X. LAS BOCAS DE ESCANDERLU

Dije en el capítulo anterior que donde las dan las toman, y es muy cierto. También lo es, como había dicho el moro Gurriato, que Dios ciega a quienes quiere perder. Y que conviene visitar la horca antes que el lugar, añado yo. Porque cinco días después de apresar la gran mahona, caímos en una trampa. O quizá sea más adecuado decir que en la trampa nos metimos solos, por forzar demasiado nuestra suerte. Fue el caso que, envalentonado por la buena presa, decidió don Agustín Pimentel subir hacia el norte, barajando la costa firme, para saquear Foyavequia, una pequeña ciudad habitada por otomanos que está en la Anatolia, en el golfo que llaman Escanderlu. Y así, después de dar siete pies de tierra turca a cada uno de nuestros muertos en la isla de los Hornos -allí quedaron el sargento Zugastieta, el caporal Conesa y otros buenos camaradas-, navegamos la vuelta de tramontana hasta pasar el canal y los despalmadores de Xío, y de ahí, a levante del cabo Negro y la embocadura de Esmirna, entramos en el citado golfo, donde nos mantuvimos al pairo lejos de la costa, en espera de que llegara la noche. Lo hicimos confiados, pese a una señal de mal agüero que nos tenía en desazón; y fue que habiendo enviado por delante, a descubrir y tomar lengua, a la San Juan Bautista de Malta, nunca volvimos a tener noticias de su paradero; y hasta el día de hoy nadie volvió a verla ni a saber de ella, ignorándose siempre si se hundió, si fue capturada, si hubo supervivientes o no, pues ni siquiera los turcos dieron razón jamás. Como tantos misterios que duermen bajo las aguas, con sus trescientos cuarenta hombres a bordo entre caballeros, soldados, marineros y chusma, a esa galera se la tragaron el mar y la Historia.

Pero bien venga el daño si viene solo. Pese a que la San Juan Bautista no se nos había unido como estaba previsto, estimó don Agustín Pimentel que vendría retrasada, y que tres galeras bastaban a la incursión, por ser Foyavequia fortaleza de poco porte, que ya había sido saqueada por la gente de Malta en el año dieciséis. Atardeció al fin sin novedad, llenamos el estómago con un rancho de habas remojadas, frías -no podíamos encender fuegos-, un puñado de aceitunas y una cebolla para cada cuatro hombres, y a la hora del avemaría, por una mar tranquila, cubierto el cielo y sin soplo de brisa, empezamos a bogar arrimándonos a tierra con los fanales apagados. La noche era oscura, y nos hallaríamos a una milla de la ciudad, muy juntas las tres galeras, cuando el vigía de una gata creyó ver algo a nuestra espalda, hacia mar abierto: sombras de naves y velas, dijo, aunque no estaba seguro pues ninguna luz las delataba. Interrumpimos la boga, acercáronse las galeras unas a otras y hubo consejo a la voz, en torno a la capitana. Cabía que las sombras fuesen nubes bajas iluminadas por la última luz de la tarde, o alguna embarcación engolfada a lo lejos; pero también podía tratarse de una o varias naves enemigas; en cuyo caso, tenerlas cerrándonos el mar abierto era de consideración, sin contar la posibilidad de que nuestras galeras fuesen atacadas fondeadas ante la playa y con la gente de brega en tierra. Así que, muy contrariado, nuestro general destacó su esquife a reconocer aquello, mientras aguardábamos con el ansia que es de suponer. Tornaron los del esquife al comienzo de la guardia de media, señalando que había cinco o más sombras, galeras en apariencia, y que no osaron acercarse más por no verse descubiertos y presos. Con tal información, que fue como un rayo a nuestros pies, decidió don Agustín Pimentel no seguir adelante. Podían ser turcos de Xío o Metelín, mercantes que navegaban en conserva, o tal vez una flotilla corsaria que se disponía a bajar hacia poniente. Harto se discutió cada posibilidad, incluida la de escabullirnos en la oscuridad; pero era improbable conseguirlo sin ser sentidos, y peligroso al no conocer con quién nos las habíamos. De modo que, manteniendo la instrucción de no encender fuegos a bordo, doblada la guardia para prevenir un ataque nocturno, se nos ordenó descansar a turnos, en zafarrancho. Y así aguardamos sobre las armas, con un ojo abierto y la inquietud en el corazón, a que la luz del día aclarase nuestro destino.

– Asan carne, señores -resumió el capitán Urdemalas.

Acababa de subir del esquife por la escala diestra de popa, tras celebrarse consejo en la carroza de la Caridad Negra. Las tres galeras estaban muy juntas, proa a la mar, inmóviles los remos en el agua color de plomo. El cielo estaba cubierto y seguía sin soplar la más leve brisa.

– No hay otra: esta noche cenamos con Cristo, o en Constantinopla.

