El turco puso bandera de paz y amainó sin lucha. Era un caramuzal negro de casco alargado y popa alta: un barco mercante de dos palos al que la maniobra de nuestras cinco galeras, cortándole al tiempo la tierra y el mar, había impedido servirse de la velocidad de sus velas. Se trataba de nuestra tercera presa desde que nos manteníamos al acecho en el canal entre las islas de Tino y Mikonos, paso muy frecuentado hacia Constantinopla, Xío y Esmirna. Y apenas nos acostamos a él y le metimos dentro un trozo de abordaje de nuestra infantería, vimos que era buen negocio. Tripulado por griegos y turcos, cargaba aceite y vino de Candía, jabón, cordobán de El Cairo y otras cosas de valor, y llevaba de pasajeros a unos judíos de Salónica de los de turbantillo azafrán, bien provistos de plata acuñada. Aquel día empleamos menos las espadas que las uñas, pues durante media hora dimos saco franco y todo se nos pegó a ellas; y hasta un soldado de otra galera, al echarse o caer al agua con los bolsillos llenos para que no lo despojaran los oficiales que ponían orden, se ahogó por no soltar la galima. El caramuzal era propiedad de turcos, así que como buena presa lo despachamos para Malta con los tripulantes griegos y algunos soldados nuestros, y pusimos al remo, repartidos por las cinco galeras, a dos renegados -en espera de que se las vieran con la Inquisición – y a ocho turcos, tres albaneses y cinco judíos; de los que uno, por no ser la gente hebrea de constitución buena para el remo, murió a los dos días, enfermo o de verse esclavo y no soportar aquella miseria. Los otros fueron rescatados más tarde en menos de mil cequíes por los monjes de Patmos; que los pondrían luego en libertad, como solían, cobrándoles los intereses. Pues allí los monjes hablaban en griego y chupaban dinero en genovés.
A los dos renegados les tocó en suerte la Mulata. Uno era español, de Ciudad Real; y para mejorar su condición nos contó algo interesante que después he de referir a vuestras mercedes. Diré antes que nuestra campaña estaba siendo próspera. De nuevo a bordo, aplastado el pelo con pez, la piel con salitre y la ropa con brea, habíamos dejado atrás las bocas de Capri tres galeras de Nápoles – la Mulata, la Caridad Negra y la Virgen del Rosario-, recién despalmadas y bien provistas de bastimentos y soldados para una incursión de dos meses por el Egeo y la costa de Anatolia, en cuyas islas viven griegos dominados por turcos; y tras reunirnos en la fosa de San Juan con dos galeras de Malta llamadas la Cruz de Rodas y la San Juan Bautista, navegamos en conserva hasta las hormigas de Corfú. De allí, hechos carnaje fresco y aguada, bajamos costeando la Morea por Cefalonia y Zante, que son de los venecianos, y luego de rodear la isla de Sapienza y cargar agua en los molinos de Corón -nos tiraba la artillería turca desde la ciudad, pero no alcanzaba-, tomamos la vuelta de levante por el brazo de Mayna y cabo San Ángel, donde nos internamos en las ondas limpias, azules en el golfo y verdes y cristalinas en las orillas, del archipiélago. A fin de hacer nuestro, de nuevo, lo que en El asombro de Turquía proclamaba Vélez de Guevara:
Surqué el mar de Levante
por buscar la del Turco, que arrogante,
contra España se atreve,
porque castigo su arrogancia lleve.
En ese viaje fue para mí de especial sentimiento navegar frente al golfo de Lepanto, donde tenían por costumbre nuestras galeras que la gente, puesta a la banda de tierra, rezase una oración en memoria de los muchos españoles que allí murieron, batiéndose como fieras, cuando la flota de la Liga destrozó a la turca en el combate del año mil quinientos setenta y uno. En esos mismos parajes, y en otro orden de cosas, también me conmovió pasar ante las islas de la Sapienza y la ciudad de Modón, que es del Turco; pues recordaba haber leído el nombre de Modón en el relato del Cautivo que figura en la primera parte del Quijote, antes de saber que un día navegaría como soldado, igual que el propio Cervantes, por aquellas tierras y mares donde él combatió en su mocedad, con muy pocos años más de los que yo contaba; hasta verse, en Lepanto y a bordo de la galera Marquesa, en la «más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».
Pero quedé en referir a vuestras mercedes lo que confesó el renegado español capturado en el caramuzal; información cuyas consecuencias, aunque eso no podíamos saberlo todavía, iban a afectar a nuestro futuro de forma dramática y a costar la vida de muchos hombres valientes. Fue el caso que, para aliviarse el negro futuro que le deparaba la Inquisición y mejorar su condición al remo -lo habían encadenado al peor sitio de boga, la banda del banco de corulla-, el renegado pidió hablar con el capitán Urdemalas para contarle, en secreto, algo de suma importancia. Llevado ante él, y tras pormenorizar su vida con los embustes habituales en tales casos, apuntó algo que nuestro capitán de mar y guerra juzgó verosímil: un gran bajel turco se aprestaba para subir hacia Constantinopla desde Rodas, llevando a bordo ricas mercaderías y personas de calidad, entre las que se contaba una mujer que era, de eso no estaba seguro el renegado, familiar o esposa del Gran Turco, o la enviaban para serlo. Y según supimos pronto -no hay secreto seguro en la promiscuidad de una galera-, el de Ciudad Real aconsejó al capitán Urdemalas que, si deseaba ampliar información, apretara los cordeles al patrón del caramuzal, que era el otro renegado, puesto en el mismo banco: un marsellés que al retajarse había cambiado su nombre cristiano por el de Alí Masilia, y con el que, por lo visto, el español tenía sus más y sus menos, que ahora tan gentilmente se cobraba.
