11

– Este año, sólo dos cajas de galletitas de menta, chicas -dijo Annabelle al abrir la puerta-. Estoy a dieta.

Heath entró con gran ímpetu, dejándola atrás.

– ¿Comprueba alguna vez si tiene mensajes en el contestador?

Ella bajó la vista hacia sus pies descalzos.

– Ha vuelto a pillarme con mi mejor aspecto.

Él estaba en modo hiperactivo, y apenas la miró, como por lo demás procedía.

– Está guapísima. O sea, que allí estoy yo, atrapado en un seminario sobre la Biblia en Indianápolis, cuando me llega la noticia de que mi casamentera está en la playa con Dean Robillard.

– ¿Respondió al teléfono en mitad de un seminario sobre la Biblia?

– Me aburría.

– ¿Y asistía usted a esa clase porque…? Da igual. Su cliente quería que asistiera. -Cerró la puerta.

– ¿Por qué demonios le pidió Robillard que fuera con él?

– Está loco por mí. Me ocurre constantemente. Raoul dice que no puedo evitar causar ese efecto en los hombres.

– Ya. Bodie me dijo que Dean quería ir a la playa y necesitaba que alguien le apartara las moscas.

– ¿Por qué lo ha preguntado, entonces?

– Para conocer el punto de vista de Raoul.

Ella sonrió y le siguió con pasos sordos hasta el recibidor.

– Su terrorífico esbirro estaba al tanto de esto desde ayer. ¿Por qué ha esperado hasta hoy para contárselo?

– Eso me pregunto yo. ¿Tiene algo de comer?

– Algunos restos de comida tailandesa, pero les está creciendo pelo, así que no se lo recomiendo.

– Voy a pedir una pizza. ¿Cómo le gusta?

Tal vez fuera porque estaba prácticamente desnuda y no le gustaba su actitud, o a lo mejor es que era una idiota sin más, pero el caso es que se llevó una mano a la cadera, le miró con descaro y dejó que las palabras salieran de su boca.

– Me gusta caliente… y… picante.

Él bajó los párpados, posando la mirada sobre el escote de su albornoz.

– Eso mismo me dijo Raoul.

Ella se batió a toda prisa en retirada hacia las escaleras. El sonido de la discreta risa de Heath la acompañó hasta el piso de arriba.

Se tomó su tiempo para ponerse su último par de shorts limpios y una blusita azul con un remate de encaje que iba a posarse en lo que pasaba por ser su canaleta. Que tuviera que mantenerse a la defensiva no implicaba que hubiera de descuidar su aspecto. Se empolvó las mejillas dándoles un tono bronceado, se dio un toque de brillo en los labios y finalmente se pasó un peine de púa ancha por el pelo, donde algunos tirabuzones rebeldes le enmarcaban ya la cara como adornos navideños.

Cuando volvió al piso de abajo, encontró a Heath en su despacho, apoltronado en su silla con los tobillos cruzados encima de la mesa y el auricular de su teléfono encajado bajo la barbilla. Sus ojos acusaron recibo de su escote de encaje y luego de sus piernas desnudas, y sonrió. Estaba jugando con ella otra vez, pero no iba a permitirse a sí misma sacar conclusiones.

– Ya lo sé, Rocco, pero no tiene más que diez dedos. ¿Cuántos diamantes puede llevar encima? -Frunció la frente al oír la respuesta al otro lado de la línea-. Haz caso a la gente que se preocupa por ti. No digo que lo tuyo con ella no vaya en serio, pero espérate un par de meses, ¿vale? Hablamos la semana que viene. -Colgó el teléfono con rabia y bajó los pies al suelo-. Chupasangres. Esas tías ven a los chavales venir de frente y les sacan todo lo que tienen.

– ¿Estamos hablando de los mismos chavales que señalan con el dedo a las chupasangres en la recepción de los hoteles y dicen «tú, tú y tú» ¿Y que al cabo de diez minutos les están dando mil razones para no ponerse un condón?

