12

Annabelle y Heath salieron de Chicago el viernes después de comer. El camping del lago Wind se hallaba al noreste de Michigan, aproximadamente a una hora de la bonita ciudad de Grayling. Kevin y Molly llevaban allí toda la semana, y el resto de miembros del club de lectura iba llegando en coche, pero el señor Súper-repre-sentante no disponía de tanto tiempo, de modo que se las había arreglado para que les llevaran en el reactor de la empresa de un amigo. Mientras él llamaba por teléfono, Annabelle, que no había ido nunca en un avión privado, miraba por la ventanilla y se esforzaba por relajarse. Porque ¿qué importaba que Heath y ella fueran a compartir una cabaña durante el fin de semana? El se pasaría la mayor parte del tiempo por ahí con los hombres o tratando de impresionar a Phoebe, así que apenas le vería, lo que sin duda era lo mejor, pues todas aquellas feromonas tan masculinas que emitía estaban afectándola. Afortunadamente, comprendía la diferencia entre la atracción biológica y el afecto duradero. Puede que estuviera algo salida, pero no era autodestructiva del todo.

Un cuatro por cuatro gris de alquiler les esperaba en la pequeña pista de aterrizaje. Estaban a sólo unos ciento treinta kilómetros de la isla de Mackinac, y el aire cálido de la tarde les traía el vigorizante aroma a pino de los bosques del norte. Heath cargó con su bolsa y con la de ella, las llevó hasta el coche, y luego volvió a por los palos de golf. Ella había estirado su presupuesto para comprarse unas cosas nuevas para el viaje, incluidos los pantalones sueltos de gamuza que llevaba y cuyas finas rayas verticales hacían que sus piernas parecieran más largas. Un coqueto top color bronce realzaba sus pequeños pendientes de ámbar. Se había hecho cortar las puntas y su pelo, por una vez, no le daba problemas. Heath llevaba otro de sus polos carísimos, éste verde musgo, combinado con chinos color piedra y mocasines.

Colocó el equipaje en el maletero y a continuación le lanzó las llaves.

– Usted conduce.

Ella contuvo una sonrisa mientras se sentaba al volante.

– Cada día que pasa, se hacen más evidentes las razones por las que quiere una esposa.

Él dejó su portátil en el asiento de atrás y se acomodó en el del copiloto. Annabelle consultó las indicaciones de Molly y luego tomó una sinuosa carretera de dos carriles. Se preguntó cómo habría pasado él el Cuatro de Julio. No había vuelto a verle desde el miércoles, cuando le presentó a la arpista del De Paul, que a él le pareció inteligente, atractiva, pero demasiado seria. Concluida la cita, le había pedido más información sobre Gwen. Algún día no muy lejano tendría que contarle la verdad sobre ese asunto. Una idea en absoluto agradable.

Mientras él hacía otra llamada, se concentró en el placer de conducir un coche que no fuera Sherman. Molly no había exagerado al describirle lo bonito que era aquello. Los bosques se extendían a ambos lados de la carretera, en grupos de pinos, robles y arces. El año anterior, Annabelle se había visto obligada a cancelar sus planes de asistir al retiro porque Kate se presentó en Chicago sin avisar, pero se lo habían contado todo: los paseos que habían dado por el camping, que iban a nadar al lago y que hacían las tertulias literarias en el cenador nuevo que Molly y Kevin habían construido cerca de la zona privada donde vivían, contigua al bed & breakfast. Le sonó todo muy relajante. Pero ahora no se sentía relajada. Se jugaba mucho, y tenía que permanecer centrada.

Heath realizó una segunda llamada antes de guardar por fin el teléfono y ocuparse de criticar su forma de conducir.

– Tiene un montón de sitio para adelantar a ese camión.

– Siempre que ignore la doble línea continua.

– No le pasará nada por pisarla.

– Claro. ¿Para qué preocuparse por una tontería como una colisión frontal?

– El límite de velocidad es de noventa, usted no pasa de cien.

– No me obligue a parar el coche, joven.

Él se rió entre dientes, y pareció relajarse un rato. Sin embargo, no tardó en volver al ataque: suspirar, mover nerviosamente el pie, enredar con la radio. Ella le dirigió una mirada sombría.

– No es usted capaz de pasarse tres días enteros lejos del trabajo ni soñando.

Claro que si.

– No sin su móvil.

– Desde luego que no. Ganará usted nuestra apuesta.

– ¡No hemos hecho ninguna apuesta!

– Mejor. Detesto perder. Y en realidad no son tres días. Hoy ya he trabajado ocho horas, y el domingo por la mañana salgo para Detroit. Usted ha hecho planes para volver a la ciudad por su cuenta, ¿no?

Ella asintió. Iba a volver en coche con Janine, la otra soltera del grupo. Él echó un vistazo al velocímetro.

– Ha debido de hablar con Molly después de la fiesta, y me atrevo a suponer que la acribillaría a preguntas sobre este fin de semana. ¿Cómo le explicó que viniera con usted?

– Le dije que estaban llamando a la puerta y que enseguida la llamaba. ¿Eso es un pavo silvestre?

– No lo sé. ¿Le devolvió la llamada?

– No.

– Debió hacerlo. Ahora sospechará algo.

– ¿Y qué se supone que debía decirle? ¿Que está usted obsesionado con chuparle el culo a su hermana?

– No. Se supone que debía decirle que he estado trabajando demasiado y que eso me ha puesto tan tenso que no me deja apreciar las mujeres estupendas que me está presentando.

– Eso es muy cierto. Debería darle a Zoe otra oportunidad. La arpista -añadió, por si ya se le había olvidado.

– Me acuerdo.

– El solo hecho de que piense que Adam Sandler es imbécil no implica que carezca de sentido del humor.

– A usted le hace gracia Adam Sandler -observó él.

– Sí, pero yo soy una inmadura.

El sonrió.

