VI. LA ISLA DE LOS CABALLEROS

Malta, la isla de los caballeros corsarios de San Juan de Jerusalén, me impresionó por su aspecto y por su historia reciente. Las temibles galeras de la Religión, que así las llamábamos, eran azote de todo Levante, pues corrían el mar haciendo presas de turcos, ganando ricas mercaderías y numerosos esclavos. Odiada por cuantos profesaban la fe de Mahoma, la de San Juan era la última de las grandes órdenes militares de las Cruzadas, y sus miembros sólo debían obediencia al papa. Tras la caída de Tierra Santa se instalaron en Rodas; pero expulsados de allí por los turcos, nuestro emperador Carlos V les donó Malta a cambio del pago simbólico de un halcón cada año. Aquella cesión, el hecho de que fuésemos la nación católica más poderosa del mundo, y la cercanía de nuestros virreinatos de Nápoles y Sicilia -de esta última llegó el socorro durante el gran asedio del año mil quinientos sesenta y cinco-, anudaban fuertes lazos entre la Orden y España; y era frecuente que nuestras galeras navegasen juntas. Además, gran número de caballeros de Malta eran españoles. Todos tenían voto de atacar a los musulmanes allá donde estuviesen: duros, espartanos, seguros de no obtener cuartel en caso de ser apresados, despreciaban al enemigo hasta el punto de que cada una de sus galeras estaba obligada a atacar mientras la proporción fuese de una contra cuatro. En tales circunstancias es fácil comprender por qué la Orden de Malta miraba a España como principal valedor y sostén, pues éramos la única potencia que no daba tregua a turcos y berberiscos, mientras otras naciones católicas pactaban con ellos o buscaban con descaro su alianza. Las más desvergonzadas eran Venecia, siempre ambigua, y en especial Francia, que en la pugna con España había llegado a permitir que sus galeras navegaran en conserva con las turcas, y que la flota corsaria de Jaradín Barbarroja, con gran escándalo de toda Europa, invernase en puertos franceses mientras saqueaba las costas españolas e italianas, cautivando a miles de cristianos.

Consideren vuestras mercedes, por tanto, mi estado de ánimo cuando, tras haber pasado frente a la punta de Dragut y la formidable fortaleza de San Telmo, la Mulata echó el áncora en el puerto grande, entre el castillo de San Ángel y la península Sanglea. Desde allí podíamos divisar el escenario del espantoso asedio sufrido hacía sesenta y dos años; episodio que hizo el nombre de la isla tan inmortal como el de los seiscientos caballeros de diversas naciones y los nueve mil soldados españoles, italianos y ciudadanos de Malta que durante cuatro meses pelearon con cuarenta mil turcos, de los que mataron a treinta mil, disputándoles cada palmo de tierra y perdiendo fuerte tras fuerte en sangrientos combates cuerpo a cuerpo, hasta no quedar más que los reductos del Burgo y Sanglea, donde resistieron los últimos supervivientes.

