VII. VER NÁPOLES Y MORIR

La noche era bermeja, con el Vesubio tiñéndolo todo desde la distancia con aquella luz indecisa, fantasmal, que volvía rojiza hasta la claridad de la luna que se alzaba en el lado opuesto de la ciudad. El relieve y las sombras de Nápoles, sus edificios, alturas y torres, la tierra y el mar, quedaban así extrañamente iluminados desde dos puntos distintos, desquiciadas las sombras, creando un paisaje tan irreal como el de los lienzos que Diego Alatriste había visto arder, fuego real sobre el fuego pintado, durante los saqueos de Flandes.

Respiró con deleite el aire tibio y salino mientras se ajustaba en la cintura, sin prisa, el cinturón con la espada y la daga. No llevaba capa. Pese a lo avanzado de la hora -pasaba la de las ánimas-, la temperatura permanecía agradable. Eso, con la singular claridad nocturna, daba a la ciudad un gentil aspecto, propicio a la melancolía. Un poeta como don Francisco de Quevedo habría sacado algunos versos buenos o malos de aquello; pero Alatriste no era poeta, y sus únicos versos propios eran cicatrices y una docena de recuerdos. Así que se caló el sombrero, y tras mirar a uno y otro lado -las noches en lugares apartados como aquél no eran seguras ni para el diablo- echó a andar oyendo el ruido de sus pasos, primero sobre las piedras oscuras del empedrado y luego amortiguados en la tierra arenosa de Chiaia. Mientras caminaba sin prisa, atento a las sombras que podían esconderse entre las barcas de pescadores varadas junto al mar, veía recortarse negro sobre rojo, al extremo de la larga playa, la colina de Pizzofalcone y la fortaleza del Huevo que se adentraba en el mar tranquilo. No había ni una sola luz en las casas, ni un hacha encendida en las calles. Tampoco un soplo de brisa. La antigua Parténope dormía embozada en fuego, y Alatriste sonrió ensimismado bajo el ala ancha del chapeo, recordando. Aquella misma luz, propia de cuando el viejo volcán removía un poco las entrañas, iluminó en otro tiempo buenos lances de su juventud soldadesca.

Hacía ya diecisiete años, reflexionó. En el año diez del siglo había conocido Italia por vez primera, tras el abismo de horror de la cuestión morisca en las montañas y playas de España. Soldado de galeras corsarias -leventes, los llamaban los turcos-, con los ricos botines de las islas griegas y la costa otomana al alcance de todo hombre con arrestos para ir a buscarlos, los seis años del primer servicio en el tercio de Nápoles se contaban entre los mejores de su existencia: bolsa repleta entre viaje y viaje, hosterías y tabernas de Mergelina y del Chorrillo, comedias españolas en el corral de los Florentinos, buen vino, mejor comida, clima sano, vida de guarnición en los pueblos de los alrededores bajo emparrados y árboles frondosos, en compañía de gentiles camaradas y hermosas mujeres. Allí había conocido a un futuro grande de España que prestaba servicio en las galeras napolitanas como aventurero -los jóvenes nobles adquirían así reputación-: el conde de Guadalmedina, hijo del otro, el viejo, que fue general suyo en Flandes cuando lo de Ostende.

Guadalmedina, nada menos. Mientras caminaba por la orilla del mar, Alatriste se preguntó si, allá en su palacio de Madrid, Álvaro de la Marca sabría que él estaba de nuevo en Nápoles. Eso, suponiendo que al señor conde, amigo y confidente del rey Felipe Cuarto, se le diera un ardite la suerte del hombre que en el año catorce, en las Querquenes, lo cargó a la espalda, herido, llevándolo de vuelta a las naves con el agua por la cintura y los alarbes acosándolos como perros. Pero se daban demasiadas cosas entre aquel momento y éste, incluidas cuchilladas nocturnas ante cierta casa de Madrid y algunos golpes junto al río Manzanares.

«Mierda de Cristo.»

La blasfemia brotó en sus adentros, vuelto el rostro a un lado tras chasquear la lengua con desazón. El recuerdo de Guadalmedina, a quien no había vuelto a ver desde la escaramuza de El Escorial, le enturbiaba el seso y el orgullo. Para aclararlos, mudó el pensamiento a cosas más agradables. Estaba en Nápoles, qué diablos. En plenas delicias de Italia, con salud y con ruido de armas reales en la bolsa. Allí tenía finos camaradas, Sebastián Copons aparte -se holgaba de haber recobrado al aragonés-, de los de buen mascar y mejor sorber, con los que un hombre que se vistiera por los pies podía, sin reparo, partir la capa. Uno de los tales era también Alonso de Contreras: el más antiguo de todos, pues con él, apenas cumplidos trece años, se había alistado como paje tambor en los tercios que iban a Flandes. Alatriste y Contreras habían vuelto a encontrarse en Italia diez años después, luego en Madrid y ahora, de nuevo, en Nápoles. El bravo Contreras seguía como siempre: valeroso, locuaz y algo fanfarrón; punto este engañoso y de mucho peligro para quien no lo conociera a fondo. Conservaba el empleo de capitán, tenía buena reputación desde que Lope de Vega escribiera una comedia famosa sobre él -El rey sin reino-, y había estado yendo con las galeras de Malta a incursiones por la costa de Morea y el Egeo, nunca del todo rico, pero tirando con buena pólvora. El duque de Alburquerque, virrey de Sicilia, acababa de darle el mando de la guarnición de Pantelaria, isla a medio camino de Túnez, con una fragatilla para hacer corso si se aburría. Lo que, dicho en palabras de Contreras, no era hacerlo más rey que Lope, pero sí darle un mando pagado, ameno y de confianza.

