XI. LA ÚLTIMA GALERA

No sé cómo fue Lepanto, pero nunca olvidaré las bocas de Escanderlu: el suelo movedizo de tablas, el mar acechando abajo dispuesto a engullirte en la caída, los gritos de hombres que mataban y morían, la sangre chorreando por los costados de las galeras, el humo espeso y el fuego. Seguía el agua inmóvil y gris como lámina de estaño, sin brisa, y la extraña tormenta silenciosa continuaba descargando relámpagos en la distancia, remedo lejano de lo que los hombres éramos capaces de hacer con nuestra sola voluntad.

Tomada al fin la decisión por los oficiales, metido el timón a la banda, habíamos hecho de tripas corazón, dando media vuelta para ir en socorro de la Caridad Negra, que ya se hallaba enclavijada con las primeras galeras turcas, peleando en toda su cubierta con harta algarabía y escopetazos. Como era mejor batirse juntas que por separado, el capitán Urdemalas, ayudado por la eficaz boga impuesta a corbachadas por el cómitre y sus ayudantes, ejecutó una peritísima maniobra que puso nuestra proa en la popa misma de la capitana, de manera que ambas naves quedaron casi abarloadas, pudiéndose pasar de una a otra en caso necesario. Excuso decir el alivio y las voces con que los vizcaínos del capitán Machín de Gorostiola -«¡Ekin! ¡Cierra! ¡Ekin!», gritaban, alentados- saludaron nuestra llegada, pues cuando apoyamos espolón y amura en su popa peleaban ya sin esperanza, soportando a pie firme y diente prieto el abordaje de dos galeras enemigas. Otras dos vinieron sobre nosotros, mientras la quinta buscaba nuestra espalda a fin de asestarnos allí su artillería antes de darnos asalto por ese lado. Formábamos, en fin, una y otra galera española -habíamos pasado palamaras y calabrotes en torno a los árboles para mantenerlas juntas-, figura de plaza fuerte asediada por todas partes, con la diferencia de que estábamos en mitad del mar, y en lugar de muros sólo nos protegían de tiros y asaltos enemigos los paveses puestos en bordas y arrumbadas, cada vez más deshechos por la granizada de balas y saetazos, y nuestro propio fuego, picas y espadas.

– ¡Bir mum kafir!… ¡Baxá kes!… ¡Alautalah!

Los jenízaros eran valientes en extremo. Saltaban al abordaje en oleadas, animándose en nombre de Dios y del Gran Turco a cortar cabezas de canes infieles. Y venían con tanto desprecio a la muerte cual si las huríes del paraíso de Mahoma estuviesen a nuestra espalda. Nos entraban por sus espolones e incluso corriendo sobre las entenas y remos de sus galeras, apoyados en nuestras bandas. Impresionaban sus gritos de guerra y voces a la manera que ellos suelen, quebrando el acento en la garganta. No menos efecto producían sus aljubas coloridas, los cráneos rapados o los gorros puntiagudos, los grandes bigotazos y las cimitarras que manejaban con precisión mortal, queriendo quebrar nuestra resistencia. Pero Dios y el rey eran servidos de lo contrario, pues frente a su denuedo y desprecio a la muerte, la antigua disciplina de la infantería española seguía poniendo naipes en la mesa. Cada oleada turca se estrellaba en el muro de nuestra escopetería: arcabuces y mosquetes enviaban descarga tras descarga, y era de ver cómo, en medio de aquella locura, nuestros soldados viejos se mantenían serenos como solían, haciendo muy bien su oficio de tirar, recargar y volver a tirar, pidiendo pólvora y balas a pajes y grumetes sin descomponerse, cuando en extremo las precisaban. Y entre una cosa y otra, la gente suelta y ágil, infantes jóvenes y marineros, acometíamos en buen orden, primero con picas y chuzos y luego, ya en corto, con espadas, dagas y hachas; de manera que esa combinación de plomo, acero y redaños mantenía al enemigo en razonable respeto, dándole más dentelladas que perro con pulgas. Y tras un largo rato de combate despiadado, el frágil reducto de la Caridad Negra y la Mulata, trabadas juntas y escupiendo fuego con cinco galeras turcas alrededor, unas acercándose y otras tomando distancia para refrescar a su gente, tirar con artillería y abordar de nuevo, dejó claro al enemigo que la victoria iba a regarla con mucha sangre suya y nuestra.