Lo del bajel turco eran palabras mayores; así que el tal Masilia fue puesto a tormento. Pareció algo bravo al principio, sosteniendo que no sabía nada y que a él no le abrían la boca ni cristiano vivo ni madre que lo parió; pero al primer garrotillo que le dio sobre los ojos el alguacil de la galera, amenazándolo con vaciárselos, se mostró tan locuaz y dispuesto a cooperar que el capitán Urdemalas, temeroso de que sus voces fueran oídas por todos, lo llevó abajo, encerrándose con él en el pañol del bizcocho, de donde salió al rato acariciándose la barba y con sonrisa de oreja a oreja. Aquella tarde, aprovechando que el mar estaba sin viento y como aceite, nos pusimos al pairo media legua a tramontana de Mikonos, se echaron los esquifes al agua y hubo consejo de oficiales en la carroza de la Caridad Negra; que era nuestra capitana, pues a bordo se encontraba don Agustín Pimentel, sobrino-nieto del viejo conde de Benavente, a quien el virrey de Nápoles y el maestre de Malta habían confiado la expedición. Además de él asistieron su capitán de galera -que lo era también de la infantería embarcada en ella- Machín de Gorostiola, el capellán fray Francisco Nistal y el piloto mayor Gorgos, un raguseo que había navegado con el capitán Alonso de Contreras y era muy plático en aquellas aguas. De las otras naves acudieron nuestro capitán Urdemalas y el de la Virgen del Rosario, un valenciano simpático y locuaz llamado Alfonso Cervera. Por las de Malta acudieron sus respectivos oficiales: el de la principal de ellas, la Cruz de Rodas, que era un caballero mallorquín llamado frey Fulco Muntaner, y el de la San Juan Bautista, por nombre frey Vivan Brodemont, de nación francesa. Y al término de la junta, cuando aún no habían regresado a sus respectivas galeras con los esquifes, ya circulaba por nuestra pequeña escuadra la voz gozosa de que, en efecto, un rico bajel subía de Rodas a Constantinopla, y que estábamos en buena situación para darle un Santiago antes de que enfilase las bocas de los Dardanelos. Eso nos hizo aullar de júbilo, y era de ver cómo soldados y marineros nos jaleábamos unos a otros de galera a galera, deseándonos buena fortuna. Con lo que esa misma tarde, antes de la oración, se mandó regalar a la gente de remo con vino candiota, queso salado de Sicilia y unas onzas de tocino, y luego, restallando los corbachos de proa a popa, las cinco galeras arrumbaron hacia la noche que venía de levante, a boga arrancada, con la chusma quebrándose el espinazo. Como jauría de lobos olfateando una presa.
El amanecer me encontró donde solía, en la ballestera de estribor más a popa, viendo la luz asentarse en el horizonte mientras observaba al piloto hacer su primer ritual del día; pues, como ya dije, me fascinaba observarlo bendecir la rosa al reconocer uno u otro cabo si navegábamos cerca de tierra; o, engolfados, tomar la estrella, calar la ballestilla, asestar el norte, ajustar a mediodía el astrolabio y hacer que el sol entrara por sus muescas para tomar el punto. Era muy temprano, y la chusma seguía dormida en sus bancos y remiches, ya que ahora navegábamos velas arriba con suave crujido de lona y jarcia, empujados por un razonable viento griego que, pues la galera podía ceñirlo hasta cinco cuartas, nos llevaba amurados a nuestro rumbo, recogidos los remos y escorada la nave a la banda diestra. También dormía casi toda la gente de cabo y guerra, y los grumetes de guardia, arriba en las gatas, oteaban el horizonte en busca de velas o de tierra, atentos al lugar por donde el sol salía, que con su deslumbre podía ocultar peligrosamente una presencia enemiga. Yo, todavía con mi ruana sobre los hombros -dormía envuelto en ella, amontonado con todos, y si la dejara en el suelo habría caminado sola por los piojos y las chinches-, me apoyaba en un filarete húmedo de relente, viendo los colores rosados y naranjas que adornaban la aurora, y preguntándome si también ese día iba a ser cierto el refrán que, entre muchos otros, había aprendido a bordo: arreboles por la noche, a la mañana son soles; por la mañana, a la tarde son agua.
Eché un vistazo a la banda de la galera. El capitán Alatriste se había despertado ya, y desde lejos lo vi sacudir su manta y doblarla antes de inclinarse sobre la regala y, con un balde atado a un trozo de cabo, subir agua de mar y remojarse la cara -en una galera el agua dulce era un bien precioso-, frotándose luego muy bien con un lienzo para evitar que la sal se quedara en la piel. Después, recostado en la batayola, sacó de la faltriquera un trozo de bizcocho seco, lo remojó con unas gotas del pellejo de vino que llevaba a medias con Sebastián Copons -nunca bebían de golpe su ración, sino que guardaban la mitad, administrándola- y se puso a morderlo, mirando el mar. Al cabo, cuando Copons, que dormía a su lado, empezó a removerse y alzó la cabeza, el capitán partió la mitad del bizcocho y se la dio. El aragonés masticó en silencio, el bizcocho en una mano y quitándose las legañas con la otra, y mi antiguo amo echó un vistazo alrededor. Entonces, cuando reparó en que yo estaba hacia la parte de popa y lo observaba, aparté la mirada.
Habíamos hablado poco desde Nápoles. El escozor de nuestra última conversación me incomodaba todavía, y durante los últimos días en tierra apenas llegamos a vernos, pues yo posaba en los barracones militares de Monte Calvario, junto al moro Gurriato, y para comer o beber evitaba las hosterías y bodegones que el capitán frecuentaba. Eso me sirvió, en cambio, para estrechar relación con el mogataz, que seguía -ahora no como buena boya, sino con soldada de cuatro escudos al mes- a bordo de la Mulata, donde ambos compartíamos el mismo rancho; y donde ya habíamos tenido ocasión de pelear juntos, aunque por corto espacio, durante la captura de una de las presas: un sambequín de albaneses y turcos que encontramos cuando hacíamos descubierta a levante de la isla de Milo; y que por estar metido en el canal de Argentera, con peligro de que nuestra galera diese en un seco, tomamos al abordaje con el esquife. Negocio ese de poco fuste, pues no llevaba otra carga que pieles sin curtir, y del que volvimos a bordo con doce hombres para echar al remo, sin pérdida de nuestra parte. En esa ocasión, y consciente de que el capitán Alatriste miraba desde lejos, salté al sambequín de los primeros, seguido por el moro Gurriato, y procuré distinguirme cuanto pude a la vista de todos; de manera que fui yo quien cortó las escotas de la presa para que nadie las cazara, y luego, llegándome al patrón entre los tripulantes que esgrimían chuzos y alfanjes -aunque sin mucho denuedo, pues flaquearon cuando nos vieron abordar-, dile tan buena cuchillada en los pechos que medio expiró el ánima, justo cuando abría la boca para pedir cuartel, o eso me pareció. Con lo que regresé a la galera en buena opinión de mis camaradas, más subido que un pavo real y mirando de soslayo al capitán Alatriste.
– Creo que deberías hablar con él -dijo el moro Gurriato.
Se había despertado y estaba junto a mí, revuelta la barba, brillante la piel por la grasa del sueño y la humedad del amanecer.
– ¿Para qué?… ¿Para pedirle perdón?
– No -se desperezó entre bostezos-. Digo hablar, sólo.
Me eché a reír con mala intención.
– Si tiene algo que decir, que venga él y me lo diga.
El moro Gurriato hurgaba entre los dedos de sus pies, minucioso.
– Tiene más años que tú, y más conocimiento. Por eso lo necesitas: sabe cosas que tú y yo no sabemos… Uah. Por mi cara que sí.
Me eché a reír, el aire suficiente. Sobrado como gallo a las cinco de la madrugada.
– Te equivocas, moro. Ya no es como antes.
– ¿Antes?… ¿Cómo era antes?
– Igual que mirar a Dios.