Diego Alatriste se volvió en dirección a las galeras turcas, estudiándolas por enésima vez desde que el alba empezó a definir sus formas en el horizonte oscuro, que en la distancia amenazaba tormenta. Eran siete ordinarias, de fanal, y una grande de tres fanales, tal vez su capitana. Debían de sumar a bordo millar y pico de hombres de guerra, aparte la chusma. Veinticuatro piezas de artillería en las ocho proas, sin contar esmeriles y sacres de las bandas. Era imposible saber si habían dado con ellos porque los buscaban, o porque el azar quiso que navegaran esas aguas en el momento oportuno. Lo cierto es que estaban a menos de una milla, desplegadas en orden de batalla; cubriendo con mucha pericia cualquier fuga de las tres galeras cristianas hacia mar abierto, tras haber aguardado pacientes toda la noche, cautas, seguras de que las presas estaban atrapadas en el saco del golfo. Quien estuviera al mando, conocía el oficio.

– La de Malta irá primero -informó Urdemalas-. Lo ha exigido Muntaner, pues dice que los estatutos de la Religión le obligan a eso.

– Mejor ellos que nosotros -dijo el cómitre, aliviado.

– No hay diferencia. Todos vamos a disfrutar lo nuestro.

Los oficiales y cabos de la Mulata se miraban unos a otros. Nadie tuvo necesidad de expresar pensamientos, pues podían leerse en cada rostro. El capitán de mar y guerra sólo confirmaba lo que Diego Alatriste y los demás sabían de sobra: dos galeras enemigas por cada cristiana, y dos de barato, sin que cupiese la posibilidad de varar en tierra y salvarse allí, pues ésta era de turcos. No quedaba sino poner al tablero la vida y la libertad: muertos o cautivos a falta de un milagro. Y era esto último lo que se quería forzar.

– Habrá que ir a remo todo el tiempo -seguía diciendo Urdemalas-, excepto si aquellas nubes negras que hay a poniente traen viento, en cuyo caso nuestras posibilidades serían mayores… Pero no hay que contar con eso.

– ¿Cuál es la idea? -quiso saber el alférez Labajos.

– Demasiado simple, pero no hay más: la de la Religión irá delante, la Caridad Negra detrás, y nosotros de chicote.

– Es mala cosa ir los últimos -opinó Labajos.

– Va a dar lo mismo. No creo que logremos pasar ninguno, porque en cuanto vean que nos movemos, esos perros se cerrarán. De todas formas, Muntaner intentará abrir brecha, dejando un hueco para que probemos suerte… Haremos una finta hacia el centro enemigo, y luego intentaremos cortar o salir por su cuerno izquierdo, que parece más espaciado y más débil.

– ¿Socorro mutuo? -quiso saber el sargento Quemado.

El capitán de la Mulata negó con la cabeza, y al hacerlo se llevó una mano a la cara, maldiciendo entre dientes de las nueve horas de Dios y de alguna otra, porque las muelas seguían atormentándolo, y más después de las horas que llevaba en vela. Diego Alatriste comprendía su estado de ánimo. Para Urdemalas, como para todos, había sido una noche demasiado larga, pero buena en comparación con la que podía venir: en el fondo del mar o batiendo charco en una nave turca. De ahí a un rato, las muelas del capitán de galera iban a ser lo de menos.

– Ningún socorro a nadie -decía éste-. Cada cual para sí, y puto el último.

– El último somos nosotros -recordó, oportuno, el sargento Quemado.

Urdemalas lo fulminó con la mirada.

– Era una frase, pardiez. Sin socorrernos unos a otros, y apretando boga, cabe la posibilidad de que alguno escape.

– Eso sentencia a los de la Religión -opinó fríamente el alférez Labajos-. Si se traban los primeros, los turcos les irán encima.

Urdemalas hizo una mueca desabrida. Entre profesionales, decía el gesto, aquél no era asunto suyo.

– Para eso se dicen caballeros y hacen sus votos, y cuando mueren van al Cielo… Los que no lo tenemos tan mascado, hemos de ir con más tiento.

– Eso es el Evangelio, señor capitán -aprobó Quemado-. Una vez vi en un lienzo flamenco el infierno bien pintado, y juro al naipe que no tengo prisa en zarpar ferro.

Era el tono acostumbrado, observó Alatriste. El que se esperaba de ellos. Todo discurría con arreglo a las ordenanzas, hasta aquel aire despegado, ligero, en las mismas barbas del diablo. Las aprensiones quedaban íntimas, exclusivas de cada cual. Ocho siglos de guerras contra moros y ciento cincuenta años de hacer temblar al mundo habían depurado el lenguaje y las maneras: un soldado español, mal que le pesara, no se hacía matar de cualquier modo, sino con arreglo a lo que de su reputación esperaban amigos y enemigos. Los hombres reunidos en la carroza de la Mulata sabían eso, y también los demás. Iba en el sueldo, aunque no se cobrara. Con tales pensamientos, Alatriste echó un vistazo a la tropa. Cualquiera de ellos habría querido verse en la cama con calenturas antes que sano allí: agrupados en ballesteras, corredores y crujía, soldados y marineros miraban a sus oficiales en silencio mortal, conscientes de que espadas y bastos resolvían la partida. Entre la chusma, sin embargo, iban a medias la aprensión de los medrosos y el regocijo de quienes ya se veían libres; que para el cautivo encadenado al remo por la religión enemiga, cada vela avistada era siempre una esperanza.

