VIII. LA HOSTERÍA DEL CHORRILLO

Haciendo cuenco con las manos, el capitán Alonso de Contreras bebió agua de la fuente. Luego, secándose el fiero mostacho con la manga del jubón, miró hacia el Vesubio, cuyo penacho de humo se fundía con las nubes bajas al extremo de la bahía. Aspiraba, satisfecho, el aire fresco que corría a lo largo del muelle grande, donde su fragata, aparejada para hacerse a la mar, seguía amarrada junto a dos galeras del papa y un bajel redondo francés. Diego Alatriste bebió también, a su lado, y luego ambos militares prosiguieron su paseo hacia las imponentes torres negras de Castilnuovo. Era mediodía, y el sol y la brisa secaban, bajo sus botas, los regueros de sangre, todavía visibles en el empedrado del muelle, de ocho corsarios moriscos despedazados allí mismo a primera hora de la mañana; apenas bajaron, maniatados, de las galeras que los habían capturado cinco días antes frente al cabo Columnas.

– Me fastidia dejar Nápoles -dijo Contreras-. Lampedusa es demasiado pequeña, y en Sicilia tengo a mi virrey encima de la chepa… Aquí me siento libre de nuevo, y hasta más mozo. Juro a Dios que esta ciudad rejuvenece a cualquiera. ¿No os parece?

– Supongo que sí. Aunque hace falta algo más para rejuvenecernos a nosotros.

– ¡Ja, ja!… Por las cinco llagas, o las que tuviera Cristo, que tenéis razón. Se nos va el tiempo como por la posta… Por cierto, hablando de postas: vengo de la garita de Don Francisco, y alguien dijo que tenéis correo… Yo acabo de recibir carta de Lope de Vega. Nuestro ahijado Lopito viene a Nápoles a finales de verano. Pobre chico, ¿verdad?… Y pobre Laurita… Apenas seis meses de gozar el matrimonio, por culpa de aquellas fiebres. ¡Cómo pasa el tiempo!… Parece que ayer mismo dimos la cencerrada a su tío, y ha pasado un año.

Alatriste callaba, distraído. Seguía mirando las manchas pardas del suelo, que se extendían desde el muelle hasta la esquina de la Aduana. Los hombres cuyos cuerpos envasaron aquella sangre habían bajado a tierra con el resto de cautivos, un total de veintisiete corsarios de Argel, todos moriscos, capturados a bordo de un bergantín después de hacer algunas presas corriendo las costas de Calabria y Sicilia; entre ellas, un bajel napolitano cuya tripulación, por llevar bandera española, fue pasada a cuchillo de patrón a paje. Algunas viudas y huérfanos recientes estaban en el muelle con la multitud que solía congregarse a la llegada de galeras, cuando el desembarco de los apresados; y era tanto el furor popular, que tras una consulta rápida con el obispo, el virrey consintió en que quienes decidiesen morir como cristianos fuesen ahorcados sin más ultraje en tres días; pero los que se negaran a reconciliar con la verdadera religión, se pusieran en manos de la gente que los reclamaba a gritos para hacer justicia allí mismo. Ocho de los moriscos -tagarinos todos, vecinos de un mismo pueblo aragonés, Villafeliche- rechazaron a los religiosos que aguardaban su desembarco, persistiendo en la fe de Mahoma; y fueron los chicuelos napolitanos, los golfillos de las calles y el puerto, quienes con palos y piedras se encargaron de ellos. A esas horas, tras haber sido expuestos en la linterna del muelle y en la torre de San Vicente, sus despojos estaban siendo quemados, con mucha fiesta, al otro lado del muelle picólo, en la Marinela.

– Se prepara otra incursión a Levante -Contreras había adoptado un aire confidencial-. Lo sé porque me han pedido a Gorgos, el piloto, y también llevan días consultando mi famoso Derrotero Universal, donde se detallan palmo a palmo, o casi, aquellas costas… Detalle ese que me honra, pero me revienta. Desde que el príncipe Filiberto pidió mi obra magna para copiarla, no he vuelto a verla. Y cuando la reclamo, esas sanguijuelas vestidas de negro, semejantes a cucarachas, me dan largas… ¡Mala vendimia les dé el diablo!

– ¿Irán galeras o bajeles? -se interesó Alatriste.

Con un suspiro resignado, Contreras olvidó su derrotero.

– Galeras. Nuestras y de la Religión, tengo entendido – La Mulata es una de ellas. Así que tenéis campaña a la vista.

– ¿Larga?

– Razonable. Dicen que un mes o dos, más allá del brazo de Mayna. Quizá hasta las bocas de Constantinopla… Donde, si mal no recuerdo, vuestra merced no necesita piloto.

Hizo una mueca Alatriste, correspondiendo a la ancha sonrisa de su amigo, mientras dejaban atrás el muelle grande y embocaban la explanada entre la Aduana y el imponente foso de Castilnuovo. La última vez que Alatriste había estado frente a los Dardanelos, el año trece, su galera fue apresada por los turcos cerca del cabo Troya, llena de muertos y asaeteada hasta la entena; y él, herido grave en una pierna, se había visto liberado con los supervivientes casi a la altura de los castillos, cuando la nave turca que lo capturó fue apresada a su vez.

– ¿Sabe vuestra merced quién más va?

Se llevaba una mano al ala del sombrero, a fin de saludar a unos conocidos, tres arcabuceros y un mosquetero, que estaban de facción en el portillo de la rampa del castillo. Contreras hizo lo mismo.