Me observaba con la curiosidad usual. Una de sus características singulares, y para mí la más simpática, consistía en la atención obstinada que dedicaba incluso a cosas de ínfima apariencia. Todo parecía interesarle: desde la composición de un grano de pólvora hasta los complejos resortes del corazón humano. Preguntaba, acogía la respuesta y opinaba luego, si era oportuno, con total seriedad, ajeno a reservas o preocupación. Sin dárselas de discreto, ingenioso ni valiente. Ecuánime ante la sensatez, la estupidez o la ignorancia de los demás, el mogataz poseía la paciencia infinita de alguien resuelto a aprender de todo y de todos. La vida escribe en cada cosa y cada palabra, le oí decir en cierta ocasión; y hombre de provecho es quien procura leer y escuchar en silencio. Extraña conclusión o filosofía en alguien como él, que no sabía leer ni escribir pese a conocer la lengua castellana, la turquesca y la algarabía moruna, amén de la lengua franca mediterránea, y a quien habían bastado unas semanas en Nápoles para iniciarse de modo razonable en la parla italiana.
– ¿Y ahora ya no se parece a Dios?
Seguía observándome con mucha atención. Hice un ademán vago, vuelto hacia el mar. Los primeros rayos de sol nos daban en la cara.
– Veo en él cosas que antes no veía, y ya no encuentro otras.
Movió la cabeza casi con pesadumbre. Tranquilo y fatalista como siempre, iba y venía entre el capitán Alatriste y yo, siendo nuestro único vínculo a bordo, aparte las necesidades del servicio; pues Copons, en su ruda tosquedad aragonesa, carecía de sutileza para mejorar el ambiente: sus torpes intentos de conciliación topaban con la contumacia de mi mocedad. El moro Gurriato, sin embargo, era tan poco instruido como Copons, pero más perspicaz. Me había tomado la medida y era paciente; por eso se mantenía, discreto, entre ambos, cual si facilitar ese contacto fuese un modo de pagar al capitán, que no a mí, una extraña deuda que la complicada cabeza del mogataz creía -y lo creyó toda su vida, hasta Nordlingen- tener pendiente con el hombre al que había conocido en la cabalgada de Uad Berruch.
– Alguien como él merece respeto -comentó, cual si concluyera un largo razonamiento interior.
– Yo también lo merezco, pardiez.
– Elkbadar -encogía los hombros, fatalista-. Suerte. El tiempo lo dirá.
Golpeé con un puño el filarete.
– No nací ayer, moro… Soy hombre e hidalgo como él.
Se pasó una mano por el cráneo afeitado, que se rasuraba cada día con navaja y agua de mar.
– Hidalgo, naturalmente -murmuró.
Sonreía. Sus ojos oscuros y dulces, casi femeninos, relucieron como los aros de plata en sus orejas.
– Dios ciega -añadió- a los que quiere perder.
– Al diablo con Dios y con todo.
– A veces damos al diablo lo que el diablo ya tiene.
Y dicho eso, levantándose, cogió un manojo de estoperol y anduvo por la crujía hacia el jardín, junto al espolón, en vez de proveerse como tantos hacían, acuclillado entre los bacalares de las bandas. Pues otra de las señas del moro Gurriato era ser pudoroso como la madre que lo parió.
– Puede que tengamos suerte -dijo el capitán Urdemalas-. Por lo que dicen, hace tres días el bajel aún estaba en Rodas.
Diego Alatriste mojó el mostacho en el vino que el capitán de la Mulata había hecho servir en la cámara de la carroza, a popa, bajo el toldo que había sido de rayas rojas y blancas y ahora estaba remendado y descolorido por el sol. El vino era bueno: un blanco de Malvasía parecido al San Martín de Valdeiglesias; y conociendo la avaricia proverbial de Urdemalas, famoso por ser más reacio a soltar un maravedí que el papa su anillo piscatorio, aquello auguraba acontecimientos interesantes. Entre sorbo y sorbo, Alatriste observó con disimulo a los otros. Además del piloto, que era un griego llamado Braco, y del cómitre de la galera, habían sido convocados el alférez Labajos y los tres cabos de tropa designados para regir a los ochenta y siete hombres de infantería que iban a bordo: el sargento Quemado, el caporal Conesa y el propio Alatriste. También se hallaba presente el maestre artillero que sustituía al mutilado en Lampedusa: un tudesco que juraba en castellano y bebía en vizcaíno, pero que manejaba moyanas, sacres, culebrinas y esmeriles con la soltura de un cocinero entre cazuelas.
– Se trata, por lo visto, de un barco grande. Una mahona de las que van sin remos, con aparejo de cruz. Y con alguna artillería… La escolta una galera de fanal guarnecida por jenízaros.
– Hueso duro de roer -dijo el cómitre al oír la palabra jenízaros.
El capitán Urdemalas lo miró con mala cara. Estaba de malhumor porque llevaba una semana sufriendo un dolor de muelas que le partía la cabeza, y no se atrevía a ponerse en manos del barbero de a bordo, ni de ningún otro.
– Peores hemos roído -zanjó.
El alférez Labajos, que ya había despachado su vino, se secaba el mostacho con el dorso de una mano. Era un malagueño joven, flaco y renegrido, competente en su oficio.
– Es de esperar que se defiendan bien. Si pierden a su pasajera, les va la cabeza.
El sargento Quemado se echó a reír.
– ¿De verdad es una mujer del Gran Turco?… Creía que no las dejaban salir del serrallo.
– Es la favorita del bajá de Chipre -explicó Urdemalas-. Dentro de un mes termina su mandato allí, y la envía por delante con parte de su dinero, criados, esclavos y ropa.
Quemado hizo amago de aplaudir, con mucha guasa. Era alto y seco, y en realidad se llamaba Sandino. Lo de Quemado le venía de cuando, en el pingüe asalto nocturno a la isla de Longo -saco de la ciudad, incendio de la judería y botín de casi doscientos esclavos-, un petardo le abrasó la cara mientras intentaba volar la puerta del castillo. Pese a su mal aspecto, o tal vez a causa de él, siempre estaba de broma. También era algo corto de vista, aunque nunca usaba lentes en público. ¿Cuándo viose Marte con espejuelos?, decía, entre risueño y fanfarrón.
– Gentil presa, por el siglo de mi abuelo.
– Si nos hacemos con ella, sí -admitió Urdemalas-. Bastaría para justificar la campaña.
– ¿Dónde están ahora? -preguntó el alférez Labajos.
– Han tenido que detenerse un tiempo en Rodas, y siguen camino, o están a punto.
– ¿Cuál es el plan?
El capitán de galera hizo una señal a Braco, el piloto, que desenrolló una carta de marear sobre la tablazón que hacía de mesa para trazar la derrota. Estaba dibujada a mano con mucho esmero, mostrando las islas del Egeo, la Anatolia y las costas de Europa. Por arriba llegaba hasta el canal de Constantinopla y por abajo hasta Candía. Con un dedo, Urdemalas fue recorriendo de abajo arriba la costa oriental del mapa.