– Admítalo. Sabe que no era adecuada para mí. Ni siquiera creo que yo le gustara demasiado. Eso sí, tenía unas piernas magníficas. -Recostó la cabeza en el respaldo, curvando la boca como la cola de una pitón-. Dígale a Molly que no puede encontrarme esposa porque sólo pienso en el trabajo. Dígale que necesita alejarme de la ciudad el fin de semana para poder tener una charla seria conmigo sobre lo confundidas que tengo mis prioridades.

– Lo de sus prioridades es cierto.

– ¿Lo ve? Ya está haciendo progresos.

– Molly es muy lista. No se tragará eso ni por un segundo. -No añadió que Molly ya había empezado a tantearla con preguntas sobre qué tal se iba llevando con Heath.

– Usted puede salir airosa le entre ella por donde le entre. ¿Y sabe por qué, campeona? Porque no le asustan los desafíos. Porque usted, amiga mía, vive para los desafíos, y cuanto más duros mejor.

– Sí señor, ésa soy yo. Un verdadero tiburón.

– Así se habla. -Pasaron como una exhalación junto a un indicador que señalaba al pueblo de Wind Lake-. ¿Sabe por dónde va?

– El camping está en la otra punta del lago.

– Déjeme ver.

Al ir a coger la hoja arrugada con las indicaciones que tenía ella sobre el regazo, rozó con el pulgar la cara interior de su muslo, y a ella se le puso la carne de gallina. Por pensar en otra cosa, salió con un poco de agresión pasiva.

– Me sorprende que éste sea su primer viaje al camping. Kevin y Molly suben aquí cada dos por tres. No puedo creer que él no le haya invitado.

– En ningún momento he dicho que no me hayan invitado. -Dejó las instrucciones para fijarse en un indicador-. Kevin es un tío muy entero. No necesita que le lleve de la mano a todas partes como mis clientes más jóvenes.

– Se estás saliendo por la tangente. Kevin no le ha invitado nunca a subir aquí, ¿y sabes por qué? Porque no hay forma de que nadie se relaje con usted al lado.

– Que es exactamente lo que usted está intentando cambiar. -Una señal verde y blanca con letras con ribete dorado apareció la izquierda ante su vista.


CABAÑAS DE WIND LAKE

BED & BREAKFAST

FUNDADO EN 1894


Giraron por un camino estrecho que se abría paso a través de la espesura de los árboles.

– Ya sé que esto podría ser difícil de asumir, pero pienso que debería ser sincero. Todo el mundo sabe que Phoebe y usted están enfrentados, así que ¿por qué no admite sin más que vio la oportunidad de mejorar su relación y decidió aprovecharla?

– ¿Para que Phoebe se ponga a la defensiva? Me parece que no.

– Sospecho que lo va a estar igualmente.

Otra sonrisa desganada.

– No si juego bien mis cartas.

Gravilla nueva repiqueteó contra los bajos del coche, y al cabo de pocos minutos el camping apareció a la vista. Ella observó la umbría zona comunitaria, en la que un grupo de críos jugaba al softball. Casitas como de mazapán, con pequeños aleros que iban soltando pinocha, rodeaban el rectángulo de hierba. Parecía que hubieran pintado cada casa con brochas untadas en un surtido de sorbetes: una, verde lima con cenefa de mango y regaliz, otra de frambuesa con toques de limón y almendra. A través de los árboles, entrevió una franja de playa arenosa y el azul límpido del agua del lago Wind.

– No me extraña que esto le guste tanto a Kevin -dijo Heath.

– Es exactamente igual que el bosque de Nightingale de los libros de Dafne de Molly. Cuánto me alegro de que consiguiera disuadir a Kevin de la idea de venderlo. -El campamento era propiedad de la familia de Kevin desde los tiempos de su bisabuelo, un Pastor metodista itinerante que lo había fundado para organizar retiros espirituales en verano. Acabó heredándolo el padre de Kevin, luego su tía, y finalmente el propio Kevin.

– Los gastos de mantenimiento del lugar son increíbles -dijo Heath-. Siempre me pregunté por qué lo conservaba.

– Ahora ya lo sabe.

– Ahora ya lo sé. -Se quitó las gafas de sol-. Aunque yo no echo en falta salir más al campo. Crecí dando tumbos por los bosques.

– ¿Cazando y poniendo trampas?

– No mucho. Nunca me tiró lo de matar bichos.

– Prefería torturarlos lentamente.

– Qué bien me conoce.

Siguieron la carretera que rodeaba la zona comunitaria. Cada cabaña tenía un rótulo pulcramente pintado encima de la puerta: VERDES PASTOS; LECHE Y MIEL; CORDERO DE DIOS; LA ESCALERA DE JACOB… Ella se detuvo a admirar el bed & breakfast, una majestuosa construcción de estilo reina Ana, con torrecillas y amplios porches, exuberantes helechos colgantes y mecedoras de madera en las que un par de mujeres charlaban sentadas. Heath consultó las indicaciones y señaló hacia una senda estrecha que discurría en paralelo al lago.

– Gira a la izquierda.

Ella así lo hizo. Se cruzaron con una mujer mayor con binoculares y un bastón, y luego con un par de adolescentes en bicicleta. Por fin llegaron al final de la senda, y ella aparcó enfrente de la última cabaña, una casita de muñecas con un rótulo encima de la puerta que rezaba: LIRIOS DEL CAMPO. La casa, pintada de un amarillo cremoso con detalles de rosa apagado y azul claro, parecía salida de un cuento infantil. A Annabelle le cautivó. Al mismo tiempo, se sorprendió deseando que no estuviera tan apartada de las demás cabañas.

Heath bajó del coche y descargó el equipaje. La puerta mosquitera chirrió al seguirle ella hacia la sala principal de la casita. Todo estaba viejo y desportillado y quedaba hogareño: auténtico estilo añejo, nada de carísimo interiorismo al uso. Paredes color hueso, un cómodo sofá con un estampado de flores desvaído, lámparas de bronce abolladas, un arcón de pino lleno de arañazos… Ella asomo la nariz por una cocina diminuta con un anticuado horno de gas. Al lado de la nevera, una puerta daba a un porche cerrado con tela mosquitera. Annabelle salió al exterior y vio una mecedora de columpio, combadas sillas de sauce y una vetusta mesa de alas abatibles con dos sillas más de madera pintada.