– Sí, bueno, eso también se da. -Cogió la cerveza que le había birlado de la nevera-. Pero lo de algunas de estas mujeres es increíble. Los tíos serán duros en el campo, pero cuando termina el partido la cosa cambia. Sobre todo con los más jóvenes. De pronto les vienen todas estas mujeres preciosas diciéndoles que están enamoradas. Cuando quieres darte cuenta, los chicos les están regalando coches deportivos y anillos de diamantes para celebrar que han cumplido un mes. Y no quiero empezar a hablar de las aprovechadas que se quedan embarazadas para luego vender cara su discreción.

– Una vez más, nada que no pueda prevenirse con un condón. -Cogió una regadera de plástico azul y fue con ella hacia las violetas africanas de Nana.

– Los tíos son jóvenes. Se creen invencibles. Ya sé que en Annabellandia todo el mundo es amable y cariñoso, pero hay más mujeres codiciosas en el mundo de las que se puede imaginar.

Annabelle dejó de regar para mirarle fijamente.

– ¿Acaso una de esas codiciosas mujeres consiguió llegar hasta sus bolsillos? ¿Por eso es usted tan quisquilloso?

– Para cuando llegué a ganar lo suficiente para ser un objetivo apetecible, ya había aprendido a cuidar de mí mismo.

– Sólo por curiosidad… ¿Se ha enamorado alguna vez? De una mujer -se apresuró a aclarar, no fuera a empezar a recitarle los nombres de sus clientes.

– Estuve comprometido cuando iba a la facultad. No salió bien.

– ¿Porqué no?

– La herida es demasiado reciente para hurgar en ella -dijo, arrastrando las palabras.

Ella le hizo una mueca, y él sonrió. Sonó su móvil. Mientras respondía, ella observó que él daba más la impresión de estar en su casa que ella misma. ¿Cómo se las arreglaba? No se sabía cómo, encontraba la forma de marcar el territorio allá donde fuera. Como si levantara la pierna cada vez que entraba en una habitación.

Acabó de regar las violetas africanas y se dirigió a la cocina, donde recogió el escandaloso lavavajillas de Nana. Sonó el timbre de la puerta, y al cabo de un momento apareció Heath con la pizza. Ella reunió platos y servilletas. Él sacó dos cervezas y las llevó a la mesa.

Al sentarse, contempló los anaqueles esmaltados de azul y la lata de galletas de Hello Kitty.

– Me gusta este sitio. Es acogedor.

– Se expresa con mucho tacto. Ya sé que debería ponerlo al día pero no he tenido tiempo. -Apenas le llegaba para comprar pintura, y mucho menos para una remodelación más ambiciosa.

Empezaron a comer, y el silencio que se hizo en torno a ellos resultó sorprendentemente cómodo. Ella se preguntó qué haría él al día siguiente para la fiesta del Cuatro de Julio. Él liquidó su primera porción de pizza y cogió otra.

– Annabelle, ¿cómo se las ha arreglado usted para hacer amistad con las dos personas que más me interesan a mí ahora mismo? ¿Qué les da?

– Mi natural encanto, sumado al hecho de que yo tengo vida privada, cosa que usted no. -Menuda vida. El miércoles por la noche, el señor Bronicki la había chuleado para que asistiera a la cena de los jubilados, a la que cada uno llevaba algo, en el centro asistencial. Había cedido únicamente a condición de que él prometiera volver a sacar a pasear a la señora Valerio.

Heath se limpió las comisuras de la boca con su servilleta.

– ¿Qué dijo Robillard de mí?

Ella mordisqueó la corteza de su pizza. Ésta, se recordó a sí misma, era la razón por la que él había sugerido su cena íntima y festiva.

– Dijo que era usted el number one de su lista de no llamables. Cito casi textualmente. Pero eso es probable que ya lo supiera.

– ¿Y usted qué le dijo?

– Nada. Estaba demasiado ocupada babeando. Dios mío, esta como un queso.

Él frunció la frente.

– Dean Robillard no es uno de esos chicos ingenuos de los que le hablaba. Tenga cuidado con él. Colecciona mujeres como quien come pipas.