– Don Agustín Pimentel quiere apresarlos antes de que pasen el canal de Xío, para no causar problemas a los frailes y la gente cristiana que vive allí… Según el piloto mayor Gorgos, el mejor sitio es entre Nicalia y Samo. Subiendo de Rodas es paso obligado, o casi.
– Son aguas muy sucias -apuntó Braco-. Hay bajos y piedras.
– Ya. Pero el piloto mayor las conoce bien. Y dice que lo natural, si la mahona lleva gente plática que conozca los secos, es que siga la ruta habitual entre la cadena de islas y tierra firme: más protegida de los vientos y más segura.
– Eso es lógico -admitió Braco.
Diego Alatriste y el caporal Conesa, que era un murciano bajito y gordo, miraban el mapa con mucho interés. Tales documentos no solían estar a su alcance; y como subalternos que eran, conocían lo inusual de ser convocados a consejo. Pero Alatriste era perro viejo, y leía la música. Hablaban de caza mayor, y convenía que todos estuviesen al corriente. Así, por mediación de los cabos, los jefes se aseguraban de que la tropa lo supiese todo de buena tinta, y eso alentara la empresa. Llegar a tiempo y tomar la mahona iba a exigir esfuerzo de todos. Unos soldados y marineros conscientes de lo que se jugaban obedecerían mejor que desinformados o descontentos.
– No sé si llegaremos a tiempo -aventuró el alférez Labajos.
Mostraba su vaso vacío, en la esperanza de que Urdemalas llamara al paje para servir más vino; pero el patrón de la Mulata hizo como que no advertía la cosa.
– El viento meltemi nos favorece -dijo-, y además tenemos los remos. El bajel turco es pesado, va a vela, proejando, y lo más que puede hacer la galera es remolcarlo en las bonanzas… Además, esta tarde refresca el tiempo, aunque nosotros seguiremos con el viento a favor. El piloto mayor cree que podemos darles caza a la altura de Patmos, o de la isla de los Hornos. Y los otros pilotos y capitanes están de acuerdo… ¿Verdad, Braco?
El griego movió la cabeza, afirmativo, mientras enrollaba de nuevo la carta de marear. Quemado quiso saber lo que pensaba del asunto la gente de Malta, y el capitán Urdemalas se lo dijo:
– A esos hideputas les da igual que sean una mahona y una galera, o cincuenta, con la mujer del bajá de Chipre o la de Solimán en persona… Con ellos, todo es oler galima y gotearles el colmillo. A más turcos, más ganancia.
– ¿Qué tal son los capitanes? -inquirió el sargento Quemado.
– Del francés no sé nada. Lleva a bordo caballeros de caravana y soldados de su nación, y también italianos, españoles y algún tudesco. Gente brava, como suelen. Pero al de la Cruz de Rodas sí lo conozco.
– Frey Fulco Muntaner -apuntó el cómitre.
– ¿El que estuvo en el Címbalo y Zaragoza?
– El mismo.
Algunos de los presentes enarcaron las cejas y otros asintieron. Hasta el mismo Alatriste tenía, por Alonso de Contreras, noticia de ese caballero español del hábito de San Juan. En el Címbalo, y tras perderse tres galeras de Malta por un temporal, Muntaner se había atrincherado con los náufragos en una isla, defendiéndose como tigres de los moros de Bizerta que desembarcaban en masa para capturarlos. Nada de qué admirarse, de todas formas; pues ni el más optimista caballero de la Religión esperaba cuartel de los mahometanos. Razón, entre otras, por la que cuando en la naval de Lepanto se represó la capitana de Malta tras verse abordada por un enjambre de galeras turcas, en ella sólo encontraron a tres caballeros vivos, heridos y rodeados por los cadáveres de trescientos enemigos. Eso había estado a pique de repetirse el año veinticinco del siglo nuevo, frente a Zaragoza de Sicilia, cuando el tal Muntaner, ya sexagenario, fue uno de los dieciocho supervivientes de la capitana de Malta, tras el sangriento combate que cuatro galeras de la Religión libraron allí con seis berberiscas. De modo que si los caballeros de la Orden, odiados y temidos por los enemigos, eran durísimos corsarios profesionales, frey Fulco Muntaner se contaba entre los más crudos. Desde que las cinco galeras se unieron en fosa de San Juan, Alatriste había tenido ocasión de verlo a menudo en la popa de la Cruz de Rodas, su capitana, calvo y con luenga barba cana, la cara deformada por cuchilladas y cicatrices, arengando a los hombres con voz de trueno, en su lengua de Mallorca.
El refrán de los arreboles se confirmó: hubo a la tarde agua; y a la noche, intervalos de viento meltemi y más agua, con una mareta revuelta que, pese a los fanales encendidos en cada popa, hizo que las cinco galeras nos perdiéramos de vista unas a otras. Eso permitió recorrer con rapidez las cuarenta millas que nos separaban de la isla Nicalia, aunque nos maltrató mucho y la gente de cabo pasó la noche atenta a las velas, con todos los demás, galeotes incluidos, agazapados en cubierta, ateridos de frío y cubriéndonos como podíamos de los rociones de mar. De ese modo seguimos en la vuelta de jaloque levante, y el siguiente amanecer, que fue tranquilo y con restos de chubascos alejándose sobre las cumbres altas y apeñascadas de la isla, nos alumbró frente a la punta del Papa, donde ya habían llegado dos de nuestra conserva, y durante la mañana se nos unieron las otras dos sin novedad. Nicalia, que otros llaman Nicaria -la isla donde Icaro cayó al mar-, es áspera y por sus rocas baja mucho torrente, aunque no tiene puerto ninguno; pero estando el tiempo de nuevo bonancible y la mar tranquila, pudimos arrimarnos a tierra y llenar a gusto pipas, cuarterolas y barriles. Que es mucha la necesidad continua de agua que, por tanta gente embarcada, tienen siempre las galeras.