Heath apareció detrás de ella.

– Ni sirenas, ni el camión de la basura ni alarmas de coche. Me había olvidado de cómo suena el verdadero silencio.

Ella aspiró el aroma fresco y húmedo de la vegetación.

– Da tal sensación de privacidad… Es como un nido.

– Se está a gusto.

Resultaba todo demasiado acogedor para ella, y volvió al interior. El resto de la casa consistía en un cuarto de baño anticuado y dos dormitorios, en el mayor de los cuales había una cama de matrimonio con cabecera de forja. Y dos maletas…

– Heath…

Él asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Qué?

Señaló su maleta.

– Se ha dejado algo aquí dentro.

– Sólo hasta que nos juguemos la cama grande a cara o cruz.

– Buen intento. Es mi fiesta. A usted le toca la habitación del niño.

– Yo soy el cliente, y ésta parece más confortable.

– Ya lo sé. Por eso me la quedo.

– Está bien -respondió, haciendo gala de un buen humor sorprendente-. Yo sacaré el otro colchón al porche. Ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que dormí al aire libre-. Puso la maleta de Annabelle encima de la cama y luego le pasó un sobre que tenía su nombre escrito con letra de Molly-. He encontrado esto en la cocina.

Ella sacó una nota escrita en un papel de cartas de la nueva línea de papelería del bosque de Nightingale.

– Dice Molly que ésta es una de sus cabañas favoritas y que espera que nos guste. La nevera está llena de víveres, y hoy a las seis hay organizada una cena en la playa. -Annabelle se guardó para sí la posdata: «¡No hagas ninguna tontería!»

– Cuénteme más cosas sobre el club de lectura. -Quitó su maleta de en medio y apoyó un hombro en el marco de la puerta, mientras ella volvía a meter la nota en el sobre y se la guardaba en el bolsillo del pantalón-. ¿Cómo llegó a apuntarse?

– A través de Molly. -Abrió la cremallera de su maleta-. Nos reunimos una vez al mes desde hace dos años. El año pasado, a Phoebe se le ocurrió que sería divertido que nos fuéramos todas juntas de fin de semana. Creo que ella estaba pensando en ir a un balneario, pero Janine y yo no nos lo podíamos permitir… Janine escribe libros para adolescentes; así que Molly salió con la idea de venirnos todas al camping. Los hombres no tardaron mucho apuntarse también.

Annabelle y Janine eran dos de las tres únicas componentes del club de lectura no directamente vinculadas a los Stars. La otra era la mujer ideal de Heath, Gwen. Afortunadamente, Ian y ella iban a cerrar la compra de su nueva casa ese fin de semana y no habían podido venir.

Heath soltó un silbido bajo.

– No está nada mal, este club de lectura. Phoebe y Molly. ¿Mencionó usted también a la mujer de Ron McDermitt?

Ella asintió y abrió la maleta.

– Sharon trabajaba antes en un jardín de infancia. Ella es la que nos tiene a raya.

– Y ahora está casada con el director general de los Stars. La conozco. -Miró abiertamente los sujetadores y bragas doblados encima de todo, pero tenía la cabeza puesta en los negocios, no en la lencería-. El día de la fiesta, Phoebe mencionó a un tal Darnell. No puede ser otro que Darnell Pruitt.

– Su mujer se llama Charmaine. -Disimuladamente, dejó caer una camiseta sobre el montoncito de la ropa interior.

– El mejor defensive tackle que han tenido los Stars en toda su historia.

– ¿Charmaine jugaba al fútbol?

Pero él era un John Deere afrontando un concurso de arrastre con tractores, y ella no iba a conseguir distraerle.

– ¿Quién más?

– Krystal Greer. -Sacó su neceser y lo colocó sobre la encimera de cascado mármol blanco del tocador.

– Son las mujeres los miembros del club, no los hombres. Trate de no avergonzarme.

El soltó un bufido y cogió su maleta, pero se detuvo en la puerta.

– ¿Alguien se ha traído a los críos?

– Sólo adultos.

Sonrió.

– Magnífico.

– Salvo por Pippi y Danny. Son demasiado pequeños para dejarlos.

– Mierda.

Ella le puso mala cara.

– ¿Qué problema tiene? Son unos niños adorables.

– Uno de ellos es adorable. Firmaría con él ahora mismo, si pudiera.

– Los desplazamientos podrían plantearle alguna dificultad, puesto que aún lo están amamantando. Y Pippi es tan rica como Danny. Esa cría es una joya.

– La meterán en la cárcel antes de que empiece la escuela primaria.

– Pero ¿qué dice?

– Nada, divago. -Salió por la puerta para inmediatamente volver a asomar la cabeza-. Tiene buen gusto para las braguitas, Campanilla. -Luego se marchó.

Ella se desplomó en una esquina de la cama. Al tipo no se le escapaba nada. ¿Qué más cosas podía notar de ella que no quería que viera? Con un mal presentimiento, se cambió los pantalones nuevos por unos shorts color galleta, pero se dejó puesto el coqueto top broncíneo. Después de pasarse los dedos por el pelo, se dirigió al porche. Heath ya estaba allí. El también se había puesto unos shorts, y además una camiseta gris clara que envolvía los contornos de su pecho como el humo de una pipa. Un rayo de luz que se colaba por la mosquitera le iluminaba un pómulo dibujando su perfil duro, inflexible.

– ¿Piensa sabotearme este fin de semana? -preguntó él en tono calmado.

Tenía razones para desconfiar, por lo que ella no debería haberse ofendido, pero se ofendió.

– ¿Es eso lo que piensa de mí?

– Sólo pretendo asegurarme de que estamos en la misma onda.

– Su onda.

– Todo lo que le pido es que no me desautorice. Yo me encargaré del resto.

