20

El tráfico de mediodía en Denver se había colapsado a causa de las obras, arruinando aún más el pésimo humor de Heath. En seis semanas, no había mostrado a Delaney más que respeto. Después de todo, se trataba de su futura esposa, y no quería que pensara que sólo quería sexo de ella. En su mente surgió una imagen de Annabelle desnuda. Apretó los dientes y tocó la bocina de su coche de alquiler. La única razón por la que no dejaba de pensar en Annabelle era que estaba preocupado. Por más que husmeara, no conseguía saber a ciencia cierta si ella y Dean se acostaban juntos.

La posibilidad evidente de que Dean estuviera aprovechándose de ella le volvía loco, pero se forzó a centrar de nuevo sus pensamientos en Delaney, como correspondía. En sus últimas dos citas, ella había empezado a lanzar claras señales de que estaba preparada para el sexo, lo que significaba que él debía empezar a hacer sus planes, pero eso no era tan sencillo como parecía. Para empezar, ella tenía compañeras de piso, de modo que tendría que llevarla él a su casa, y ¿cómo iba a hacer eso hasta que hubiera trasladado sus aparatos de musculación al sótano? Quería que a ella le gustara su casa, Pero ya había descubierto que le atraía bastante poco la arquitectura contemporánea, así que tendría que venderla. Un par de meses antes no le habría importado, pero después de mirarla con los ojos de Annabelle, empezó a verla de otra manera. Deseó poder convencer a Delaney de que cambiara de opinión.

Pegó un grito al capullo que acababa de cortarle el paso y consideró un problema más serio. No podía desprenderse de la anticuada idea de que debía proponer matrimonio a Delaney antes de acostarse con ella. Era Delaney Lightfield, no una fan del equipo de fútbol. Cierto que sólo llevaban seis semanas saliendo juntos, pero era evidente para todo el mundo, menos Bodie, que estaban hechos el uno para el otro, así que ¿por qué esperar?

Pero ¿cómo iba a pedirle matrimonio sin un anillo?

Durante un breve instante, consideró la posibilidad de pedirle a Annabelle que eligiera ella uno, pero ni a él se le ocultaba que eso era mucho delegar. El tráfico se detuvo. Iba a llegar tarde a su cita de las once. Tamborileó con los dedos sobre el volante. Le vino a la mente la dificultad de intentar pedir en matrimonio a Delaney sin mencionar la palabra «amor», pero ya solucionaría eso más adelante. De momento, tenía que decidir qué hacer con lo del anillo. Ella debía de tener opiniones muy elaboradas sobre diamantes, y Heath sospechaba que su propia filosofía del «cuanto más grande, mejor» podía no estar en línea con su mentalidad aristocrática. Querría algo discreto con una talla impecable. Y luego estaban todas esas chorradas que la gente decía sobre los colores. Francamente, él no distinguía un diamante de otro.

El tráfico seguía en punto muerto. Heath lo reconsideró. Al infierno. Cogió su móvil y marcó el número.

Por una vez, fue Annabelle la que respondió, y no su contestador.

El fue directo al grano, pero la había pillado en uno de su momentos poco cooperativos, y le gritó de tal manera que, hasta con los coches dando bocinazos a su alrededor, tuvo que apartarse el teléfono de la oreja.

– ¿Que quieres que haga qué?


***

Annabelle iba por su casa hecha una furia, golpeando las puertas de los armarios, dando una patada a la papelera de su despacho. No podía creer que se hubiera permitido perder la cabeza por semejante perfecto y absoluto idiota. ¡Heath pretendía que fuera a mirar anillos de compromiso para Delaney! Vaya día asqueroso. Y con su fiesta de cumpleaños en familia a la vuelta de un par de semanas, el futuro no resultaba más alegre.

Agarró su chaqueta y salió a dar un paseo. Quizás aquella soleada tarde de octubre la animara un poco. En realidad, debería haberse sentido la reina del mundo. El señor Bronicki y la señora Valerio se iban a vivir juntos. «Nos gustaría casarnos -le habían explicado a Annabelle-, pero no podemos permitírnoslo, así que nos decantamos por la segunda mejor opción.» Y aún más emocionante: podía ser que Annabelle hubiera conseguido su primer emparejamiento permanente. Janine y Ray Fiedler parecían estar enamorándose.

No podía alegrarse más por su amiga, y sonrió por fin. Una vez que Ray se hubo desembarazado de su espantoso peinado, también mejoró su actitud, y había resultado ser un tipo bastante decente. Janine temía que le repugnara su mastectomía, pero él la encontró la mujer más bonita del mundo.

Annabelle tenía más razones para estar contenta. Parecía que la cosa iba en serio entre Ernie Marks, su tímido director de escuela, y Wendy, la vital arquitecta. Había convencido a Melanie de que John Nager no le convenía. Y gracias a la publicidad que había obtenido al emparejar a Heath con Delaney, su negocio crecía como la espuma. Por fin tenía suficiente dinero en el banco para ir pensando en comprarse un coche nuevo.