Creíamos que a causa de los vientos norteños, contrarios para ella, la mahona de Chipre aún se encontraría en camino desde Rodas; y para confirmarlo estableció don Agustín Pimentel que cuatro galeras cubrieran el canal entre Nicalia y Samos, y la otra se destacase al sur para tomar lengua; pues una sola nave española llamaría menos la atención que cinco galeras juntas como aves de rapiña buscando presa. Además, los griegos que habitaban aquellas islas no parecían mejores que los otomanos; pues por no tener escuelas eran la gente más bárbara del mundo, sometida a la crueldad mahometana y capaz de vendernos a los turcos para congraciarse con ellos. Hacer la descubierta tocó a la Mulata, de modo que arrumbamos esa noche en la misma vuelta de jaloque levante, y al final de la guardia de alba entramos en la honda y protegida escala de Patmos, el mejor de los tres o cuatro buenos puertos que tiene la isla, al pie del monasterio fortificado de monjes cristianos que domina el lugar desde lo alto. Pasamos allí la mañana sin que se permitiera a nadie bajar a tierra, a excepción del capitán Urdemalas y el piloto Braco; que además de tomar lengua negociaron con los monjes el rescate de los judíos que iban al remo -ése fue el pretexto usado para justificar la recalada-, aunque acordaron no liberarlos sino más adelante, desembarcándolos en Nicalia con no sé qué excusas. De ese modo me quedé con las ganas de pisar la isla legendaria donde, desterrado por el emperador Domiciano, San Juan Bautista dictó a su discípulo Procoros el famoso Apocalipsis, último de los libros del Nuevo Testamento. Y hablando de libros, recuerdo que el capitán Alatriste pasó la jornada sentado en una ballestera, leyendo el libro de los Sueños que le había enviado a Nápoles don Francisco de Quevedo; que por ser de tamaño pequeño, en octavo, solía llevar en un bolsillo. Y aquel mismo día, aprovechando que lo dejó sobre su mochila por ir a hacer algo a proa, cogí el libro para darle un vistazo y encontré una página marcada donde podía leerse:
Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo ansí, hasta que la Verdad, depuro necesitada, asentó con un mudo. La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hacían caso de ella y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al Cielo…
El caso, como decía hablando de Patmos, fue que empleamos parte de aquel día en descansar, despiojarnos unos a otros y dar cuenta de un rancho de garbanzos hervidos con algo de bacalao -pues era viernes- la gente de cabo y guerra, y la chusma su mazamorra, bajo la tienda de lona que protegía la cámara de boga; ya que el sol pegaba fuerte, y el calor era tan bellaco que goteaba alquitrán de la jarcia. Volvieron después de mediodía nuestro capitán y el piloto con alegre semblante -ellos sí habían yantado bien con los monjes, incluido un vino del monasterio hecho con miel y azahar, que mala digestión les diera Dios-, pues no había noticias de que la mahona turca hubiese pasado todavía por allí. Se decía que la habían avistado, siempre en conserva con su galera de escolta, rodeando por levante la isla de Longo, con mucho trabajo en proejar por el viento adverso, pues era nave grande y pesada. Así que, en menos de lo que se tarda en contarlo, abatimos tienda, zarpamos ferro, y a boga arrancada acudimos a reunirnos con las otras galeras.
Durante dos días con sus noches, fanales apagados y ojo avizor, nos roímos las uñas hasta la raíz. El mar estaba plomizo y abonanzado, sin viento que trajera a la mahona ni a la perra turca que la parió. Por fin, una brisa de lebeche rizó la superficie del mar y nos acomodó la paciencia, pues con ella vino la orden de zafar rancho y ponerse todos a punto de guerra. Las cinco galeras estaban desplegadas con muy buena maña, casi al límite de la vista una de otra, cubriendo más de veinte millas con señales convenidas para cuando se avistara la presa. Teníamos a nuestra espalda la isla de los Hornos, en cuya montaña meridional, que descubría sus buenas leguas de mar, habíamos puesto a cuatro hombres con avío para hacer humo cuando apareciese una vela -isla esa, por cierto, de larga tradición corsaria, pues le venía el nombre de cuando el turco Cigala hacía cocinar allí el bizcocho para sus galeras-. Al sur habíamos destacado además, marinado por gente nuestra, un caique de griegos que apresamos para usar como explorador sin despertar sospechas de que el lobo anduviese en el hato. Pero lo singular de la emboscada era que, a fin de arrimarnos lo más posible al enemigo antes de empezar el combate, y evitar que el bajel jugase de lejos su artillería, habíamos disimulado el aspecto para asemejarnos a galeras turcas, acortando el árbol mayor, dando apariencia más recia y pesada a la entena y haciendo enteriza la gata de vigía. Que tales estratagemas ya las había señalado el propio Miguel de Cervantes, que de corso y galeras sabía algo:
En la guerra hay mil ensayos
de fraude y astucia llenos.
Acullá suenan los truenos
y acá descargan los rayos.
Eso se completaba con banderas y gallardetes turcos, de los que íbamos provistos -como otros los llevaban nuestros- para tales ocasiones, y con vestidos otomanos para mostrar en los sitios más visibles de las naves. Lances eran ésos propios del peligroso juego que todas las naciones llevábamos en aquellas antiguas orillas, teatro del vasto ajedrez y suertes corsarias. Pues cuando hay ocho o diez cañones apuntándote, ganar tiempo no es precisamente menudillo de conejo; y más cuando te asestan la artillería de lejos y sólo cabe bogar fuerte, apretar los dientes y llegar vivo al abordaje para cobrártelo en carne. Que si cuando la Gran Armada en el canal de la Mancha se hubiera dado combate franco de infantería como en Lepanto, de bueno a bueno, muy distinta recordaríamos hoy la jornada de Inglaterra.
El caso es que, con la guasa imaginable, acogió quien le tocó en suerte su hábito turquesco. Líbreme yo, gracias al Cielo; pero otros -el moro Gurriato fue uno, pues su aspecto lo sentenciaba- tuvieron que vestir zaragüelles, jubones largos o sayos que los turcos llaman dolimanes, todo muy aforrado, como suelen, y también bonetes, tafetanes y turbantes; con lo que la gente disfrazada era un arco iris de azul, blanco y colorado, que sólo faltaba hacer la zalá a las horas debidas para que, tostados de sol como estábamos todos, muchos pareciesen turcos de veras. Hasta hubo uno que hizo mofa del ropaje, arrodillado e invocando a Alá con mucha desvergüenza; pero como algunos galeotes mahometanos dieron voces en sus bancos, airados por la blasfemia, el capitán Urdemalas reprendió al menguado con mucha dureza, amenazándolo con pasar crujía a vergajazos si soliviantaba a la chusma. Que una cosa, dijo, era tener a esa gente al remo, y otra andar sin necesidad tocándoles los aparejos.
– ¡Boga larga, hijos!… ¡Apretad, que no se nos vayan!
Cuando el capitán Urdemalas llamaba hijos a los forzados de su nave, era señal de que más de uno iba a dejar la piel en el remo a golpes de corbacho. Y así era. Siguiendo el ritmo endiablado que les imponían el silbato del cómitre, el mosqueo de anguilazos en sus espaldas desnudas y el tintineo de las cadenas, los forzados se ponían en pie y se dejaban caer sentados en los bancos, una y otra vez, entre resuellos con los que parecían a punto de echar las asaduras, mientras el cómitre y su ayudante los reventaban a palos.
– ¡Ya son nuestros esos perros!… ¡Juro a mí! ¡Tened duro, que ya los tenemos!
