los antedichos, estarán no sólo permitidos en nuestro dormitorio, sino fomentados. Y me corresponderá a mí elegirlos.

– Como no te olvides de aquel catálogo…

El señaló la libreta.

– Anótalo.

– Bien. -Lo anotó.

La sábana resbaló hasta media altura sobre el pecho de Heath, lo que la distrajo momentáneamente mientras él seguía hablando.

– Los desacuerdos sobre dinero son la principal causa de divorcio.

Ella agitó la mano de un lado a otro.

– Ningún problema en absoluto. Tu dinero es nuestro dinero. Mi dinero es mi dinero. -Se apresuró a escribirlo.

– Debería dejarte negociar a ti con Phoebe.

Annabelle señaló su pecho bien torneado con el lápiz.

– En el caso improbable de que descubra después de casarnos que tu declaración de amor y devoción eternos ha sido una elaborada estafa ejecutada por ti, en complicidad con Bodie y el Coco Azul…

Él le masajeó el arco del pie.

– Yo, decididamente, no dejaría que eso me quitara el sueño.

– Por si acaso. Me cederás todos tus bienes terrenales, te raparás la cabeza al cero y abandonarás el país.

– Trato hecho.

– Además, tendrás que entregarme tus entradas para ver a los Sox para que las pueda quemar delante de tus narices.

– Sólo si obtengo algo a cambio.

– ¿El qué?

– Sexo sin restricciones. Como yo quiera, cuando yo quiera y donde yo quiera. En el asiento de atrás de tu reluciente coche nuevo, encima de mi escritorio…

– Decididamente de acuerdo.

– Y niños.

Ella se atragantó de improviso.

– Sí. Oh, sí.

Él no se inmutó ante su muestra de emoción, sino que entrecerró maliciosamente los ojos y entró a matar.

– Iremos a ver a tu familia un mínimo de seis veces al año.

Ella cerró violentamente la libreta.

– Eso no va a ocurrir.

– Cinco, y les daré una paliza a tus hermanos.

– Una.

Él le soltó el pie.

– Maldita sea, Annabelle. Transigiré con cuatro visitas al año hasta que tengamos el primer hijo, y después les iremos a ver cada dos meses, y esto no es negociable. -Agarró la libreta y el lápiz y empezó a escribir.

– Muy bien -replicó ella-. Yo me iré a un balneario mientras todos vosotros os sentáis a protestar por las limitaciones de la semana laboral de sesenta horas.

Él se echó a reír.

– Qué chorradas dices. Sabes perfectamente que te mueres de ganas de restregarle nuestro primogénito a Candace en las narices.

– Mira, ahí tienes razón. -Hizo una pausa y recuperó la libreta, pero no pudo leer ni una palabra de lo que llevaba escrito. Por más que odiara dejar que la realidad aguara su felicidad, era el momento de ponerse seria-. Heath, ¿cómo piensas ser un padre para esos hijos que queremos a la vez que cumples con esa semana laboral de sesenta horas? -Habló despacio, deseosa por dejar aquello bien claro-. Con Perfecta para Ti, yo tengo horarios flexibles pero… Sé lo mucho que te gusta tu trabajo, y jamás te pediría que renunciaras a él. Por otro lado, no pienso criar una familia yo sola.

– No tendrás que hacerlo -dijo él con aire de suficiencia-. Tengo un plan.

– ¿Te importaría compartirlo?

Él se estiró para agarrarla del brazo, la arrastró a su lado y le contó lo que tenía en mente.

– Me gusta tu plan. -Le sonrió y se acurrucó sobre su pecho-. Bodie se merece ser tu socio de pleno derecho.

– No podría estar más de acuerdo.

Estaban los dos tan complacidos que empezaron a besarse otra vez, lo que les llevó a una encantadora -y muy exitosa- prueba de las habilidades de Annabelle como dominatrix. El resultado fue que tardaron un rato en reanudar sus negociaciones. Cubrieron las cuestiones relativas a la ropa de dormir (ninguna), los nombres de los hijos (prohibidas las marcas de vehículos de motor) y el béisbol (diferencias irreconciliables). Cuando terminaron, Heath recordó que había una pregunta que se le había olvidado hacer.

Mirándola a los ojos, le cogió las manos y las llevó a sus propios labios.

– Te quiero, Annabelle Granger. ¿Quieres casarte conmigo?

– Harley Davidson Campione, has encontrado una esposa.

– Es el mejor negocio que he hecho en la vida -repuso él con una sonrisa.

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