– ¿Cómo disponemos a la gente? -preguntó Labajos.

El capitán de galera hizo ademán de aserrarse una mano con el canto de la otra.

– Para corte de línea y rechazar posibles abordajes… Y si pasamos, quiero los dos falconetes a popa. La caza puede ser larga.

– ¿Damos de comer, por si acaso?

– Sí, pero sin encender el fogón. Ajos crudos y vino, que es brasero del estómago.

– La chusma necesitará refresco -sugirió el cómitre.

Urdemalas se recostó en el coronamiento, bajo el fanal. Tenía ojeras, aspecto fatigado, y se le veía sucio y grasiento. El dolor de muelas y la incertidumbre le demudaban el tostado de la piel. No se preguntó Alatriste si también él tenía ese aspecto. Aun con las muelas sanas, sabía de sobra que así era.

– Aseguren las calcetas de todos los forzados, con manillas a turcos y moros. Luego denles un poco del arraquín que cogimos de la mahona: un chipichape por banco. Ese será hoy el mejor rebenque. Pero sin concesiones. Al primer remolón se le corta la cabeza, aunque sea yo quien tenga que pagarlo al rey… ¿Lo he dicho claro, señor cómitre?

– Clarísimo. Se lo diré al alguacil.

– Si al forzado le dan de beber -apuntó el sargento Quemado, con una mueca burlona- o está jodido o lo van a joder.

Contra la costumbre, nadie hizo coro a la gracia. Urdemalas miraba al sargento con aire de pocas fiestas.

– Para la gente de cabo y guerra -dijo, seco-, además de los ajos y el vino, otro sorbo de arraquín. Después, que tengan a mano vino ordinario, muy aguado -en ese punto se volvió hacia el artillero tudesco-. En lo que corresponde a vuesamerced, maestre lombardero, tirará con ferralla y hoja de Milán, de cerca y a mi orden… Por lo demás, el señor alférez Labajos estará a proa, el señor sargento Quemado a la banda diestra, y el señor Alatriste a la banda zurda.

– Convendría proteger lo más posible a la chusma -dijo Alatriste.

Urdemalas lo miró fijo, hosco, un instante más de lo necesario.

– Es cierto -asintió al fin-. Pongan de pavesadura cuanto haya a bordo, velas incluidas. Si nos matan mucha gente de remo, estamos perdidos… Piloto, meta la aguja y todos los instrumentos bien trincados y a cubierto en el escandelar… Conmigo quiero a los dos mejores timoneros, el piloto y ocho buenos tiradores con mosquetes… ¿Alguna pregunta?

– Ninguna -resumió Labajos tras un silencio.

– Por supuesto, ni pensar en abordajes nuestros: sólo metralla, pedreros, escopetería. Hola y adiós. Si nos detenemos, se acabó. Y si pasamos, a bogar como locos.

Hubo algunas sonrisas tensas.

– Dios lo quiera -murmuró alguien.

Se encogió de hombros el capitán de galera:

– Si no quiere, que al menos sepa dónde encontrarnos el día del Juicio.

– Y que no yerre al juntar los pedazos -apostilló el sargento Quemado.

– Amén -murmuró el cómitre, santiguándose.

Y, mirándose unos a otros de reojo, todos lo imitaron. Incluso Alatriste.

Miente quien diga que nunca conoció el miedo, pues no hay cosa que no tenga su día. Y aquel amanecer, frente a las ocho galeras turcas que cerraban la salida a mar abierto, en los momentos previos al enfrentamiento que hoy figura en las relaciones y libros de Historia como combate naval de Escanderlu, o de cabo Negro, pude reconocer la sensación, familiar de otras veces, que me tensaba el estómago hasta el límite de la náusea y hacía correr un incómodo hormigueo por mis ingles. Yo había crecido desde mis primeros lances junto al capitán Alatriste, y los dos años transcurridos desde el molino Ruyter, las trincheras de Breda y el cuartel de Terheyden, pese a la no poca arrogancia y suficiencia de una mocedad insolente, ponían en mi cabeza más seso y certeza del peligro. Lo que estaba a punto de ocurrir no era una peripecia abordada con ligereza de muchacho, sino un suceso grave, de resultado indeciso, a cuyo término podía estar la Cierta -no el peor final, a fin de cuentas-, pero también el cautiverio o la mutilación. Había madurado lo suficiente para comprender que en pocas horas podía verme al remo de una galera turca para toda la vida -a un pobre soldaduelo de Oñate nadie lo rescataba en Constantinopla-, o mordiendo un trozo de cuero mientras me amputaban un brazo o una pierna. Era el miedo a la mutilación lo que más me atenazaba el ánimo, pues no hay nada peor que verse estropeado, con un ojo menos o pierna de palo, hecho milagro de cera, desfigurado y roto, condenado a la piedad ajena, a la limosna y la miseria; y más cuando estás en pleno vigor de cuerpo y juventud. Entre muchas otras cosas, no era ésa la imagen que Angélica de Alquézar querría encontrar de mí si volvíamos a vernos. Y confieso que este último extremo hacíame flaquear las piernas.

