Alguien ocupó el asiento al lado del suyo en el compartimento de primera clase, pero él estaba demasiado ensimismado con la hoja de cálculo que había desplegado en su portátil como para prestarle atención. No fue hasta que el auxiliar de vuelo advirtió que se apagaran los dispositivos electrónicos que tomó conciencia de aquel perfume turbio y sutil. Levantó la vista y se topó con un par de inteligentes ojos azules.
– ¿Portia?
– Buenos días, Heath. -Se recostó contra la cabecera-. ¿Cómo demonios se las arregla para soportar estos vuelos de madrugada?
– Se acaba uno acostumbrando.
– Voy a fingir que le creo.
Lucía una especie de vestido envolvente de color lila, como de seda, ajustado y sin mangas, con una rebeca púrpura abotonada a la altura de los hombros y una cadena de plata al cuello con tres diamantes engastados. Era una mujer muy bella, culta y con talento, y le gustaba hacer negocios con ella, pero no la encontraba sexy. Cultivaba una imagen demasiado estudiada, demasiado agresiva. Podría decirse que era una versión femenina de sí mismo.
– ¿Qué la lleva a Tampa? -preguntó, pese a que conocía la respuesta.
– El clima no, desde luego. Hoy se alcanzarán allí los treinta y cuatro grados.
– Ah, ¿sí? -Heath no se preocupaba del tiempo a menos que afectara al resultado de un partido.
Ella le dedicó una sonrisa pensada para encandilar. Le habría funcionado de no ser porque él poseía una sonrisa similar que empleaba con idéntico propósito.
– Después de su llamada de anoche -dijo Portia-, decidí que teníamos que evaluar el punto en el que estamos y considerar qué ajustes deberíamos hacer. Le prometo no ponerle la cabeza como un bombo durante todo el vuelo. Nada resulta más molesto que verse atrapado en un avión con alguien que no para de hablar.
Si una de sus casamenteras debía prepararle una encerrona en un avión, hubiera preferido que fuera Campanilla. A ella habría podido amedrentarla para que le dejara en paz. El aspecto que lucía Portia esa mañana no tenía nada que ver con un impulso repentino de visitar Tampa. Él le había explicado el nuevo arreglo por teléfono la noche anterior y le colgó antes de que pudiera reponerse del disgusto. Era evidente que ya se había recuperado.
Se conformó con una chachara intrascendente hasta que estuvieron en el aire, pero una vez les sirvieron el desayuno empezó a preparar el terreno para ir al grano.
– Melanie estuvo encantada de conocerle. Más que encantada. Tengo la fuerte impresión de que se quedó prendada de usted.
– Espero que no. Es una persona muy agradable, pero no me pareció que conectáramos de verdad.
– Sólo pasaron juntos veinte minutos. -Le obsequió con la misma sonrisa comprensiva que empleaba él cuando un cliente se ponía difícil-. Entiendo perfectamente su situación de partida, pero el límite de tiempo que ha establecido crea algunos problemas. Llevo en este negocio el tiempo suficiente para darme cuenta de cuándo dos personas necesitan darse una segunda oportunidad, y creo que Melanie y usted cumplen los requisitos.
– Lo siento, pero eso no va a suceder.
Ninguna arruga perturbó la lisura de su frente, su expresión permaneció imperturbable.
– Mire, esto no va a funcionar. -Portia jugueteó con el envase del yogur en la bandeja de la fruta-. No tengo por norma meterme con la competencia, especialmente tratándose de una empresa de vía estrecha como Bodas Myrna. Quedaría medio mafioso. Pero…
– Perfecta para Ti.
– ¿Cómo?
– Ella la llama Perfecta para Ti, no Bodas Myrna. -No podía imaginar por qué había sentido la urgencia de aclarar este extremo, pero, por algún motivo, le había parecido necesario.