– Vale, encanto; a mí me puede mordisquear cuando le apetezca.

Para su sorpresa, él tomó sus palabras en serio.

– No se le ocurra colarse por él.

Esto sí que era interesante.

– Por favor, ¿me lo puede repetir?

– Mire, Annabelle, Dean no es mal tío, pero, en lo que a mujeres se refiere, lo único que le preocupa es sumar palotes.

– ¿No como a mí?

– Se pasa de lista.

Le había brindado una oportunidad de oro para escarbar un poco más en la vida y milagros de Heath Champion.

– Sólo por curiosidad, ¿cuántos palotes sumó usted? Cuando sumaba palotes, quiero decir. ¿Y cuánto tiempo hace de eso, por cierto?

– Demasiados palotes. Y no estoy orgulloso de ello tampoco, así que no me sermonee.

– ¿Está convencido de haber dejado atrás sus días de sumar palotes?

– Si no lo estuviera, no estaría pensando en casarme.

– No está pensando en casarse. Aún no ha accedido a una segunda cita.

– Eso es sólo porque he contratado a dos casamenteras medio incompetentes.

No le había hablado de la visita de Portia, pero ¿qué podía decirle? Que Portia Powers era una hija de puta. Eso probablemente ya lo sabía. Además, había algo más que tenía que decirle, y le daba pánico hacerlo.

– Esta mañana me ha llamado Claudia Reeshman. Aún quiere verle.

– ¿En serio? -Se repantigó en la silla, con una sonrisa maliciosa en el rostro-. ¿Cómo es que la llamó a usted, y no a Portia?

– Supongo que conectamos más o menos, el jueves.

– Asombroso.

– Creía que la había convencido de que usted no valía la pena, Pero parece ser que no. -Cogió su pizza, aunque había perdido el apetito-. Así que supongo que querrá apuntarla a ella también en agenda para el miércoles por la noche, ¿no?

– No.

A Annabelle le cayó un pegote de queso en el regazo.

– ¿No quiere?

– ¿No me dijo que no me convenía?

– Y así es, pero…

– Pues nada.

Algo cálido y dulce se le desperezó por dentro.

– Gracias.

Se frotó el regazo, avergonzada.

– De nada.

Ella se entretuvo limpiándose los dedos con la servilleta.

– La mujer que voy a presentarle el miércoles no es tan guapa.

– Hay pocas que lo sean. La última portada de Reeshman para Sports Illustrated era increíble.

– Es una intérprete de arpa que está acabando un máster en ejecución musical. Veintiocho años, y una licenciatura por Vassar. Había quedado en presentarles el jueves pasado.

– ¿Es fea?

– Por supuesto que no es fea. -Recogió su plato con gesto enérgico y lo llevó al fregadero.

Heath no dijo una palabra en varios minutos. Al cabo, cogió su propio plato y se lo pasó.

– En el más que improbable caso de que Dean la vuelva a llamar, tenga cuidado con lo que dice de mí.

– ¿Qué le hace pensar que es improbable?

Él señaló a la mesa con la cabeza.

– ¿Quiere otra porción?

– No. -Colocó de cualquier manera el plato de Heath en el lavavajillas-. No, quiero que responda. ¿Por qué está tan seguro de que no me va a llamar?

– Cálmese. Me refería sólo a que le lleva usted unos años.

– ¿Y qué? -Cerró el lavavajillas de un portazo y se dijo a si misma que mejor era callarse, pero las palabras siguieron afluyendo a su boca-. Que mujeres maduras salgan con hombres mas jóvenes está de moda hoy en día. ¿Es que no lee el People?

– Dean sólo sale con chicas frívolas de las que van de fiesta en fiesta.

Ella sabía a qué se refería, y una vena masoquista la llevó a presionarle para que lo declarara en voz alta:

– Escúpalo. Cree que no soy lo bastante atractiva para él.

– Deje de poner en mi boca palabras que no he dicho. Lo único que digo es que usted y él no se gustan así como para enamorarse.

– Cierto. Pero puede que nos gustemos así como para acostarnos.