Como soldados viejos que eran, tanto el capitán Alatriste como Sebastián Copons contemplaban aquellos lugares con el respeto de quienes imaginaban bien, por oficio, la tragedia que allí se había vivido. Tal vez por eso observé que permanecían silenciosos todo el tiempo, desde que una falúa nos llevó a través del brazo de agua del puerto grande hasta el pie de la puerta del Monte, y bajo sus dos torreoncillos entramos en la ciudad nueva de La Valetta -llamada así en memoria del gran maestre que la había construido tras dirigir la defensa de Malta durante el asedio-. Recuerdo el recorrido por la ciudad de calles polvorientas aunque bien alineadas y casas con miradores de celosía y azoteas, que hicimos guiados por un botero maltés al que dimos una moneda. Mirándolo todo con recogimiento casi religioso, seguimos primero la muralla en línea recta hasta la iglesia mayor, torciendo luego a la derecha hacia el suntuoso palacio del maestre de la Orden y su bella plaza contigua, con la fuente y la columna. Después llegamos a la cortadura del foso de San Telmo, al otro lado del cual se alzaba la impresionante arquitectura estrellada del fuerte. Y junto al puente levadizo sobre el que ondeaba la bandera roja con la cruz de ocho puntas de la Religión, el botero, cuyo padre había peleado en el asedio, nos contó en su mezcla de italiano, español y lengua franca, cómo aquél había intervenido, junto con otros marineros del Burgo, en el transporte de caballeros voluntarios españoles, franceses, italianos y alemanes desde San Ángel hasta el asediado San Telmo, y cómo cada noche rompían en botes y a nado el bloqueo turco para cubrir las terribles bajas de la jornada, sabiendo que el camino era sólo de ida e iban a una muerte segura. También nos contó que la última noche fue imposible pasar las líneas turcas, y los voluntarios tuvieron que volverse; y cómo al amanecer, desde los fuertes de Sanglea y San Miguel, los allí sitiados con el maestre La Valette vieron anegarse San Telmo bajo una marea de cinco mil turcos, lanzados al postrer asalto contra los doscientos caballeros y soldados, casi todos españoles e italianos, que maltrechos, llagados y heridos tras cinco semanas peleando día y noche, batidos por dieciocho mil disparos de cañón, resistían entre los escombros. Remató el botero su relato detallando cómo los últimos caballeros, heridos y sin fuerzas para sostenerse un punto más, se retiraron sin volver espaldas hacia el último reducto de la iglesia, matando y muriendo como leones acorralados; pero al ver que los turcos, furiosos por el precio de la victoria, no respetaban vida de ninguno de cuantos alcanzaban, salieron de nuevo a la plaza para morir como quienes eran; de manera que seis de ellos -un aragonés, un catalán, un castellano y tres italianos-, abriéndose paso a cuchilladas entre la turba de enemigos, aún pudieron arrojarse al mar queriendo ganar a nado el Burgo, mas fueron en el agua presos. Y que la cólera de Mustafá bajá fue tanta -había perdido seis mil hombres sólo en San Telmo, incluido el famoso corsario Dragut- que mandó crucificar en maderos los cadáveres de los caballeros, y haciéndoles una cruz en el pecho con dos tajos de cimitarra, dejó que la corriente los llevara al otro lado del puerto, donde seguían resistiendo Sanglea y San Miguel, y luego compró todos los cautivos y los hizo degollar sobre las murallas. Bárbaro acto al que el gran maestre correspondió matando a los prisioneros turcos, y lanzando sus cabezas con los cañones al campo enemigo.

Ésa fue la historia que nos contó el botero. Y cuando hubo terminado nos quedamos en silencio, pensando en lo que acabábamos de escuchar. Hasta que, al rato, Sebastián Copons, que apoyado en el antepecho de piedra arenisca miraba ceñudo el foso que circundaba el fuerte a nuestros pies, miró al capitán Alatriste.

– Lo mismo algún día terminamos igual, Diego… Crucificados.

– Puede. Pero te aseguro que vivos, no.

– Ridiela. Eso te lo firmo ya.

Me sobresaltó aquello, pero no exactamente de miedo ante la idea, por poco grata que fuese. Yo entendía bien de qué hablaban Copons y el capitán, y sabía de sobra, a tales alturas de mi vida, que casi todos los hombres somos capaces de lo peor, y de lo mejor. Mas era verdad que allí, en la incierta frontera de aquellas aguas levantinas, la crueldad humana -y nada es más humano que la crueldad- se dilataba en inquietantes posibilidades, y no sólo por parte turca. Había rencores difíciles de explicar, enquistados en la memoria: viejos odios, asuntos de familia que aquella luz, sol y aguas azules mantenían calientes. Para nosotros, españoles venidos de razas antiguas, con una historia reciente de muchos siglos de matar moros o matarnos entre nosotros, no era igual degollar a ingleses forasteros que vérnoslas con turcos, berberiscos o gente propia de las naciones que orillábamos aquellas aguas. Al capitán Roberto Scruton y sus piratas nadie había dado vela en nuestro entierro; aquellos forasteros intrusos estaban de más, y acogotarlos en Lampedusa no había sido más que un trámite, un acto de higiene familiar, un despiojarnos de garrapatas antes de seguir con nuestras verdaderas cuentas pendientes: turcos, españoles, berberiscos, franceses, moriscos, judíos, moros, venecianos, genoveses, florentines, griegos, dálmatas, albaneses, renegados, corsarios. Vecinos del mismo patio mestizo. Gente de idéntica casta, entre la que no era descabellado compartir un vaso de vino, una carcajada, un insulto rotundo y pintoresco, una broma macabra, antes de crucificarse o intercambiar cabezas a cañonazos con imaginación y saña. Con buen, viejo y sólido odio mediterráneo. Pues nadie se degüella mejor y más a gusto que quien harto se conoce.