El casco fino y largo de la Mulata parecía volar sobre el mar rizado. Estábamos al mediodía de la isla de Samos, cuya costa desnuda y peñascosa iba quedando atrás por nuestra banda siniestra. Era una mañana azul y luminosa, sólo desmentida por un rastro de bruma en la tierra firme que se adivinaba hacia levante. Las cinco galeras estaban en plena caza a vela y remo, dos adelantadas cerca de Samos y otras dos a nuestra zaga, formando una línea que encogía poco a poco mientras convergíamos sobre la galera y el bajel turco que intentaban, desesperadamente, escapar por el estrecho entre la isla y tierra firme, o varar en alguna playa para ponerse a salvo. Pero la jornada era nuestra, y hasta el más bisoño soldado a bordo advertía la situación. El viento maestral no soplaba lo bastante fuerte para que el bajel turco, pesado y zorrero, navegase con la rapidez necesaria, y la galera de escolta no podía sino mantenerse a su lado; mientras que nuestras galeras, espaciadas por casi una milla de extensión y aún lejos unas de otras, ganaban trecho a ojos vistas. Habíamos iniciado la aproximación cuando, casi al mismo tiempo, el caique y una pequeña humareda en la isla de los Hornos avisaron de las velas enemigas. Las ropas a la turquesca y el aspecto de las naves confundieron al principio a los recién llegados -luego supimos que nos tomaron por galeras de Metelín enviadas para su escolta-, que mantuvieron el rumbo sin recelar nada. Pero nuestra forma de boga y la maniobra para ganar el viento terminaron por hacerles catar el almagre; de modo que los turcos pusieron proa al griego en demanda del canal o de la tierra firme, con el bajel a sotavento de la galera, queriendo ésta interponerse para cubrir su fuga. Mas la caza era cosa hecha: la capitana de Malta les había tomado ya la tierra junto a la costa de Samos y llegaría antes al canal, la Caridad Negra apuntaba su espolón a la galera turca, y la Mulata, con la Virgen del Rosario y la San Juan Bautista un poco alargadas por nuestra aleta diestra, navegaba derecha hacia la mahona; que era grande y de popa muy alta, como los galeones, con tres árboles -trinquete y mayor de cruz, y mesana latino- que nuestra aparición había hecho cubrirse de lona en todas sus gavias.
– ¡Armados y a sus puestos! -gritó el alférez Labajos-… ¡Vamos a entrarle!
A popa, el tambor redobló el toque de ordenanza y la corneta previno para el Santiago. Los corredores hervían de gente a punto de guerra. El jefe artillero y sus ayudantes alistaban las piezas de crujía y los pedreros montados en las bandas. Los demás habíamos colocado ya las empavesadas con rodelas, jergones, mantas y mochilas que nos protegieran de los tiros turcos, y ahora acudimos en buen orden a los cofres y cestones que acababan de abrirse para que cada cual tomara sus armas fuertes. De proa a popa, al cascabeleo de la chusma que seguía bogando, empapada en sudor y con los ojos desorbitados, sumóse el resonar del hierro con el que los soldados de la galera y los marineros destinados a defensa y abordaje nos equipábamos para reñir en corto: petos, morriones, rodelas, espadas, arcabuces, mosquetes, chuzos y medias picas con el extremo del asta ensebado para que el enemigo no las agarrase por allí. Humeaban las mechas escopeteras en torno a las muñecas de los tiradores, y los botafuegos de las piezas en sus tinas de arena. El esquife y la chalupa estaban en el agua, remolcados por la popa; el cocinero había apagado el fogón y todos los fuegos con llama a bordo, y los pajes y grumetes baldeaban la cubierta con agua de mar para que ni pies descalzos ni alpargatas resbalaran en las tablas. Y a popa, en la carroza junto al piloto y el timonero, cada orden a gritos del capitán Urdemalas, bogad, hijos, bogad, cuarta a babor, me cago en Satán, ahora un poco a estribor, bogad, malditos, bogad, amolla ese cabo, tensa aquella driza, bogad que los perros ya son nuestros, bogad u os arranco la piel, bellacos, voto a Dios y a la hostia que vi alzar -que no dijera más Lutero, pues nadie blasfema como un español en temporal o combate-, nos hacía ganarle otra pulgada de ventaja al enemigo. Y así nos fuimos llegando a las manos.
Lo del bajel fue duro. Dimos en él los primeros, al tiempo que la Caridad Negra, algo más hacia la isla que nosotros, le entraba con el espolón a la galera turca, y de lejos nos venía el estampido de la escopetada y el griterío de Machín de Gorostiola y sus vizcaínos lanzándose al abordaje. Mientras, todos los ojos de la Mulata estaban clavados en los portillos negros abiertos en las bandas de la mahona: tenía seis cañones en cada una, y al ver que no podía evitar le entráramos, guiñó dos o tres cuartas a la zurda y nos largó una andanada que, aun de refilón, se nos llevó la entena del trinquete con cuatro marineros que en ese momento la bajaban para aferrarla, y cuyas tripas quedaron feamente colgadas en la jarcia. Otra como ésa nos habría hecho mucho daño, pues las galeras son frágiles de costillar; pero el capitán Urdemalas, que tenía el ojo plático, apenas vio la maniobra, previéndola, y como el timonero dudaba, lo apartó a un lado -a punto estuvo de darle una cuchillada, pues tenía la espada desnuda en la mano- y metió él mismo el timón a una banda, buscándole la popa a la mahona; que como dije era alta como la de los galeones o las urcas, pero tenía la ventaja de que no había cañones en ella y permitía arrimarnos con menos riesgo. La siguiente andanada, por la otra banda, se la llevó la Virgen del Rosario, lo que nos pareció más bien que mal; pues tales cosas deben repartirse entre todos, y Jesucristo dijo sed hermanos, pero nunca dijo primos.
– ¡Listos para abordar! -aulló el alférez Labajos.