Siguió camino Alatriste por la playa. Antes de llegar a las alturas y murallas de Pizzofalcone subió por la cuesta de la izquierda. Al cabo, y tras cruzar un portillo que permanecía franco toda la noche cerca de la puerta de Chiaia, se adentró, con las cautelas de rigor, en las calles de la ciudad. Entre dos esquinas, la entrada de una bayuca lo iluminó al pasar. Dentro se oía el rasgueo de una guitarra, voces españolas e italianas y risas de hombres y mujeres. Sintió la tentación de vérselas con medio azumbre, pero continuó camino. Era tarde, estaba cansado y mediaba un trecho hasta el cuartel llamado de los españoles, extenso barrio donde tenía posada. Además, ya había bebido suficiente para apagar la sed -no era lo único apagado, pese a Dios-, y él sólo escurría el jarro hasta el fondo cuando los demonios danzaban en su corazón y su memoria, lo que esa noche no era el caso. Sus recuerdos recientes estaban más cerca del paraíso que del infierno. La idea lo hizo sonreír de nuevo, y al pasarse dos dedos por el mostacho sintió en ellos el aroma de la mujer cuya casa dejaba atrás. Era bueno, pensó, seguir vivo y hallarse otra vez en Nápoles.

– Non e vero -dijo el italiano.

Jaime Correas y yo cambiamos una mirada. Por suerte ninguno de nosotros llevaba armas -en el garito obligaban a desherrarse a la entrada-, porque habríamos acuchillado allí mismo al insolente. Aunque entre italianos ésas no eran palabras ofensivas, ningún español se las dejaba decir sin meter mano en el acto. Y aquel tahúr sabía muy bien de dónde éramos.

– Sois vos -dije- quien mentís por la gola.

Y me puse en pie, desatinado por verme en entredicho, agarrando una jarra y resuelto a rompérsela al otro en la cara al menor gesto. Correas hizo lo mismo y nos quedamos así uno junto al otro, encarando yo al tahúr y mi camarada a los ocho o diez individuos de pésima catadura que llenaban la pequeña casa de tablaje. No era la primera vez que nos veíamos en tales pasos, pues, como apunté en otra parte, Correas no era de los que incitan a la piedad ni al sosiego, pues se jugaba el sol en la pared antes de que amaneciera. Hecho a las malas mañas de mochilero en Flandes, mi antiguo camarada se había vuelto apicarado, burlanga y putañero, amigo de rondar garitos y manflas; uno de esos mozos perdidos, inclinados a moverse por el filo de las cosas, que al cabo de su vida, de no enmendarse, solían acabar en el filo de un cuchillo, apaleando sardinas por cuenta del rey o con tres vueltas de cordel en el pescuezo. En cuanto a mí, qué quieren vuestras mercedes que diga: contaba la misma edad, era su amigo y no tenía media astilla de madera de santo. Y de ese modo íbamos hechos dos Bernardos, espadas en gavia y sombreros arriscados a lo valiente, por aquella Italia donde los españoles éramos dueños, o casi, desde que los viejos reyes de Aragón habían conquistado Sicilia, Córcega y Nápoles, y primero los ejércitos del Gran Capitán y luego los tercios del emperador Carlos echaron a los franceses a patadas en el culo. Todo eso a despecho de los papas, de Venecia, de Saboya y del diablo.

– Mentís y rementís -apostilló Correas, para acabar de arreglarlo.

Se había hecho un silencio de los que nada bueno presagian, y eché cuentas a ojo militar: mala pascua nos daba Dios. El brujulero era de los de mucha boca de lobo, florentín, y los otros, napolitanos, sicilianos o de donde su madre los trajo; pero ninguno, que yo alcanzara, de nuestra nación. Además, estábamos en un sótano de techo ahumado de la plaza del Olmo, frente a la fuente, lejos del cuartel español. Lo único bueno es que todos, en apariencia, estaban tan desarmados como nosotros, salvo que saliese a relucir algún desmallador o filosillo oculto en la ropa. Maldije en mis adentros a mi amigo, que una vez más y con su poco seso, empeñándose en jugar unas quínolas en boliche tan infame como aquél, nos había metido en el brete. Que no era el primero en que nos veíamos, desde luego. Pero arriesgaba ser el último.

Por su parte, el tahúr no perdía la calma. Era doctor de la valenciana y estaba hecho a tales chubascos de su digno oficio. El aspecto era poco tranquilizador: disimulaba la calvicie con ruin pelo postizo, era" escurrido de carnes, llevaba gruesos anillos de oro en los dedos, y el bigotillo engomado de vencejo le llegaba a los ojos. Habría valido para figurón de entremés de no mediar su mirada peligrosa. Y así, con aire taimado y sonrisa más falsa que romero gascón, se dio el ojo con los otros malsines y luego señaló las cartas desparramadas sobre la mesa sucia de vino y esperma de velas.

Voacé a fato acua -dijo con mucha flema-. A perduto.

Miré a mi vez los bueyes puestos boca arriba, más picado de que nos tomara por bobos que por la trampa en sí. Los reyes y los sietes con que pretendía darnos garatusa tenían más alas de mosca que un pastelero y más cejas que Bartolo Cagafuego. Hasta un niño habría descornado la flor, pero aquel bergante, viéndonos chapetones, nos tomaba por menos que niños.

– Coge nuestro dinero -le susurré a Correas-. Y a Villadiego.