– Según Machín de Gorostiola, que es quien me lo ha contado, hay previstas tres galeras nuestras y dos de la Religión. Machín embarca con sus vizcaínos, y por eso lo sabe.

Llegaron a la explanada, donde hacia la plaza de palacio y Santiago de los Españoles aún rodaban coches, pasaban caballerías y caminaban grupos de vecinos de vuelta de la quema de moriscos, comentando las incidencias con mucha animación. Una docena de chicuelos desfiló junto a ellos con paso militar. Llevaban en alto, en la caña de una escoba, la aljuba ensangrentada y rota de un corsario.

La Mulata -prosiguió Contreras- la reforzarán con más gente… Creo que embarcan Fernando Labajos y veinte arcabuceros buenos, gente vieja, todos de vuestra bandera.

Alatriste asintió, satisfecho. El alférez Labajos, teniente de la compañía del capitán Armenia de Medrano, era un veterano duro y eficaz, muy hecho a las galeras, con el que tenía buena relación. En cuanto al capitán Machín de Gorostiola, mandaba una compañía integrada exclusivamente por naturales de Vizcaya: gente muy sufrida, cruel y recia en el combate. Lo que pintaba incursión seria.

– Me acomoda -dijo.

– ¿Llevaréis al mozo?

– Supongo.

Contreras se retorcía el mostacho, con manifiesta melancolía.

– Daría cualquier cosa por acompañaros, porque echo en fáltalos buenos tiempos, amigo mío… Leventes del rey católico, nos llamaban los turcos. ¿Os acordáis?… Sombreros llenos de monedas de plata hasta la badana, lances famosos, lindas quiracas… Vive Dios que daría Lampedusa, mi hábito de San Juan y hasta la comedia que me hizo Lope, por tener otra vez treinta años… iQué tiempos, pardiez, los del gran Osuna!.

La mención del infeliz duque los puso serios a los dos, y ya no abrieron la boca hasta llegar a la calle de las Carnicerías, frente a los jardines del palacio virreinal. El gran Osuna había sido don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, con quien Alatriste había coincidido en los tiempos de Flandes, cuando el asedio de Ostende. Más tarde virrey de Nápoles y luego de Sicilia, el duque había sembrado el terror en los mares de Italia y Levante con las galeras españolas durante el reinado del tercer Felipe, haciéndolas respetar por turcos, berberiscos y venecianos. Escandaloso, alocado, estrafalario en su vida privada, pero estadista eficaz, guerrero afortunado en sus empresas, siempre ávido de gloria y de botín que luego derrochaba a manos llenas, supo rodearse de los mejores soldados y marinos, enriqueciendo a muchos en la Corte, monarca incluido; mas el ascenso fulgurante de su estrella le ocasionó, como era de rigor, resentimientos, envidias y odios que terminaron con su ruina y prisión tras la muerte del rey. Sometido a un proceso que nunca pudo concluirse, negándose a defenderse pues sostenía que para ello bastaban sus hazañas, el gran duque de Osuna había muerto de modo miserable en la cárcel, enfermo de achaques y tristeza, para aplauso y regocijo de los enemigos de España; en especial Turquía, Venecia y Saboya, a quienes había tenido a raya cuando las banderas negras con sus armas ducales asolaban victoriosas el Mediterráneo; siendo sus últimas palabras: «Si cual servía mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano». Como epitafio, don Francisco de Quevedo, que había sido íntimo suyo -su amistad con Diego Alatriste databa de aquel tiempo en Nápoles- y uno de los pocos que le fueron fieles en la desgracia, escribió algunos de los más hermosos sonetos salidos de su pluma, entre ellos el que empezaba:

Faltar pudo su patria al grande Osuna,

pero no a su defensa sus hazañas.

Diéronle muerte y cárcel las Españas,

de quien él hizo esclava la Fortuna.

… Y aquel otro cuyos versos reflejaban, mejor que un libro de Historia, el pago que la mezquina patria de don Pedro Girón daba de ordinario a sus mejores hijos:

Divorcio fue del mar y de Venecia,

su desposorio dirimiendo el peso

de naves, que temblaron Chipre y Grecia.

¡Ya tanto vencedor venció un proceso!

– Por cierto -dijo de pronto Contreras-. Hablando de vuestro joven compañero, tengo noticias.

Alatriste se había detenido a mirar a su amigo, sorprendido.

– ¿De Íñigo?

– Del mismo. Pero dudo que os gusten.

Y dicho aquello, Contreras puso a Diego Alatriste en antecedentes. Casualidades de la vida napolitana: cierto conocido suyo, barrachel de Justicia, había interrogado por otro asunto a un malandrín de los que frecuentaban el Chorrillo. Y a la primera vuelta de cordel, el fulano, que no tenía mucho cuajo y era de verbo fácil, había soltado la maldita y empezado a derrotar sin respiro de todo lo divino y lo humano. Entre otros pormenores, el suprascrito había referido que un tahúr florentín, habitual de tales pastos y más bellaco que jugar al abejorro, andaba reclutando esmarchazos para cobrarse, en carne y con cuchillada de catorce, una deuda de juego contraída en la plaza del Olmo por dos soldados jóvenes; uno de los cuales posaba donde Ana de Osorio, en el cuartel de los españoles.

– ¿Y está vuestra merced seguro de que se trata de Íñigo?