– ¡Santiago!… ¡Santiago!… ¡Cierra, España, cierra!

Aquello acababa de empezar, como quien dice, y ya estábamos roncos, atosigados de humo y sangre. Otros eran menos convencionales e insultaban a los turcos, como éstos a nosotros, en cuanta lengua castellana, vascongada, griega, turquesca o franca acudía a la boca, tratándolos de perros e hideputas a más no poder, y de bardajes, que es bujarrón en su parla, sin olvidar el cerdo que preñó a tal o cual madre agarena y otras lindezas sobre la secta perversa de Mahoma; a lo que los otomanos respondían, en su lengua, con imaginativas variantes -el Mediterráneo siempre dio mucho de sí- sobre la discutible virginidad de María Santísima o la dudosa virilidad de Cristo, incluyendo acerbas consideraciones sobre la honestidad de las madres que nos habían parido. Todo muy al uso, en fin, de lo que en tales parajes y situaciones se acostumbraba.

De cualquier modo, bravatas aparte, unos y otros sabíamos que para los turcos era cuestión de paciencia y barajar. Nos triplicaban en gente, como poco, y podían encajar las bajas y retirarse a tomar respiro, relevándose en no darnos tregua, mientras que para nosotros no había apenas reposo. Además, cada vez que hacíamos apartarse a una galera enemiga, ésta aprovechaba la distancia para mandarnos una andanada con el cañón de cincuenta libras y las piezas de apoyo, haciendo vasta carnicería; al hierro rasante venían a sumarse las astillas y fragmentos que volaban en todas direcciones y demolían los paveses, siendo nuestra única protección agacharnos cuando fogoneaba una descarga. Había cuerpos hechos pedazos, tripas, sangre y escombros por todas partes, y en el agua, entre las naves, flotaban docenas de cadáveres, caídos durante los abordajes o arrojados para desembarazar las cubiertas. Y no pocos muertos y heridos contábanse entre los galeotes nuestros y suyos, que sujetos por sus cadenas ensangrentadas, impedidos de buscar protección, se aplastaban amontonados entre bancos y remiches bajo sus remos rotos, gritando espaventados por la furia de unos y otros, implorando misericordia.

– ¡Alautalah!… ¡Alautalah!

Debíamos de llevar dos horas largas de combate cuando una de las galeras turcas, en hábil maniobra de su arráez, logró meternos el espolón casi hasta el árbol de trinquete de la Mulata, y por allí nos vino de nuevo gran copia de jenízaros y soldadesca turca, resuelta a ganarnos la proa. Peleaban los nuestros a diente de lobo, disputando cada tabla con un coraje que admiraba; pero el empuje era grande, y con mucho destrozo fuimos perdiendo los bancos de corulla y las arrumbadas. Yo sabía que el capitán Alatriste y Sebastián Copons estaban en aquella parte, aunque con el humo, los mosquetazos y la confusión de gente no podía verlos. Gritóse entonces a tapar brecha y allá fuimos cuantos podíamos, apretujándonos por la crujía y los corredores de las bandas, y yo de los primeros, pues por nada del mundo estaba dispuesto a quedarme atrás mientras hacían cuartos al capitán. Cerramos con los turcos algo más allá del árbol maestro, cuya entena estaba derribada en cubierta. Salté sobre ella como pude, rodela y espada por delante, pisoteando a los miserables forzados que estaban tirados entre bancos y maderas rotas, e incluso a uno que en sus convulsiones me agarró de una pierna, y me pareció turco de aspecto, dile un espadazo al pasar que casi le cercenó la mano con el grillete; que en los apretados peligros, toda razón se atropella.

– ¡España y Santiago!… ¡Cierra!