Pero prefirió pensar en Heath y Delaney. ¿Cómo podía estar él tan ciego? Pese a todo lo que ella misma había creído, Delaney no era la mujer adecuada para él. Era demasiado contenida, demasiado pulida. Demasiado perfecta.


***

Heath llevaba el anillo en el bolsillo, pero la lengua no dejaba de pegársele al paladar. Aquello era una estupidez. Él nunca dejaba que le afectara la presión, y sin embargo ahí estaba, chorreando sudor de pronto.

Esa tarde había enviado a su secretaria a recoger el anillo que había elegido nada más volver de Denver, dos semanas antes. Delaney y él acababan de dar cuenta de una cena de quinientos dólares en el Charlie Trotter's. Las luces estaban bajas, la música era suave el ambiente perfecto. Lo único que tenía que hacer era cogerle la mano y decir las palabras mágicas: «¿Me harías el honor de ser mi esposa?»

Había decidido evitar lo de «te quiero» sin salirse de lo concreto. Le diría que adoraba su inteligencia; que amaba su forma de andar. Que le volvía loco jugar al golf con ella. Que amaba, sobre todo su refinamiento, la sensación de que ella acabaría de pulirle. Si ella le apretaba con lo del amor, siempre podía decirle que estaba bastante seguro de que acabaría amándola al cabo de un tiempo, cuando llevaran un tiempo casados y él estuviera seguro de que ella no le dejaría, pero en el fondo no creía que ella considerara esa declaración tan tranquilizadora como él la veía, así que era mejor desviar la cuestión.

Se preguntó si a ella se le llenarían los ojos de lágrimas cuando le diera el anillo. Probablemente no. No era muy emotiva, lo que también resultaba positivo. Después, irían a su casa y celebrarían su compromiso en la cama. Pondría mucha atención en ir despacio. En ningún caso iba a despacharla como había despachado a Annabelle la primera vez.

Diantre, aquello había sido divertido.

Divertido, pero no serio. Hacer el amor con Annabelle había sido excitante, una locura, tórrido sin duda, pero no había sido importante. La única razón por la que pensaba en ello tan a menudo era que no podía repetir la experiencia, lo que le confería el atractivo de lo prohibido.

Pasó el dedo por el estuche de joyero azul huevo de tordo dentro de su bolsillo. Le traía ligeramente sin cuidado el anillo que había elegido. Era de poco más de un quilate, porque a Delaney no le gustaban las cosas ostentosas. Pero a él un poco de ostentación le parecía bien, especialmente si se trataba del anillo que iba a poner en el dedo de su futura esposa. De todos modos, no era él quien había de lucir la puñetera nadería, así que se reservaría su opinión.

Vale… Hora de pasar a la acción. Dirigir la conversación con mucho tacto soslayando el tema del amor, darle el puto anillo y hacer la proposición. Después, llevársela a casa y cerrar el trato.

El móvil vibró dentro del bolsillo, junto al estuche del anillo. Annabelle le había dado órdenes estrictas de no atender el teléfono estando con Delaney, pero ¿acaso no tendría que acostumbrarse a aquello si iban a casarse?

– Champion. -Dirigió a su futura esposa una mirada de disculpa.

La voz de Annabelle bufó por el auricular como un radiador con una fuga.

– Ven aquí ahora mismo.

– Me pillas en medio de algo.

– Como si estás en la Antártida. Mueve tu triste culo y ven.

Heath oyó al fondo una voz masculina. O más bien voces masculinas. Se puso rígido en la silla.

– ¿Estás bien?

– ¿A ti qué te parece?

– Me parece que estás enfadada.

Pero ella ya había colgado.

Media hora más tarde, Delaney y él avanzaban a paso veloz por la acera que conducía al porche de entrada de Annabelle.

– No es propio de ella ponerse histérica -dijo Delaney por segunda vez-. Debe de haber ocurrido algo serio.

Él ya le había explicado que Annabelle parecía más furiosa que histérica, pero el concepto de furia parecía ajeno a Delaney, lo que resultaría algo inconveniente cuando él tuviera que ver a los Sox perder un partido por los pelos.

– Parece que haya una especie de fiesta. -Delaney tocó el timbre, pero nadie iba a oírlo con la música hip-hop retumbando en el interior, y Heath estiró el brazo para empujar la puerta, que estaba abierta.