– Pardiez. Seguro sólo estoy de que un día tendré ciertos verbos cara a cara con el Criador… Pero la descripción y el detalle de la posada encajan como un guante.

Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, sombrío. Instintivamente apoyaba la mano izquierda en la empuñadura de la espada.

– ¿El Chorrillo, decís?

– Equilicuá. Al parecer, el florentín frecuenta consolatorias en el barrio.

– ¿Y sopló ese fuelle su nombre?

– Un tal Colapietra. Por nombre Giacomo. Tunante y atravesadillo, dicen.

Siguieron caminando, en silencio Alatriste, fruncido el ceño bajo el ala del sombrero que le echaba sombra en los ojos glaucos y fríos. A los pocos pasos, Contreras, que lo observaba de reojo, soltó una carcajada.

– A fe de quien soy, amigo mío, que lamento zarpar ferro a la noche, con el terral… ¡O no os conozco, o el Chorrillo va a ponerse interesante uno de estos días!

Lo que se puso interesante aquella tarde fue nuestro cuarto de la posada, cuando, disponiéndome a salir para dar un bureo antes de las avemarías, entró el capitán Alatriste con una hogaza de pan bajo un brazo y una damajuana de vino bajo el otro. Yo estaba acostumbrado a adivinarle el talante, que no los pensamientos; y en cuanto vi el modo en que arrojaba el sombrero sobre la cama y se desceñía la espada, comprendí que algo, y no grato, le alborotaba la venta.

– ¿Sales? -preguntó al verme vestido de calle.

Yo iba, en efecto, muy galán: camisa soldadesca con cuello a la valona, almilla de terciopelo verde y jubón abierto de paño fino -comprado en la almoneda de ropa del alférez Muelas, muerto en Lampedusa-, greguescos, medias y zapatos con hebillas de plata. En el sombrero estrenaba toquilla de seda verde. Y respondí que sí; que Jaime Correas me esperaba en una hostería de la vía Sperancella, aunque ahorré detalles sobre el resto de la singladura, que incluía un garito elegante de la calle Mardones, donde se jugaba fuerte a bueyes y brochas, y terminar la noche con un capón asado, una torta de guindas y algo de lo fino en casa de la Portuguesa, un lugar junto a la fuente de la Encoronada donde había música y se bailaba el canario y la pavana.

– ¿Y esa bolsa? -preguntó, al verme cerrar la mía y meterla en la faltriquera.

– Dinero -respondí, seco.

– Mucho parece, para salir de noche.

– Lo que lleve es cosa mía.

Se me quedó mirando pensativo, una mano en la cadera, mientras digería la insolencia. Lo cierto es que nuestros ahorros mermaban. Los suyos, puestos en casa de un platero de Santa Ana, bastaban para pagar la común posada y socorrer al moro Gurriato, que no poseía otra plata que los aros que llevaba en las orejas: aún no había cobrado su primera paga y sólo tenía derecho, soldado nuevo, a alojarse en barracón militar y al rancho ordinario de la tropa. En cuanto a mi argén, del que nunca el capitán pidió cuentas, había sufrido sangrías de estocada; tales que, de no soplar buen viento en el juego, de allí a poco iba a verme más seco que mojama de almadraba.

– Que te apuñalen en una esquina también es cosa tuya, imagino.

Me quedé con la mano, que alargaba para coger mi espada y daga, a medio camino. Eran muchos años a su lado, y le conocía el tono.

– ¿Os referís a las posibilidades, capitán, o a algún puñal concreto?

No contestó enseguida. Había abierto la damajuana para servirse tres dedos de ella en una taza. Bebió un poco, miró el vino, atento a la calidad de lo que le había vendido el tabernero, pareció satisfecho y volvió a beber de nuevo.

– Uno puede hacerse matar por muchas cosas, y nada hay que objetar a eso… Pero que te despachen de mala manera y por deudas de juego, es una vergüenza.

Hablaba tranquilo y con mucha pausa, mirando todavía el vino de la taza. Quise protestar, pero alzó una mano interrumpiéndome la intención.

– Es -concluyó- indigno de un hombre cabal y de un soldado.

Amohiné el semblante. Que en un vascongado, aunque la verdad adelgace, nunca quiebra.

– No tengo deudas.

– Pues no es eso lo que me han dicho.

– Quien os lo haya dicho -repuse, fuera de mí- miente como Judas mintió.

– ¿Cuál es el problema, entonces?

– No sé a qué problema os referís.

– Explícame por qué quieren matarte.

Mi sorpresa, que debió de pintárseme en el sobrescrito, era del todo sincera.

– ¿A mí?… ¿Quién?

– Un tal Giacomo Colapietra, fullero florentín, habitual del Chorrillo y la plaza del Olmo… Anda alquilándote cuchilladas.

Di unos pasos por el cuarto, desazonado. De pronto sentía un calor enorme bajo la ropa. No esperaba aquello.

– No es una deuda -dije al fin-. Nunca las tuve hasta hoy.

– Cuéntamelo, entonces.

Le expliqué, en pocas palabras, cómo Jaime Correas y yo le habíamos descornado al tahúr la flor a media partida, cuando pretendía darnos garatusa con naipes de puntas dobladas, y cómo nos habíamos ido sin dejarle el dinero.

– Y no soy un niño, capitán -concluí.

Me estudió de arriba abajo. El relato no parecía mejorar su opinión del asunto. Si era cierto que, a menudo, mi antiguo amo no hacía asco a sorber cuanto se le escanciaba delante, no lo era menos que apenas lo habían visto con una baraja. Despreciaba a quienes ponían al azar el dinero que, en su oficio, pagaba una vida o el acero que la quitaba.