Regresamos al Burgo al atardecer, cuando el polvo suspendido en el aire y los últimos rayos de sol teñían de rojo los muros de la fortaleza de San Ángel como si fueran de hierro incandescente. Antes de embarcar habíamos paseado otro largo rato por las calles rectas y empinadas de la ciudad nueva, visitando el puerto de Marsamucetto, que está por el lado de poniente, y los albergues o cuarteles famosos de Aragón y de Castilla, este último con su bella escalinata; que en la ciudad cada uno tiene su albergue según las siete lenguas, pues así las llaman ellos, en que se reparten los caballeros de la Orden: los citados Aragón y Castilla -que son de nación española-, Auvernia, Provenza y Francia -las tres de nación francesa-, Italia y Alemania. El caso es que, regresando, echamos pie a tierra en la marina junto al foso del Burgo, donde están las tabernas de marineros y soldados de la ciudad vieja. Y como quedaba más de media hora para la oración, momento en que debíamos recogernos a la galera, decidimos soslayar la mazamorra de a bordo remojando la gorja por nuestra cuenta y masticando algo cristiano en un bodegoncillo. Y allí nos instalamos, en torno a un barril que hacía de mesa, con una mano de carnero en vinagre, chuletas de puerco, un pan de bazar de dos cuartales y un golondrino de vino tinto de Metelín valiente como un Roldan; que, por cierto, nos recordó el de Toro. Mirábamos el vaivén de gente: los hombres morenos de piel y con carácter y costumbres a la siciliana, hablando su lengua mezclada con palabras viejas que venían de los cartagineses; y las mujeres, que allí son bellas aunque rehuyen por honestidad la compañía masculina, y salen de casa cubiertas con mantos negros y pardos a causa de sus parientes y maridos, que son celosos como los españoles, y aún más; costumbre que nos viene a todos de los moros y sarracenos. En ésas estábamos los tres, flojo el arnés, cuando unos soldados y gente de cabo de un bajel veneciano, que bebían cerca, compraron a un santero, que paseaba con su caja de mercancía colgada al cuello, unas piedras de San Pablo, que en Malta son de mucha devoción -es leyenda que el santo naufragó allí- porque tienen fama de curar mordeduras de alacranes y serpientes.

Entonces fui imprudente. Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste. Y con la insolencia de mi juventud no pude evitar una sonrisa cuando vi que uno de los venecianos mostraba a sus compañeros, muy satisfecho, una de tales piedras engarzada en un cordón; con tan mala fortuna que advirtió mi gesto, mortificándose. No debía de ser hombre sufrido, pues torciendo la boca se me encaró con mal talante, viniéndose a mí con una mano apoyada en el pomo de la temeraria y sus compañeros haciéndole espaldas.

– Discúlpate -me aconsejó entre dientes el capitán Alatriste.