Tales eran, en suma, mis poco gentiles pensamientos mientras terminaba, con los camaradas, de empavesar las bandas y la proa de la Mulata con velas enrolladas, jergones, ruanas, mochilas, jarcia y cuanto obstáculo podíamos oponer a las balas y saetas turcas que iban a llover como granizo. Cada cual tendría su procesión por dentro, como yo; pero lo cierto es que todos hacíamos de tripas corazón con harta compostura. Como mucho había manos temblorosas, palabras incoherentes, miradas absortas, oraciones en voz baja, bromas macabras o risas inquietas, según el carácter de cada uno: lo de siempre. Las tres galeras estábamos casi remo con remo, apuntados los espolones hacia los turcos, que se veían a tiro de cañón aunque nadie disparaba para calcularlo, pues ellos y nosotros sabíamos que habría ocasión de quemar pólvora con mejor provecho algo más de cerca -llegado el momento, todos procurarían tirar primero, pero lo más próximos posible al adversario: algo parecido al juego de las siete y levar-. El silencio en las galeras enemigas, como en las nuestras, era absoluto. El mar seguía quieto como una lámina de plomo, reflejando las nubes, mientras trazos negros de tormenta desfilaban hacia el mediodía sobre la costa de Anatolia, que se dibujaba a nuestra espalda y por nuestras bandas. Ya estábamos armados y listos, humeaban las mechas de los escopeteros, y sólo faltaba la orden de bogar hacia nuestro destino. Yo estaba asignado al trozo que, provisto de medias picas, partesanas y chuzos, debía rechazar en la banda siniestra cualquier intento de abordaje turco mientras cruzábamos la línea enemiga. El moro Gurriato se hallaba a mi lado -sospecho que siguiendo instrucciones del capitán Alatriste-, tan sereno que parecía ajeno a todo. Aunque se aprestaba a luchar y morir como los demás, parecía encontrarse de paso, testigo indiferente a su propia suerte; eso a pesar de que, moro como era, ésta no iba a ser envidiable si caía en manos turcas, donde no tardaría en ser delatado por algún galeote e incluso por los mismos compañeros. Que el impulso que hace a los hombres esforzados en la pelea, a veces se torna abyecto en la necesidad de sobrevivir a la derrota; y más en el cautiverio, donde tantos ánimos recios flaqueaban, renegaban o se sometían a cambio de la libertad, la vida o un miserable trozo de pan. Humanos somos, al cabo, y no todos sufren los trabajos con igual ánimo.

– Lucharemos juntos -me dijo el moro Gurriato-. Todo el tiempo.

Aquello me consoló un poco, aunque conocía de sobra que, cuando se riñe en el umbral de la otra vida, cada cual lo hace para sí, y no hay mayor soledad que ésa. Pero el mogataz había pronunciado las palabras oportunas, y agradecí la mirada amistosa que las acompañaba.

– Muy lejos de tu tierra -observé.

Sonrió, encogiendo los hombros. Llevaba calzón y alpargatas a la española, el torso desnudo, su gumía en la faja, un terciado de tres palmos al cinto y un hacha de abordaje en la mano. Nunca me había parecido tan sereno y feroz.

– Mi tierra sois el capitán y tú -dijo.

Eso me conmovió, mas disimulé cuanto pude, diciendo lo primero que me vino a la boca:

– Aun así, hay mejores sitios para morir.

Inclinó la cabeza el mogataz, cual si reflexionara.

– Hay tantas muertes como personas -respondió-. En realidad nadie aguarda la suya, aunque lo crea. Sólo la acompaña y dispone.

Permaneció un momento contemplando la tablazón embreada del suelo, entre sus pies, y luego me miró de nuevo:

– Tu muerte viaja contigo desde siempre, y la mía conmigo… Cada cual lleva la suya a cuestas.

Busqué con los ojos al capitán Alatriste. Al fin lo divisé en la parte más a proa del corredor, disponiendo a los arcabuceros en la arrumbada. Designado mayoral de la banda siniestra, había puesto como cabo de brega a Sebastián Copons. Me pareció tranquilo, frío como de costumbre, su chapeo inclinado sobre los ojos y el perfil aguileño, los pulgares en el cinto del que pendían espada y daga, sobre el coleto de piel de búfalo surcado de marcas de antiguas cuchilladas. Dispuesto a afrontar de nuevo lo que la suerte deparase, sin aspavientos, bravatas ni ademanes innecesarios. Con la calma digna de quien era, o de quien procuraba ser. Hay tantas muertes como personas, había dicho el moro Gurriato. Envidié la del capitán, cuando llegase.

La voz del mogataz sonó de nuevo, suave, a mi lado.

– Quizá un día lamentes no haberle dicho adiós.

Me volví, enfrentándome con su mirada intensa y negra, entre aquellas largas pestañas casi femeninas.

– Dios nos da -añadió- una corta luz entre dos noches.