Sin hacérselo decir dos veces, mi compañero se metió en la faltriquera las monedas que antes habíamos alijado como pardillos. Yo, siempre con la jarra en la mano, no le quitaba la vista de encima al tahúr, ni de soslayo a sus consortes. Seguía haciendo cálculos de ajedrez, como tanto me aconsejaba el capitán Alatriste: antes de meter mano, piensa cómo vas a irte. Había diez pasos y una docena de peldaños hasta la puerta donde estaban las armas. Teníamos a nuestro favor que, para evitar al dueño del garito problemas con la Justa, los parroquianos habituales no solían caerte encima allí, sino en la calle. Eso nos despejaba el terreno hasta la plaza. Hice memoria. De todas las iglesias cercanas para acogerse en caso de estocadas, Santa María la Nueva y Monserrate eran las más próximas.

Salimos sin que nos inquietaran, lo que pese a todo me sorprendió, aunque el silencio podía cortarse con navaja. Arriba de la escalera cogimos nuestras espadas y dagas, dimos una moneda al mozo y salimos a la plaza del Olmo mirando por encima del hombro, pues sentíamos pasos detrás. La aurora de rosáceos dedos despuntaba, con todas sus metáforas, tras la montaña coronada por el castillo de San Martín, e iluminó nuestros rostros demacrados y soñolientos, de perdularios tras una noche de harto vino, harta música y harto darle a la descuadernada. Jaime Correas, que no había crecido mucho en estatura desde Flandes, pero sí en anchura de hombros y en catadura soldadesca -ahora llevaba una barbita casi espesa, prematura, y una tizona tan larga que arrastraba la punta por el suelo-, señaló con un movimiento de cabeza al tahúr y a tres de sus consortes, que venían detrás, preguntándome por lo bajini si echábamos a correr o desnudábamos temerarias. Lo cierto es que lo noté más partidario de calcorrear que de otra cosa. Eso me desalentó, pues tampoco yo andaba con el pulso fino para compases de esgrima. Aparte que, según las premáticas del virrey, andar a mojadas en plena calle y a la luz del día era viático infalible para la cárcel de Santiago, si eras soldado español, y para la de Vicaría, si italiano. Y allí estaba yo, en fin, con el fullero florentín y sus secuaces pegados a la chepa, dudando, como miles gloriosus que era, entre la táctica del rebato sus y a ellos, en plan cierra España, o la de la velocísima liebre -que el valor no ofusca lo prudente-, cuando a Correas y a mí se nos apareció la Virgen. O, para ser más exactos, se nos apareció en forma de piquete de soldados españoles que venía de hacer el relevo en la garita del muelle picólo y embocaba la calle de la Aduana. De manera que, sin dudarlo un instante, nos acogimos a la patria mientras los malandrines, frustrado el intento, se mantenían quietos en su esquina. Mirándonos mucho, eso sí, para quedarse con nuestras señas y caras.

Yo adoraba Nápoles. Y todavía, cuando echo la vista atrás, el recuerdo de mis años mozos en aquella ciudad, que era un mundo abreviado, grande como Sevilla y hermosa como el paraíso, me arranca una sonrisa de placer y nostalgia. Imagínenme joven, gallardo y español, bajo las banderas de la famosa infantería cuya nación era mayor potencia y azote del orbe, en tierra deliciosa como aquélla: Madono, porta manjar. Bisoño presuto e vino, presto. Bongiorno, bela siñorina. Añadan a eso que en toda Italia, salvo en Sicilia, las mujeres iban de día sin manto por la calle, en cuerpo y mostrando el tobillo, el cabello en redecilla o con mantilla o pañuelo ligero de seda. Además, a diferencia de los mezquinos franceses, los sórdidos ingleses o los brutales tudescos, los españoles aún teníamos buen cartel en Italia; pues aunque arrogantes y fanfarrones, también se nos conceptuaba de disciplinados, valientes y escotados de bolsa. Y pese a nuestra natural ferocidad -de la que daban fe los mismos papas de Roma- en aquel tiempo solíamos entendernos de maravilla con la gente italiana. Sobre todo en Nápoles y Sicilia, donde se hablaba la parla castellana con facilidad. Muchos eran los tercios de italianos -los habíamos tenido con nosotros en Breda- que derramaban su sangre bajo nuestras banderas, y a quienes su gente e historiadores nunca consideraron traidores, sino servidores fieles de su patria. Fue más adelante cuando, en vez de capitanes y soldados que tuvieran a raya a franceses y turcos, llovieron de España recaudadores, magistrados, escribanos y sanguijuelas sin recato, y las grandes hazañas dieron paso a la dominación sin escrúpulos, los andrajos, el bandidaje y la miseria, que abonarían disturbios y sublevaciones sangrientas como la del año cuarenta y siete, con Masaniello.

Pero volvamos al Nápoles de mi juventud. Que como dije, próspero y fascinante, era escenario perfecto de mi mocedad. Y añádanle, como dije, la agitada compañía del camarada Jaime Correas; pues hasta conventos rondábamos en plan galanes de monjas, aparte viernes y sábados campando de garulla en la marina, baños nocturnos en el muelle los días de calor, o rondas a cuanta reja, balcón o celosía con unos ojos de mujer detrás se nos ponía a tiro, sin perdonar ramo de taberna -en Italia eran de laurel-, muestra de garito ni puerta de mancebía. Aunque en estas últimas me condujese tan comedido como arrojado mi camarada; pues, por reparo de las enfermedades que mochan parejo salud y bolsa, mientras Jaime iba y venía con cuanta acechona le espetaba ojos lindos tienes, yo solía quedar aparte, bebiendo tazas de lo fino y en educada conversación, limitándome a escaramuzas periféricas, gratas y sin mucho riesgo. Y como, merced al capitán Alatriste, mi crianza era de garzón discreto y liberal de bolsa, y más estimado es reloj que da la hora que el que la señala, nunca tuve mala ejecutoria en los ventorros elegantes de la playa de Chiaia, en las manflas de la vía Catalana o en las ermitas del Mandaracho o del Chorrillo: las daifas me querían bien, conmovidas por mi discreción y juventud, y hasta alguna me planchaba -y almidonaba- vueltas, valonas y camisas. También la amontonada valentía que frecuentaba tales pastos solía tratarme de voacé y buen camarada; aparte que, como consta a vuestras mercedes, y gracias a la experiencia junto al capitán, yo tenía oficio en lo de meter mano y desatar la sierpe, siendo vivo de espada, rápido de daga y ligero de pies. Cosas que, junto con monedas para gastar, siempre dan buena reputación entre Sacabuches, Ganchosos, Maniferros, Escarramanes y otra gente del araño.