– Una decisión muy sabia -replicó Portia con apenas un tufillo de condescendencia-. Pero déjeme tan sólo que le diga esto: me disgusta que la gente se crea que basta pasarse por Kinko's a hacerse imprimir unas tarjetas para tener una agencia matrimonial. Por otra parte, usted, como representante deportivo, sabe exactamente a qué me refiero.
Con aquello se había apuntado un tanto. Annabelle no tenía una larga experiencia, tan sólo entusiasmo.
Portia puso su bandeja a un lado, pese a que apenas había mordisqueado la esquina de un dadito de melón dulce.
– ¿Ha apreciado alguna deficiencia en nuestros servicios que le llevase a sentir la necesidad de someter a mis candidatas a una extraña? Mentiría si le dijera que no me siento amenazada en absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que yo misma me ofrecí a estar presente en las entrevistas.
– No se preocupe por eso. Annabelle carece de instinto asesino. Melanie le gustó más que su propia candidata. Intentó convencerme de que volviera a verla.
Aquello pilló a Portia por sorpresa.
– ¿En serio? Vaya… La señorita Granger es algo rarita, ¿no?
Debió de ser a causa del ruido de los motores, porque por un momento le pareció que había dicho «tiene un polvito», y le asaltó una visión de Annabelle desnuda. Aquella idea lo descolocó. Annabelle le hacía gracia, pero no le ponía. En realidad, no. Puede que hubiera pensado en ella en términos sexuales un par de veces, y le había largado un par de indirectas melosas para ponerla nerviosa. Pero nada serio. Sólo le vacilaba.
El avión entró en una bolsa de aire, y él desvió sus pensamientos nuevamente de la cama a los negocios.
– No espero que se sienta usted cómoda con esto, pero, como le dije anoche, el proceso irá más suave si Annabelle asiste a todas las presentaciones.
El fuego que desprendieron sus ojos le dijo exactamente lo que pensaba Portia, pero era demasiado profesional para dejarse alterar.
– Eso es cuestión de opiniones.
– Ella es un renacuajo, Portia, no un tiburón. Las mujeres se relajan con ella, y yo me hago una idea más clara de quiénes son en menos tiempo.
– Ya veo. Bueno, yo llevo en esto muchos años más que ella. Estoy segura de que podría acelerar esas entrevistas mejor que…
– Portia, usted no puede dejar de resultar amenazadora por mucho que lo intente, y lo digo como el mayor de los cumplidos. Le dije desde un principio que quería ponerme todo esto lo más fácil posible. Pues resulta que Annabelle es la clave, y a nadie le ha sorprendido eso más que a mí.
Ella dejó de oponer resistencia, aunque de mala gana. Tampoco podía él reprochárselo, en realidad. Si alguien invadiera su terreno, también él se lanzaría al ataque.
– De acuerdo, Heath -dijo-. Si esto es lo que necesita, me aseguraré de que salga bien.
– Justo lo que quería oír.
El auxiliar de vuelo recogió sus bandejas, y él sacó su ejemplar del Sports Lawyers Journal. Pero el artículo sobre responsabilidad extracontractual y violencia en el deporte no consiguió retener su atención. Pese a todos sus esfuerzos por hacerla fácil, la búsqueda de una esposa se le estaba complicando por momentos.
– Me gusta -le dijo Heath a Annabelle la noche del lunes siguiente, cuando Rachel se fue del Sienna's-. Es divertida. Lo he pasado bien.
– También yo -dijo Annabelle, aunque eso no tuviera en realidad mayor importancia. Pero la presentación había ido mejor de lo que se había atrevido a esperar, entre muchas risas y animada conversación. Los tres compartieron sus prejuicios en cuestión de comidas (Heath ni tocaba carne de vísceras, Rachel odiaba las olivas y Annabelle no podía con las anchoas). Contaron historias embarazosas de sus años de universidad y debatieron sobre los méritos de las películas de los hermanos Cohen (a Heath le encantaban, a Rachel y Annabelle no). A Heath no pareció importarle que Rachel no fuera una espectacular belleza del calibre de Gwen Phelps. Tenía tanto el refinamiento como el coco que él buscaba, y no hubo interrupciones por culpa del móvil. Annabelle permitió que los veinte minutos se alargaran a cuarenta.