Lo estudié un instante; su cráneo rapado, los aros de plata en las orejas, la barba en punta, la cruz tatuada en uno de los pómulos. Lo hice durante el espacio que duró su sonrisa. Después, cediendo al impulso que sus palabras habían puesto en mi corazón, caminé por el corredor, esquivando a los camaradas que lo atestaban, acercándome a mi antiguo amo. Llegué a él y no dije palabra, pues tampoco sabía qué decir. Me limité a quedarme apoyado en el filarete de la arrumbada, mirando hacia las galeras turcas. Pensaba en Angélica de Alquézar, en mi madre y mis hermanillas cosiendo junto al fuego del caserío. También pensaba en mí recién llegado a Madrid, sentado a la puerta de la taberna de Caridad la Lebrijana una mañana de sol de invierno. Pensaba en los muchos hombres que yo podría ser un día, y que tal vez quedaran allí para siempre, truncados en aquel paraje, pasto de peces, sin llegar a ser ninguno de ellos.

Entonces sentí la mano del capitán Alatriste apoyarse en mi hombro.

– No permitas que te cojan vivo, hijo mío.

– Lo juro -respondí.

Sentí ganas de llorar, pero no de pena, ni de temor. Era una extraña y tranquila melancolía. A lo lejos, en la calma y el silencio absoluto del mar, resplandeció un relámpago, tan distante que su trueno no llegó hasta nosotros. Entonces, como si aquel quebrado zigzag de luz fuera una señal, sonó un redoble de tambor. Encaramado de pie en el coronamiento de popa de la Caridad Negra, junto al fanal y con el crucifijo en alto, fray Francisco Nistal alzó una mano y nos bendijo a todos; que descubriéndonos, puestos de rodillas, rezamos mientras llegaban, entrecortadas, las palabras del capellán: In nomine… etfilii… Amen. Todavía estábamos arrodillados cuando, izando en la popa de la capitana el pendón real, en la de Malta la cruz argentada de ocho puntas y en la nuestra el lienzo blanco con la vieja aspa de San Andrés, cada galera afirmó su bandera con un toque de corneta.

– ¡Ropa fuera! -ordenó el cómitre.

Después, en un silencio sobrecogedor, ocupamos nuestros puestos y empezóse a bogar hacia los turcos.

Seguía la tormenta silenciosa a lo lejos. El resplandor de los relámpagos quebraba el horizonte gris, con destellos en el agua plomiza y tranquila. En silencio también seguía la boga, aún reposada, con sólo el resollar de la chusma y el tintineo de las cadenas al ritmo de la palamenta. Se remaba a cuarteles, despacio, economizando fuerzas para el tramo final, y ni siquiera el cómitre usaba el silbato. íbamos callados, los ojos en las galeras turcas, cubiertos de hierro y a punto de guerra. Y a la mitad del recorrido, mientras nos desviábamos un poco hacia la zurda, la galera de Malta empezó a adelantarse por nuestra banda diestra. Desde muy cerca la vimos tomar la delantera, mosquetes, arcabuces y picas asomando tras los paveses, los remos entrando y saliendo del agua con ritmo preciso, las velas aferradas en las entenas bajas; y en la popa, donde habían abatido la tienda, frey Fulco Muntaner, su capitán, de pie y bien a la vista, coselete blanco con la sobreveste de tafetán rojo y la cruz, descubierta la cabeza, luenga la barba cana y espada en mano, rodeado por su gente de confianza: frey Juan de Mañas, de la lengua de Aragón e hijo de los condes de Bolea, frey Luciano Cánfora, de la lengua de Italia, y el caballero de caravana Ghislain Barrois, de la lengua de Provenza. A su paso, casi rozando nuestros remos y los suyos, el capitán Urdemalas saludó quitándose el sombrero. «Buena suerte», voceó. A lo que el viejo corsario de la Religión, tranquilo como si fuese a puerto y señalando displicente las ocho galeras turcas, se encogió de hombros mientras respondía, con su fuerte acento mallorquín: «Es poca ropa». Cuando la Cruz de Rodas nos rebasó del todo, tomando la cabeza de la línea, siguió la Caridad Negra al mismo ritmo de boga, el estandarte con las armas reales agitándose débilmente a popa, pues la única brisa era la que movía la nave en su remada. Así vimos adelantarnos a los vizcaínos que nos precederían en el ataque, saludándolos con manos, sombreros y cascos en alto. Iban el capitán Machín de Gorostiola y los suyos hoscos y callados, humeando mosquetes y arcabuces de proa a popa, y don Agustín Pimentel muy tieso y gallardo en la carroza, revestido con una armadura milanesa de mucho precio, un puño en el pomo de la espada y el morrión en manos de un paje, con la compostura que correspondía a su grado, a la nación, al rey y al Dios en cuyo nombre nos iban a hacer pedazos.

– Que la Virgen los ayude -murmuró alguien cerca.

– Que nos ayude a todos -dijo otro.

Ya remaban las tres galeras en fila, muy juntas, a espolón con fanal una de otra, mientras seguían flameando los relámpagos silenciosos sobre el mar quieto y plomizo. Yo estaba en mi puesto, entre el moro Gurriato y el encargado de manejar un pedrero de borda, que tenía en una mano el botafuego humeante y en la otra desgranaba las cuentas de un rosario mientras movía los labios. Quise tragar saliva, pero no tuve. El sorbo de arraquín y el vino aguado se me habían secado hacía rato en la garganta.