– Seguro que sí, eso no lo dudo -dijo ella, con todo el sarcasmo del mundo.

– ¿Qué mosca le ha picado? Lleva toda la tarde pinchándome sutilmente.

Se alegró de que lo hubiera notado.

– No sé a qué se refiere.

– Y no es sólo esta tarde. La toma conmigo a la menor ocasión ¿Es algo personal o la expresión de sus sentimientos respecto a los hombres en general? No es culpa mía que su último novio decidiera pasarse al mismo equipo en el que juega usted.

Muy bien. Ahora estaba furiosa.

– ¿Quién se lo ha contado?

– No sabía que fuera un secreto.

– No lo es, no exactamente. -Molly nunca se lo habría dicho pero a Kevin aún le costaba trabajo aceptar lo que había hecho Rob lo que le convertía en el culpable más probable. Volvió a arrimar una de las sillas a la mesa. No iba a hablar de Rob con Heath-. Si he estado algo irritable, lo siento -dijo, sin dejar de sonar irritable-, pero me cuesta gran esfuerzo entender a la gente que hace del trabajo el centro de su vida, hasta el punto de excluir las relaciones personales.

– Que es precisamente por lo que me ha traído aquí. Para enmendar eso.

Ahí le había dado.

– ¿Andando? -dijo Heath, y señaló la puerta del porche con un gesto.

– ¿Por qué no? -Se sacudió el pelo y pasó delante de él-. Es hora de poner en marcha la operación Lamida de Culo.

– Eso quería oír: con convicción, como a mí me gusta.


***

En el fuego, pequeñas explosiones lanzaban chispas al cielo. Sobre la mesa de picnic sólo quedaba la bandeja de bizcochos de chocolate y nueces que Molly había hecho para ellos en la cocina del bed & breakfast aquella tarde. Una pareja joven se encargaba del día a día del camping, pero Molly y Kevin siempre echaban una mano cuando estaban allí. La comida había sido deliciosa: churrasco a la brasa, patatas asadas con un montón de salsas, cebollas dulces perfectamente tostadas en los extremos, y una ensalada aderezada con jugosas rodajas de pera madura. Kevin y Molly habían dejado a los niños con la pareja que llevaba el camping, nadie tenía que coger el coche y corrían el vino y la cerveza. Heath se encontraba en su elemento, cordial y encantador con las mujeres, como en casa con los hombres. Era un camaleón, pensó Annabelle, y ajustaba su comportamiento para adecuarse al público. Esa noche, todo el mundo estaba disfrutando de su compañía menos Phoebe, e incluso ella no había ido más allá de lanzarle alguna que otra mirada envenenada.

Cuando empezó a sonar el equipo de música, Annabelle se fue andando hasta el desierto embarcadero, pero justo cuando empezaba a disfrutar de la soledad oyó el golpeteo resuelto de un par de sandalias hacia ella y se volvió para ver a Molly que se le acercaba. Excepto por el busto, más generoso por haber dado de amamantar a Danny, parecía la misma chica aplicada que Annabelle conociese hacía más de una década en una clase de literatura comparada. Esa noche, había retirado su lisa melena castaña de la cara con un pasador, y un par de diminutas tortugas de mar de plata pendían de los lóbulos de sus orejas. Llevaba leotardos morados con un top a juego y un collar hecho de tiburones de pasta.

– ¿Por qué no me has devuelto las llamadas? -preguntó.

– Lo siento. Se me liaron las cosas. -Tal vez pudiera distraerla-. ¿Te acuerdas que te conté que tenía un cliente hipocondríaco? Le organicé una cita con una mujer que…

– Eso me da igual. ¿Qué está pasando entre Heath y tú? Annabelle compuso una expresión de asombrada inocencia, tirando del anquilosado repertorio de sus días de teatro universitario.

– ¿A qué te refieres? Asuntos de trabajo.

– No me vengas con ésas. Hace demasiado tiempo que somos amigas.

Annabelle cambió a una expresión ceñuda.

– Es mi cliente más importante. Sabes lo que esto significa para mí.

Molly no se lo tragaba.

– He visto cómo le miras. Igual que si fuera una tragaperras con los tres sietes tatuados en la frente. Como te enamores de él, te juro que no vuelvo a hablarte en la vida.

Annabelle casi se ahoga. Ya sabía que Molly sospecharía, pero no se esperaba una interpelación directa.

– ¿Estás loca? Dejando de lado el hecho de que me trata como a una criada, nunca me iría a colgar de un adicto al trabajo, después e lo que he pasado con mi familia. -Ceder a la lujuria, por otro lado, era una cosa muy distinta.

– Tiene una calculadora por corazón.

– Creía que te caía bien.

– Le adoro. Llevó las negociaciones de Kevin brillantemente y, créeme, mi hermana puede ser muy agarrada. Heath es listo, nunca he conocido a nadie que trabaje tan duro, haría lo que fuera por un cliente, y su conducta es todo lo ética que se puede pedir de un representante. Pero es el peor candidato a un emparejamiento amoroso que haya conocido.

– ¿Crees que no lo sé? Lo de este fin de semana es por trabajo. Ha rechazado a todas las chicas que le hemos presentado tanto Portia como yo. Hay algo que a las dos se nos escapa, y no consigo averiguar qué es durante esas míseras migajas de su tiempo que me dedica. -Decía la verdad. Eso era exactamente en lo que debía concentrar su atención ese fin de semana, en estudiar su psique y no en lo bien que olía o en aquellos ojazos verdes suyos.

Molly aún parecía preocupada.

– Me gustaría creerte, pero tengo el extraño presentimiento de que…

El presentimiento que tuviera se perdió cuando sonaron nuevas pisadas en el embarcadero. Se giraron y vieron que Krystal Greer y Charmaine Pruitt venían a unírseles. Krystal parecía Diana Ross más joven. Esa noche se había recogido el pelo largo y rizado con un lazo rojo que combinaba con un pañuelo atado a modo de top. Era pequeña, pero se comportaba como una reina, y el hecho de haber cumplido los cuarenta no había alterado ni sus pómulos de modelo ni su actitud implacable.