– Tienes una carta -dijo el capitán Alatriste.

Por la mañana, al salir de guardia en Castilnuovo, había pasado por la posta de la garita de Don Francisco, recogiendo el pliego doblado y lacrado que, con mi nombre en el sobrescrito, estaba ahora sobre la mesa de nuestra habitación de la posada de Ana de Osorio, en el cuartel español. El capitán me miraba sin más palabras, de pie junto a la ventana que le iluminaba en contraluz medio rostro y el extremo del mostacho. Me acerqué despacio, como a territorio enemigo, reconociendo la letra. Y voto a Dios que, pese al tiempo transcurrido, a la distancia, a mis años, a las cosas que habían pasado desde aquella noche intensa y terrible de El Escorial, la cicatriz de la espalda se me contrajo casi imperceptiblemente, cual si acabara de sentir en ella unos labios cálidos tras el frío de un acero, y mi corazón se detuvo antes de latir de nuevo, fuerte y sin compás. Al fin alargué la mano para tomar la carta, y entonces el capitán me miró a los ojos. Parecía a punto de decir algo; pero en vez de eso, transcurrido un instante, cogió sombrero y talabarte, pasó por mi lado y me dejó solo en el cuarto.

Señor don Íñigo Balboa Aguirre

Bandera del capitán don Justino Armenta de Medrano

Posta militar del Tercio de infantería de Nápoles

Señor soldado:

No ha sido fácil dar con vuestro paradero, aunque, pese a hallarme lejos de España, mis parientes y conocidos mantienen comunicación constante con cuanto allí ocurre. He sabido así de vuestras andanzas de vuelta a lo militar en compañía de ese capitán Batistre, o Eltriste, comprobando que, no ahito con la antigua experiencia de degollar herejes en Flandes, dedicáis ahora vuestros ímpetus al Turco, siempre en sostén de nuestra universal monarquía de la verdadera religión, detalle que os honra como valiente esforzado caballero.

Si consideráis mi vida aquí como un destierro, erraréis el cálculo. Nueva España es un mundo nuevo y apasionante, lleno de posibilidades, y los apellidos y relaciones de mi tío don Luis son tan útiles aquí como en la Corte, e incluso más, por lo espaciado de la comunicación con ésta. Baste deciros que su posición no sólo no ha sufrido menoscabo, sino que se acrecienta en seguridad y fortuna pese a los falsos argumentos que le levantaron el año pasado, relacionándolo con el incidente de El Escorial. Tengo esperanzas de verlo pronto rehabilitado ante el rey nuestro señor, pues conserva en la Corte buenos amigos y deudos que lo favorecen. Hay además con qué alentarlos, pues aquí sobra pólvora para la contramina, como diríais en vuestra jerga de soldadote. En Taxco, donde vivo, producimos la mejor y más gentil plata del mundo, y buena parte de la que llevan las flotas a Cádiz y España pasa por manos de mi tío, lo que viene a ser por las mías. Como diría fray Emilio Bocanegra, ese santo hombre de Dios al que recordaréis, sin duda, con el mismo afecto que yo, los caminos de Dios son inescrutables, y más en nuestra católica patria, baluarte de la fe de tantas y acrisoladas virtudes.

En lo que se refiere a vuestra merced y a mí, han pasado mucho tiempo y muchas cosas desde nuestro último encuentro, del que recuerdo cada momento y cada detalle como espero lo recordaréis vos. He crecido por dentro y por fuera, y deseo contrastar de cerca tales cambios; así que confío sobremanera en encontraros cara a cara en día no lejano, cuando este tiempo de inconvenientes, viajes y distancias sólo sea memoria. Aunque y a me conocéis: sé esperar. Mientras tanto, si aún albergáis hacia mí los sentimientos que os conocí, exijo una carta inmediata de vuestro puño y letra asegurándome que el tiempo, la distancia y las mujeres de Italia o Levante no os han borrado la huella de mis manos, mis labios y mi puñal. De lo contrario, maldito seáis, porque os desearé los peores males del mundo, cadenas en Argel, remo de galeote y empalamientos turcos incluidos. Pero si permanecéis fiel a la que se alegra de no haberos matado todavía, juro recompensaros con tormentos y felicidad que no imagináis siquiera.

Como podéis ver, creo que aún os amo. Pero no tengáis certeza de eso, ni de nada. Sólo podréis comprobarlo cuando estemos de nuevo cara a cara, mirándonos a los ojos. Hasta entonces, manteneos vivo sin mutilaciones enojosas. Tengo interesantes planes para vos.

Buena suerte, soldado. Y cuando asaltéis la próxima galera turca, gritad mi nombre. Me gusta sentirme en la boca de un hombre valiente.

Vuestra

Angélica de Alquézar

Tras dudarlo un momento, bajé a la calle. Encontré al capitán sentado en la puerta de la posada, desabrochado el jubón, puestos sombrero, espada y daga sobre un taburete, viendo pasar a la gente. Yo tenía la carta en la mano y se la mostré con nobleza, pero él no quiso mirarla. Se limitó a mover un poco la cabeza.