– ¡Apretad la boga! -ordenó el capitán Urdemalas.

Decirlo, y pitar el cómitre, y restallar corbacho en espaldas de galeotes, todo fue uno. Intentando disimular la tensión de mis dedos, ceñí el pañuelo en torno a mi cabeza y me puse el capacete de acero, sujetándolo con el barbuquejo. Comprobé que podía soltar con facilidad las correas del peto en caso de caer al mar. Mis alpargatas con suela de esparto estaban bien anudadas en los tobillos, tenía en las manos el asta de media pica afilada como navaja, con el tercio superior ensebado, y al cinto mi espada del perrillo y la daga vizcaína. Respiré hondo varias veces. No había más que pedir, excepto que notaba en el estómago un hueco de a palmo. Desabrochándome los calzones, aunque con pocas ganas, oriné en el bacalar sin reparo de nadie, entre los remos que se movían acompasados, y casi todos los que estaban cerca me imitaron en el jarear. Eramos gente acuchillada.

– ¡Todos al remo!… ¡Ahora! ¡Boga larga!

Sonó un cañonazo a proa y nos empinamos sobre las puntas de los pies para ver mejor. Las galeras turcas, cada vez más cerca y hasta entonces quietas, empezaban a moverse, hormigueando de turbantes, bonetes rojos, altos gorros jenízaros, almaizares, marlotas y jaiques de colores. Una nubecilla de humo blanco se elevó de la proa de la más próxima. Tras el estampido, su silencio se quebró con rebato de pífanos, chirimías y añafiles, y de las embarcaciones otomanas se elevaron los tres grandes gritos o voces con que esa gente suele animarse al degüello. Como respuesta, de la Cruz de Rodas llegaron tres secos cornetazos, seguidos por redoble de cajas y los gritos: «¡San Juan, San Juan!» y «¡Acordaos de San Telmo!».

– Allá va la Religión -dijo un soldado viejo.

Un rosario de fogonazos y saetas surgió de las galeras turcas: cañones y moyanas de proa empezaban a disparar sobre la de Malta, con balas sueltas que venían hacia nosotros y pasaban sobre nuestras cabezas. A lo largo de la crujía, cómitre, sotacómitre y alguacil corrían de proa a popa, desollando chusma a corbachazos.

– ¡Boga arrancada! -aulló el capitán Urdemalas-. ¡Remad a muerte, hijos!

El humo crecía por momentos mientras se multiplicaban los escopetazos y las flechas turcas cruzaban el aire zumbando en todas direcciones. Las naves enemigas cerraban sobre nuestra cabeza de fila, seguros ya sus arraeces de la intentona. Y así vimos cómo la Cruz de Rodas penetraba impávida en la humareda, embistiendo entre las dos galeras más próximas, con tal decisión que oímos el crujido de tablazón y remos al romperse. La siguió nuestra capitana desviándose a la banda siniestra -oíamos delante a Machín de Gorostiola y sus vizcaínos vocear «¡Santiago! ¡Ekin, ekin! ¡España y Santiago!»- y la Mulata le fue detrás, entre el estruendo del combate y el griterío de los hombres que luchaban por sus vidas.

El silbato del cómitre nos martirizaba los oídos, al tiempo que el látigo desollaba las espaldas de la chusma y la galera volaba sobre el mar; pues ese pitido intermitente, rápido, marcaba la distancia que nos separaba de la muerte o el cautiverio. Todavía incrédulos por nuestra momentánea buena suerte, mirábamos las galeras que nos daban caza: habíamos cruzado la línea turca, aunque la distancia con nuestras perseguidoras fuese mínima. Seguía quieta como aceite la mar plomiza, y los relámpagos silenciosos de tormenta quedaban a poniente: no soplaría ningún viento salvador. La Caridad Negra, que había pasado antes que nosotros, también bogaba desesperadamente a proa y hacia la banda diestra de la Mulata, queriendo distanciarse de las cinco galeras turcas que nos venían a la zaga. Atrás, aún a la distancia de un tiro de moyana, inmóvil y trabada con tres galeras que había atraído sobre sí, la capitana de Malta peleaba feroz, envuelta en humo y llamas, y hasta nosotros llegaban, lejanos, los gritos de «¡San Juan, San Juan!» entre el estrépito de su combate sin esperanza.