– Tampoco eres un hombre todavía, por lo que veo.

Aquello me puso fuera de filas.

– No todos pueden decir eso -opuse, picado-. Ni yo lo consentiría.

– Puedo decirlo yo.

Me miraba con el mismo calor que lo que crujía bajo nuestras botas en los inviernos de Flandes.

– Y a mí -añadió tras una pausa densa como el plomo- me lo consientes.

No era un comentario, sino una orden. Buscando una respuesta digna que no me rebajase, miré mi espada y mi daga cual si apelara a ellas. Mostraban, como las armas del capitán, marcas en hojas, guardas y cazoleta. Y aunque no tantas como él, yo también tenía cicatrices en la piel.

– He matado…

A varios hombres, quise añadir, pero me contuve. Empecé a decirlo y callé de pronto, por pudor. Sonaba a bernardina tabernaria, de valentón.

– ¿Y quién no?

Torcía el mostacho en una mueca irónica, despectiva, que me revolvió los bofes.

– Soy soldado -protesté.

– Soldado se dice cualquier tornillero… En los garitos, las tabernas y las manflas los hay a patadas.

Aquello me indignó casi hasta las lágrimas. Era injusto y atroz. Quien decía tal me había visto a su lado en el portillo de las Ánimas, en el molino Ruyter, en el cuartel de Terheyden, en el Niklaasbergen, en las galeras corsarias y en veinte lugares más.

– Vuestra merced sabe que no soy de ésos -balbucí.

Inclinó a un lado la cabeza y miró el suelo, como si fuera consciente de haber ido demasiado lejos. Luego, bruscamente, bebió un sorbo de vino.

– Muy dispuesto está a errar quien no admite el parecer de otros -dijo, la taza entre los dientes-… Aún no eres el hombre que crees ser, ni tampoco el que debes ser.

Eso terminó por añublarme del todo. Desatinado, volviéndole la espalda, me ceñí toledana y vizcaína y cogí el sombrero, camino de la puerta.

– No el hombre que yo desearía que fueras -añadió todavía-. O el que le habría gustado a tu padre.

Me detuve en el umbral. De pronto, por alguna extraña razón, me sentía por encima de él, y de todo.

– Mi padre…

Repetí. Después señalé la damajuana que estaba sobre la mesa.

– Al menos, él murió a tiempo de que yo nunca lo viera borracho, cogiendo zorras por las orejas y lobos por la cola.

Dio un paso hacia mí. Uno sólo. Con ojos de matar. Yo aguardé a pie firme, haciéndole cara, pero se quedó en ese lugar, mirándome muy fijo. Entonces cerré despacio la puerta a mi espalda y salí de la posada.

A la mañana siguiente, mientras el capitán estaba de guardia en Castilnuovo, dejé el cuarto y fui con mi baúl al barracón de Monte Calvario.


De don Francisco de Quevedo

a don Diego Alatriste y Tenorio

Bandera del señor capitán Armenta de Medrano

Posta militar del Tercio de Nápoles

Queridísimo capitán:


Aquí sigo, en la Corte, bienquisto de los grandes y consentido de las damas, con buen favor de todos cuantos conviene, aunque el tiempo no pasa en balde y me encuentro cada vez más tartamudo de zancas y achacoso de portante. Mi único lunar es el nombramiento del cardenal Zapata como inquisidor general, al que mi viejo enemigo el padre Pineda calienta las orejas para incluir mis obras en el Índice de libros prohibidos. Pero Dios proveerá.

El rey sigue bueno y doctrinándose en el ejercicio de la caza (de toda clase de caza), cosa natural a sus floridos años; el conde-duque se aúpa con cada escopetazo de nuestro segundo Teodosio; con lo que todos contentos. Pero el sol sale para reyes y villanos: mi anciana tía Margarita está en trance de pasar a mejor vida, mucho me sorprendería que por sus últimas voluntades no quedara yo también aupado para buen trecho. Por lo demás no hay acá otra novedad, tras la bancarrota de enero, que estar cercada la casa del Tesoro por los de siempre, que son todos alguno más, sin contar genoveses, y esos judíos portugueses a los que el conde-duque tan aficionado se muestra; que si malo es cuando el Turco baja, peor es cuando un banquero sube. Pero mientras los galeones de Indias lleguen puntuales con plata y rubio galán en sus bodegas, en España todo seguirá resumiéndose en traigan acá esa bota, fríanme retacillos de marranos, sorba y o, y ayunen los gusanos. Lo de siempre.

Del barrizal flamenco no os digo nada, porque en Nápoles, entre gente del oficio, gozaréis de información suficiente. Baste decir que aquí los catalanes siguen negando al rey subsidios para la guerra, y se enrocan en sus fueros y derechos; que mal futuro auguran algunos para tanta contumacia. De cara a una futura guerra, que con Richelieu amo del Louvre parece inevitable tarde o temprano, a Francia le irían bien alborotos por esa parte; pues es notorio que el diablo mete la cola donde no puede meter las manos. Respecto a vuestras correrías por el vinoso piélago, cada vez que aquí se publica alguna relacioncilla sobre si nuestras galeras han hecho esto o lo otro, imagino que vuestra merced anduvo en esa danza escabechando turcos, me place. Muerda el polvo el otomano, gane vuestra merced laureles, botines, o que lo vea, lo goce y lo beba.