Había tirado por la borda los últimos restos de prudencia, y se encontró con un dedo largo y afilado apuntándola.

– No se va a acostar con él. Yo conozco a estos tipos y usted no. Yo he confiado en usted respecto a Claudia Reeshman. Usted necesita confiar en mí respecto a Dean Robillard.

No iba a dejar que zanjara la cuestión tan fácilmente.

– Usted busca una esposa. A lo mejor, yo busco sólo un poco de diversión.

– Si es diversión lo que necesita -contraatacó él-, yo le daré diversión.

Se quedó atónita.

Pasó un coche por la calle con la radio a todo volumen. Los dos seguían mirándose sin decir nada. También él parecía sorprendido. O tal vez no. Lenta, deliberadamente, Heath curvó hacia arriba una comisura de su boca, y ella comprendió que la Pitón estaba jugando con ella otra vez.

– He de irme, Campanilla. Tengo algo de trabajo atrasado. Gracias por la cena.

Sólo cuando la puerta de entrada se cerró tras él ella pudo musitar:

– De nada.


***

– Sí… Sí, está bien. Que suba. -A Portia le temblaban las manos al colgar el teléfono. Bodie estaba en el vestíbulo del edificio.

No había vuelto a llamar desde su cita en el bar deportivo, diez días antes, y ahora se presentaba en su apartamento a las nueve de la noche del Cuatro de Julio, confiando en que ella le estaría esperando. Pudo decirle al portero que le echara, pero no lo hizo.

Se dirigió maquinalmente hacia su dormitorio, despojándose por el camino de su combinación de algodón. Los Jenson la habían invitado a salir a ver los fuegos artificiales de la noche desde su barco, pero los fuegos artificiales la deprimían, como casi todos los rituales festivos, y prefirió declinar la invitación. Había sido una semana horrorosa. Primero, la debacle de Claudia Reeshman, luego se había despedido la ayudante que contrató para reemplazar a SuSu Kaplan, porque decía que el trabajo era «demasiado estresante». Portia había echado desesperadamente a faltar el programa de amadrinamiento. Hasta intentó concertar un almuerzo con Juanita para discutir la situación, pero la directora le había dado largas.

Intentó imaginarse cómo reaccionaría Bodie ante el apartamento que se había comprado después del divorcio. Dado que utilizaba su hogar para ofrecer cócteles mensuales a sus clientes más importantes, había elegido un piso amplio, en el ático de un edificio de piedra caliza de antes de la guerra, dexorbitadamente caro, contiguo a Lakeshore Drive. Pretendía transmitir la elegancia de un mundo pasado, por lo que había tomado prestada la paleta de colores de los maestros holandeses: cálidos tonos pardos, dorado añejo y verde oliva apagado, resaltados con sutiles toques agridulces. En el salón, un par de sofás muy clásicos, masculinos, y un sillón de cuero bordeaban la alfombra oriental teñida al té. Una alfombra oriental similar complementaba la sólida mesa de madera de teca del comedor y las sillas de suntuoso tapizado que la rodeaban. Era importante que los hombres se sintieran a gusto allí, por lo que mantenía las mesas despejadas de objetos decorativos y el mueble bar bien surtido. Tan sólo en su dormitorio se había permitido dar rienda a su pasión por la feminidad desbocada. Su cama era una creación de terciopelo marfil y crudo, con almohadas de encaje festoneadas de gamuza. Macizos candelabros de plata descansaban sobre delicados arcones. La espuma de cristal de una pequeña lámpara de araña colgaba en una esquina cerca de una mullida butaca de lectura con una pila de revistas de moda, varias novelas y un libro de autoayuda que pretendía servir a las mujeres en la búsqueda de su felicidad interior'

Tal vez Bodie estuviera borracho. Tal vez por eso se había presentado esa noche. Pero ¿quién conocía las motivaciones de un hombre como él? Se puso un vestido de tirantes de escote redondo con un estampado clásico de rosas y se calzó un par de zapatos de tacón rosáceos con cintas en los tobillos, adornados con pequeñas mariposas de piel. Sonó el timbre. Se obligó a caminar muy despacio hacia la puerta.