Había sido un milagro, aunque de limitados alcances. Después de que la Cruz de Rodas embistiese la línea turca, y al momento se viera trabada en ella, la Caridad Negra aprovechó el espacio dejado por la maniobra para atravesar la formación turca, no sin encajar gentil cañoneo de artillería que le desarboló el trinquete, ni sin romper parte de su palamenta pasando entre la capitana de Malta y la más próxima nave enemiga. Eso tuvo para nosotros, pegados a su popa, la ventaja de que los cañones enemigos habían disparado cuando nos llegó el turno, por lo que cruzamos sufriendo sólo saetazos y escopetería. Lo hicimos con los remos de la banda diestra tocando los de la Cruz de Rodas, que, enclavijada sin remedio con las galeras turcas mientras otras se acercaban a toda boga, sufría tres abordajes simultáneos, dos por una banda y otro por la proa. Estábamos demasiado ocupados para apreciar su sacrificio -en la carroza anegada de turcos vimos pelear cuerpo a cuerpo al capitán Muntaner y a sus caballeros, vendiéndose caros-, porque teníamos los cinco sentidos en esquivar una galera turca que nos entraba por la zurda. Todo era un pandemónium de disparos, saetas que pasaban y se clavaban en los paveses, en los árboles o en la carne, voces y maldiciones; y cuando nuestro timonero, con el capitán Urdemalas gritándole órdenes en la oreja misma -parecía diablo en los autos del Corpus-, metía la caña a una banda para no dar en la Caridad Negra, que guiñaba arrastrando por el agua la entena de su árbol tronchado, la galera enemiga nos alcanzó con su espolón casi hasta los bancos de popa. Saltaron hechos pedazos tres o cuatro remos, entre algarabía de gritos turcos, lamentos de galeotes y los Santiagos de quienes acudíamos a repeler el abordaje. El contacto duró un instante, mas bastó para que una manga de jenízaros vociferantes viniera con mucho coraje y osadía. Nuestras medias picas, arcabuces, mosquetes y pedreros dieron cuenta de ellos, desde las gatas arrojaron los grumetes alcancías de fuego y frascos de alquitrán, y la rociada barrió su tamboreta, obligándolos a replegarse mientras seguíamos camino sin otro daño.

– ¡Venga, hijos! -aullaba el capitán Urdemalas-… ¡Casi lo hemos hecho! ¡Venga!

Nuestro capitán de mar y guerra pecaba de optimista; pero, dadas las circunstancias, era deber de su oficio: animar la boga de la chusma que, azotada hasta la carne viva, se dejaba el ánima en los remos.

– ¡Alguacil!… ¡Otro sorbo de arraquín a la gente!… ¡Bogad! ¡Bogad, juro a mí!

Ni el fuerte licor turco podía hacer milagros. Los galeotes, enloquecidos por el esfuerzo, torturados por el corbacho que restallaba sobre sus espaldas cubiertas de sudor, de cardenales y de sangre, estaban al límite del esfuerzo. La galera volaba, como dije; pero también lo hacían las cinco turcas que llevábamos pegadas al fanal, cuyos cañones enviaban de vez en cuando una bala que impactaba con crujido de tablas rotas y gritos de dolor, o pasaba, rasgando el aire cual si fuera lienzo, para perderse en el mar, levantando una columna de espuma por nuestra proa.

– ¡ La Caridad se queda atrás!

Nos agolpamos en la banda diestra para ver qué ocurría, y un clamor desolado corrió la nave. Maltrecha por el cruce de la línea turca, con muchos remos rotos y demasiada chusma muerta, herida o exhausta, la capitana perdía ritmo de boga mientras la adelantábamos poco a poco. En breve espacio había pasado de hallarse a tiro de pistola en nuestra proa a estar casi por el través. Veíamos en su carroza a don Agustín Pimentel, a Machín de Gorostiola y a los otros oficiales mirando desesperados atrás, hacia las galeras turcas que acortaban trecho en cada remada. La palamenta de la Caridad Negra entraba y salía del agua fuera de compás, trabándose a veces un remo con otro, y varios de éstos se veían quietos, arrastrando por el agua. También observamos que algunos cadáveres de galeotes, sueltos los grilletes, eran arrojados al mar.

– Esos están listos -dijo un soldado.

– Mejor ellos que nosotros -apuntó otro.

– Para todos habrá.

Nuestra conserva quedó por el través y luego por la aleta. Algunos dimos voces de ánimo, pero era inútil. Agolpados en la borda, sobre los paveses, la vimos desamparada sin remedio, descompuesta su boga, con los turcos casi encima y la gente impotente, mirando cómo nos alejábamos. Desde sus arrumbadas, al gritarnos palabras que ya no podíamos oír, algunos vizcaínos alzaban las manos para despedirse de nosotros antes de acudir a popa, humeantes arcabuces y mosquetes. Al menos, con Machín de Gorostiola y su gente, los turcos pagarían cara la presa.

– ¡Cabos al fanal! -gritaron voces, repitiendo una orden.

En la galera se hizo un silencio mortal. Reunión de pastores, decía el viejo refrán, oveja muerta. Vimos al sargento Quemado, al cómitre y al alférez Labajos dirigirse sombríos hacia la espalda de la galera, mientras la gente abría plaza. También el capitán Alatriste vino por el corredor. Pasó por mi lado sin verme, o eso me pareció. Tenía los ojos fríos e inexpresivos, ausentes, cual si contemplasen algo más allá del mar y de todo. Yo conocía aquella mirada. Entonces comprendí que los vizcaínos de la otra galera sólo nos estaban precediendo en el desastre.

– La chusma no puede más -dijo el capitán Urdemalas.

Diego Alatriste miró hacia la cámara de boga. Exhaustos, indiferentes ya a los latigazos del sotacómitre y el alguacil, los galeotes eran incapaces de mantener el ritmo de remada necesario. Como la Caridad Negra, la Mulata también aflojaba mientras los turcos le cogían el mar.

– En media ampolleta los tendremos encima.