Nada más entrar, vio a Sean Palmer y a media docena de sus compañeros de los Bears acomodados alrededor del recibidor de Annabelle, lo que no era muy alarmante en sí mismo, pero por la abertura de la puerta que conducía a la cocina divisó otro grupo de jugadores, todos de los Stars de Chicago. El despacho de Annabelle parecía ser territorio neutral, con cinco o seis jugadores, no exactamente mezclados, pero tanteándose desde esquinas opuestas, y ella plantada en mitad del arco de entrada. Heath entendía que estuviera nerviosa. Ninguno de los dos equipos había olvidado la polémica decisión arbitral que había dado a los Stars una estrecha y disputadísima victoria sobre sus rivales. No pudo evitar preguntarse qué parte del cerebro de Annabelle estaría de vacaciones para haber dejado entrar a todos esos tíos a la vez.

– Oíd todos, ha llegado Jerry Maguire.

Heath respondió al saludo de Sean Palmer con la mano. Delaney se arrimó a él un poco más.

– ¿Cómo es que no tienes todavía televisión por cable, Annabelle? -protestó Eddie Skinner por encima de la música-. ¿Arriba tienes?

– No -repuso Annabelle, abriéndose paso hasta el recibidor-.Y quita esos zapatones de culo gordo de encima de los cojines de mi sofá. -Giró el tronco ciento ochenta grados, apuntando con el dedo como una pistola a Tremaine Russell, el mejor running back que habían conocido los Bears en una década-. ¿Para qué crees que están los malditos posavasos, Tremaine?

Heath se mantuvo al margen, sonriendo. Annabelle parecía la atribulada monitora de un grupo de boy scouts, con los brazos en jarras, el rojo pelo suelto, echando chispas por los ojos.

Tremaine levantó el vaso y limpió la mesita auxiliar con la manga de su jersey de diseño.

– Perdona, Annabelle.

Ella advirtió la sonrisa de Heath y avanzó decidida a volcar su furia en él.

– Todo esto es culpa tuya. Aquí hay al menos cuatro clientes tuyos, a ninguno de los cuales conocía personalmente hace un año. De no ser por ti, sólo sería una hincha más viéndoles machacarse unos a otros desde una distancia prudencial.

Su acalorada pataleta estaba atrayendo la atención de todo el mundo y alguien bajó la música para no perderse detalle. Ella señaló a la cocina con un violento gesto de la cabeza.

– Se han bebido todo lo que había en la casa, incluida una jarra de fertilizante para las violetas africanas que acababa de mezclar y he tenido la ocurrencia de dejar en la encimera.

Tremaine le dio un puñetazo en el hombro a Eddie.

– Te dije que sabía raro.

Eddie se encogió de hombros.

– A mí me sabía bien.

– Además, han pedido comida china por valor de cientos de dólares, que no pienso ver esparcida por toda esta alfombra, así que todo el mundo se va a ir… a comer a la cocina.

– Y pizza. -Jasón Kent, un segundo stringer de los Stars, hablo a voces desde la zona de la nevera-. No olvides que también hemos pedido pizza.

– ¿En qué momento se convirtió mi casa en el principal punto de encuentro de futbolistas profesionales exorbitantemente bien pagados y totalmente malcriados sin remedio del norte de Illinois?

– Nos gusta esto -dijo Jason-. Nos recuerda a casa.

– Aparte de que no hay mujeres. -Leandro Collins, el tight end titular de los Bears, surgió del despacho comiendo patatas fritas de una bolsa-. Hay veces que uno necesita descansar un poco de las damas.

Annabelle soltó el brazo y le dio una colleja.

– No olvides con quién estás hablando.

Leandro tenía un mal pronto, y era sabido que se enganchaba de vez en cuando con los árbitros cuando no estaba de acuerdo con una decisión, pero el tight end se limitó a frotarse ligeramente el cogote y poner una mueca contrita.

– Igual que mi madre.

– Y que la mía -dijo Tremaine, asintiendo alegremente con la cabeza.

Annabelle se volvió hacia Heath.

– ¡Su madre! Tengo treinta y un años, y les recuerdo a sus madres.

– Haces lo mismo que mi madre -señaló Sean, imprudentemente según se vio, porque fue el siguiente en recibir un pescozón en el cogote.

Heath intercambió miradas comprensivas con los chicos antes de prestar toda su atención a Annabelle, hablándole en tono dulce y paciente.

– Cuéntame cómo has llegado a esto, cariño.

Annabelle lanzó las manos al cielo.

– No tengo ni idea. En verano era sólo Dean el que se dejaba caer por aquí. Luego empezó a traer a Jason y a Dewitt con él. Luego Arté me pidió que le echara un ojo a Sean, y le invité a venir (un día nada más, cuidado) y él se presentó con Leandro y Matt. Uno de los Stars por aquí, uno de los Bears por allá… Una cosa llevó a la otra. Y ahora tengo entre manos unos disturbios potencialmente mortales en mitad de mi sala de estar.

– Te dije que no te preocuparas por eso -dijo Jason-. Esto es terreno neutral.