Él llevaba una camisa sedosa de manga larga color marrón topo con pantalones a juego, de esos carísimos de microfibras, que parecían deslizarse sobre sus piernas. De los hombros para abajo, su aspecto era musculoso pero respetable, elegante incluso. Pero de los hombros para arriba, toda respetabilidad se desvanecía. Su vigoroso cuello tatuado, sus ojos azules de picahielo y su amenazador cráneo afeitado le daban un aspecto más intimidante aún de lo que ella recordaba.

Echó un vistazo al salón sin decir palabra y luego caminó hacia las puertas acristaladas que daban paso a su pequeño balcón. Todos los veranos, Portia se proponía firmemente montar ahí un jardín de tiestos, pero la jardinería exigía una paciencia de la que carecía, y nunca llegaba a hacerlo. Una ráfaga de humedad penetró en la atmósfera climatizada del piso al abrir él una de las puertas y salir al exterior. Ella meditó unos instantes y decidió acercarse al mini-bar. Ignoró el surtido de cervezas de importación que él preferiría y eligió en su lugar una botella de champán y dos frágiles copas altas. Fue con ellas hasta las puertas acristaladas y encendió la luz exterior antes de salir.

El aire era cálido, espeso, y nubes altas y oscuras se cernían sobre el tejado del bloque de apartamentos de enfrente. Se aproximó al antepecho de hormigón, rematado por una superficie ancha que sostenían balaustres rechonchos, en forma de urna. Dejó allí la botella de champán junto con las delicadas copas.

El seguía sin abrir la boca. En la calle, diez pisos más abajo, un coche dejó su aparcamiento y dio la vuelta a la esquina. Un grupo de rezagados se dirigía al lago para ver el despliegue de fuegos artificiales de la ciudad, que debía de estar a punto de comenzar. Bodie descorchó la botella y sirvió el champán. Las frágiles copas no quedaban ni mucho menos tan ridículas en sus grandes manos como ella había esperado. El silencio se prolongó entre ellos. Lamentó no haber dicho algo al entrar él, porque ahora la cosa parecía un concurso para ver quién aguantaba más sin hablar.

Sonó la bocina estridente de un coche, y a ella se le tensaron los músculos del cuello hasta hacerse un nudo. Apoyó un pie en el barandal inferior. Se arañó la piel de su tobillo desnudo con la balaustrada de cemento. Él dejó su copa en el pasamanos, junto a la botella, y se volvió hacia ella. Ella no quería alzar la vista para mirarle, pero no pudo evitarlo. Las oscuras nubes se arremolinaban detrás de cabeza como un halo diabólico. La iba a besar, lo presentía. Pero no lo hizo. En vez de eso, tomó la copa de entre sus dedos y la colocó junto a la suya. Entonces alzó un brazo y le pasó el pulgar a lo largo de los labios, haciendo la presión justa para que el carmín se le corriera por la mejilla.

Los pelillos de la nuca se le erizaron. Se propuso apartarse pero fue incapaz. Fue él quien se apartó, en cambio… hasta las puertas de cristal, para alargar la mano hacia el interior y apagar la luz sumiendo así el balcón en la oscuridad. Un brote de pánico la recorrió de arriba abajo. El corazón empezó a latirle con fuerza Se dio la vuelta y curvó las húmedas manos sobre la baranda. Sintió cómo él se le acercaba por detrás, y empezó a temblar cuando posó las manazas sobre sus caderas. El calor de sus palmas atravesaba el sedoso tejido del vestido de rosas. Debajo sólo llevaba un coulotte de seda de tono crema muy pálido. Su piel se estremeció, y un súbito calor le inundó las entrañas. Él repasó el contorno de la estrecha banda superior de su coulotte por encima del vestido, una exploración más erótica que si le hubiera tocado la carne desnuda.