– Podría bogar la tropa -propuso el cómitre-, O parte de ella.

Muy amostazado, el alférez Labajos repuso que ni hartos de alboroque. Ya lo había comentado antes con algunos hombres, dijo, y nadie estaba dispuesto a ponerse al remo, ni siquiera tal como iban las cosas. Remédielo Dios, decían. Puestos a terminar allí, como parecía, nadie deseaba irse en estampa de galeote.

– Además, con esas cinco galeras pegadas al culo, sería reventarnos para nada… Mi gente son soldados, y el vigor lo emplean en su oficio. Que es pelear, y no andar al remo.

– Pues muchos bogaremos encadenados, si nos atrapan -dijo el cómitre con mala fe.

– Lo que bogue quien se deje es cosa de cada uno.

Diego Alatriste observó a los hombres agrupados en los corredores y las arrumbadas. Labajos decía la verdad. Incluso angustiada como estaba, aguardando la ejecución de una sentencia sin apelación, la gente mantenía su aspecto feroz, peligroso y formidable. Aquélla era la mejor infantería del mundo, y Alatriste sabía muy bien por qué. Tales soldados -señores soldados, como exigían se les llamase, llevaban casi un siglo y medio siéndolo, y lo serían hasta que la palabra reputación se extinguiera de su limitado vocabulario militar. Podían sufrir miserias, exponerse al fuego y al hierro, verse mutilados o muertos, sin paga y sin gloria; pero nunca dejarían de pelear mientras hubiera un camarada a la vista ante quien mantener la faz y las maneras. Por supuesto que no remarían para salvarse. Uno a uno sí, naturalmente. Por sus vidas y su libertad, si nadie llegara a saberlo nunca. El propio Alatriste era capaz, llegado el caso, de ocupar un banco y poner las manos en el madero, el primero de todos. Pero ni él ni el más bellaco a bordo haría tal cosa, si con ello -así era su nación, a fin de cuentas- perdía a la vista del mundo lo único que ni reyes, ni validos, ni frailes, ni enemigos, ni siquiera la enfermedad y la muerte, podían arrebatarle nunca: la imagen que de sí había forjado, la quimera de quien se proclamaba hidalgo antes que reconocerse siervo de nadie. Para un soldado español, su oficio era su honra. Todo muy opuesto al sentido práctico, como bien decía el parlamento del corsario berberisco que Diego Alatriste recordaba de los corrales de comedias, y que en ese instante estuvo a punto de venirle a los labios:

Pero allá tiene la honra

el cristiano en tal extremo

que asir en un trance el remo

le parece que es deshonra.

Y mientras ellos allá

en sus trece están honrados,

nosotros, de ellos cargados,

venimos sin honra acá.

Sin embargo, calló y no dijo nada. No era tiempo de versos, y tampoco estaba en su naturaleza ese género de parla. Sin duda, concluyó en sus adentros, aquello sellaba la suerte de la Mulata, como también, al filo del tiempo, traería la ruina de España, y de todos; aunque para entonces nada de eso sería ya asunto suyo. Al menos, en hombres como él, tan desesperada arrogancia daba cierto consuelo. No había otra regla a que acogerse, cuando se conocía el paño de que estaban hechas las banderas.

– La puerca honra -resumió el sargento Quemado.

Se miraron todos, graves, solemnes, como si dicho eso no hubiera más que hablar. Habrían dado cualquier cosa por algunas palabras alternativas, mas no las había. Eran militares profesionales, ruda gente de armas, y la retórica no era su fuerte. Pocos lujos podían darse, excepto elegir lugar y modo de acabar la vida. Y en ello estaban.

– Hay que dar la vuelta y pelear -propuso el alférez Labajos-. Mejor eso que poco pan y mucha liebre.

– Ya se dijo antes -apuntó el sargento Quemado-. Es cosa de cenar con Cristo, o en Constantinopla.

– Pues va a ser con Cristo -zanjó ceñudo Labajos.

Todos se volvieron al capitán Urdemalas, que seguía manoseándose la muela enferma bajo la barba. Este se encogió de hombros, como si les dejara la decisión a ellos. Luego miró por encima del coronamiento. En la distancia, ya muy atrás y aún aferrada con sus tres galeras turcas, la capitana de Malta seguía combatiendo con mucho humo y fogonazos. Entre ella y la Mulata, la Caridad Negra, a punto de ser alcanzada por sus perseguidoras -las tamboretas y arrumbadas enemigas hervían de gente lista para el abordaje-, viraba en redondo para hacerles frente, resignada a lo inevitable.

– Son cinco galeras -aventuró el piloto Braco, lúgubre-. Y las que vendrán cuando acaben con la de la Religión.

Labajos se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo.

– ¡Como si son cincuenta, cuerpo de Dios!

El capitán Urdemalas observaba a Diego Alatriste. Con toda evidencia aguardaba su opinión, pues era el único que no había abierto la boca. Asintió Alatriste, sobrio y sin despegar los labios, con economía de verbos. No eran palabras lo que se esperaba de él. -Entonces -concluyó Urdemalas -socorramos a los vizcaínos… Agradecerán saber que no mueren solos.

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