– Sí, claro. -Echaba fuego por los ojos-. Terreno neutral, hasta que alguno se cabree, y entonces me vendréis todos: «Perdona, Annabelle, pero parece que te faltan las ventanas de la fachada y la mitad del piso de arriba.»

– La única persona que se ha cabreado desde que estamos aquí eres tú -murmuró Sean.

Annabelle puso una expresión tan cómicamente asesina que Eddie echó cerveza por la nariz, o tal vez fertilizante de violetas, lo que hizo partirse de risa a todo el mundo.

Annabelle se lanzó sobre Heath, le agarró por la pechera de la camisa, se alzó de puntillas y le increpó entre dientes.

– Se van a emborrachar, y luego uno de estos idiotas empotrará su Mercedes en un coche lleno de monjas. Y yo seré responsable legal. Esto es Illinois. En este Estado hay leyes que regulan la hospitalidad.

Por primera vez, Heath se sintió decepcionado con ella.

– ¿No les has quitado las llaves?

– Claro que les he quitado las llaves. ¿Crees que estoy loca? Pero…

De golpe, se abrió la puerta de la calle y el señor picha brava Robillard entró como el rey del mambo, engalanado con sus Oakley, diamantes y botas vaqueras. Saludó a la concurrencia con dos dedos, como si fuera el puto rey de Inglaterra.

– Oh, mierda. Ahora sí que estoy jodida. -Annabelle tiró aún más fuerte de la camisa de Heath-. Alguien se lo llevará de marcha esta noche. Lo presiento. Acabará con un brazo roto, o inutilizado, y yo me las tendré que ver con Phoebe.

Heath le abrió los dedos con mucha delicadeza.

– Relájate. Romeo sabe cuidar de sí mismo.

– Yo sólo quería ser una casamentera. ¿Tan difícil es de entender? Una simple casamentera. -Cayó bruscamente sobre sus talones de nuevo-. Mi vida es una ruina.

Leandro frunció el entrecejo.

– Annabelle, tu actitud está empezando a ponerme de los nervios.

Robillard se plantó junto a ella en tres zancadas. Miró largamente a Heath y a continuación le pasó el brazo por los hombros a Annabelle y le dio un beso de ventosa en la boca. Heath sintió una explosión interna de furia. Su mano derecha se crispó en un puño, pero estaban en casa de Annabelle, que nunca se lo perdonaría si hacía lo que le estaba apeteciendo.

– Annabelle es mi chica -anunció Dean al separar sus labios mirándola a los ojos-. El que le dé problemas se las tendrá que ver conmigo… y con mi línea de defensa.

Annabelle pareció molesta, lo que hizo que Heath se sintiera muchísimo mejor.

– Puedo cuidar de mí misma. Lo que no puedo es lidiar con una casa llena de tarugos borrachos.

– Qué dura eres -dijo Eddie, con aire ofendido.

Dean le acarició un hombro.

– Chicos, ya sabéis lo irracional que se puede volver una mujer embarazada.

Hubo un asentimiento alarmantemente unánime.

– ¿Te has hecho la prueba como te dije, muñeca? -Dean volvió a envolverla con el brazo-. ¿Ya sabes si llevas ahí al hijo de mi amor?

Aquello pareció resultar demasiado para Annabelle, porque se echó a reír.

– Necesito una cerveza. -Enganchó la botella de Tremaine y la apuró.

– No deberías beber si estás embarazada -dijo Eddie Skinner de mala cara.

Leandro le dio un manotazo en la cabeza.

Heath cayó en la cuenta de que hacía semanas que no se divertía tanto.

Cosa que le hizo acordarse de Delaney.

Annabelle había estado demasiado agobiada para reparar en ella entre el mogollón, y Delaney no se había movido del sitio, clavada bajo el umbral de la entrada. Estaba apoyada de espaldas en la pared, con su eterna sonrisa solícita congelada en la cara, pero tenía los ojos vidriosos y un punto enajenados. Delaney Lightfield, amazona, campeona de tiro al plato, golfista y esquiadora consumada, acababa de tener una fugaz visión de su futuro, y no le estaba gustando lo que veía.

– Por favor, que nadie me deje comer más de un rollo de primavera. -Annabelle dejó su botella vacía sobre una pila de revistas-. Ya me empieza a costar subirme la cremallera de los vaqueros. -Miró severamente a Eddie, que aún le fruncía el ceño-. Y no estoy preñada.

Robillard seguía buscando bronca.

– Sólo porque no he puesto suficiente empeño. Nos ocuparemos de eso esta noche, muñeca.

Annabelle miró al cielo y a continuación buscó a su alrededor un sitio donde sentarse, pero todas las sillas estaban ocupadas así que acabó en las rodillas de Sean, sentada remilgada pero cómodamente.

– Y sólo puedo tomar una porción de pizza.