– Buen trabajo, Campanilla. -Sacó su BlackBerry y tecleó un recordatorio para si mismo-. La llamaré mañana para quedar con ella.
– ¿En serio? Estupendo. -Sintió una cierta desazón.
Él levantó la vista de la BlackBerry.
– ¿Pasa algo?
– Nada. ¿Por qué?
– Se le ha quedado una cara rara.
Ella recuperó la compostura. Ahora era una profesional y podía manejar la situación.
– Sólo estaba imaginándome las entrevistas que concederé a la prensa cuando Perfecta para Ti se cuele en el ránking de las quinientas empresas más boyantes.
– Nada inspira tanto como una chica con un sueño. -Volvió a guardarse la BlackBerry en el bolsillo y sacó el clip atestado de dinero. Ella torció el gesto. Él la imitó.
– ¿Y ahora qué pasa?
– ¿No tiene una bonita y discreta tarjeta de crédito escondida por ahí?
– En mi negocio, la cosa va de hacer ostentación. -Exhibió un billete de cien dólares y lo dejó en la mesita.
– Lo decía sólo porque, como creo haberle comentado, la asesoría de imagen forma parte de mi trabajo. -Vaciló un momento, consciente de que debía medir sus palabras-. En algunas mujeres… mujeres con una determinada educación… las ostentaciones gratuitas de riqueza pueden provocar cierto rechazo.
– Créame, no provocan rechazo en los chavales de veintiún años que se han criado con vales de alimentos.
– Entiendo lo que dice, pero…
– Ya lo he cogido. El clip de los billetes para los negocios, la tarjeta de crédito para cortejar a las mujeres. -Se guardó de nuevo en el bolsillo el controvertido objeto.
Ella le había acusado de vulgaridad, básicamente, pero él, en lugar de ofenderse, parecía haber archivado la información tan desapasionadamente como si le hubiera dado la previsión meteorológica para el día siguiente. Consideró sus impecables modales a la mesa, su forma de vestir, sus conocimientos de comida y vinos. Todo aquello era evidentemente parte de su formación, en la misma medida que el incumplimiento contractual o el Derecho constitucional. ¿Quién era exactamente Heath Champion, y por qué empezaba a gustarle tanto?
Se puso a doblar la servilleta del cóctel.
– Y… en cuanto a su verdadero nombre…
– Ya se lo dije. Campione.
– He estado investigando un poco. Hay una D en medio.
– Maldita la falta que le hace saber a qué corresponde.
– A algo malo, pues.
– Horroroso -dijo él secamente-. Mire, Annabelle, crecí en un descampado lleno de caravanas. No en un bonito camping para roulottes: eso habría sido el paraíso. Aquellos trastos no valían ni para chatarra. Los vecinos eran yonquis, ladrones, gente marginal. Mi dormitorio daba a un vertedero. Perdí a mi madre en un accidente cuando tenía cuatro años. Mi viejo era un tipo decente cuando no estaba borracho, pero eso no ocurría a menudo. Me he ganado a pulso todo lo que tengo, y estoy orgulloso de ello. No escondo mi procedencia. La placa metálica mellada que tengo colgada en el despacho, esa que reza BEAU VISTA, estaba en tiempos clavada en un poste que había no lejos de casa. La conservo como recordatorio del largo camino que he recorrido. Pero, aparte de eso, mi negocio es mío, y el suyo consiste en hacer lo que yo le diga. ¿Entendido?
– Jesús, sólo le he preguntado por su segundo nombre.
– No me vuelva a preguntar.
– ¿Desdémona?
Pero él se negó a seguir dándole conversación, y ella se quedó contemplándole la espalda mientras se dirigía a la cocina a presentar sus respetos a Mama.