Ya estábamos casi a tiro de arcabuz; y si la chusma hacía bien su oficio, los artilleros turcos no tendrían tiempo de cargar bala otra vez. Me colgué una pequeña rodela a la espalda, y con el peto de acero en el pecho, un capacete en la cabeza y la espada en la vaina, me situé junto a un grupo de soldados y marineros que disponían garfios de abordaje al extremo de cabos con nudos. A proa se había recogido la vela de la entena rota, y la mayor estaba aferrada y a medio árbol. Las ballesteras hormigueaban de gente erizada de hierro. Otro grupo grande, concentrado alrededor del trinquete desmochado y en las arrumbadas, aguardaba a que descargara nuestra artillería de proa para ocupar la tamboreta y el espolón. Entre ellos alcancé a ver al capitán Alatriste, que soplaba la mecha de su arcabuz, y a Sebastián Copons anudándose en torno a la cabeza su acostumbrado pañuelo aragonés. Yo también llevaba otro bien prieto, sobre el que me ajustaba el capacete, que pesaba mucho y daba un calor infernal; pero siendo el abordaje de abajo arriba, era de avisados guarnir el campanario por si venían cigüeñas. El caso es que, ya cerca de la mahona, mi antiguo amo me vio entre la gente, como yo a él; y antes de apartar la vista observé que hacía una seña con la cabeza al moro Gurriato, que estaba a mi lado, y éste asentía. Maldito lo que os necesito a ambos, me dije. Pero no dije más, porque en ese momento dispararon el cañón de crujía y las moyanas de proa bala enramada y trozos de cadena para romper la jarcia y dejar al enemigo sin velas, petardearon pedreros, arcabuces y mosquetes, la cubierta de la galera se llenó de humo, y entre ese humo empezaron a caer saetas turcas y pelotas de plomo y piedra que chascaban al incrustarse en la tablazón o dar en carne. No quedaba otra que apretar los dientes y esperar, y así lo hice, encogido mientras recelaba que un poco de lo mucho que llegaba de lo alto me tocase a mí. Entonces la galera chocó contra algo sólido que nos estremeció con un crujido, los galeotes soltaron los remos, gritando mientras buscaban resguardarse entre los bancos, y al mirar arriba, entre los claros de la humareda, vi sobre nuestras cabezas la popa enorme del bajel, que se me antojó alta como un castillo.
– ¡Santiago!… ¡Cierra!… ¡Cierra!… ¡Santiago, cierra España!
Gritaba la gente fuera de sí, amontonándose en proa. Que allí nadie, menos la chusma, iba obligado; y el que más y el que menos sabía que nos las teníamos con presa de las que hacen ricos a todos. Al fin saltaron los garfios, apoyóse también la entena del árbol maestro en la banda enemiga para que se pudiera subir por ella, acostó un poco la galera por nuestra banda diestra, y allá fueron todos, subiendo por las cintas de la mahona como por escaleras llanas, y yo fui también, y de los primeros; que Lope Balboa, soldado del rey nuestro señor, muerto en Flandes con mucho pundonor y mucha honra, no se habría avergonzado ese día de su hijo, al verme trepar por el altísimo costado de la mahona turca con la agilidad moza de mis diecisiete años, hacia ese lugar donde no hay más amigo que la propia espada, y donde vivir o morir dependen del azar, de Dios o del diablo.
El combate fue violento, como digo, y se espació durante más de media hora. Había unos cincuenta jenízaros a bordo, que se defendieron con mucha decencia, cual suelen, y nos mataron a no poca gente haciéndose fuertes casi todos en la proa; pues esa tropa, cristiana de nacimiento, tomada en su tierna infancia a modo de tributo y educada luego en el Islam con lealtad ciega al Gran Turco, tiene a punto de honra no rendirse así la hagan pedazos, y es de una lealtad y ferocidad extrema. Hubo que arcabucearlos a quemarropa varias veces -se hizo con ganas, pues ellos nos lo habían hecho a nosotros por las bordas, portas y gradillas mientras trepábamos-, y luego entrarles a fondo con rodela y espada para darles su ajo y ganar el árbol maestro, que disputaron como perros rabiosos. Yo anduve recio, sin desatinarme demasiado con el furor de la pelea, cubierto con mi rodancho y atacando de punta, mirándolo todo bien como me había enseñado el capitán, dando cada paso cuando sabía que podía darlo, y sin echarme nunca atrás, ni siquiera cuando una escopetada me tiró sobre el pescuezo los sesos del caporal Conesa. Llevaba al lado al moro Gurriato segando como guadaña, y tampoco los camaradas nos iban a la zaga. Y así, paso a paso, tajo a tajo, les fuimos apretando el negocio a los jenízaros, empujándolos hasta el trinquete y la proa misma -¡Sentabajo, cañe!, gritábamos en lengua franca, para que se rindieran-, donde les saltó encima, a la espalda, la gente de la Virgen del Rosario y la San Juan Bautista, que abordaron por esa parte: los españoles apellidando a Santiago y los de Malta a San Juan, como acostumbraban. Al juntarnos las tres galeras, la causa quedó vista para sentencia. Los últimos jenízaros, casi todos heridos y cansados, que nos habían estado gritando lindezas como guidi imansiz, que en turquesco quiere decir cornudos infieles, o bir mum -hijos de la gran puta-, cambiaron la retórica por efendi y sagdic, que significa señores y padrinos, y a pedir que les dejáramos la vida Alá'iche: por amor de Dios. Y para cuando al fin arrojaron las armas, buena parte de nuestra tropa ya andaba escudriñando cada rincón de la mahona y arrojando fardos de botín a las cubiertas de nuestras naves.
Vive Dios que hicimos un buen día, raspando a lo morlaco. Durante un rato hubo licencia de saco franco para hacer galima, y la ejecutamos como nunca antes se vio, pues la mahona era de más de setecientas salmas y cargaba toda suerte de mercadurías, especias, sedas, damascos, balas de telas finas, tapetes turcos y persas, cantidad de piedras de valor, aljófar, objetos de plata y cincuenta mil cequíes en oro, aparte varios toneles de arraquín, que es un licor turco; con lo que toda nuestra gente se dio un lucido homenaje. Yo mismo, más risueño que Demócrito, hice buena presa sin aguardar al reparto general, y por mi vida que lo merecía, pues fui de quienes buen trabajo dieron a los turcos, y el primero en clavar la daga en el árbol maestro a manera de testimonio; que eso daba honra y derecho a una mejora del botín. Baste decir sobre cómo reñí, que de los diecisiete españoles muertos abordando la mahona casi la mitad lo fueron a mi lado, que mi capacete y peto salieron con varias abolladuras, y que hube menester un balde de agua para quitarme la sangre de encima, por fortuna toda ajena. Después supe que, al preguntar el capitán Alatriste al moro Gurriato cómo había ido la cosa por mi lado -él y Copons se habían batido a popa, primero arcabuceando y luego con hachas y espadas, reventando puertas y paveses donde se abarracaron los oficiales turcos y algunos jenízaros-, éste resumió la cosa con mucho garbo, al decir que le habría costado mantenerme vivo de no haber matado yo a cuantos procuraban estorbárselo.
Tampoco en matar se quedaron cortos los de la Caridad Negra y la Cruz de Rodas. Abordadas primero una y luego la otra con la galera turca, el combate había sido recio y sin cuartel, pues ocurrió que, al meter el espolón de la Caridad Negra en la banda enemiga, llevándosele toda la palamenta de ese lado, un bolaño mató al sargento Zugastieta, vizcaíno jovial, buen espumador de ollas y mejor bebedor, muy apreciado por la tropa embarcada en esa galera, que ya dije era toda de la misma tierra. Y como la gente vascongada -lo dice uno de Guipúzcoa- es a veces corta de razones pero siempre larga de bolsa y espada, todo cristo saltó a la galera turca gritando ¡Koartelik ez!, y también ¡Akatu gustiak! y cosas así, que en nuestra lengua significa que no había cuartel ni para el gato del arráez. De modo que hasta el último grumete fue pasado a cuchillo sin distinguir el que se rendía del que no. Los únicos que quedaron vivos a bordo fueron los galeotes que no habían muerto en la acometida, de los que se liberaron noventa y seis cristianos, la mitad españoles, con la alegría que es de imaginar. Entre ellos se contó uno de Trujillo que llevaba veintidós años esclavo, desde su captura en el quinto del siglo, cuando la Mahometa, y que milagrosamente seguía con vida, pese a tanto tiempo al remo. Que era de ver cómo lloraba el infeliz, abrazando a todos.