Heath tenía que hacer algo con Delaney y se acercó hasta ella

– Lamento todo esto.

– Debería mezclarme con la gente -dijo Delaney con determinación.

– No tienes que hacerlo si no te apetece.

– Es sólo que… Resulta un poco abrumador. Es tan pequeña, la casa. Y son tantos…

– Vamos afuera.

– Sí, creo que es la mejor idea.

Heath la acompañó al porche de entrada. Permanecieron en silencio un rato. Delaney contemplaba la casa de enfrente, abrazada a sí misma. Él apoyó un hombro contra un poste, y notó el peso del estuche en su cadera.

– No puedo dejarla -dijo.

– No, no, claro. No lo esperaría de ti.

Él hundió las manos en los bolsillos.

– Supongo que te hacía falta ver cómo es mi vida. Esto es un ejemplo bastante bueno.

– Sí. Qué tontería por mi parte. No me imaginaba… -Soltó una carcajada tensa, de autocensura-. Prefiero el palco.

El la entendió y sonrió.

– Es cierto que el palco mantiene la realidad a cierta distancia.

– Lo siento -dijo ella-. Me lo imaginaba de otra manera.

– Ya lo sé.

Alguien subió nuevamente el volumen de la música. Delaney deslizó los pulgares bajo las solapas de su chaqueta y miró en torno a sí.

– Es sólo cuestión de tiempo que los vecinos llamen a la policía.

La poli tenía tendencia a mirar a otro lado cuando los deportistas de élite de la ciudad hacían el gamberro, pero Heath dudaba que eso fuera a tranquilizarla.

Delaney acarició sus perlas.

– No entiendo cómo puede Annabelle sentirse cómoda en medio de ese follón.

Heath se decidió por la explicación más sencilla.

– Tiene hermanos.

– También yo.

– Annabelle es una de esas personas que se aburren enseguida. Supongo que podrías decir que ella crea su propia diversión. -Igual que él.

Ella sacudió la cabeza.

– Pero es tan… caótico.

Por eso precisamente se buscaba Annabelle ese tipo de líos.

– Mi vida es bastante caótica -dijo Heath.

– Sí. Sí, ahora me doy cuenta.

Transcurrieron unos momentos en silencio.

– ¿Quieres que te llame un taxi? -preguntó él suavemente.

Ella vaciló antes de asentir.

– Puede que sea lo mejor.

Mientras esperaban, se disculparon mutuamente, y los dos vinieron a decir las mismas cosas, que habían creído que lo suyo funcionaría pero que más valía haber descubierto ahora que no. Los diez minutos que tardó el taxi en llegar se hicieron eternos. Heath le dio al taxista un billete de cincuenta y ayudó a subir a Delaney. Ella le sonrió desde el asiento, más pensativa que triste. Era una persona excepcional, y Heath lamentó por un breve instante no ser la clase de hombre que se pudiera contentar con belleza, inteligencia y destreza atlética. No, para engancharle era necesario el factor Campanilla. Viendo partir el taxi, sintió que se relajaba por primera vez desde la noche en que se conocieron.

Mientras ellos estaban fuera había llegado la comida, pero cuando Heath volvió a entrar en la casa no había nadie comiendo. Estaban todos apelotonados en el cuarto de estar, con la música baja, y la atención puesta en una gorra de la NASCAR colocada boca arriba cerca de los pies de Annabelle. Al acercarse un poco más, vio un surtido de cadenas, pendientes y anillos de oro refulgiendo en el oído.

Annabelle reparó en él y le sonrió.

– Se supone que he de cerrar los ojos, sacar una joya y acostarme con el dueño. Oro macizo por un macizo. ¿No te parece divertido?

Dean estiró el cuello al otro lado de la habitación.

– Sólo para que lo sepas, Heathcliff, mis pendientes siguen en mis orejas.

– Eso es porque no valen nada, puta barata. -Dewitt Gilbert el receptor favorito de Dean, le dio una palmada en la espalda.

Annabelle sonrió a Heath.

– Sólo están haciendo el ganso. Saben que no voy a hacerlo.

– A lo mejor sí-dijo Gary Sweeney-. Hay sus buenos quince quilates en esa gorra.

– A la mierda. Siempre he querido acostarme con una pelirroja natural. -Reggie O'Shea se quitó de pronto el crucifijo recamado de piedras preciosas del cuello y lo metió en la gorra.

Los hombres se quedaron mirándolo.

– Ahí te has pasado, eso no está bien -dijo Leandro.

Hubo suficientes murmullos de asentimiento como para que Reggie retirara su cadena.

Annabelle suspiró, y Heath percibió en su voz un arrepentimiento sincero.

– Esto ha sido divertido, pero se nos va a enfriar toda la comida. Sean, es una colección de joyas magnífica, pero tu madre me mataría.

Por no hablar de lo que le haría Heath.