– Os quiero en los bares todas las noches -anunció Portia a su plantilla a la mañana siguiente. Ramón, el camarero del Sienna's, la había despertado a medianoche con las inquietantes noticias del éxito de Annabelle Granger con su última candidata, y ya no fue capaz de volver a conciliar el sueño. No podía sobreponerse a la impresión de que estaba perdiendo otro cliente importante-. Repartir vuestras tarjetas -dijo a Kiki y a Briana, y también a Diana, la chica que había contratado para sustituir a SuSu-. Recoged números de teléfono. Ya conocéis la rutina.
– Ya hemos hecho todo eso -dijo Briana.
– Pero no lo bastante bien, al parecer, o Heath Champion no habría hecho planes anoche con la candidata de Granger en vez de con una nuestra. ¿Y qué hay de Hendricks y McCall? ¿No les enviamos a nadie más en dos semanas? ¿Qué pasa con el resto de nuestros clientes? Kiki, quiero que pases lo que queda de semana vigilando las agencias de modelos. Yo me ocuparé de las cenas de beneficencia y las boutiques de Oak Street. Briana y Diana, trabajaos las peluquerías y los grandes almacenes. Todas vosotras: por la noche, los bares. De aquí a una semana tenemos que pasar revista a una pila de nuevas candidatas.
– De poco nos va a servir con Heath -masculló Briana-. No le gusta ninguna.
No lo entendían, pensaba Portia mientras volvía a su despacho y repasaba su agenda. No comprendían lo duro que había que trabajar para permanecer en la cumbre. Miró la anotación correspondiente a aquel viernes. En una conversación breve y lacónica, Bodie Gray había fijado su cita para ese fin de semana. Había hecho todo lo posible para no volver a pensar en ello desde entonces. La mera posibilidad de que alguien les viera juntos le provocaba pesadillas. Pero, al menos, no parecía que le hubiera contado a Heath el incidente del espionaje.
Pasó un helicóptero sobrevolando el edificio. Ella se frotó las sienes y pensó en programarse una sesión de hidromasaje. Necesitaba algo que le levantara el ánimo, que le devolviera su seguridad habitual. Pero, mientras se volvía hacia su ordenador, una voz traicionera le susurró que no había en el mundo masajes, tratamientos faciales ayurvédicos o pedicuras con piedras calientes suficientes Para reparar lo que quiera que fuese que había dejado de funcionar en su interior.
Annabelle no podía permitirse cifrar todas sus esperanzas en la cita de Rachel con Heath, de modo que se pasó el resto de la semana paseándose por dos de las principales universidades de Chicago. En la Universidad de Chicago de Hyde Park alternó el merodear por los pasillos de la Facultad de Empresariales con el vagar por las escaleras de la Escuela Harris de Ciencias Políticas. Se acercó además al Lincoln Park, donde pasó la mayor parte del tiempo con las estudiantes de música del Auditorio De Paul. En ambos centros mantuvo los ojos abiertos a la caza de estudiantes agraciadas próximas a licenciarse y bellas integrantes del cuerpo docente. Cuando las encontraba, les entraba directamente y les explicaba quién era y lo que buscaba. Algunas estaban casadas o comprometidas, una era lesbiana, pero la gente adora a las casamenteras, y la mayoría mostró interés en ayudarle. A finales de la semana, tenía dos candidatas estupendas listas para probar si las necesitaba, además de media docena de mujeres que no eran adecuadas para Heath, pero estaban interesadas en contratar sus servicios para sí mismas. Dado que no podían permitirse las tarifas que pretendía cobrar, estableció un descuento para estudiantes.
Heath estuvo fuera de la ciudad toda la semana, y no la llamó. No es que esperara que lo hiciera. Sin embargo, tratándose de alguien que se pasaba el día al teléfono, hubiera pensado que podría dedicar unos pocos minutos a comentar con ella la marcha de las cosas, aun en plan rutinario. En vez de amargarse con ello, se calzó las deportivas, se llegó haciendo jogging hasta el Dunkin' Donuts y se distrajo con un bollo glaseado de manzana.