Pese a que tenían personalidades diametralmente opuestas, Charmaine era desde hacía años su mejor amiga. Charmaine, que vestía de forma conservadora, con un conjunto de suéter y chaqueta de algodón color arándano y unos shorts de paseo de rayas diagonales, era de líneas redondas, cariñosa y seria. Había sido bibliotecaria y ahora tocaba el órgano en una iglesia y dedicaba su vida a su marido y a sus dos pequeños. El día que conoció a Darnell, el marido de Charmaine, Annabelle se había quedado atónita ante lo que parecía el peor emparejamiento del siglo. Aunque sabía que Darnell había jugado en tiempos con los Stars, Annabelle no estaba por entonces al tanto del fútbol, y le había imaginado tan conservador como Charmaine. Muy al contrario, Darnell tenía un diamante incrustado en un diente, una colección aparentemente interminable de gafas de sol y una afición a la joyería pesada digna de una estrella del hip-hop. Las apariencias, no obstante, engañaban. Más de la mitad de los libros seleccionados en el club de lectura lo eran por recomendación suya.

– No deja de asombrarme cómo se ve el cielo aquí. -Charmaine se arropó con los brazos contemplando las estrellas-. Viviendo en la ciudad, se te olvida.

– Este fin de semana te vas a llevar sorpresas mayores que un bonito cielo plagado de estrellas -dijo Krystal con aire de suficiencia.

– Suelta tu gran secreto de una vez o deja de dar la lata -replicó Charmaine. Se volvió hacia Annabelle y Molly-. Krystal no para de soltar indirectas sobre no sé qué gran sorpresa que nos tiene preparada. ¿Alguna de vosotras sabe de qué se trata?

Annabelle y Molly negaron con la cabeza.

Krystal se enfundó los pulgares en los bolsillos delanteros de sus shorts y sacó una pechera todavía provocativa.

– Sólo os diré una cosa: nuestra señorita Charmaine puede que necesite un poco de terapia cuando haya acabado con ella. En cuanto al resto de vosotras… Bueno, estad preparadas.

– ¿Para qué? -Janine venía hacia ellas con Sharon McDermitt y Phoebe, que se había puesto un chándal rosa con capucha y sostenía una copa de chardonnay. Janine, con sus canas prematuras, sus joyas de artesanía y su vestido de tirantes estampado hasta los tobillos, salía de un mal año: la muerte de su madre, un cáncer de mama, y una mala racha en la venta de sus libros. Las amistades del club de lectura lo eran todo para ella. Cuando estuvo enferma, Annabelle y Charmaine le traían comida y le hacían recados, Phoebe la llamaba a diario y le organizaba sesiones de masaje periódicas, Krystal se ocupaba del jardín, y Molly la espoleaba para que volviera a escribir. Sharon McDermott, la que mejor sabía escuchar del grupo, había sido su confidente. Después de Molly, Sharon era la mejor amiga de Phoebe, y presidía la Fundación benéfica de los Stars.

– Parece ser que Krystal tiene un secreto -dijo Molly-, que nos revelará, como de costumbre, cuando le venga en gana.

Mientras las demás hacían especulaciones sobre cuál podría ser el secreto de Krystal, Annabelle buscaba la mejor manera de introducir un tema delicado. Aunque hasta el momento había tenido suerte, no podía contar con que ésta la acompañara siempre, y en cuanto que se hizo una pausa en la conversación, intervino.

– Tal vez necesite un poco de ayuda este fin de semana.

Sabía, por sus expresiones expectantes, que deseaban que les explicara cómo era que se había presentado con Heath, pero no iba a darles más pistas de las que ya tenían. Jugueteó con la correa amarilla de su Swatch con motivos de margaritas.

– Todas sabéis los mucho que Perfecta para Ti significa para mí. Si no tengo éxito, se habrá demostrado, básicamente, que mi madre tiene razón en todo. Y la verdad es que no quiero hacerme contable.

– Kate te presiona demasiado -dijo Sharon, y no era la primera vez.

Annabelle le dirigió una mirada agradecida.

– Gracias a Molly, conseguí una entrevista con Heath. Lo que pasa es que tuve que embarcarme en un pequeño subterfugio para que estampara su firma en un contrato.

– ¿Qué clase de subterfugio? -preguntó Janine.

Ella respiró hondo y les contó cómo le había organizado una cita con Gwen.

Molly dio un respingo.

– Te matará. En serio, Annabelle. Cuando se entere de que le engañaste, y se enterará, se pondrá hecho una furia.

– Me arrinconó. -Annabelle se encogió de hombros y se frotó un brazo-. Admito que fue un recurso rastrero, pero sólo tenía veinticuatro horas para salirle con una candidata que le tumbara de espaldas, o si no le perdía.

– Con ese hombre es mejor no enredar -dijo Sharon-. No te creerías algunas de las historias que le he oído a Ron.

Annabelle se mordisqueó el labio inferior.

– Sé que tengo que contarle la verdad. Sólo me hace falta encontrar el momento adecuado.

Krystal ladeó la cadera.

– Nena, no hay un momento adecuado para morir.

Charmaine chasqueó la lengua.

– Te apunto la primera en mi lista de oraciones.

Sólo Phoebe parecía complacida, y sus ojos de ámbar brillaban como los de un gato.

– Me parece genial. No el hecho de que vayas a acabar enterrada en un descampado, esto lo deploro, y me aseguraré de que caiga sobre él todo el peso de la ley. Pero me encanta saber que una chiquilla se la haya colado a la gran Pitón.

Molly miró a su hermana con furia.

– Precisamente por eso Christine Jeffrey no deja que su hija se quede a dormir con las gemelas. Asustas a la gente. -Luego se dirigió a Annabelle-: ¿Qué quieres que hagamos?

– Que no mencionéis el nombre de Gwen estando él presente, nada más. No veo por qué habrían de nombrarla los hombres, así que me encomendaré a la suerte por lo que a ellos respecta. Salvo que a alguna se le ocurra una forma de sugerirlo sin tener que decirles lo que hice.