***

Hacia las dos de la mañana, el suministro de cervezas que un par de los tíos habían estado reponiendo en secreto se agotó por fin, y los asistentes empezaron a desertar. Annabelle puso a Heath a cargo de realizar pruebas de sobriedad sobre la marcha. Se ocupó de llamar taxis y cargar borrachos en los pocos coches cuyo conductor estaba sereno. En toda la noche sólo se había producido una pelea, y no fue a propósito de las llaves de un coche. Dean encontró ofensivo el comentario de su compañero de equipo Dewitt de que la única razón que puede tener un tío para comprarse un Porsche en vez de un coche atómico como el Escalade era para que hiciera juego con sus medias de encaje. Tuvieron que separarles dos jugadores de los Bears.

– Ahora dime la verdad -le había dicho Annabelle a Heath en aquel momento-. ¿En serio que han ido a la universidad?

– Sí, pero eso no quiere decir que asistieran a clase.

Para las dos y media, Annabelle había caído rendida en un extremo del sofá, y Leandro en el otro, mientras que Heath y Dean recogían lo más gordo de aquel desastre en la cocina. Heath lanzó a Dean una bolsa de basura.

– Esconde aquellas botellas de whisky vacías.

– Puesto que nadie ha resultado muerto, probablemente no le importará.

– Para qué arriesgarse. La he visto bastante cabreada esta noche.

Metieron el grueso de los restos de comida en bolsas de basura y las sacaron al callejón. Dean observó a Sherman con una mueca de disgusto.

– Figúrate que ha intentado convencerme para que nos cambiáramos los coches. Decía que conducir ese montón de chatarra durante un par de días me ayudaría a mantenerme en contacto con el mundo real.

– Por no mencionar que le daría a ella ocasión de probar tu Porsche.

– Creo recordar que se lo hice observar. -Se dirigieron hacia la casa-. ¿Y cómo es que no has intentado ponerme un contrato en las narices esta noche?

– Estoy perdiendo interés. -Heath le sostuvo abierta la puerta-. Estoy acostumbrado a tratar con tíos menos indecisos.

– De indeciso no tengo un pelo. Te confesaré que la única razón por la que todavía no he firmado con nadie es lo bien que me lo estoy pasando con todo el mundo cortejándome. No te creerías la de cosas que llegan a enviarte los representantes, y no me refiero a entradas de primera fila para algún concierto. Los Zagorski me compraron un Segway.

– Sí, vale, mientras te diviertes, recuerda que a la Nike están empezando a olvidársele los motivos por los que querían tu cara bonita sonriendo a los sin techo desde sus vallas.

– Hablando de regalos… -Dean se apoyó en la encimera, con expresión cautelosa-. He estado admirando el nuevo Rolex sumergible que he visto en los escaparates. Esa gente sí sabe lo que es hacer un buen reloj.

– ¿Qué tal si te envío mejor un centro floral que haga juego con tus bonitos ojos azules?

– Qué insensible, tío. -Dean cogió sus llaves del tarro de las galletas de Hello Kitty de Annabelle, junto con una Oreo-. Me cuesta entender que hayas llegado a ser el representante de moda con esa actitud tan fea.

Heath sonrió.

– Parece que nunca lo averiguarás. Tú te lo pierdes.

Dean partió la Oreo en dos con los dientes, le brindó una sonrisa chulesca y salió despreocupadamente de la cocina.

– Ya hablaremos, Heathcliff.

Heath metió a Leandro en un taxi. No podía dejar de sonreír. No había nada entre Annabelle y Dean, más que travesuras. Annabelle no estaba enamorada de él. Le trataba exactamente igual que a los demás jugadores, como si fueran niños muy crecidos. Toda aquella filfa que le había largado a él era un montaje total. Y si Dean hubiera estado enamorado de ella, era evidente que no la habría dejado sola con otro hombre esa noche.

Estaba tumbada sobre un costado, y su aliento agitaba rítmicamente el rizo de pelo que le caía sobre la boca. Heath buscó una sábana, y ella no se movió un ápice mientras la tapaba. Se sorprendió preguntándose si estaría muy mal que se deslizara bajo esa sábana y le quitara los vaqueros para que durmiera más cómoda.

Muy mal.

Por más vueltas que le diera, sólo se le ocurría una razón para que Annabelle hubiera montado aquella farsa con Dean. Porque estaba enamorada de Heath, y quería salvar su orgullo. La divertida, combativa, gloriosa Annabelle Granger le quería. Su sonrisa se ensanchó, y sintió ligero el corazón por primera vez en meses. Era asombroso lo que la lucidez podía hacer por la paz interior de un hombre.


***

Le despertó el teléfono. Alargó la mano más allá de la cama para cogerlo y masculló al auricular:

– Champion.

Siguió un prolongado silencio. Hundió más la cara en la almohada y se apartó.