Lo miré de reojo, asombrado de su tono áspero y de que me hiciese tragar el desafuero; aunque, reflexionando en frío, concluí que tenía razón. No por miedo a las consecuencias -aunque eran seis, y nosotros tres-, sino porque el filo de las avemarías resultaba hora menguada para meterse en querella, y porque tener cuestión con venecianos, y en Malta, podía traer consecuencias. Las relaciones entre nosotros y la Serenísima de San Marcos no eran buenas, los incidentes en el Adriático por cuestiones de preeminencia y soberanía resultaban frecuentes, y cualquier chispa quemaba pólvora. De modo que, tragándome el orgullo, sonreí forzado al veneciano para quitarle hierro al asunto, diciendo, en la lengua franca que usábamos los españoles por aquellos mares y tierras, algo así como mi escusi, siñore, no era cuesto con voi. Pero el veneciano no amainó vela, sino al contrario. Envalentonado por lo que creyó mansedumbre, y por la diferencia numérica, se echó el pelo hacia atrás -lo llevaba largo como columpio de liendres, a diferencia de los españoles, que lo usábamos corto desde tiempos del emperador Carlos- y me maltrató de palabra con mucha bellaquería, llamándome ladrón ponentino, cosa que escuece a cualquiera, y más a un guipuzcoano. Y ya iba a ponerme en pie, desatinado, metiendo mano para desatar la sierpe, cuando el capitán, que seguía impasible, me sujetó por un brazo.

– El mozo es joven y no conoce las costumbres -dijo en castellano y con mucha calma, mirando al veneciano a los ojos-. Pero con mucho gusto pagará a vuestra merced una jarra de vino.

Por segunda vez, el otro interpretó mal la cosa. Pues, creyendo que también mis dos acompañantes se arrugaban, y crecido por la presencia de los suyos, hizo como que no había oído las palabras del capitán; y sin renunciar a su presa, que era yo, afirmóse en los estribos, soltando con mucha demasía:

Xende, españuolo marrano, ca te volio amazar.

Y seguía manoseando la empuñadura de su espada. Con lo cual, sin alterarse, el capitán Alatriste retiró la mano de mi brazo. Luego, mientras se pasaba dos dedos por el mostacho, miró a Copons. Y éste, que había permanecido, como solía, mudo y sin perder de vista a los camaradas del fanfarrón, se puso despacio en pie.

– Pantalones come-hígados -masculló. -¿Qué cosa diche? -preguntó el veneciano, descompuesto. -Dice -respondió el capitán, levantándose a su vez- que vas a amazar a la señora putaña que te parió.

Y así fue -tienen vuestras mercedes mi palabra- como se inició el incidente entre españoles y venecianos que la historia de Malta y las relaciones de aquellos años recuerdan como el motín de Birgu, o del Burgo; sobre el que, para escribir por menudo los sucesos, no habría suficiente papel en Génova. Porque apenas dicho eso, el capitán metió mano, y metimos Copons y yo con tanta diligencia que, aunque el veneciano tenía el puño en la espada y sus compañeros andaban prevenidos, el pantalón come-hígados, como lo había llamado Copons, se fue para atrás dando saltos, con una mejilla cortada por la daga que, como un relámpago, saltó de la vaina a la mano izquierda del capitán, y con ella a la cara del veneciano. Y en menos tiempo del que tardo en contarlo, el que estaba más cerca de Copons viose con el molledo de un brazo trinchado por la espada del aragonés, mientras yo, ligero de pies, le daba de punta a un tercero; y aunque éste se echó a un lado, no pudo esquivar un buen piquete que, pese a darle sobre el coleto sin hacer carne, lo hizo irse lejos y en respeto.

A partir de ahí empezaron a desaforarse las cosas. Porque en ese momento, salido de no sé dónde, apareció el moro Gurriato -luego supe que nos esperó todo el día sentado a la sombra, desde que subimos al bote para ir a la ciudad nueva-, y yéndose al veneciano que vio más cerca, lo tajó sin decir esta boca es mía con un jiferazo en los riñones. Entonces, como el bodegoncillo estaba en el arranque de la calle que sube de la explanada de la marina hasta la iglesia que hay cerca del foso de San Ángel, lugar en extremo concurrido, y además era la hora de recogerse a las naves acostadas allí o fondeadas cerca, aquello hormigueaba de soldados y marineros. Por lo que a gritos de los heridos y de sus acompañantes, que habían desenvainado pero no osaban acercársenos, acudieron más venecianos, apretándonos con no poco peligro. Y pese a que hicimos rueda a manera de tercio viejo, cubiertos con taburetes y tapas de tinaja a modo de rodelas y dándoles como diablos estocadas y tajos, habríamos acabado de mala manera si muchos camaradas de la Mulata, que también esperaban el momento de embarcar, no desnudaran temerarias, poniéndose a nuestro lado sin preguntar el motivo de la querella. Que al no ser la gente de galeras muy de llevarse bien con la Justicia, era costumbre acudir en socorro de los compañones, hoy por ti y mañana por mí, con razón o sin ella, lo mismo contra alguaciles y corchetes que contra naturales o extranjeros; siendo punto de honra amparar a todo soldado, marinero o galeote que tras cualquier tropelía se refugiase a bordo, cual si a iglesia se llamara, no respondiendo éste sino ante su capitán de mar y guerra.