– El apellido Alquézar nos trae mala suerte -dijo.

– Ella es asunto mío -respondí.

Lo vi negar de nuevo, el aire ausente. Parecía pensar en cualquier otra cosa. Mantenía los ojos fijos en el cruce de nuestra calle -la posada estaba en la cuesta de los Tres Reyes-con la de San Mateo, donde unas mulas sujetas a argollas de la pared estercolaban de cagajones el suelo, entre una covacha donde se vendía carbón, picón y astillas, y una grasería llena de manojos e hileras de velas de sebo. El sol estaba alto, y la ropa tendida de ventana a ventana, que goteaba sobre nuestras cabezas, alternaba rectángulos de luz y sombra en el suelo.

– No fue sólo asunto tuyo en las mazmorras de la Inquisición, ni cuando lo del Niklaasbergen -el capitán hablaba quedo, cual si más que dirigirse a mí pensara en voz baja-. Tampoco lo fue en el claustro de las Minillas, ni en El Escorial… Implicó a amigos nuestros. Murió gente.

– El problema no era Angélica. La utilizaron.

Volvió el rostro hacia mí, lentamente, y se quedó mirando la carta que yo aún tenía en la mano. Bajé los ojos, incómodo. Luego doblé el pliego, guardándolo en el bolsillo. Había quedado lacre del sello roto en mis uñas, y parecía sangre seca.

– La amo -dije.

– Eso ya lo escuché una vez, en Breda. Habías recibido una carta como ésa.

– Ahora la amo más.

El capitán permaneció callado otro rato largo. Apoyé un hombro en la pared. Mirábamos pasar a la gente: soldados, mujeres, mozos de posada, criados, esportilleros. El barrio entero, construido por particulares desde el siglo anterior a iniciativa del virrey don Pedro de Toledo, albergaba a buena parte de los tres mil soldados españoles del tercio de Nápoles, pues sólo un corto número cabía en los barracones militares. El resto se alojaba allí, como nosotros. Ortogonal, homogéneo y promiscuo, aquél no era un lugar bello sino práctico: carente de edificios públicos, casi todo eran posadas, hospederías y casas de vecinos con cuartos en alquiler, en inmuebles de cuatro y hasta cinco pisos que ocupaban todo el espacio posible. Era, en realidad, un inmenso recinto militar urbano poblado por soldados de paso o de guarnición, donde convivíamos -algunos se casaban con italianas o con mujeres venidas de España y tenían hijos allí- con los vecinos que alquilaban alojamientos, nos procuraban de comer y se sostenían, en suma, de cuanto la milicia gastaba, que no era poco. Y aquel día, como todos, mientras el capitán y yo charlábamos en la puerta de la posada, sobre nuestras cabezas había mujeres parlando de ventana a ventana, viejos asomados y fuertes voces resonando dentro de las casas, donde se mezclaban los diversos acentos españoles con el cerrado acento napolitano. En ambas lenguas gritaban también unos chicuelos desharrapados que martirizaban con mucha bulla a un perro, calle arriba: le habían atado un cántaro roto al rabo y lo perseguían con palos, al grito de perro judío.

– Hay mujeres…

Eso empezó a decir el capitán, pero calló de pronto, fruncido el ceño, como si hubiera olvidado el resto. Sin saber por qué, me sentí irritado. Insolente. Hacía doce años, en aquel mismo cuartel de los españoles, con harto vino en el estómago y harta furia en el alma, mi antiguo amo había matado a su mejor amigo y marcado, con un tajo de daga, la cara de una mujer.

– No creo que vuestra merced pueda darme lecciones sobre mujeres -dije, alzando un punto el tono-. Sobre todo aquí, en Nápoles.

Al maestro, cuchillada. Un relámpago helado cruzó sus ojos glaucos. Otro habría tenido miedo de aquella mirada, pero yo no. Él mismo me había enseñado a no temer a nada, ni a nadie.

– Ni en Madrid -añadí-, con la pobre Lebrijana llorando mientras María de Castro…

Ahora fui yo quien dejó la frase a la mitad, algo fuera de temple, pues el capitán se había levantado despacio y me seguía mirando fijo, muy de cerca, con sus ojos helados que parecían agua de los canales de Flandes en invierno. Pese a sostenerle la mirada con descaro, tragué saliva cuando vi que se pasaba dos dedos por el mostacho.

– Ya -dijo.

Contempló su espada y su daga, que estaban sobre el taburete. Pensativo.

– Creo que Sebastián tiene razón -dijo tras un instante-. Has crecido demasiado.

Cogió las armas y se las ciñó a la cintura, sin prisa. Lo había visto hacerlo mil veces, pero en esa ocasión el tintineo del acero me erizó la piel. Al cabo, muy en silencio, cogió el chapeo de anchas alas y se lo caló, ensombreciéndose el rostro.

– Eres todo un hombre -añadió al fin-. Capaz de alzar la voz y de matar, por supuesto. Pero también de morir… Procura recordarlo cuando hables conmigo de ciertas cosas.

Seguía mirándome como antes, muy frío y muy fijo. Como si acabara de verme por primera vez. Entonces sí que tuve miedo.

Las ropas tendidas arriba, de lado a lado de las calles estrechas, parecían sudarios que flotaran en la oscuridad. Diego Alatriste dejó atrás la esquina empedrada de la amplia vía Toledo, iluminada con hachas en los cantones, y se adentró en el barrio español, cuyas calles rectas y empinadas ascendían en tinieblas por la ladera de San Elmo. El castillo se adivinaba en lo alto, aún vagamente enrojecido por la luz amortiguada y lejana del Vesubio. Tras el desperezo de los últimos días, el volcán se adormecía de nuevo: ya sólo coronaba el cráter una pequeña humareda, y su resplandor rojizo se limitaba a un débil reflejo en las nubes del cielo y en las aguas de la bahía.