Heath pasó los cuatro primeros días de la semana viajando entre Dallas, Atlanta y San Luis, pero incluso estando reunido con clientes y directores deportivos, se sorprendía con la cabeza puesta en la reunión en la cumbre que le esperaba el viernes por la tarde en la sede de los Stars. Cuando de los Stars se trataba, intentaba despachar el mayor número de asuntos posible con Ron McDermitt, el director general y principal responsable del equipo, pero, una vez más, Phoebe Calebow había insistido en ser ella quien se viera con él en su lugar. Mala señal.
Heath presumía de estar en buenas relaciones con todos los propietarios de los equipos. Phoebe era la flagrante excepción. Era culpa de él que hubieran empezado mal de entrada. Uno de sus primeros clientes había sido un veterano del Green Bay descontento con el contrato que había negociado su anterior representante. Heath quería demostrar lo duro que era, así que cuando los Stars manifestaron su interés por el tío, Heath jugó un poco Phoebe, haciéndole creer que tenía muchas posibilidades de finarle, cuando él sabía que no era así. Luego hizo valer ese interés por el jugador en las negociaciones con los Packers, utilizándolo orno palanca para forzar un trato más ventajoso para su cliente. Phoebe se puso furiosa, y en una tempestuosa conversación telefónica le había advertido que jamás volviera a utilizarla de aquella manera.
En vez de tomarse en serio sus palabras, se enredó en otra escaramuza con ella unos meses después, a propósito de un segundo cliente, en este caso un jugador de los Stars. Heath había decidido que necesitaba endulzar el último año de un contrato preexistente por tres temporadas, negociado una vez más por un representante anterior, pero Phoebe se negaba en redondo. Al cabo de unas semanas, Heath amenazó con apartar al jugador de los entrenamientos. El tío era su mejor tight end, y puesto que Heath la ponía entre la espada y la pared, ella se descolgó con una respetable contraoferta. Aun así, no era el espectacular nuevo acuerdo que Heath creía que necesitaba para cimentar su reputación como representante dinámico. Les apretó un poco más y mandó al jugador a practicar la pesca de altura el día que el equipo empezaba a entrenar.
Phoebe se subía por las paredes, y los medios de comunicaciones se pusieron las botas magnificando el enfrentamiento entre la roñosa propietaria de los Stars y el nuevo y desenvuelto representante deportivo local. Heath sacó provecho de la popularidad del jugador entre la afición concediendo entrevistas a todas horas y reprochando dramáticamente a Phoebe que diera un trato tan mezquino a uno de sus mejores hombres. Cuando la primera semana de entrenamientos tocaba a su fin, Heath seguía fanfarroneando, tirándose el rollo con los columnistas deportivos y trabajándose mordaces declaraciones para los noticiarios de las diez. Acabó provocando una oleada de indignación que se volvió contra Phoebe. Con todo, ella permanecía firme.
Justo cuando empezaba él a replantearse lo acertado de su estrategia, se produjo un golpe de suerte. El tight end de reserva de los Stars se rompió el tobillo entrenando, y Phoebe se vio obligada a ceder. Heath consiguió el trato exorbitante que quería, pero en el proceso la había dejado mal a ella, que nunca se lo perdonaría. De aquellas experiencias extrajo dos duras lecciones: que una buena negociación es aquella de la que todos salen sintiéndose vencedores; y que un representante de éxito no edifica su reputación humillando a la gente con la que tiene que trabajar.
El recepcionista de los Stars le indicó el camino del campo de entrenamiento, y conforme se acercaba vio a Dean Robillard haciéndole la pelota a Phoebe en el banco de la banda. Renegó entre dientes. Lo último que quería que Robillard presenciase era cómo Phoebe Calebow le desollaba. Dean tenía aspecto de haber salido directamente del Surfer Magazine: barba de tres días, pelo revuelto fijado con gel, shorts de estampado tropical, camiseta y sandalias atléticas. En la esperanza de minimizar los daños colaterales, Heath tomó una decisión rápida y se dirigió a él en primer lugar.
– ¿Es un Porsche nuevo lo que he visto aparcado en tu plaza?