Y claro. En vista de la clase de gente que alistábamos a bordo -lo mejor de cada casa, como quien dice-, en un suspiro el Burgo fue Troya. Entre el barullo y los gritos de taberneros y comerciantes que veían sus muebles y mercancías tirados por el suelo, revuelo de curiosos y alborozo de chiquillos, terminamos viniendo a las manos medio centenar de venecianos y otros tantos españoles. De tal modo se desbordó la algarada, que vino a reforzarla gente de uno y otro bando; pues, enterados de la refriega, muchos desembarcaron espada en mano, y hasta mosquetazos hubo desde alguna nave. Pero como los españoles éramos apreciados en Malta, siendo los de la Serenísima, por su carácter codicioso, artero y despectivo -sin contar sus connivencias con el Turco-, odiados hasta por los italianos mismos, no pocos malteses se unieron al tumulto, atacando con palos y piedras a los venecianos, dando con algunos en el agua y teniendo que arrojarse muchos a ella para escapar. Con el resultado de muertes y descalabros, pues en toda la ciudad vieja, y ya sin conocerse el motivo original de la querella, se desencadenó la caza de cuanto oliese a Venecia, corriéndose la voz -argumento siempre eficaz en tales motines- de que varios de esa nación habían ofendido la honestidad de ciertas mujeres. Y así fueron saqueadas por el populacho tiendas de venecianos y se ajustaron cuentas pendientes, en jornada que su compatriota el cronista Julio Bragadino, pese a barrer para casa, resumió con propiedad diecisiete años más tarde:

Quedaron muy maltratados toda la noche los súbditos de la Serenísima con quebranto de sus personas y bienes (…) Fue necesaria la autoridad del gran maestre de Malta y los capitanes de galeras y baxeles para que sosegaran los ánimos, ordenando en evitación de mayores hechos recogerse la gente de cabo y guerra en unas y otras naves, con pena de vida para quien fuese a la ciudad (…) Indagados los responsables del tumulto, no se hubieron éstos, pues sospechándose a los españoles culpables de incitar el daño, echóse tierra por no removerlo.

Aun así, cuando a la mañana siguiente se hizo muestra de soldados y marineros en la Mulata, nadie nos libró de una descomunal bronca del capitán Urdemalas, que la espetó -aunque algunos juraban sentirlo reír para sus adentros- muy a sus anchas y dando zancadas de proa a popa, con todos formados en los corredores de las bandas, obligándonos a estar revestidos de peto fuerte, que pesaba treinta libras, y morrión en la cabeza, que pesaba otras treinta, para mortificarnos bien, pues tanto acero quemaba bajo la solana del puerto, donde nos tuvo buen rato tras abatir la tienda de lona de la galera, pese a que caía plomo fundido y no soplaba brizna de brisa. Y era espectáculo digno de pintarse el de todas aquellas caras patibularias, contritas, sudando a chorros y con la mirada en las alpargatas -no era modestia, sino prudencia- cuando Urdemalas pasaba fulminándonos uno tras otro. Vuestras mercedes son unos animales, decía bien alto para que se oyera desde el Burgo. Unos delincuentes matasietes que me van a buscar la ruina; pero antes de que eso ocurra los ahorcaré a todos, a fe mía y por el siglo del que se pudre, como no me berree alguien quién empezó la sarracina. Cagoenmismuelas y en las lámparas de Peñaflor. Y juro a mí, y a Satanás, y a la madre que me engendró, que a doce cuelgo hoy de una entena. Todo eso decía a gritos y muy engallado nuestro capitán de mar y guerra, sin cortarse un pelo de la barba, de manera que su vozarrón resonaba en el puerto hasta las murallas. Mas, como iba de oficio y el propio Urdemalas esperaba de nosotros, callábamos todos igual que en el potro, dándonos de ojo mientras sosteníamos a pie firme la escopetada. Sabiendo que tarde o temprano escamparía. Y era cosa de vernos allí formados, muchos con cardenales y moratones, unos con tafetanes, parches y vendas, el de acá con el brazo en cabestrillo y el de allá con un ojo a la funerala. Que más que de estirar las piernas por Malta, francos de servicio, parecíamos venir de abordar una galera turca.