Apenas se sintió a resguardo entre las sombras, dejó de contenerse y vomitó gruñendo como un verraco. Permaneció así un rato, apoyado en la pared, inclinada la cabeza y el sombrero en una mano, hasta que las sombras dejaron de balancearse alrededor y una agria lucidez sustituyó los vapores del vino; que a esas horas resultaba mescolanza mortal de greco, mangiaguerra, latino y lacrimachristi. Nada de extraño había en ello, pues venía de pasar la tarde y parte de la noche solo, de taberna en taberna, rehuyendo a los camaradas que topaba en el viacrucis, sin abrir la boca para otra cosa que no fuese pedir más jarras. Bebiendo como un tudesco, o como quien era.

Miró atrás, hacia la embocadura iluminada de la vía Toledo, en busca de testigos importunos. Después de ásperas reprimendas, el moro Gurriato había dejado de seguirlo a cada paso, y a esas horas debía de estar durmiendo en el modesto barracón militar de Monte Calvario. No había un alma a la vista, de manera que sólo el ruido de sus pasos lo acompañó cuando se puso el sombrero y anduvo de nuevo, orientándose por las calles en sombras. Cruzó la vía Sperancella, desembarazada la empuñadura de la espada, buscando el centro de la calle para evitar algún mal encuentro en un soportal o una esquina, y siguió camino arriba hasta cruzar bajo los arcos donde se estrechaba el paso. Torciendo a la derecha, anduvo hasta rebasar la plazuela con la iglesia de la Trinidad de los Españoles. Aquel barrio de Nápoles le traía recuerdos buenos y malos, y estos últimos habían sido removidos de mala manera esa misma tarde. Pese al tiempo transcurrido seguían ahí, vivos y frescos, cual mosquitos negándose a perecer en el vino. Y toda la sed del mundo no bastaba para acabarlos.

No era sólo matar, ni marcar la cara de una mujer. No era cuestión de remordimientos, ni de achaques que pudiera aliviar entrando en una iglesia para arrodillarse ante un cura, en el caso improbable de que Diego Alatriste entrase en ellas para otra cosa que no fuera acogerse a sagrado con la Justicia a las calcas. En sus cuarenta y cinco años de vida había matado mucho, y era consciente de que aún mataría más antes de que llegase la vez de pagarlas todas juntas. No. El problema era otro, y el vino ayudaba a digerirlo, o vomitarlo: la certeza helada de que cada paso que daba en la vida, cada cuchillada a diestra o siniestra, cada escudo ganado, cada gota de sangre que salpicaba su ropa, conformaba una niebla húmeda, un olor que para siempre se pegaba a la piel como el de un incendio o una guerra. Olor de vida, de años transcurridos sin vuelta atrás, de pasos inciertos, dudosos, alocados o firmes, cada uno de los cuales determinaba los siguientes, sin modo de torcer el rumbo. Olor de resignación, de impotencia, de certeza, de destino irrevocable, que unos hombres disimulaban con fantásticos perfumes, mirando hacia otro lado, y otros aspiraban a pie firme, cara a cara, conscientes de que no había juego, ni vida, ni muerte, que no tuviera sus reglas.

Antes de llegar a la iglesia de San Mateo, Diego Alatriste tomó la primera calle a la izquierda. A pocos pasos, la posada de Ana de Osorio siempre estaba iluminada de noche por las palomillas y candelas encendidas ante las tres o cuatro hornacinas con vírgenes y santos que había allí. Al llegar a la puerta alzó el rostro bajo el ala del sombrero, mirando el cielo fosco entre las casas y la ropa tendida. El tiempo muda unos lugares y respeta otros, concluyó. Pero siempre te cambia el corazón. Luego, tras mascullar un juramento, subió despacio y a oscuras las escaleras de madera que chirriaban bajo las botas, empujó la puerta de su habitación, tanteó en busca de yesca, eslabón y pedernal, y encendió un candil de garabato colgado de un clavo en una viga. Al desceñirse el talabarte arrojó las armas al suelo con furia, sin importarle despertar a quienes durmieran cerca. Buscó una pequeña damajuana con vino que tenía en un rincón y blasfemó de nuevo, en voz queda, al encontrarla vacía. La sensación de serenidad que le producía estar de nuevo en Nápoles se había esfumado aquella tarde, con sólo unos minutos de conversación abajo, en la calle. Con la certeza, una vez más, de que nadie caminaba impunemente por la vida, y de que, con dos palabras, un mozo de diecisiete años podía convertirse en espejo donde ver el propio rostro, las cicatrices nunca olvidadas, el desasosiego de la memoria, sólo imposibles en quienes no vivían lo suficiente. Alguien había escrito en alguna parte que frecuentar caminos y libros llevaba a la sabiduría. Eso era cierto, quizás, en otra clase de hombres. En Diego Alatriste, donde llevaba era a la mesa de una taberna.