Una diadema de luces estroboscópicas hizo erupción en el cielo, blancas esferas cristalinas de fulgor y ruido que explotaban sobre el lago anunciando el comienzo del espectáculo de fuegos artificiales. Sintió el ardor del aliento de Bodie en su cuello húmedo, y sus dientes clavarse alrededor del tendón que marcaba el lugar donde cuello y hombros se unían. La inmovilizó así, sin hacerle daño, pero sujetándola como un animal. Deslizó las manos bajo el dobladillo del vestido.

Ella no trató de separarse, no se movió. El le palpó el trasero a través del coulotte. Deslizó el pulgar por la raja, hacia abajo, hacia arriba, luego hacia abajo otra vez, tomándose su tiempo. Al otro lado de la calle, se encendió la luz en una ventana, y en el cielo se abrieron como paraguas palmeras doradas. Ella recuperó el aliento al sentir deslizarse entre sus muslos los dedos de él.

Justo cuando creía que iban a fallarle las piernas, él aflojó la presión de su boca sobre el cuello y le pasó la lengua por el sitio por que la había tenido inmovilizada. Luego cayó de rodillas tras ella. Ella se quedó como estaba, aferrándose al pasamanos, contemplando cómo afuera se desenroscaban serpientes plateadas contra el cielo de nubes. Él le acarició las pantorrillas y después deslizó las manos hacia arriba, bajo la falda del vestido, rozando apenas el exterior de sus muslos primero, luego su coulotte. Metió los pulgares dentro de la banda elástica y se lo bajó hasta los tobillos. Le plantó un pie y sacó las braguitas por encima del zapato. Quedaron en el suelo, rodeando el tobillo opuesto. Se puso en pie.

Un bosque de sauces azules y verdes caía en gotas del cielo. Sintió la mano de él en el centro de su espalda. Estaba haciendo presión pero ella tardó un momento en comprender lo que quería que hiciera. Despacio, la hizo doblarse sobre el pasamanos. Abajo un taxi recorría la calle. Le levantó la vaporosa falda hasta la cintura. Vista por delante, la tela la cubría recatadamente, de forma que alguien que mirara desde una ventana del lado opuesto de la calle vería sólo a una mujer apoyada en el balcón con un hombre de pie a su espalda. Pero por detrás, se hallaba totalmente expuesta a él.

Ahora, ninguna barrera de seda se interponía entre la carne y las yemas de su pulgar al acariciarla. La abrió como los gajos de una naranja. Jugueteó con su zumo. La respiración de ella se tornó rápida y superficial. Gimió. Él dio un paso atrás. Ella oyó un ruido de roce mientras él se ocupaba de su ropa y de un condón -lo que le sugirió que tenía esto planeado desde un principio-. Y entonces se ocupó de ella.

Ella aguantó la respiración ante la excitante indignidad de sus dedos. El cielo estaba surcado de cometas que luego se precipitaban hacia su extinción en el agua. Se aferró al pasamanos con más tuerza mientras él separaba sus labios con los pulgares y jugueteaba; entonces la embistió hasta el fondo. La acometió desde atrás, agarrando con fuerza sus caderas, sujetándola en el sitio donde la quería. La acarició, haciéndola estirarse, llenándola. Ella se elevó con los cometas… floreció con los sauces… explotó con los cohetes. Al final, se desplomó en el suelo bajo una lluvia de chispas.

Después, él le ajustó de nuevo la falda, se la alisó y desapareció en el interior de su cuarto de baño, con su tocador de anticuario, su espejo italiano y su papel pintado de Colefax & Fowler. Cuando volvió tenía un aire tranquilo y sereno. Ella deseaba romper a llorar, pero en vez de eso, le dirigió la más helada de sus miradas, caminó hasta la puerta y la abrió con gesto brusco.

Él torció, divertido, una comisura de su boca. Avanzó hasta ella y pasó un dedo por el carmín corrido de su mejilla. Ella evitó mover ni un músculo. Con una nueva sonrisa, él salió al rellano y caminó hacia el ascensor ornamentado de bronce. Antes de llegar se dio la vuelta y habló por vez primera.

– ¿Ya está todo claro?

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