Dean se le quedó mirando a través de los cristales amarillos de iridio de un par de Oakleys de alta tecnología.
– ¿Ese viejo montón de chatarra? No, qué dices. Lo menos hace tres semanas que lo compré.
Heath se las arregló para reírse, pese a que había empezado a erizársele el vello de la nuca. Y no por estar cerca de Robillard. Se puso él también sus gafas de sol, no tanto para protegerse los ojos como para nivelar posiciones.
– Vaya, vaya, vaya… -zureó Phoebe Somerville Calebow con la voz ronca y panfila que usaba para ocultar su afilada mente-. Y yo que creía que nuestro exterminador había acabado con todas las ratas de los alrededores.
– Pues no. Las más fuertes y cabronas se las arreglan para sobrevivir no se sabe cómo. -Heath sonrió, esforzándose por conseguir un equilibrio entre no cabrearla más de lo necesario y demostrar a Dean que ella no lograba intimidarle.
La propietaria y directora ejecutiva en jefe de los Stars estaba ya sobre los cuarenta, y nadie llevaba los años mejor que ella. Su aspecto era el de una versión intelectual de Marilyn Monroe, con la misma nube de pelo rubio claro y un cuerpo que quitaba el hipo, hoy cubierto con chaqueta ajustada color aguamarina y estrecha falda de tubo amarillo canario abierta por un lado. Sensual, con pecho abundante y largas piernas, debería ser un póster central vez de la mujer más poderosa de la Liga Nacional de Fútbol.
Dean se levantó.
– Creo que voy a abrirme antes de que ustedes dos me rompan accidentalmente el brazo de lanzar.
Heath no podía amilanarse en aquel momento.
– Hombre, Dean, ni siquiera hemos empezado a divertirnos. Quédate un rato para ver cómo hago llorar a Phoebe.
Dean se volvió hacia su hermosa jefa.
– No había visto a este chiflado en mi vida.
Ella sonrió.
– Puedes irte, Dean, cariño. Tu vida sexual quedará arruinada para siempre si te ves obligado a ver de cuántas maneras puede una mujer hacer trizas a una serpiente.
Heath no iba a ganarse el corazón del quarterback con una retirada y, mientras Robillard se alejaba, todavía le gritó:
– Oye, Dean, dile a Phoebe que te enseñe algún día dónde esconde los huesos de todos los representantes que no tienen los huevos de plantarle cara.
Dean se despidió con la mano sin volverse a mirar.
– No he oído nada, señora Calebow -dijo-. Sólo soy un muchacho encantador de California que adora a su madre y quiere jugar un poco al fútbol para usted e ir a la iglesia en su tiempo libre.
Phoebe se echó a reír y estiró sus largas piernas desnudas en cuanto Dean desapareció tras la valla.
– Me encanta ese chico. Me gusta tanto que voy a asegurarme de que no caiga nunca en tus mugrientas garras.
– No le habrá costado mucho engatusarle para venir aquí fuera y presenciar nuestra pequeña reunión.
– Nada en absoluto.
– Han pasado siete años, Phoebe. ¿No cree que ya es hora de que enterremos el hacha de guerra?
– Mientras la hoja acabe clavada en su nuca, por mí no hay problema.
El deslizó los dedos en los bolsillos y sonrió.
– El mejor día de mi carrera fue aquél en que su cuñado firmó como cliente mío. Todavía saboreo cada minuto.
Phoebe puso mala cara. Quería a Kevin Tucker como si fuera un familiar consanguíneo y no pariente por matrimonio, y el hecho de que hiciese oídos sordos a sus ruegos y firmase con Heath había sido una píldora amarga que nunca había acabado de tragar. Su primera negociación con Heath sobre el contrato de Kevin había sido brutal. Que la familia estuviera involucrada no quería decir que Phoebe estuviera más dispuesta a aflojar su puño de hierro sobre las finanzas de los Stars, y él todavía recordaba lo metódicamente que había tachado ella una cláusula de bonificación, abusiva a todas luces, que Heath coló para tantear el terreno.