– ¿Heath? -oyó al otro lado.

Él se frotó la boca con la mano.

– ¿Sí?

– ¿Heath?

– ¿Phoebe?

Oyó como una inspiración indignada y a continuación el chasquido de la comunicación cortada. Abrió los ojos de golpe. Pasaron unos segundos hasta que comprobó sus temores. No estaba en su habitación; el teléfono al que había respondido no era suyo, y aún no eran -echó un vistazo al reloj- las ocho de la mañana.

Fantástico. Ahora Phoebe sabía que había pasado la noche en casa de Annabelle. Estaba jodido. Jodido por partida doble, en cuanto Phoebe se enterara de que había roto con Delaney.

Ya completamente despierto, salió de la cama de Annabelle, en la que no se encontraba Annabelle, desafortunadamente. Pese a las implicaciones profesionales de lo que acababa de ocurrir, no dejaba de sentir el buen humor de la noche anterior. Bajó las escaleras del ático para darse una ducha, y luego se afeitó con la Daisy de Annabelle. No había traído una muda consigo, lo que le dejaba como opciones ponerse los boxers del día anterior o ir sin calzoncillos. Se decidió por esto último, y luego se vistió la camisa del día anterior, muy arrugada por los puños de Annabelle.

Al descender al piso de abajo, la encontró hecha un ovillo, aún encima del sofá, con la sábana arrebujada hasta la barbilla y un pie saliéndole por debajo. Nunca había sido un fetichista de los pies, pero había algo en ese arco encantador que le provocó deseos de hacer con él toda clase de cosas medio obscenas. Claro que casi todas las partes del cuerpo de Annabelle parecían producir ese efecto en él, cosa que debería haberle dado alguna pista. Apartó la vista de sus deditos y se encaminó a la cocina.

Dean y él no se habían lucido con la limpieza, y la luz de la mañana reveló restos de comida china pegada a las encimeras. Mientras hervía el agua del café, cogió unas cuantas servilletas de papel y quitó lo más gordo. Para cuando volvió a echar una ojeada al cuarto de al lado, Annabelle había conseguido sentarse. El pelo le ocultaba la mayor parte del rostro, salvo la punta de la nariz y un pómulo.

– ¿Dónde están mis vaqueros? -masculló ella-. Da igual. Hablaremos de eso después. -Se envolvió en la sábana y fue trastabilleando hacia las escaleras.

Heath volvió a la cocina y se sirvió café. Estaba a punto de darle un primer sorbo cuando reparó en que una maceta de violetas africanas había ido a parar debajo de la mesa. Él no sabía mucho de plantas, pero las hojas de aquélla parecían bastante ajadas. No podía probar en realidad que nadie se hubiera meado en ella, pero ¿por qué correr riesgos? La sacó al exterior y la escondió debajo de los escalones.

Acababa de terminar de leer los mensajes motivadores de la nevera de Annabelle cuando oyó un frufrú de ropas. Se volvió y pudo disfrutar de la vista de Annabelle arrastrando los pies al interior de la cocina. No había llegado al punto de ducharse, pero se había recogido el pelo y lavado la cara, dejándose las mejillas coloradas. Un pantalón corto de dormir de tela escocesa asomaba bajo una sudadera morada que le venía grande. Heath siguió con la vista la línea de sus piernas desnudas hasta sus pies, embutidos en unas zapatillas de deporte de un verde amarillento, hechas polvo. En conjunto, ofrecía un aspecto adormilado, arrugado y sexy.

Le tendió un tazón de café. Ella esperó a darle el primer trago antes de reconocer su presencia, con la voz todavía un poco áspera.

– ¿Puedo saber quién me quitó los pantalones?

Él se lo pensó un poco.

– Robillard. El tío es una sabandija.

Ella le miró con ceño.

– No estaba tan inconsciente. Noté que eras tú cuando me bajaste la cremallera.

Heath no habría podido mostrar arrepentimiento ni aunque lo hubiera intentado.

– Se me escapó la mano.

Ella se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cocina.

– ¿Me lo imaginé yo o estuvo Delaney aquí anoche?

– Estuvo.

– ¿Cómo es que no se quedó a echar una mano?

Ahora llegaban a la parte delicada. Heath hizo como que buscaba algo de comer revolviendo en los armarios, pese a que sabía que la habían dejado sin nada. Después de remover un par de latas de tomate frito, cerró las puertas.

– Toda la movida resultó un poco excesiva para ella.

Annabelle se enderezó en la silla.

– ¿Qué quieres decir?

Heath se dio cuenta, demasiado tarde, de que debía haber meditado la forma de exponer aquello en vez de dedicarse a esconder violetas africanas y leer citas inspiradoras de Ophra. Tal vez encogiéndose de hombros pudiera eludir el tema hasta que ella estuviera bien despierta. Lo intentó.