Como duelos serenos con libros son menos, os mando con esta carta un ejemplar de mis Sueños para distraer vuestros bélicos reposos. Es tinta fresca, pues acaba de enviármelo de Barcelona el impresor Sapera. Dádselo a leer a nuestro joven Patroclo, a quien edificará su lectura; pues nada contiene, según el censor frai Tomás Roca, contrario a la fe católica a las buenas costumbres; de lo que supongo os holgáis tanto como yo. Confío en que Iñigo se conserve sano a vuestro lado, prudente ante vuestro consejo disciplinado bajo vuestra autoridad. Abrazadle de mi parte, diciéndole que sus negocios en la Corte navegan con próspero viento, que si nada nos hace dar al través, su ingreso en los correos reales será cosa hecha en cuanto regrese acreditado de miles gloriosus. Encarecedle no descuide, aparte adornarse con mis letras, las de Tácito, Homero o Virgilio; pues aunque se revista con el arnés del mismo Mearte, en el tráfago del mundo la pluma sigue siendo más poderosa que la espada. Y de harto más consuelo a la larga, que al cabo no son iguales cisnes que patos.

Hay más asuntos en curso que no puedo contaros por carta, pero todo se andará, amanecerá Dios medraremos. Baste decir que se me consultan experiencias italianas que tuve en tiempos del grande liorado Osuna. Pero el negocio es delicado y requiere mucho tiento para contároslo, aparte hallarse todavía en agraz. Por cierto, circula el rumor de que un viejo y peligroso amigo vuestro, al que dejasteis en manos de la Justicia, no fue ejecutado secretamente como se dijo. Más bien (os lo expongo con reservas sin confirmación ninguna) habría comprado su vida al precio de ciertas informaciones valiosas sobre razones de Estado. Ignoro el punto en que se halla tal negocio, pero no estará de más que echéis un vistazo a vuestra espalda de vez en cuando, por si oís silbar.

Tengo más cosas que contaros, pero esperaré a mi siguiente carta. Termino ésta con recuerdos de la Lebrijana, a cuya taberna acudo de vez en cuando para honrar vuestra ausencia con unas migas de las que con tan buena mano adoba, y una jarra de San Martín de Valdeiglesias. Sigue gallarda, de buen talle y mejor cara, y devota de vuestra merced hasta las trancas. También envían saludos los habituales: el dómine Pérez, el licenciado Calzas, el boticario Fadrique y Juan Vicuña, que por cierto ha sido abuelo. Martín Saldaña parece repuesto al fin, tras casi un año indeciso entre éste y el otro barrio por la estocada que le disteis en el Rastro y ya vuelve a pasear su vara de teniente de alguaciles como si nada. A Guadalmedina me lo encuentro en Palacio, pero siempre evita hablar de vuestra merced. Estos días suena mucho para embajador en Inglaterra, o Francia.

Cuidaos mucho, querido capitán. Y preservad al chico para que goce de largos y bienaventurados años. Os abraza con afecto vuestro amigo

Francisco de Quevedo


Era media tarde y el Chorrillo empezaba a animarse, como solía. Diego Alatriste recorrió la plazuela en forma de arco mientras observaba a la gente sentada ante las tabernas, abundantes al socaire del establecimiento que daba nombre al lugar: una hostería famosa que le traía muchos y viejos recuerdos. El nombre del Chorrillo era una españolización del italiano Cerriglio, que así se llamaba en verdad la hostería situada bajo Santa María la Nueva; y cuyo buen cartel, en lo tocante a vino, comida y vida alegre, databa del siglo viejo. Desde los tiempos legendarios de Pavía y el saco de Roma, o casi, el lugar era frecuentado por soldados y por gente en espera de enrolarse, o que tal decía, contándose entre semejante cáfila numerosos picaros, buscavidas y fanfarrones de la hoja; hasta el punto de que el mote de chorrillero o churullero era usual en Nápoles y toda España para referirse al militar español, o que de tal se las daba, que ponía más empeño en clavar unos dados y escurrir pellejos de vino que en clavar una espada en un turco o acuchillar el cuero de un luterano. Gente, en suma, a la que se oía decir «qué trances hemos pasado, camarada, y qué tragos», y sólo lo de los tragos era de creer.

Sin detenerse, Alatriste saludó a algunos conocidos. Pese a que la temperatura era agradable, llevaba un herreruelo de paño pardo puesto sobre el jubón, a fin de disimular la pistola que cargaba atrás, metida en el cinto. A esa hora y con sus intenciones, la precaución no estaba de más, aunque el detalle de la pistola no estuviese directamente relacionado con las cataduras de algunos desuellacaras de los que por allí se movían. Quedaban un par de horas de luz, momento en que cada tarde empezaba a darse cita gente de toda broza: valentones y bravos de la chanfaina, habituales de la cárcel de Vicaría o de la prisión militar de Santiago, que solían pasar la mañana en las gradas de Santa María la Nueva, viendo ir a misa a las mujeres, y los atardeceres y las noches acogidos al sagrado de las tabernas mientras discutían las condiciones de tal o cual alistamiento; y sacando el capitán general que cada español llevaba dentro, discutían estratagemas y tácticas, afirmando cómo debió ganarse tal batalla o por qué llegó a perderse aquella otra. Casi todos eran compatriotas que la milicia o el buscar la vida llevaban a Nápoles, y muchos con tales fieros que, aunque en su tierra hubieran sido zapateros de viejo, allí blasonaban de linaje; lo mismo que tantas meretrices españolas que, por carretadas, llegaban apellidándose Mendozas y Guzmanes, y por cuya causa hasta sus colegas italianas exigían el tratamiento de señoras. Todo eso daba pie a que spañolata fuese vocablo usual en lengua italiana para designar la pomposidad o la fanfarronería:

Yo tengo muchos dineros en las Córdubas, Sivilias. Mios paires, cavalteros siñores de las Castillas.