«La familia es la familia y los negocios, los negocios. Adoro al chico, pero no hasta ese punto.»
«¿A quién pretende engañar? -había dicho Heath-. Caminaría sobre las brasas por él.»
«Sí, pero dejaría el talonario a buen recaudo antes de hacerlo.»
Heath echó un vistazo al campo de prácticas. Aunque faltaba más de un mes para que empezara el periodo de entrenamiento, había algunos jugadores practicando carreras con el entrenador del equipo. Señaló con la cabeza a un jugador que llevaba cuatro temporadas en el equipo, uno de los clientes de Zagorski.
– Keman tiene buena pinta.
– La tendría mejor si pasara más tiempo en el gimnasio y menos vendiendo coches usados por televisión. Pero a Dan le gusta.
Dan Calebow era el presidente de los Stars y el marido de Phoebe. Se habían conocido cuando Phoebe heredó el equipo de su padre. Por aquel entonces, Dan era el entrenador jefe y Phoebe no tenía ni idea de fútbol, algo que ahora resultaba difícil de creer. Sus peleas iniciales eran casi tan legendarias como su posterior historia de amor. El año anterior, un canal por cable había producido una película cutre sobre ellos, y a Dan aún le estaban tomando el pelo porque su papel lo había interpretado el antiguo componente de un grupo vocal de chicos.
– Quiero un contrato por tres temporadas -dijo Phoebe, yendo al grano en el asunto de Caleb Crenshaw.
– Sí, yo también lo querría si estuviera en su lugar, pero Caleb va a firmar sólo por dos.
– Tres. Es innegociable. -Ella formuló sus argumentos sin consultar notas, recitando de un tirón complejas estadísticas con su voz de gatita sensual. Ambos poseían una memoria excelente, y tampoco él anotó nada.
– Sabe perfectamente que no puedo aconsejar a Caleb que acepte esa oferta. -Apoyó un pie en el banco, al lado de ella-. Para el tercer año, valdrá millones más de lo que le estará pagando.
Justamente la razón por la que ella quería cerrar el trato por tres.
– Sólo si no se lesiona -replicó, como sabía él que haría-. Soy yo la que asume todo el riesgo. Si ese tercer año se revienta la rodilla yo tendré que pagarle igualmente. -Siguió a partir de ahí, poniendo énfasis en su altruismo y la gratitud eterna que debiera mostrar un jugador por el simple hecho de que se le permitiera vestir el uniforme de leyendas del fútbol como Bobby Tom Denton, Cal Bonner, Darnell Pruitt y, sí, Kevin Tucker.
Heath amenazó con una ruptura de las negociaciones, aunque no tenía la menor intención de llevarla a cabo. Lo que en tiempos había considerado una astuta estrategia de negociación le parecía ahora una medida desesperada que inevitablemente haría más mal que bien.
Phoebe siguió presionando, arremetiendo con otra cascada de estadísticas, salpimentada con alusiones a jugadores ingratos y representantes chupasangres.
El contraatacó con sus propias estadísticas, que apuntaban al hecho de que los propietarios avaros acababan encontrándose con jugadores resentidos y temporadas sin títulos.
Al final, llegaron al punto en que ambos sabían más o menos que acabarían. Phoebe consiguió su contrato por tres temporadas y Caleb Crenshaw sacó una bonificación de millón y medio de dólares por el agravio. Vencedor. Vencedora. Sólo que era un acuerdo al que habrían podido llegar tres meses antes de no haber puesto Phoebe tanto empeño en complicarle las cosas.
– Hola, Heath.