– No funcionó.

– No lo entiendo. -Annabelle desplegó la pierna que había doblado bajo su cadera y empezó a parecer preocupada-. Me dijo que le estaba cogiendo gusto al fútbol.

– Parece ser que no cuando lo ve de cerca y en su dimensión personal.

Las arrugas se ahondaron en la frente de Annabelle.

– Yo me encargaré de que le coja el tranquillo. Los chicos sólo asustan si dejas que se te suban a las barbas.

No hubiera debido sonreír, pero ¿no era precisamente por esto por lo que su nuevo plan iba a funcionar mucho mejor que el viejo? Desde el mismo principio, Annabelle le había hecho feliz, pero él estaba tan obcecado en seguir la dirección equivocada que no había comprendido lo que eso significaba. Annabelle no era la mujer de sus sueños. Ni mucho menos. Sus sueños habían sido el producto de la inseguridad, la inmadurez y la ambición mal orientada. No, Annabelle era la mujer de su futuro… La mujer de su felicidad.

Su nueva lucidez le decía que ella no iba a tomarse a bien sus noticias sobre Delaney, sobre todo porque él no estaba logrando reprimir del todo su sonrisa.

– La cosa es que… Delaney y yo hemos terminado.

Annabelle dejó el tazón de café en la mesa con un golpe, y se puso en pie súbitamente.

– No. No habéis terminado. Esto es sólo un bache en el camino.

– Me temo que no. Anoche tuvo ocasión de ver cómo es mi vida, y lo que vio no la hizo feliz.

– Yo lo arreglaré. Cuando haya entendido…

– No, Annabelle -dijo él, tajante-. Esto no tiene arreglo. No quiero casarme con ella.

Ella explotó.

– No quieres casarte con nadie.

– Eso no es… del todo cierto.

– Es cierto. Y estoy harta de ello. Estoy harta de ti. -Empezó a agitar los brazos-. Me estás volviendo loca, y no lo aguanto más. Estás despedido, señor Champion. Esta vez yo te despido a ti.

Era una exhibición de temperamento impresionante, así que Heath decidió obrar con cautela.

– Soy un cliente -observó-. No puedes despedirme.

Le traspasó con aquellos ojos color de miel.

– Acabo de hacerlo.

– Diré en mi defensa que mis intenciones eran realmente buenas. -Se llevó la mano al bolsillo y sacó el estuche de joyero-. Pensaba proponerle matrimonio anoche. Estábamos en el Charlie Trotter's. La comida era estupenda, el ambiente perfecto y tenía el anillo preparado. Pero justo cuando me preparaba para dárselo… llamaste tú.

Hizo una pausa para dejar que ella sacara sus propias conclusiones, cosa que, siendo mujer, no tardó en hacer.

– Ay, Dios mío. Fui yo. Ha sido culpa mía.

Un buen representante siempre desviaba las culpas, pero viéndola sumirse en la consternación, supo que tenía que aclararlo.

– Tu llamada no era el problema de fondo. Llevaba toda la noche intentando darle el anillo, pero algo parecía impedirme sacarlo del bolsillo. ¿Eso no te sugiere nada?

Poner las cosas en su sitio no hizo sino llevarla a enfadarse de nuevo.

– ¡Ninguna te vale! Te lo juro, le encontrarías pegas a la Virgen María. -Le arrebató el estuche, lo abrió y frunció los labios.

– ¿Esto es lo mejor que has encontrado? ¡Eres multimillonario!

– ¡Exacto! -Si necesitaba más pruebas de que Annabelle Granger era un mirlo blanco, ahí las tenía-. ¿No lo ves? A ella le gusta la sutileza en todo. Si hubiera elegido uno con un diamante más grande, le habría hecho sentirse violenta. Odio este anillo. Imagínate cómo reaccionarían los chicos si vieran esa piedrecilla miserable en el dedo de mi mujer.

Ella cerró con un chasquido el estuche y se lo encasquetó de nuevo en la mano.

– Sigues despedido.

– Comprendo. -Se lo guardó en el bolsillo, dio un último sorbo al café y se dirigió a la puerta.

– Creo que será mejor para ambos que lo dejemos estar aquí mismo.

Él anheló que el ligero temblor que apreció en su voz no fuera sólo fruto de su imaginación.

– ¿Eso crees? -El impulso de aplacar su indignación a besos casi fue superior a él. Pero por tentadora que fuera la gratificación inmediata, necesitaba concentrarse en el largo plazo, de modo que se limitó a sonreír y dejarla sola.

Fuera, el aire de la mañana tenía el olor vivificante y ahumado del otoño. Respiró hondo y, a paso ligero, echó a andar calle abajo hacia su coche. Verla aquella noche con los muchachos le había abierto los ojos a algo que debía haber comprendido semanas antes. Annabelle Granger era su pareja ideal.

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