Disparado el tiro de leva un día más tarde, aunque ya no se permitió bajar a nadie a tierra, zarpamos ferro sin más incidentes, tomando la vuelta del griego para bordear Sicilia hasta Mesina. La mitad del camino se hizo con buen tiempo y la chusma regalada, pues el viento era próspero y apenas hubo boga. Fue aquella misma noche, mientras divisábamos por el través siniestro, lejana, una luz que podía ser tanto el cabo Pájaro como la linterna de Zaragoza -que los sicilianos llaman Siracusa-, cuando tuve parla con el moro Gurriato. Las dos velas crujían en sus árboles, y galeotes, soldados y gente de cabo, excepto quienes estaban de guardia, dormían a pierna suelta sobre remiches, bancos y ballesteras con el habitual rumor de ronquidos, gruñidos, regüeldos y otros ruidos nocturnos que ahorro a vuestras mercedes. Me dolía la cabeza, sin poder conciliar el sueño; de modo que, levantándome con cuidado de no molestar a nadie, anduve pisando curianas por el corredor de la banda diestra hacia popa, en la esperanza de que la brisa nocturna me aliviara algo; y a la altura del banco del espalder di con una silueta familiar, recortada en la claridad del fanal encendido en el coronamiento, que iluminaba un poco la espalda de la galera. El moro Gurriato estaba apoyado en la batayola, contemplando el mar oscuro y las estrellas que el cortinaje de las velas cubría y descubría con el balanceo de la nave. El tampoco podía dormir, dijo en respuesta a mi pregunta. No había navegado nunca antes de embarcarse con nosotros en Orán, todo le parecía nuevo y extraño, y cuando no iba al remo pasaba muchas noches así, los ojos bien abiertos. Milagro le parecía que algo tan grande, pesado y complejo pudiera moverse con seguridad por el mar en tinieblas. Queriendo averiguar el secreto, permanecía atento al movimiento de la galera, a cualquier lucecita que despuntase en el horizonte, al rumor del agua invisible que destellaba fosforescente en el costado de la embarcación. Sonaba a palabras mágicas, añadió, como ensalmo u oración, lo que cada media hora canturreaba la voz monótona del marinero que, de guardia junto al escandelar donde estaba la aguja, daba vuelta a la ampolleta de arena:

Buena es la que va,

mejor la que viene.

La guarda es tomada,

la ampolleta muele.

Buen viaje haremos si Dios quiere.

Fue entonces cuando le pregunté por la cruz tatuada en la mejilla, y por aquella leyenda de que su gente había sido cristiana en otro tiempo, incluso mucho después de la llegada de los musulmanes al norte de África y la caída de España cuando los visigodos, con Tariq, Muza y la traición del conde don Julián. De esos nombres nada sabía, respondió tras un breve silencio. Pero sí era verdad que su abuelo y su padre le habían contado que su tribu, los azuagos Beni Barrani, era diferente a las otras, pues nunca había llegado a convertirse a la fe de Mahoma. Luego de mucho guerrear en las montañas perdieron casi todas las costumbres cristianas, quedando como gente sin dios y sin patria. Por eso los otros moros siempre desconfiaron de ellos.