– Yo voto que les contemos la verdad -dijo Phoebe-. Se pasarán meses riéndose de él a su espalda.

– No vas a conseguir ni un voto. No en nada que tenga que ver con la Pitón.

– Pero qué injusticia -dijo Phoebe, y dio un resoplido.

Charmaine le dio unas palmaditas en el brazo.

– Te pones un poco irracional con ese tema.

Desde la playa llegó el sonido de risas varoniles.

– Más vale que volvamos -dijo Molly-. Mañana tenemos todo el día para hablar de los problemas de Annabelle, incluido por qué se ha traído aquí a Heath, de entrada.

Sharon parecía preocupada.

– Creo que eso salta a la vista. En serio, Annabelle, ¿en qué estabas pensando?

– ¡Son negocios! -exclamó.

– Un poco turbios -murmuró Krystal.

– A Heath le hacía falta evadirse un poco, y yo necesito una ocasión para descubrir por qué no hay forma de encontrarle pareja. No hay nada más.

Charmaine intercambió con Phoebe una mirada significativa, dispuesta a añadir algo, pero Molly acudió al rescate de Annabelle.

– Más vale que volvamos antes de que empiecen a rememorar partidos.

Se encaminaron todas al extremo del embarcadero. Y se pararon en seco.

Phoebe fue la primera en romper el largo silencio. Con su voz ronca y sensual, expresó lo que todas estaban pensando.

– Señoras, bienvenidas al jardín de los dioses.

Sharon habló muy pausadamente, con el murmullo del agua de fondo.

– Cuando estás al lado de ellos no acabas de apreciar el impacto del conjunto.

La voz de Krystal tenía un deje soñador.

– Podemos apreciarlo ahora.

Los hombres estaban de pie alrededor del fuego… los seis… a cuál más atractivo. Phoebe se pasó la lengua por el labio inferior y señaló al mayor de todos, un gigante rubio con una mano plantada en la cadera. Un día que ella nunca olvidaría, en el Midwest Sports Dome, Dan Calebow le había salvado la vida con un lanzamiento espiral perfecto.

– Elijo a ése -dijo suavemente-. Por siempre jamás.

Molly deslizó su brazo en torno al de su hermana y dijo, con la misma suavidad:

– Yo me quedaré con el chico de oro que está a su lado. Por siempre jamás. -Kevin Tucker, moreno y en forma, tenía los ojos color de avellana y un talento excepcional que le había granjeado dos anillos de la Super Bowl, pero todavía le decía a la gente que la noche en que tomó a Molly por un ladrón fue la más afortunada de su vida.

– Yo me quedo con aquel buen hermano, el que tiene los ojos conmovedores y esa sonrisa que me funde el corazón. -Krystal señalaba a Webster Greer, el segundo en corpulencia de los hombres reunidos en torno a las llamas-. Por más que me saque de quicio, me volvería a casar con él mañana mismo.

Charmaine contemplaba al más corpulento y amenazador de los dioses. Darnell Pruitt llevaba la camisa de seda desabrochada hasta la cintura, descubriendo un pecho musculoso y un trío de cadenas de oro. Con la luz del fuego convirtiendo su piel en ébano pulido, parecía un antiguo rey africano. Ella se apretó la base del cuello con la punta de los dedos.

– Todavía no lo acabo de entender. Debería tenerle miedo.

– Y es al revés. -La sonrisa de Janine tenía un dejo de añoranza-. Prestadme uno, alguna. Para esta noche sólo.

– El mío no -dijo Sharon. El hecho de que Ron McDermitt fuera el hombre más pequeño en torno a la hoguera y un cateto confeso no empañaba su bestial magnetismo sexual, sobre todo cuando las gafas de sol adecuadas hacían de él un clon de Tom Cruise.

Una a una, las mujeres fueron a posar sus miradas en Heath. Ágil, de mentón cuadrado, con el crespo pelo castaño espolvoreado de oro por el fuego, se erguía en el centro exacto de este grupo de guerreros de élite, como uno de ellos y a la vez como alguien separado de algún modo. Él era más joven, y la dureza labrada en mil batallas de sus rasgos se había cincelado en las mesas de negociación y no en la cancha, pero eso no hacía su aspecto menos imponente. Ése era un hombre a tener en cuenta.

– Da miedo lo bien que encaja en el grupo -apuntó Molly.

– Es el truco favorito de los no-muertos -dijo Phoebe, cortante-. Pueden adoptar cualquier forma y convertirse en lo que cualquiera quiera ver.

Annabelle reprimió un fuerte impulso de salir en su defensa.

– Un cerebro de Harvard, el refinamiento de un alto ejecutivo y el encanto de un chico de pueblo -dijo Charmaine-. Por eso los jóvenes quieren firmar con él.

Phoebe pateó el muelle con la punta de su zapatilla.

– Un hombre como Heath Champion sólo sirve para una cosa.

– Ya estamos otra vez -masculló Molly.

Phoebe frunció un labio.

– Para diana en prácticas de tiro.

– ¡Para ya! -le espetó Annabelle.

Todas la miraron. Annabelle aflojó los puños y trato de suavizar la cosa.

– Lo que quiero decir es que… o sea… Si un hombre dijera algo así de una mujer, la gente lo metería en la cárcel. Así que creo que tal vez… en fin… que tampoco una mujer debería decirlo de un hombre.

Phoebe parecía fascinada con el rebote de Annabelle.

– A la Pitón le ha salido quien le defienda.

– Sólo digo que… -murmuró Annabelle.

– Lo que ha dicho es cierto. -Krystal echó a andar hacia la playa-. Es difícil educar a los chicos para que vayan bien de autoestima. Y esa clase de cosas no ayudan.

– Tienes razón. -Phoebe le pasó el brazo a Annabelle por la cintura-. Soy madre de un hijo, y debería saberlo. Es sólo que estoy… un poco inquieta. Tengo más experiencia con Heath que tú.