Dimos, en fin, sobre los enemigos, y yo de los primeros, sin cuidarme mucho de mi persona; que la furia del combate me tenía fuera de mí y de todo recaudo. Entróme un turco negro y erizado como un jabalí, provisto de bonete de cuero, rodancho y espada; y sin dejarle espacio para mover las manos, me abracé a él rodela con rodela, solté la espada, y agarrándolo por la gola, aunque me resbalaban los dedos de su mucho sudor, pude darle un traspiés y dos vaivenes, con lo que ambos nos fuimos al suelo sobre una ballestera. Quise quitar la espada de su mano pero no pude, pues la llevaba atada, y él agarró mi casco por el borde, buscando echarme atrás la cabeza para descubrir mi cuello y degollarme, mientras daba unos gritos espantosos. Yo, sin abrir la boca, abrazado a él y palpándome como pude los riñones, desembaracé la vizcaína y pude darle dos o tres piquetes y heridas pequeñas, de lo que pareció sentirse, pues ya gritó de otra manera. Pero dejó de hacerlo cuando una mano le echó atrás la cabeza, y una gumía le abrió la gorja con hondo tajo. Me incorporé dolorido, limpiándome la sangre que me había saltado a los ojos; pero antes de que pudiera agradecer nada a nadie, el moro Gurriato ya estaba descosiéndose a puñaladas con otro turco. De modo que enfundé vizcaína, recuperé mi espada, embracé la rodela y volví a la lucha.

– ¡Sentabajo, cañe! -gritaban los turcos, arremetiendo-… ¡Alautalah! ¡Alautalah!

Fue en ese momento cuando vi morir al sargento Quemado. El vaivén del combate me había llevado junto a él, que reunía un grupo de hombres para dar asalto a los jenízaros de las arrumbadas. Saltando sobre los bancos de corulla -donde apenas quedaba galeote vivo- y por el corredor de la banda diestra les entramos muy reciamente, ganándoles poco a poco lo que nos habían tomado, hasta pelear alrededor de nuestro árbol trinquete y el espolón mismo de su galera. Fue entonces cuando el sargento Quemado, que nos alentaba mucho empujando a quienes flaqueaban, resultó herido de una saeta que le pasó las mejillas de lado a lado; y mientras se la quería sacar, fue alcanzado en el pecho por una bala de arcabuz que lo hizo caer muerto en el acto. Con aquella desgracia tornillearon algunos de los nuestros, y a punto estuvimos de perder lo ganado con tanto coraje y tanta sangre; pero alzamos el rostro al cielo -y no precisamente para rezar- acometiendo como fieras, resueltos a vengar a Quemado o a dejar la piel en el espolón turco. Lo que sucedió a continuación no hay pluma que lo escriba, y no seré yo quien diga lo que hice; que Dios y yo lo sabemos. Baste decir que ganamos de nuevo la proa de la Mulata, y que cuando la galera turca, muy maltratada, hizo ciascurre y retrocedió, retirando el espolón de nuestra banda, ninguno de los turcos que habían venido al abordaje pudo volver a bordo.

Fue así como pasamos el resto del día, cabezudos como aragoneses, aguantando andanadas de artillería y rechazando sucesivos abordajes de las galeras que ya no eran cinco, sino siete; pues la capitana de tres fanales y otra nave turca se unieron por la tarde al combate, trayendo aparejadas en sus entenas las cabezas de frey Fulco Muntaner y sus caballeros. A modo de trofeo, pues poco podía aprovecharles el despojo, los turcos también remolcaban la Cruz de Rodas hecha astillas, ensangrentada y rasa como un pontón. No había sido menudencia tomarla, pues la Religión riñó con tanta ferocidad que, según supimos más tarde, ni a uno solo cogieron vivo. Por suerte para nosotros, y debido al estrago del combate, ni la capitana turca ni su conserva estaban en disposición de pelear ese día, limitándose a acercarse de vez en cuando, relevando a las otras, para tirarnos desde lejos. En cuanto a la tercera galera turca, muy maltratada en la pelea con la de Malta, se había ido al fondo sin remedio.