Tampoco faltaban en el paraje naturales de la tierra, amén de sicilianos, sardos y gente de otras partes de Italia; todos ellos en florida jábega de cortadores de bolsas, monederos falsos, tahúres, capeadores, desertores, rufianes y otra morralla que en tal patio de Monipodio se congregaba entre blasfemias, perjurios y desatinos. De manera que el nombre del Chorrillo de Nápoles podía citarse, sin menoscabo de reputación, junto a lugares ilustres como las gradas de Sevilla, el Potro de Córdoba, La Sapienza de Roma o el Rialto de Venecia.

Por tan honrado lugar, y dejando la hostería a la espalda, tomó Alatriste la calleja llamada de los escalones de la Piazzeta, tan estrecha que apenas podían pasar al mismo tiempo dos hombres con espadas. El olor a vino de los tugurios que allí tenían su entrada, de donde salía ruido de conversación y cantos de borrachos, se mezclaba con el de los orines y las inmundicias. Y llegando casi arriba, al apartarse para no pisar lo que no debía, el capitán estorbó, sin pretenderlo, el paso a dos soldados que bajaban. Vestían a la española, aunque moderados: sombreros, espadas y botas.

– Váyase enhoramala a incomodar a otra parte -rezongó uno de ellos, en castellano y malhumorado, con ademán de seguir adelante.

Alatriste se pasó despacio, casi pensativo, dos dedos por el mostacho. Era gente cuajada, militar sin duda. En la treintena larga. El que había hablado era bajo y fornido, con acento gallego. Llevaba guantes de precio, y la ropa, aunque cortada sobria, parecía buen paño. El otro era alto y escurrido, de aire melancólico. Los dos lucían mostachos en caras muy bien rasuradas, y calaban chapeos con plumas.

– Lo haría con mucho gusto -respondió con sencillez-, y en vuestra compañía, además, si no tuviera otras ocupaciones.

Los dos hombres se habían detenido.

– ¿En nuestra compañía?… ¿Para qué? -preguntó desabrido el más bajo.

Encogió los hombros Alatriste, como si la respuesta fuera de oficio. En realidad, se dijo, no quedaba otra. Siempre la perra reputación.

– Para discutir un par de puntos de esgrima… Ya saben: compás, líneas rectas, vuelta de puño y todo eso.

– A fe mía -murmuró el más bajo.

No dijo a fe de caballero, que era lo usual en quienes estaban lejos de serlo. Alatriste advirtió que los dos lo estudiaban con mucho detenimiento y no pasaban por alto la buena toledana que llevaba en la cintura, la daga cuya empuñadura asomaba tras el riñón izquierdo -su mano correspondiente la rozaba como al descuido-, ni las cicatrices que tenía en la cara. La pistola no podían verla, oculta como estaba por el faldón del herreruelo, pero también estaba allí. Suspiró en sus adentros. Aquello no estaba previsto, pero las cosas eran lo que eran. Y no había más. En cuanto a la pistola, esperaba no verse obligado a dispararla. Más amigo de prevenir que de ser prevenido, la llevaba encima para otro menester.

– Mi amigo está de mal talante -terció el soldado alto, conciliador-. Acaba de tener un problema ahí arriba.

– Lo que yo tenga es cosa mía -dijo el otro, hosco.

– Pues lamento decir a vuestra merced -respondió Alatriste con mucha flema- que si no cambia de modales, tendrá un problema más.

– Mire vuestra merced lo que habla -repuso el más alto- y no se engañe por cómo viste mi compañero… Le sorprendería saber cómo se llama.

Alatriste, que escuchaba sin apartar los ojos del más bajo, encogió los hombros.

– Entonces, para evitar confusiones, vístase como se llama, o llámese como se viste.

Se miraron los otros, indecisos, y Alatriste apartó unas pulgadas la mano izquierda de la empuñadura de la vizcaína. Aquellos dos, se convenció, tenían maneras de gente cabal. No parecían apuñaladores de callejón, o por la espalda. Y desde luego, tampoco de los que hacían cola, los días de paga, para cobrar cuatro escudos en el tarazanal. Bajo las ropas de soldados se olfateaba gente fina: limpios, serios; entretenidos de algún noble o general, ventureros de buena familia que servían un tiempo en la milicia para darse brillo. Flandes e Italia estaban llenos de ellos. Se preguntó cuál habría sido el conflicto que malhumoraba al más bajo y fuerte. Una mujer, tal vez.

O mala racha en el juego. Aun así, el motivo se le daba un ardite: cada cual tenía sus propios fastidios.

– En cualquier caso -añadió, ofreciendo una salida honorable-, tengo un asunto urgente que atender ahora.

El más alto pareció aliviado al oír aquello.

– Nosotros entramos de servicio dentro de dos horas -comentó.