Se volvió y vio a Molly Somerville Tucker que se le acercaba. La mujer de Kevin no podía estar más lejos del prototipo de rubia despampanante casada con una estrella de la Liga Nacional de Fútbol. Tenia un cuerpo esbelto y firme, pero que tampoco era nada del otro mundo. Salvo por un par de ojos azul grisáceo algo achinados, ella y Phoebe guardaban escaso parecido físico. A él, decididamente le gustaba mucho más Molly que su hermana. La mujer de Kevin era lista y divertida, y resultaba fácil hablar con ella. En cierto modo le recordaba a Annabelle, aunque ésta era más bajita y su mata de rizos rojizos no se parecía en nada a la melena castaña y lisa de Molly. No obstante, eran un par de listillas obstinadas, y no pensaba bajar la guardia ante ninguna de las dos.
Molly sostenía un bebé en un brazo, llamado Daniel John Tucker y de nueve meses de edad. De la otra mano llevaba a una niñita de pelo rizado. Heath se alegró de ver a Molly, le dejó indiferente ver al bebé y se sintió menos que complacido de ver a la cría de tres años. Afortunadamente, Victoria Phoebe Tucker tenía un objetivo más importante a la vista.
– ¡Tía Phoebe! -Soltó la mano de su madre y corrió hacia la propietaria de los Stars todo lo rápido que podían llevarla sus diminutos pies, embutidos en relucientes botas de lluvia rojas. Las botas quedaban raras con su conjunto de shorts y top morados de lunares. Además, hacía dos semanas que no llovía, pero había sufrido en sus carnes la obstinación de Pippi Tucker y no culpaba a Molly por ser selectiva con las batallas que libraba.
En lo que era un caso de atracción entre iguales, Phoebe se levantó del banco de un brinco para saludar a la pequeña ladronzuela de pelo rizado.
– Hola, sinvergüenza.
– Adivina qué, tía Phoebe…
Heath desconectó de la niña al acercársele Molly. Ella le tocó el lateral del cuello.
– No aprecio marcas de mordiscos, de forma que vuestra reunión ha debido ir bien.
– Sigo vivo.
Ella se cambió el bebé de brazo.
– ¿Y qué, ya has encontrado a la señora Champion? Annabelle tiene esta extraña, y totalmente innecesaria, obsesión con la confidencialidad.
Él sonrió.
– Sigo buscando. -Agarró la manita llena de babas del bebé para cambiar de tema-. Eh, colega, ¿cómo va ese brazo de lanzador?
No se le daban especialmente bien los niños, y la criatura enterró la cara en el hombro de su madre.
– Nada de fútbol -dijo Molly-. Este va a ser escritor, como yo. ¿A que sí, Danny? -Molly besó al bebé en la cabeza y frunció el entrecejo-. ¿Has hablado hoy con Annabelle?
– No, ¿por qué? -Con el rabillo del ojo vio a Phoebe sonreír amorosamente a Pippi. Deseó que aunque fuera por una vez le dirigiera a él una sonrisa la mitad de auténtica.
– Llevo todo el día intentando contactar con ella -dijo Molly pero no funciona ninguno de sus teléfonos. Si por casualidad te llama, dile que quiero hablar con ella sobre la gran velada de mañana al mediodía.
– A la una. -Phoebe habló por encima de los rubios rizos de Pippi-. ¿Sabe ya que hemos cambiado la hora?
Heath se quedó paralizado. ¿Una fiesta? Ésta era justo la ocasión que estaba esperando.
– Ojalá me acordara -dijo Molly-. Pero tengo una entrega y he estado un poco distraída.
Los Tucker y los Calebow se reunían constantemente, pero Heath no había recibido nunca una invitación, por más veces que hubiera explicado a Kevin la falta que le hacía. Heath quería una oportunidad para estar con Phoebe fuera del campo de batalla, y una reunión social informal era la oportunidad perfecta. Tal vez si no estuvieran discutiendo por un contrato, ella se daría cuenta de que en general era un tipo decente. A lo largo de los años, había intentado organizar una docena de comidas y cenas, pero ella se escabullía por sistema, en general con algún sarcasmo sobre comida envenenada. Ahora Molly daba una fiesta, y había invitado a Annabelle. A quien no había invitado era a él.
A lo mejor era una cosa sólo-para-chicas. O a lo mejor no.
Sólo había una forma de averiguarlo.