A última hora de la tarde, otomanos y españoles estábamos exhaustos: confortados nosotros de resistir a tan gran número de enemigos, y dándose ellos al diablo por no ser capaces de quebrarnos el espinazo. El cielo seguía fosco y el mar plomizo, lo que acentuaba el carácter siniestro de la escena. Al disminuir la luz habíase levantado a trechos una ligera brisa de poniente, que nada nos aprovechaba pues iba hacia tierra. De cualquier modo, ni siquiera un viento favorable habría cambiado las cosas, pues el estado de nuestras naves era lamentable: de tanto tiro recibido teníamos picada la jarcia, las entenas estaban derribadas con las velas hechas jirones, y la Caridad Negra había perdido el árbol mayor, que flotaba a nuestro lado entre cadáveres, cabos, tablas, ropa y remos rotos. El lamento de los heridos y el estertor de los moribundos se alzaban como un coro monótono de las dos galeras, que seguían trabadas una con otra, flotando inmóviles. Los turcos se habían retirado un poco hacia tierra, hasta quedar a tiro de moyana, y allí dejaban caer sus muertos por la borda, ayustaban jarcia, reparaban averías y celebraban consejo los arráeces, mientras a los españoles no quedaba otra que lamer nuestras llagas y esperar. Era muy penosa estampa la que ofrecíamos, tirados y revueltos con los galeotes entre los bancos rotos o en la crujía, corredores y arrumbadas, agotados, estropeados, rotos unos y malheridos otros, tiznados de humo de pólvora y con costras de sangre propia y ajena en el pelo, las vestiduras y las armas. Para animarnos, el capitán Urdemalas ordenó repartir lo que quedaba de arraquín, que no era mucho, y que se nos diera un refresco -el fogón estaba destrozado y el cocinero muerto- con tasajo de tintorera seca, vino aguado, algo de aceite y bizcocho. Lo mismo se hizo en la otra galera con los vizcaínos, y llegamos a pasar de una a otra conversando sobre las incidencias de la jornada o en demanda de tal o cual camarada, lamentando a los muertos y gozándonos con la presencia de los vivos. Eso animó un poco a la gente, y algunos llegaron a pensar que los turcos se acabarían yendo, o que podríamos resistir los abordajes que, según otros, continuarían dándonos al día siguiente, si no lo intentaban durante la noche. Pero habíamos visto lo maltratados que también ellos estaban, y eso daba esperanza; que en tales zozobras, a cualquier ilusión se aferra el hombre perdido. Lo cierto es que nuestra gallarda defensa envalentonaba a los más alentados, y hasta hubo quienes idearon una donosa burla para los turcos; y fue ésta que, aprovechando la ligera brisa que a ratos soplaba, tomaron dos gallinas vivas de las que había en las jaulas de la gambuza, cuya carne y huevos -aunque eran malas ponedoras a bordo- servían para los pistos y caldos de los enfermos; y atándolas con mucho ingenio sobre una almadía de tablas con una pequeña vela encima, se las dejó ir hacia las galeras enemigas entre mucha carcajada y gritos de desafío; siendo eso celebrado por toda nuestra gente, y más cuando los turcos, aunque acibarados de la befa, las recogieron y subieron a sus naves. Esto nos levantó el ánimo, que buena falta hacía, hasta el punto de que algunos empezaron a cantar, para que la escuchara el enemigo, aquella saloma que la gente de cabo solía decir cuando tiraba de las ostagas al izar entena, y que al final un numeroso coro de voces, rotas pero no vencidas, terminó coreando puesta en pie y vuelta la cara hacia los turcos:

Lopagano esconfondí,

y sarracín,

turquí emori

gran mastín, lofilioli de Abrahím…

Con lo que a poco terminamos todos agolpados en las bordas, gritando a los perros, a voz en cuello y entre gran algarabía, que se arrimaran un poquito más, que aún nos placía darnos un verde con un par de abordajes suyos antes de irnos a dormir; y que si no eran suficientes para osarlo, fuesen a Constantinopla a buscar a sus hermanos y padres si los conocían, acompañados por las putañas de sus madres y hermanas; para las que reservábamos, cómo no, intenciones especiales. Y era de ver que hasta nuestros heridos se incorporaban sobre los codos y aullaban, envueltos en vendajes ensangrentados, echando con tales gritos toda la rabia y la angustia que llevábamos dentro, confortándonos en la bravata hasta el punto de que ni don Agustín Pimentel ni los capitanes quisieron estorbarnos el desahogo. Muy al contrario, lo animaban y participaban de él, conscientes de que, condenados a muerte como estábamos, cualquier cosa nos alentaría a tasar en más alto precio las cabezas. Pues si los turcos querían colgarlas también en sus entenas, primero tendrían que venir a cortárnoslas.