– ¿Y por eso lleváis una cruz en la cara?

– No estoy seguro. Mi padre decía que era señal de cuando los godos, para distinguirnos de otras tribus paganas.

– El otro día hablaste de una campana escondida en las montañas…

– Tidt. Verdad. Una campana grande, de bronce, en una cueva. Yo nunca la vi, aunque me contaron que llevaba escondida ocho o diez siglos, desde que llegaron los musulmanes… También había libros muy antiguos que ya nadie podía leer, del tiempo de los vándalos, o de antes.

– ¿Escritos en latín?

– No sé qué es el latín. Pero nadie podía leerlos ya.

Sobrevino un silencio. Yo imaginaba a aquellos hombres aislados en las montañas, fieles a una fe que, con el paso de los siglos, se les escapaba entre los dedos. Repitiendo símbolos y gestos cuyo significado habían olvidado hacía mucho tiempo. Beni Barrani, recordé, significaba sin patria. Hijos de extranjeros.

– ¿Por qué vienes con nosotros?

El moro Gurriato se removió un poco en el contraluz suave del fanal de popa. Parecía incómodo con la pregunta.

– Suerte -dijo al fin-. Un hombre debe caminar mientras pueda. Ir a lugares que estén lejos y volverse sabio… Quizá así comprenda mejor.

Me apoyé en un filarete, realmente interesado.

– ¿Qué es lo que debes comprender?

– De dónde vengo. Pero no hablo de las montañas donde nací.

– ¿Y qué importa eso?

– Saber de dónde vienes ayuda a morir.

Hubo otro silencio, roto por las voces de rutina cambiadas entre el proel de guardia y el timonero, señalando aquél que todo estaba limpio delante. Después volvimos a oír sólo el crujido de las entenas y el rumor del agua bajo la galera.

– Pasamos la vida al filo de la muerte -añadió al poco el moro Gurriato-, pero mucha gente no lo sabe. Sólo los assen, los hombres sabios, lo saben.

– ¿Tú eres sabio?… ¿O quieres serlo?

– No. Sólo soy un Beni Barrani -la voz de mi interlocutor sonaba serena, sin reticencias-. Y ni siquiera vi con mis ojos la campana de bronce, ni los libros que nadie era capaz de leer… Por eso necesito otros hombres que me señalen el camino, como esa aguja mágica que tenéis ahí.

Hizo un movimiento hacia popa, sin duda para señalar el escandelar, donde en la penumbra se adivinaba el rostro del marinero de guardia iluminado desde abajo por la caja de marear. Asentí.

– Ya veo… Ésa es la razón de que eligieras al capitán Alatriste para hacer tu viaje.

– Verdad.

– Pero él sólo es un soldado -objeté-. Un guerrero.

– Un imyahad, sí. Por eso te digo que es sabio. El mira su espada cada día al abrir los ojos, y la mira cada día antes de cerrarlos… Sabe que morirá y está preparado. ¿Comprendes?… Eso lo hace distinto a otros hombres.

Antes del alba, la palabra morir adquirió significados inmediatos. El viento, que hasta entonces había sido moderado y favorable, sopló con fuerza, entablándose un griego fuerte que amenazaba arrimarnos demasiado a la costa. Así que se despertó a la chusma a puros anguilazos, calóse la palamenta, y con todo el mundo al remo fuimos adentrándonos poco a poco en la mar picada y revuelta, mientras los rociones saltaban sobre la corulla mojando a la gente de los bancos, que era gran lástima verla empapada y medio desnuda, echando los bofes sobre el remo. Tampoco marineros y grumetes paraban de un lado a otro, blasfemando y rezando a partes iguales, mientras, excepto algunos privilegiados que pudieron instalarse en los pañoles, la enfermería y la cámara, la gente de guerra nos arrebujábamos tumbados en las ballesteras como Dios daba a entender, apretados unos con otros y agarrándonos durante las arfadas, entre vómitos y peseatales, cuando la galera hundía el espolón en el seno de una ola y el agua nos entraba de parte a parte. Poco servicio hacían las ruanas y lonas que nos echábamos por encima, pues a la mucha mar terminó sumándose una lluvia fría y fuerte que acabó de calarnos a todos, y el viento impedía extender el toldo de la galera.