Un par de días más tarde me vi envuelto en un incidente curioso, que cuento a vuestras mercedes para que vean hasta qué punto, pese a mis fieros y fueros, y a todo lo corrido en aquellos años, yo seguía siendo un mozo al que se le adivinaba la leche en la boca. Sucedió que a prima rendida venía de cumplir con mi turno de guardia junto al torreón que llamábamos de Alcalá, cerca del castillo del Huevo. Aparte el vago resplandor rojizo hacia el otro extremo de la ciudad, sobre el volcán, y su espejear en las aguas de la bahía, era la noche oscura casi a boca de sorna; y al subir por Santa Lucía, pasada la iglesia, cerca de las fuentes y junto a la capillita que hay allí, cubierta de exvotos de cera y latón con figuras de niños, de piernas, de ojos, ramos de flores secas, medallas y todo lo imaginable, vi a una mujer sola y rebozada, medio tapada de mantilla. A esas horas, deduje, o era mucha devoción la suya o era fina industria en el arte de calar redes; de manera que refrené el paso, procurando espulgarla lo mejor que pude a la luz de las torcidillas de aceite que ardían en el altar; pues halcón joven a toda carne se abate. Parecióme hembra de buen talle, y al arrimarme oí crujir seda y olí a ámbar. Eso descartaba, concluí, descosida de baja estofa; de manera que puse más interés, queriendo atisbarle la cara, que la mantilla ocultaba mucho. Mirándola en partes parecía bien, y en todo, mucho mejor.

– Svergoñato anda il belo galán -dijo con mucho donaire.

– No es desvergüenza -repuse con calma- sino a lo que obligan tan lindos bríos.

Me animó a ello su voz, que era joven y de buen metal. Italiana, claro. No como la de tantas lozanas, andaluzas o no, compatriotas nuestras, que hacían las Italias dándoselas de Guzmanes y Mendozas para arriba, y te echaban el garfio en limpio castellano. El caso es que yo estaba parado enfrente y seguía sin verle la cara a la mujer, aunque el contorno, que mucho me agradaba la vista, quedaba recortado por las luces del altarcito. La mantilla parecía de seda, de las de a cinco en púa. Y por la muestra del paño, tentaba comprar toda la pieza.

– ¿Tan sicura crede tener la caccia? -preguntó, garbosa.

Yo era joven, pero no menguado. Al oír aquello no me cupo duda: habíamelas con cisne del arte aviesa, aunque de buen paramento y con pujos de calidad. Nada que ver con las putas de todo trance, grofas, bordoneras y abadejos que acechaban por los cantones; de esas que decían desmayarse de ver salir un ratón, pero se holgaban de ver entrar media compañía de arcabuceros.

– No voy de caza, sino que salgo de servicio -dije con sencillez-. Y con más ganas de dormir que de otra cosa.

Me estudió al resplandor del altarcillo, calibrando la pieza. Imagino que los pocos años se mascaban en mi aspecto y mi voz. Casi pude oírla pensar.

Españuolo y soldato bisoño -concluyó, despectiva-. Piu fanfarria que argento.

Ahí me tocó el puntillo. Bisoño era el apodo de los soldados españoles nuevos y pobres, que llegaban a Nápoles ingenuos como indios caribes, sin hablar la lengua, sabiendo sólo decir bisogno -necesito- esto o lo otro. Y no me canso de repetir que yo era muy joven. Así que, algo picado, sin abrir la boca, me di un golpecito en la faltriquera, donde mi bolsa encerraba tres carlines de plata, un real de a ocho y algún charnel menudo. Olvidando, por cierto, un sabio consejo de don Francisco de Quevedo: de damas, la más barata.

Me piaze il discorso -dijo la corsaria con mucho aplomo.

Y sin más protocolos me asió de la mano, tirando de mí con suavidad. La mano era cálida, pequeña, juvenil. Eso alivió el recelo de posibles embelecos de la voz, disipando el miedo a habérmelas, bajo el embozo, con un callonco piltrofero dándoselas de corderilla de virgo rehecho con aguja y dedal. Aunque seguía sin verle la cara. Entonces quise desengañarla, diciéndole que no tenía propósito de llegar tan lejos como ella ofrecía; pero estuve algo ambiguo, temiendo -imbécil de mí- ofenderla con una negativa brusca. Por eso, al decirle que seguía camino a mi posada, ella se lamentó de mi incivilitá por desacompañarla el trecho hasta su casa, que estaba allí mismo, en Pizzofalcone, sobre las escaleras cercanas. Para evitar malos encuentros, añadió, de una mujer sola y a tales horas. Y a fin de rematar el redoble, como al descuido, deslizó la mantilla a media cara y dejó entrever una boca muy bien dibujada, una piel blanca y un ojo negro de los que asestan y matan en menos de un Jesús. Así que no hubo más que decir, y caminamos del bracete, yo respirando el ámbar y sintiendo el crujir de la seda mientras pensaba a cada paso, pese a lo que llevaba corrido hasta esa fecha, que sólo acompañaba a una mujer por las calles de Nápoles, y que nada malo podía venirme del lance. Hasta llegué a dudar, en mi bisoñez, de que realmente me las hubiera con una bachillera del abrocho. Quizá una mocita de caprichos, llegué a pensar. Un extraño milagro de la noche o algo así. Aventura juvenil y todo eso. Figúrense vuestras mercedes hasta qué punto yo era menguado.

Vieni quá, galatuomo.

El tuteo, en un susurro, vino acompañado de una caricia en mi mejilla. Que no me desagradó, por cierto. Estábamos ya ante su casa, o de lo que yo pensaba que tal era; y la miñona, sacando una llave de bajo el manto, abría la puerta. La cabeza y el buen seso me abandonaban por momentos; pero advertí lo sórdido del lugar, poniéndome la mosca tras la oreja. Entonces quise despedirme, mas ella me tomó de nuevo por la mano. Habíamos subido por la escalinata que va de Santa Lucía a las primeras casas de Pizzofalcone -aún no estaba construido arriba el gran cuartel de tropas que conocí años más tarde- y ahora, franqueada la puerta, nos adentramos en un zaguán profundo y oscuro que olía a moho; donde, tras llamar ella con dos palmadas, acudió con lumbre una sirvienta vieja y legañosa que nos condujo, más escaleras arriba, a un cuarto mezquinamente amueblado con una estera, dos sillas, una mesa y un jergón. El sitio acabó por disiparme del todo las quimeras, pues nada tenía de casa particular y mucho de lonja para compraventa de carne, de esas donde abundan madres postizas, tenderas de sus sobrinas y primos todos carnales, en plan:

Y que la viuda enlutada

les jure a todos por cierto

que de miedo de su muerto

duerme siempre acompañada.