Todavía hubo esa noche un punto más de desafío, pues nuestros jefes hicieron encender los fanales de popa, a fin de que los turcos supieran dónde hallarnos. Reforzamos las amarras que mantenían juntas las dos galeras, se echaron al agua los ferros -estábamos en poca sonda- para evitar que un viento imprevisto o la corriente nos llevase a donde no debíamos, y se permitió a la gente descansar, aunque manteniéndola sobre las armas y con turnos de vigilancia, por si al enemigo se le ocurría intentar algo en la oscuridad. Pero la noche transcurrió tranquila, sin viento, desgarrándose un poco el cielo hasta mostrar algunas estrellas. Me relevaron de mi guardia a modorra rendida, y yendo con tiento entre los hombres amontonados por cubierta -un coro de gemidos y llanto de heridos plañía en ambas galeras, que se hubieran dicho mendigos gabachos- me llegué en la oscuridad hasta la ballestera donde, en una especie de bastión hecho con mantas rotas y restos de jarcia y velas, estaban abarracados el capitán Alatriste, el moro Gurriato y Sebastián Copons, que roncaba como si diese el ánima en cada resoplido. Todos habían tenido la fortuna de salir, como yo, indemnes de la terrible jornada, si exceptuamos una ligera herida de alfanje en un costado, sufrida por el moro Gurriato, que mi antiguo amo, tras enjuagársela con vino, había cosido -mañas de soldado viejo- con una aguja gruesa y una pezuela, dejando un punto suelto para que drenase los malos humores.

Llegué a ellos, como digo, y acomodándome sin palabras -venía cansado hasta para abrir la boca- me quedé allí, sin conciliar el sueño de lo dolorido que estaba, pues el lance con el turco de la rodela y con cuantos llegaron después me tenía descoyuntado. Pensaba, supongo que como todos, en lo que iba a depararnos el sol cuando se levantara. No podía imaginarme al remo de una galera turca o en una torre del Mar Negro; por lo que, siendo tan dudosa una victoria por nuestra parte, mi futuro no se presentaba dilatado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cabeza colgada en una entena, y qué pensaría Angélica de Alquézar si, por extraña clarividencia, pudiera contemplarla. Dirán vuestras mercedes que eran ideas, aquéllas, para sumirme en la más acerba desesperación, y algo de eso había; pero diferente piensa el caballo de quien lo monta. No se ven parejas las cosas desde el calor de un brasero y una mesa bien provista, o en la comodidad de un colchón de buena lana, que desde el barro de una trinchera o la frágil cubierta de una galera, donde poner vida y libertad al tablero es cotidiano pan de munición. Desesperados estábamos, cierto. Mas éramos novillos amadrigados, y aquella falta de esperanza resultaba natural a nuestras vidas. Como españoles, nuestra familiaridad con la muerte nos permitía aguardarla de pie y nos obligaba a ello; pues a diferencia de otras naciones, nos juzgábamos entre nosotros según la manera de comportarnos ante el peligro. Esa era la razón de que crueldad, honor y reputación se confundieran tanto en nuestro carácter. Que, como había apuntado Jorge Manrique, siglos de lucha contra el Islam nos habían hecho hombres libres, orgullosos y convencidos de nuestros fueros y privilegios:

Mas los buenos religiosos

gánanlo con oraciones

e con lloros.

Los caballeros famosos,

con trabajos e aflicciones

contra moros.

Eso explica que, hechos al áspero azar, siempre con el Cristo en la boca y el ánima en el filo de un acero, en aquella triste jornada aceptásemos nuestra suerte, si era la del día postrero, como habíamos encarado la de tantos días semejantes, ensayos de ése: con la resignación del campesino ante el pedrisco que destruye su cosecha, la del pescador ante sus redes vacías, o la de una madre cierta de que su hijo morirá en el parto o será arrebatado por las fiebres sin dejar la cuna. Pues sólo los regalados, los cómodos, los menguados que viven de espaldas a la realidad de la existencia, se rebelan contra el precio riguroso que tarde o temprano todos pagan.

Sonó un tiro de arcabuz y nos incorporamos a medias, inquietos. Hasta los heridos habían dejado de gemir. Pero sólo siguió el silencio, y nos relajamos de nuevo. -Falsa alarma -gruñó Copons. -Suerte -apostilló, estoico, el moro Gurriato. Me tumbé de nuevo junto al capitán, sin otro abrigo que el peto de acero y mi jubón roto. El relente nocturno mojaba ya las tablas de la ballestera y nos calaba a todos. Sentí frío y me arrimé a él en busca de calor, oliendo como siempre a cuero, metal y sudor seco de la recia jornada; sabía que no iba a tomar mi temblor por miedo. Lo noté despierto, aunque estuvo inmóvil durante largo rato. Al cabo, con mucho cuidado, se quitó de encima el trozo de vela rota con el que se cubría y me lo puso por encima. Yo no era ya un niño, como en Flandes, y aquello me caldeó menos el cuerpo -poco abrigaba la vela, a fin de cuentas- que el corazón.