Su acento también era peninsular de allá arriba, aunque más seco. Asturiano, quizás. Y el tono era veraz, sin que sonara a excusa. Digno. Todo podía haber terminado allí, pero su compañero no compartía ese ánimo conciliador. Miraba a Alatriste con la oscura tenacidad de un perro de presa que, furioso tras perder un zorro, se atreviera con un lobo:

– Hay tiempo de sobra.

Alatriste volvió a acariciarse el mostacho. Aquélla no era feria de ganancia. Enredarse a mojadas con uno de esos individuos, o con los dos, podía ocasionarle disgustos. Le habría gustado dejar las cosas como estaban, mas ya no era fácil. Complicaba las cosas el puntillo de honra de cada cual. Y él mismo empezaba a irritarse por la contumacia del fulano.

– Pues no malgastemos verbos -dijo, resuelto.

– Considere vuestra merced -apuntó el alto, todavía comedido- que no puedo dejar solo a mi compañero. También tendría que batirse conmigo… Después, claro. En caso de que…

– Basta de palabras -lo interrumpió el otro, encarándose con Alatriste-. ¿Adonde vamos?… ¿A Piedegruta?

Lo miró Alatriste muy fijo, tomándole la medida. Ahora sentía reales ganas de meterle al gallito importuno una cuarta de acero en las asaduras. Por la sangre de Dios que, de ahí a poco, sería cosa hecha. Y al acompañante, de barato: dos al precio de uno, campo a través. Así les cobraría, al menos, las molestias.

– La puerta Real está más cerca -propuso-. Y tiene un pradillo discreto, pidiendo a gritos que alguien se tumbe en él.

El más alto suspiró con resignación.

– Este señor soldado necesitará un testigo -dijo a su compañero-… No vayan a decir que lo asesinamos entre dos.

Una sonrisa distraída torció la boca de Alatriste. Aquello era razonable, y considerado. El duelo estaba prohibido en Nápoles por premáticas reales, y quien las transgredía iba a la cárcel, o a la horca si no tenía quien le valiera; pero siempre resultaba descargo atenerse a las reglas, y más si con gente de cierta calidad era el negocio. Todo, concluyó, sería cosa de matar a uno -al más bajo, sin duda- y dejar al otro en condiciones de contar que se habían batido de bueno a bueno. Aunque, sin testigos, igual podía matarlos a los dos, y si te he visto no me acuerdo.

– Podemos arreglarlo de camino, si tienen la hidalguía de aguardar un momento -señaló hacia lo alto de la calleja, donde ésta hacía un codo a la derecha-… Tengo un asunto que resolver ahí.

Asintieron los otros, tras mirarse entre ellos algo desconcertados. Entonces, dándoles la espalda con mucha calma -la vida le había enseñado a quién dársela y a quién no, y confiaba en no errar al respecto-, Alatriste subió los últimos escaloncillos de la cuesta mientras escuchaba los pasos de los españoles

venirle detrás. Pasos tranquilos, comprobó satisfecho de habérselas con gente razonable. Tras doblar el codo, cruzó un arco tan angosto como el resto de la calle, donde campeaba la muestra de una taberna. Comprobó las señas antes de pasar el umbral, y sin preocuparse más de sus sorprendidos acompañantes, se arriscó el sombrero y procuró que espada y vizcaína estuvieran como debían estar para salir sin embarazo. Luego se abrochó las presillas del coleto de búfalo que vestía bajo el herreruelo, palpó la pistola y entró en el local. Era una de las malas bayucas del lugar: un patio con porche donde estaban las mesas. Por el suelo de tierra picoteaban gallinas. Los parroquianos eran una veintena y no de buena estampa, italianos de aspecto. En alguna mesa jugaban naipes, con algún mirón de pie que lo mismo podía estar disfrutando de las partidas que haciéndole a los incautos el espejo de Claramonte.

Alatriste se arrimó discreto al tabernero, y en un aparte, ensebándole la palma con un carlín de plata, preguntó por Giacomo Colapietra. Un momento después se hallaba junto a una mesa donde un individuo angosto y de carnes muy a teja vana, con pelo postizo y bigote en cola de vencejo, bebía con un par de esmarchazos de mala catadura, de los de baldeo, rodancho y cuello deshilachado y almidonado con grasa, mientras jugueteaba con una baraja.

– ¿Podríamos hablar aparte vuestra merced y yo?

El florentín, que en ese momento separaba reyes y sotas, alzó un ojo guiñando otro, inquisitivo. Después de observar al recién llegado, frunció los labios con recelo.

Noscondo niente a mis amichis -dijo, señalando a los consortes.

Tenía el habla remostada por un tufillo a lo barato, de vino primero bautizado y después descomulgado. De reojo, Alatriste calibró a los mencionados amichis. Italianos, sin duda. Bravi, pero de pastel. Aquellos guiñaroles no parecían gran cosa, aunque tenían a mano herreruzas cortas. Sólo el tahúr no la llevaba: de su cinto pendía un agujón de palmo y medio.

– Me han dicho que andáis alquilando cuchilladas, señor Giacomo.

Non bisoño nesuno piu.

La mueca de Alatriste parecía una astilla de vidrio.

– No me explico bien. Las cuchilladas van para un amigo mío.

El tal Colapietra dejó de mover las cartas y miró a sus cófrades. Después observó a Alatriste con más atención. Bajo el bigote engomado mostraba una sonrisa suficiente.

– Me cuentan -prosiguió Alatriste, sin inmutarse- que habéis tarifado un disgusto para cierto joven español a quien aprecio mucho.

Al oír aquello, Colapietra se echó a reír, despectivo.