Por nuestra parte, en la mahona liberamos a quince esclavos jóvenes que iban encerrados donde la zahorra: nueve varones y seis mozas aún doncellas, el mayor de quince o dieciséis años. Todos ellos de buen talle, cristianos capturados por corsarios en las costas española e italiana, y destinados a venderse en Constantinopla, con el futuro que se puede imaginar, siendo como son allí muy lujuriosos en dos maneras. Pero la presa más notable fue la favorita del bajá de Chipre, que resultó ser una renegada rusa como de treinta años y ojos azules, alta y abundante en todo, la más hermosa que nunca vi; a la puerta de cuya cámara, donde fue puesta con el capellán Nistal y escolta de cuatro hombres por don Agustín Pimentel, con pena de vida para quien la ofendiera, hacíamos cola para admirarla, pues iba vestida con ricos vestidos, la acompañaban dos esclavas croatas de buena cara, y era singular que una mujer así estuviera entre tan ruda gente como éramos, cuando no se secaba la sangre que había por todas partes. De esa hembra ni siquiera tocamos el botín que produjo, pues dos días más tarde fue enviada a Nápoles con el bajel, los cautivos liberados y la Virgen del Rosario como escolta -la galera turca, abierta en el abordaje, había terminado por irse al fondo-, y allí fue rescatada tiempo después a cambio de trescientos mil cequíes de los que nunca vimos ni el color, pese a que con nuestro esfuerzo y peligros los habíamos ganado a punta de espada. Más tarde supimos que el bajá enfermó de cólera al conocer la presa, y juró venganza. Todo acabó pagándolo nuestro pobre piloto Braco año y medio más tarde, cuando, apresado a bordo de un bajel nuestro en los secanos de Limo, fue reconocido como uno de los que estuvieron en la captura de la mahona de Chipre. Los turcos lo desollaron vivo, tomándose su tiempo, y luego de rellenar su cuero de paja lo exhibieron en la gata de una galera, paseándolo de isla en isla.
Así es el Mediterráneo, donde en sus angostas riberas todos se conocen y tienen cuentas pendientes, y tales son los azares del corso y de la guerra: donde las dan, las toman. El hecho es que aquel día, junto a la isla de los Hornos, quienes las tomaron, y bien, fueron los ciento cincuenta turcos, uno arriba o uno abajo, que echamos al mar; cifra que incluye a sus heridos, que puntualmente se ahogaron todos. Después los alguaciles de galera encadenaron al remo al medio centenar que había quedado sano, pese a las protestas de los vizcaínos de la Caridad Negra, que pretendían mochar parejo y degollarlos también; y al cabo, de alborotados que estaban, que ni a su capitán obedecían, hubo de permitir don Agustín Pimentel que cortasen las orejas y narices a cuanto renegado vivo quedaba entre los turcos apresados, que fueron cinco o seis. En cuanto al botín particular, resultó bueno, como dije; y cuando llegó la orden de parar el saco franco me había llenado los bolsillos con unas manillas de plata, cinco buenas sartas de perlas y puñados de cequíes turcos, venecianos y húngaros. No exagero con qué felicidad nos arrojábamos sobre aquello: era de mucho momento observar a hombres hechos y derechos, soldados barbudos rebozados de hierro y cuero, reír como niños con las faltriqueras llenas; que a fin de cuentas para eso dejábamos los españoles la seguridad de nuestra tierra, el hogar y la familia, dispuestos a sufrir los azares y trabajos, los peligros, las inclemencias del tiempo, la furia de los mares y los estragos de la guerra. Pues, como había escrito ya en el siglo viejo, con mucha propiedad, Bartolomé de Torres Naharro:
Los soldados no medramos
sino la guerra en la mano;
con razón la deseamos
como pobres el verano.
Mejor muertos o ricos, era la idea, pero como hidalgos al fin y al cabo, que pobres y miserables doblando la cerviz ante el obispo y el marqués de turno. Concepto ese defendido, de obra y obras, por el propio veterano soldado Cervantes en boca de su don Quijote, que anteponía la honra de la espada a la gloria de la pluma. Que si buena es la pobreza porque la amó Cristo, digo yo, gócenla quienes la predican. Ver con malos ojos que un soldado embaúle el oro que paga con su sangre, sea en Tenochtitlán o en las barbas del Gran Turco, como hacíamos nosotros, es desconocer el tiempo difícil en que ese soldado vive, y con cuánto sufrimiento gana su despojo en las batallas, ofrecido a los balazos, estropeado de cuerpo, tragando hierro y fuego con el ansia de ganar reputación, sustento, o ambas cosas a la vez, que tanto monta:
Nadie muere aquí en el lecho
a almidones y almendradas,
a pistos y purgas hecho.
Aquí se muere a estocadas
y a balazos, roto el pecho.
Por eso, quien discute el botín o la paga de un soldado olvida que el premio y la honra mueven las cosas humanas, y en su procura los marinos navegan, los labradores aran, los monjes rezan y los soldados pelean. Pero la honra, aunque con peligro y heridas se alcance, nunca dura mucho si no viene con premio que la sustente; que la gentil estampa del héroe cubierto de heridas en un campo de batalla se torna ruina miserable después, cuando todos apartan de él los ojos con horror, viendo sus mutilaciones, mientras mendiga en la puerta de una iglesia. Además, en materia de premios, España fue siempre olvidadiza. Si quieres comer, te dicen aquí, asalta ese castillo. Si quieres la paga, aborda esa galera. Y que Dios te ampare y corresponda. Después te miran pelear desde la talanquera, aplauden tu hazaña, pues aplaudir no cuesta dinero, y corren a beneficiarse de ella -a ese botín lo apellidan con más sahumados nombres que nosotros-, envueltos en los gentiles colores de la bandera desgarrada por la metralla que te mutiló el cuerpo. Pues en nuestra desventurada nación, pocos generales y aún menos reyes fueron como el general Mario; que agradecido a la ayuda de mercenarios bárbaros en las guerras de la Galia, los hizo ciudadanos de Roma contra el derecho local. Y reprendido por ello, respondió: Con el ruido de la guerra no oigo el de las leyes. Por no hablar del propio Cristo, que honró, y sobre todo dio de comer, a sus doce soldados.