De tal modo, a fuerza de remo -se rompieron cinco o seis ese día-, nos adentramos en el mar cosa de una legua, esfuerzo en que empleamos toda la mañana. Y fue curioso observar cómo, cuando el cómitre comentó la posibilidad de que algunos soldados echásemos una mano en la boga en caso de que todo fuese a más, para evitar ser empujados por el viento contra la costa, elevóse un coro de protestas de quienes eso oyeron, arguyendo que ellos eran gente de armas y por tanto hidalgos, y que ni en sueños pondrían las manos en un remo mientras el rey nuestro señor no los rematase a galeras y Dios quisiera evitarlo. Que antes preferían, dijo alguno, ahogarse como gatos recién paridos, pero con la honra intacta, que salvarse con menoscabo de ella; y que los hijos de sus madres mejor se dejarían hacer rodajas que verse reducidos, siquiera un rato, a la bellaca condición de galeotes. Con lo que de momento no hubo más que hablar, y todo siguió como estaba: la gente de guerra agrupada en las ballesteras, tiritando empapada, revesando, orando y renegando del universo, y los forzados a lo suyo, boga que boga, dejándose la piel bajo los culebrazos del cómitre y su ayudante.

A media tarde, por suerte para todos, roló el griego a jaloque; de modo que pudimos trincar los remos, y con la lona maestra aferrada y el viento largo se izó una vela pequeña en el árbol de trinquete, haciendo una buena marcha de vuelta al rumbo adecuado. El problema era que seguía cayendo un agua recia, tormentosa, cual si se hundiera el mundo; y así, alternándose lluvia y rachas de viento duro, con relámpagos a lo lejos, íbamos por la fosa de San Juan de orza larga y con toda la gente en popa para no clavar el espolón, acercándonos al estrecho de Mesina a una velocidad, según calculó el piloto, de cuatro millas por cada vuelta de ampolleta. Para agravar el negocio, cerró negra la noche y dificultó averiguar nuestra posición, de manera que teníamos por delante, a ciegas, las peligrosas Scilla y Caribdis; que desde Ulises eran, con mal tiempo, el peor sitio del mundo y espanto de los navegantes. Pero la mucha mar y el cansancio de la chusma no permitían barloventear ni mantenernos lejos. En ésas estábamos, embocado el embudo del estrecho y sin poder ya volvernos, aunque quisiéramos, cuando algunos hombres aseguraron ver una luz en tierra; y el piloto y el capitán Urdemalas, tras mucho conciliábulo, decidieron jugársela a cara o cruz sobre si aquél era el fuego de la torre de la ciudad de Mesina o el del faro, que dista casi dos leguas a tramontana. Por lo que, dejando arriba la vela pequeña, calóse de nuevo palamenta, pitó el cómitre intentando hacerse oír por encima del aullido del viento en la jarcia, y nuestros forzados, moro Gurriato incluido, bogaron mientras el timonero, luchando con las guiñadas del mar que nos entraba de popa, procuraba mantener el espolón apuntado a la lejana luz. Arribamos en la oscuridad y mucho más aprisa de lo que deseábamos, con el paternóster en la boca, agarrados a donde podíamos, confiando en no toparnos con un seco o una piedra y dar al través. Y así hubiera sido de no ocurrir lo que muchos dijeron milagro y otros fortuna de mar; y fue que, apagada de pronto, quizás por la mucha agua, la luz de la torre que nos guiaba cuando ya estábamos cerca de la que, según el piloto, era ciudad de Mesina, y habiendo rolado de nuevo el viento al griego, nos vimos a oscuras, aunque algo más sosegado el mar, buscando la bocana del puerto. Y de no ser porque en ese instante un relámpago nos descubrió el fuerte de San Salvador a tiro de pistola por la proa, dando lugar a meter el timón a la banda, habríamos ido a él sin remedio, perdiéndonos cuando teníamos la salvación en la punta de los dedos.

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