Su preocupación era sincera, y Annabelle no pudo permanecer enfadada.

– No tienes de qué preocuparte, de verdad.

– No es fácil evitarlo. Me siento culpable.

– ¿Porqué?

Phoebe aflojó el paso lo justo para quedarse rezagada de las demás. Le dio a Annabelle las mismas palmaditas que daba a sus hijos cuando estaba preocupada.

– Intento encontrar una forma de decirte esto con tacto, pero no doy con ella. ¿Eres consciente, verdad, de que te está utilizando para acceder a mí?

– No le puedes reprochar que lo intente -dijo Annabelle con toda calma-. Es un buen representante. Todo el mundo lo dice. Tal vez sea el momento de olvidar lo pasado. -Lamentó sus palabras nada más pronunciarlas. Desconocía por completo los mecanismos internos de la Liga Nacional de Fútbol, y no debería presumir que podía decirle a Phoebe cómo administrar su imperio.

Pero Phoebe se limitó a suspirar y a soltarla de la cintura.

– No hay representantes buenos. Pero, al menos, algunos de ellos no ponen tanto empeño en apuñalarte por la espalda.

Heath había olido el peligro, y se acercaba a ellas a grandes zancadas.

– Ron le había puesto el ojo encima al último bizcocho, Annabelle, pero yo llegué primero. Ya he visto lo quisquillosa que se vuelve si pasa demasiado tiempo sin chocolate.

A ella le iban más los caramelos, pero no quiso contradecirle enfrente de su archienemiga, y cogió el bizcocho que le ofrecía.

– Phoebe, ¿quieres que nos lo partamos?

– Reservaré las calorías para otra copa de vino. -Sin siquiera mirar a Heath, se marchó para unirse a los demás.

– ¿Y qué tal, cómo se va desarrollando su plan hasta ahora? -dijo Annabelle, con los ojos clavados en la espalda de Phoebe.

– Se le acabará pasando.

– No veo próximo el momento.

– Actitud, Annabelle, todo es cuestión de actitud.

– Como ya ha dicho alguna vez. -Le pasó el bizcocho-. Usted se deshará de esto mejor que yo.

Él mordió un trozo. Ella oyó a Janine decir en la playa que tenía que acabar el libro antes de mañana. Mientras todos le daban las buenas noches, Webster puso otro cede en el aparato y empezó a sonar un tema de Marc Anthony. Ron y Sharon se pusieron a bailar salsa sobre la arena. Kevin agarró a Molly y ambos se sumaron, ejecutando los pasos con más gracia que los McDermitt. Phoebe y Dan se miraron a los ojos, rompieron a reír y empezaron también a bailar.

Heath cerró los dedos en torno al codo de Annabelle.

– Vamos a dar un paseo.

– No. Ya están con la mosca detrás de la oreja. Y Phoebe sabe perfectamente lo que pretende.

– ¿Lo sabe? -Tiró lo que quedaba del bizcocho a la basura-. Si no quiere pasear, bailemos.

– Vale, pero baile también con las demás, para que nadie empiece a sospechar.

– ¿A sospechar qué?

– Molly piensa… Mire, da igual. Limítese a esparcir su dudoso encanto por todas partes, ¿de acuerdo?

– ¿Quiere relajarse? -La cogió de la mano y volvieron con los demás.

Ella no tardó en sacudirse las sandalias e imbuirse del ambiente de la noche. Con todas las clases que Kate le había hecho tomar, Annabelle era una buena bailarina. Y Heath, o había ido a clases él también o tenía un talento natural, porque la seguía perfectamente. En lo que a dominar las habilidades sociales se refería, parecía sabérselas todas. Se acabó la canción, y Annabelle esperó a la siguiente. Con las olas batiendo la orilla, el crepitar de la hoguera, un cielo tachonado de estrellas y un hombre tan tentador que daba miedo a su lado, la noche ofrecía la clásica estampa romántica. No habría podido soportar una balada… Sería demasiado cruel. Para su alivio, la música siguió en la onda más bailona.

Bailó con Darnell y con Kevin, y Heath con sus mujeres. Al cabo de un rato, las parejas volvieron a reunirse y continuaron así el resto de la noche. Finalmente, Kevin y Molly se fueron a echar un vistazo a sus críos. Phoebe y Dan se alejaron de la mano, paseando por la playa. Los demás siguieron bailando, quitándose las sudaderas, secándose la frente, refrescándose con una cerveza o una copa de vino, mientras se dejaban llevar por la música. Annabelle se daba con el pelo en las mejillas. Heath hizo un movimiento a lo Travolta que les hizo reír a ambos. Bebieron más vino; se juntaban, se separaban. Sus caderas se tocaban, se rozaban sus muslos, la sangre fluía atropellada por sus venas. Krystal pegaba el vientre a su marido como una contorsionista adolescente. Darnell cogió a su mujer por las caderas, la miró a los ojos y el aire remilgado de Charmaine se desvaneció por completo.

Las chispas del fuego se proyectaban al cielo. Outkast atacó su Hey yah! Los pechos de Annabelle rozaron el de Heath. Ella levantó la vista y vio unos profundos ojos verdes medio cerrados, y se le ocurrió que estar borracha podía darle a una mujer la excusa perfecta para hacer algo que normalmente no haría. Siempre podía decir al día siguiente: «Dios, estaba que me caía. No me dejéis volver a beber.»

Sería como tener un pase gratuito.


***

En algún momento, entre Marc Anthony y James Brown, Heath empezó a olvidar que Annabelle era su casamentera. Mientras caminaban de regreso a la cabaña, le echaba la culpa a la noche, a la música, a las cervezas de más y a aquel revoltijo rojizo que bailaba en torno a la cabeza de Annabelle. Culpó a los picaros destellos ambarinos de sus ojos cuando bailando le retaba a seguirla. Culpó a la curva levantisca de su boca mientras sus pequeños pies desnudos pateaban la arena al aire. Pero sobre todo echaba la culpa a su régimen de preparación para la fidelidad conyugal, que según comprendía ahora se pasaba de estricto, o de otro modo sería capaz de recordar en aquel momento que ésa era Annabelle, su casamentera, una especie de… colega…

Ella se sumió en el silencio al acercarse a la cabaña en penumbra. Heath tenía que admitir que no era la primera vez que sus pensamientos sobre ella tomaban un sesgo sexual, pero aquello había sido la reacción normal de un macho ante una hembra tan enigmática. Annabelle no tenía sitio en su vida como potencial compañera de cama, y tenía que controlarse.