De manera que cuando la daifa retiró la mantilla y dejó ver una cara razonable, cierto, pero con afeites y menos joven de lo que me había parecido en la oscuridad, y empezó a contarme una historia de las de nunca en tal me vi, sobre cierta joya de una amiga que había empeñado, del tal primo o hermano de una u otra, de ciertos dineros que por lo visto precisaba para salvar el honor de ambas, y de no sé cuántas historias más, todas muy al uso, yo, que ni siquiera me había sentado y aún tenía el sombrero en la mano y la espada en el cinto, sólo aguardaba a que terminara de hablar para dejarle unos menudos sobre la mesa, por la pérdida de tiempo, e irme por donde había venido. Pero antes de que pudiera unir acción y pensamiento, la puerta se abrió de nuevo, y exactamente igual que si de una jácara de Quiñones de Benavente se tratara, en el cuarto hizo su entrada -y lo de hacer su entrada bien define acto, momento y personaje- el rufián del entremés.

– ¡Vive Dios y la puta que lo engendró! -voceaba el engibacaire.

Era español y vestía a lo soldado, muy fiero, aunque de milite no tuviese ni las puntas, y lo más cerca que hubiese visto luteranos o turcos fuera en corrales de comedias. Por lo demás era como de libro, arroldanado y bravoso de los de Cristo me lleve, sin ahorrar cierto deje andaluz postizo que le aligeraba las sílabas como si acabaran de trasplantarlo desde el patio de los Naranjos de Sevilla. Lucía los inevitables bigotazos de gancho propios de la gente de la hoja, andaba escocido y se paraba muy crudo con las piernas abiertas, un puño en la cintura y otro en la cazoleta de una herrusca de siete palmos, pronunciaba las ges como haches y las haches como jotas -señal inequívoca de valentía a más no pedir- y era, en suma, la viva estampa del rufo hecho a colar ermitas gastando el fruto de los sudores de su gananciosa mientras alardeaba de matar a medio mundo, dar antuviones en ayunas y bofetones a putas estando presentes sus jaques, hacer rodajas de corchetes, decir nones en las ansias del potro, y ser, por sus asaduras, bravo a quien los camaradas de la chanfaina respetaban, prestaban y convidaban. Y no había, cuerpo de Dios, más que decir.

– ¡Qué no se viera en mil años! -mascullaba desaforado de ceño, con voces que atronaban el cuarto-. ¿Pues no le tengo dicho, señora, que no meta a nadie en casa, por mi honra?

Y así estuvo el jaque un rato largo, echando verbos como en un pulpito y asegurando a truenos que maldita fuese su campanada y el badajo que la diera, que tales desafueros no los sufría él ni cautivo en Argel, y que mucho ojo con su temeraria, pardiez, que asaban carne. Pues cuando le subía la cólera al desván y hacíanle cagar el bazo, por vida del rey de copas que igual le daba espetar a dos que a doscientos; que a un jeme estaba de borrajarle el mundo a la pencuria con un signum crucis, para que aprendiera de una vez que marineros de Tarpeya y tigres de Ocaña como él no toleraban demasías, y que cuando abusando de su buena fe querían dárselas con queso de Flandes, se le alborotaba el bodegón, y mala pascua le diera el Turco si no era león con hígados para despachar hombres de siete en siete, tales que no los remendara un cirujano. Por el Sempiterno y la madre que lo parió, etcétera.

Mientras aquella joya de la braveza enhebraba su negocio, yo, que con la primera sorpresa me había quedado como estaba, sombrero en mano y acero en vaina, seguía callado, prudente y con la espalda en la pared, atento a ver cuándo íbamos de veras al turrón. Y de ese modo observé que la pecatriz, muy en su papel y tomando, como quien conocía bien música y letra, un aire turbado, contrito y temeroso, retorcíase las manos con mucha pesadumbre e interponía excusas y ruegos mientras su respeto, de vez en cuando y sin amainar la granizada, alzaba la mano de la cadera para amagar un bofetón, haciéndole merced de la vida. Todo eso, sin mirarme.

– De manera -concluyó el rufo, yendo por fin al asunto- que esto habrá que arreglarlo de alguna forma, o no quedará de mí pedazo.

Seguía yo pensativo, inmóvil y callado, estudiándolo mientras discurría qué habría hecho el capitán Alatriste de estar en mi situación y mi pellejo. Y al cabo, en cuanto oí lo del arreglo y lo del pedazo, sin decir esta boca es mía retiré la espalda de la pared y le tiré al jaque una cuchillada tan rápida que, entre verme meter mano, desabrigar doncella y sentirla en la cabeza, no le dio espacio a decir válgame Dios. Del resto de la escena no alcancé a ver mucho; sólo, de soslayo, al valentón derrumbándose con un lindo tajo encima de una oreja, a su marca socorriéndolo con un grito de espanto, y luego, fugaces bajo mis pies, los peldaños de la escalera de la casa y los de la bajada a Santa Lucía, que franqueé de cuatro en cuatro y a oscuras, arriesgando partirme la crisma, mientras me ponía en cobro con la velocidad de mis años mozos. Que, como dice -y dice harto- el antiguo refrán, más vale salto de mata que ruego de hombres buenos.

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