Cazzo -dijo.

Luego, marrajo y amenazador, hizo ademán de levantarse al tiempo que sus compañeros; pero el movimiento fue mínimo. El tiempo que tardó Alatriste en sacar la pistola del herreruelo.

– Sentados los tres -dijo, tranquilo y despacio, viendo que le entendían el concepto-. O me voy a cagar en vuestras muy putas madres… ¿Capichi?

Se había hecho el silencio alrededor y a su espalda, pero Alatriste no apartaba la vista de los tres caimanes, que se habían puesto pálidos como cirios.

– Las manos sobre la mesa y las espadas lejos.

Sin mirar atrás por no mostrar incertidumbre, pasó la pistola a la zurda y apoyó la diestra en la empuñadura de la toledana, por si había que tirar de ella para abrirse paso hacia la puerta. Ya lo había calculado al entrar, incluida la retirada calleja abajo. En caso de que las cosas se desbordaran, todo sería llegar a la plazuela del Chorrillo, donde no iba a faltar quien le echara una mano. Podía haber ido acompañado, por supuesto: Copons, el moro Gurriato -que daba el ánima por prestarle esa clase de servicios- o cualquier otro camarada habrían hecho espaldas con sumo gusto. Pero el efecto teatral no era el mismo. Ahí radicaba el arte.

– Ahora escucha, cabrón.

Y arrimando mucho el caño de la pistola a la cara cerúlea del tahúr -a quien se le había caído la baraja al suelo-, sin levantar la voz y con verbos precisos e inequívocos, Alatriste acercó también el mostacho, y estuvo así un buen rato, pormenorizando lo que iba a hacer con Colapietra, con sus menudillos y con quien lo engendró, si algún amigo suyo era incomodado tanto así. Incluso un resbalón en la calle, una caída accidental, bastarían para que viniese a ajustarle cuentas al florentín, como responsable; hasta de diarreas o cuartanas iba a pasarle minuta. Y él, que por cierto se llamaba Diego Alatriste y posaba en el cuartel español, donde Ana de Osorio, no necesitaba alquilar a nadie que diera cuchilladas en su lugar. Entre otras cosas, porque para esos menesteres solían alquilarlo a él. ¿Más capichi?

– Así que oído al parche: me tendrás aquí, o en cualquier esquina oscura, para abrirte una zanja de un palmo… ¿Me explico?

Asintió breve el otro, desencajado. Con aquella cara, el inútil puñal que lucía al cinto acentuaba su aire patético. Los ojos claros y fríos de Alatriste, a sólo unas pulgadas de los suyos, parecían secarle la mojarra. También se le había ladeado un poco el peluquín, y su miedo podía olerse: húmedo y agrio. Descartó el capitán la tentación de torcérselo más con el cañón de la pistola. Nunca era previsible lo que hacía saltar a un hombre.

– ¿Está todo claro?

Como el agua, volvió a asentir sin palabras Colapietra. Apartándose un poco, el capitán observó de soslayo a los consortes del florentín: seguían pasmados como estatuas, mantenían las manos sobre la mesa con angelical inocencia, y diríase que aparte robar a sus madres, asesinar a sus padres y prostituir a sus hermanas, no habían hecho nada malo en sus pecadoras vidas. Luego, sin bajar la pistola ni alejar la mano de la empuñadura de la temeraria, en un silencio donde se oía el revolotear de las moscas y el picoteo de las gallinas, Alatriste se retiró de la mesa y anduvo hacia la puerta sin volver del todo la espalda, atento al resto de los parroquianos, quietos y mudos. En el umbral se topó a los dos españoles, que lo habían seguido y presenciado toda la escena. Le sorprendió verlos allí. Concentrado en lo suyo, los había olvidado.

– A lo nuestro -dijo, ignorando sus caras de asombro.

Salieron los tres a la calleja, sin que los otros abrieran la boca, mientras Alatriste bajaba el perrillo de la pistola y se la metía en el cinto, bajo el herreruelo. Luego escupió al suelo, entre sus botas, con aire irritado y peligroso. La cólera fría que había ido acumulando desde el encuentro con sus acompañantes, sumada a la tensión de la taberna, necesitaban desahogar los malos humores, y pronto. Le hormigueaban los dedos de ansia cuando rozó la cazoleta de la espada. Mierda de Cristo, se dijo, estudiando con ojo experto futuras cuchilladas. A fin de cuentas, quizá no hubiera que llegarse hasta la puerta Real para tocar los cascabeles y resolver aquello. Al primer mal gesto o mala palabra, decidió, tiraba de vizcaína -el sitio era angosto para danzas toledanas- y los tajaba como a verracos allí mismo, aunque eso le echase la Justicia y al virrey mismo encima.

– Pardiez -dijo el más alto.

Miraba a Diego Alatriste como si lo viese por primera vez. Y el compañero, lo mismo. Ya no fruncía el ceño, y en su lugar mostraba un talante pensativo, de mal disimulada curiosidad.

– ¿Todavía quieres seguir adelante? -preguntó a éste su camarada.

Sin responder, el más bajo mantenía los ojos en Alatriste, que le sostuvo la mirada mientras hacía un ademán impaciente, invitándolo a dirigirse a donde resolver la querella. Pero el otro no se movió. En vez de eso, al cabo de un momento se quitó el guante de la mano derecha y la ofreció, desnuda y franca. -Que me lardeen como a un negro -dijo- si me bato con un hombre así.

Загрузка...