Abrió la puerta y la sostuvo, cediéndole el paso a ella. Durante toda la noche, su risa había resonado en su cabeza como campanillas y cuando le rozó el hombro al pasar, una inconveniente inyección de sangre afluyó a su zona lumbar. Olió a humo de madera mezclado con un champú de ligero aroma floral, y resistió al impulso de hundir la cabeza en su pelo. Su móvil seguía en la mesita donde lo dejase antes de la comida para no caer en la tentación de utilizarlo.

Normalmente, habría ido directo a comprobar los mensajes, pero esa noche no le apetecía. Annabelle, por su parte, estaba atacadísima. Pasó junto a él para encender una lámpara, y torció la pantalla durante la operación. Abrió una ventana, se abanicó, cogió el bolso que había dejado en el sofá, lo volvió a dejar. Cuando por fin le miró, Heath se fijó en la mancha húmeda de su top, donde se había derramado su tercera copa de vino. Él, como el bastardo que era, se la había rellenado de inmediato.

– Será mejor que me vaya a la cama. -Annabelle se mordisqueó el labio inferior.

Heath no podía apartar la vista de aquellos dientes pequeños, rectos, clavados en la carne sonrosada.

– Todavía no -se oyó decir a sí mismo-. Estoy demasiado revolucionado. Quiero hablar con alguien. -«Tocar a alguien.»

Annabelle le leyó el pensamiento y encaró la situación de frente.

– ¿Cómo está de sobrio?

– Casi del todo.

– Estupendo. Porque yo no.

Los ojos de Heath se posaron en el capullo húmedo de aquella boca. Sus labios se abrían como pétalos de una flor. Trató de pensar en algún comentario meloso, que la ofendería con seguridad sacándoles así a ambos de ese trance, pero no se le ocurrió nada.

– ¿Y si no estuviera casi sobrio? -dijo.

– Lo está. Casi. -Aquellos ojos de caramelo fundido no se apartaban de su cara-. Es una persona con gran control de sí mismo. Eso se lo respeto.

– Porque uno de los dos tiene que controlarse, ¿correcto?

Había cruzado las manos sobre la cintura. Tenía un aspecto adorable… la ropa arrugada, los tobillos llenos de arena, aquel amasijo de pelo brillante.

– Exacto.

– O tal vez no. -Al diablo con todo. Eran adultos. Sabían lo que hacían, y se acercó un paso a ella.

Ella levantó las manos en el aire..

– Estoy borracha. Muy, muy borracha.

– Comprendido. -Se aproximó más.

– Estoy como una cuba. -Dio un pasito rápido hacia atrás, un poco extraño-. Me he puesto del revés.

– Vale. -Se detuvo en el sitio y esperó.

Ella adelantó dubitativamente la punta de una sandalia.

¡No soy responsable!

– Recibido, alto y claro.

– Me parecería bien cualquier hombre, ahora mismo. -Otro paso hacia él-. Si entrara Dan, o Darnell, o Ron, ¡no importa quién!… Pensaría en tirármelo. -El puente de la nariz se le llenó de arrugas de indignación-. ¡Incluso Kevin! El marido de mi mejor amiga, ¿se lo imagina? Así de borracha estoy, quiero decir, hasta… -Tomó aire-. ¡Usted! ¿Se lo puede creer? Llevo tal trompa que no distinguiría un hombre de otro.

– Cogería al primero que pillara, ¿no? -Oh, era demasiado fácil. Avanzó la distancia que aún les separaba.

A ella se le tensaron los músculos de la garganta al tragar saliva.

– Tengo que serle sincera.

– Me cogería incluso a mí.

Annabelle encogió sus estrechos hombros, que volvieron a caer.

– Desafortunadamente, es usted el único hombre que hay en esta habitación. Si hubiera alguien más, yo…

– Ya lo sé. Se lo tiraría. -Le pasó la punta de un dedo por la curva de la mejilla. Ella inclinó la cara hacia su mano. El le frotó la barbilla con el pulgar-. ¿Se callará ahora para que pueda besarla?

Ella parpadeó, y las largas y espesas pestañas barrieron sus ojos de duende.

– ¿Habla en serio? -preguntó.

– Ah, sí.

– Porque, si lo hace, yo le besaré también, así que tiene que recordar que estoy…

– Borracha. Lo recordaré. -Deslizó los dedos dentro de aquel pelo que se moría por tocar desde hacía semanas-. No es usted responsable de sus actos.

Ella alzó la vista hacia él.

– Es sólo para que lo entienda.

– Lo entiendo -dijo suavemente.

Y entonces la besó.

Ella se arqueó contra él, el cuerpo flexible y los labios calientes con ese toque picante tan suyo. El pelo enredado entre sus dedos como tirabuzones de seda. Heath liberó una mano y buscó un pecho. A través de la ropa, el pezón se endureció contra la palma de su mano. Annabelle le rodeó el cuello con los brazos y apretó las caderas contra las suyas. Sus lenguas se embarcaron en un juego erótico. Él sintió un impulso animal, ciego. Necesitaba más, y deslizó la mano bajo el top para sentir su piel.

Un gimoteo sofocado hendió la niebla que enturbiaba su mente. Ella se estremeció, e hizo presión contra su pecho con la base de las manos.

Él se echó atrás.

– ¿Annabelle?

Ella levantó los ojos humedecidos hacia él, aspiró por la nariz, y su boca sonrosada y suave adoptó una mueca triste.

– Ojalá estuviera borracha al menos -musitó.

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