Al amanecer repartieron un poco más de vino y bizcocho; y mientras dábamos cuenta del magro desayuno, llegó la orden de desherrar a la chusma que estuviese dispuesta a pelear. Eso hizo que nos mirásemos unos a otros con cara de entender la mácula: muy apretados íbamos para recurrir a tal extremo. La medida excluía a los forzados turcos, moros y de naciones enemigas como ingleses y holandeses; pero daba a los otros la oportunidad, si peleaban bien y salían vivos, de ver redimidas sus penas o parte de ellas, a recomendación de nuestro general. Esa no era mala ventura para los forzados españoles y de otras naciones católicas: su suerte, de permanecer al remo, era irse al fondo si la galera se hundía, pues pocos se ocupaban de desherrarlos en el desconcierto de un naufragio, o seguir esclavos remando para los turcos, situación que sólo podían evitar si renegaban para adquirir la libertad -en España, sin embargo, un esclavo bautizado seguía siendo esclavo-: extremo este al que algunos se inclinaban, sobre todo los jóvenes, por razones fáciles de comprender; pero que era menos frecuente de lo que se cree, pues hasta entre galeotes la religión era cosa arraigada y grave, y la mayor parte de los españoles apresados por berberiscos y turcos se mantenía en la verdadera fe, pese al cautiverio y su miseria, porque no se les atribuyera lo que Miguel de Cervantes, soldado cautivo que nunca renegó, decía de ellos:

Quizá la vida le enfada,

soldadesca y desgarrada;

y como el vicio le doma,

viene tras la de Mahoma,

que es más ancha y regalada.

Fue el caso, como digo, que quitáronse los charniegos a cuantos galeotes españoles, italianos y portugueses lo demandaron, y se les dieron chuzos y medias picas; con lo que las galeras, que habían perdido ya un tercio de su gente de cabo y guerra, se vieron reforzadas por sesenta o setenta hombres, resueltos a morir peleando en vez de ahogados de mala manera o hechos pedazos por la furia de unos y otros. Entre ellos, y de los primeros que pidieron verse libres de hierros y empuñar un arma, se contaba cierto espalder de la Mulata llamado Joaquín Ronquillo, gitano, joya del Perchel malagueño, conocido del capitán Alatriste y mío, muy peligroso y temido a bordo; hasta el extremo de que durante algún tiempo había guardado nuestros ahorros en su remiche, más seguros allí que en casa de un genovés. Vino el tal Ronquillo -pelo rapado, almilla negra ribeteada de rojo, mirar zaino- a unirse a nuestro grupo con una cherinola de tres o cuatro primos de aspecto tan honrado como el suyo, justo cuando se nos encomendaba por el alférez Labajos, con mi antiguo amo como mayoral de tropa -él y Labajos eran los únicos cabos que quedaban en pie entre la gente de guerra de la Mulata -, formar un trozo de brega para acudir de refuerzo allí donde los turcos apretasen, con atención al bastión del esquife y a las escalas a cada lado de la popa, por donde el enemigo podría querer ganarnos los corredores hacia las arrumbadas. Alentóse a cada cual a defender tabla por tabla su galera, volvió a bendecirnos desde la Caridad Negra el páter Nistal, nos deseamos buena suerte con los vizcaínos de Machín de Gorostiola, a quienes seguíamos amarrados para lo bueno y lo malo, y ocupamos nuestros lugares cuando, apenas asomó el sol en un cielo que amanecía despejado y con la misma bonanza del día anterior, las siete galeras turcas, con gran griterío y estruendo de címbalos, añafiles y chirimías, empezaron a remar hacia nosotros.

El alférez Labajos había muerto a mitad de combate, muy agobiado de turcos, rechazando el enésimo abordaje a la carroza de la Mulata, donde también quedó herido el capitán Urdemalas. Apoyado en el estanterol, dolorido de todo su cuerpo, quitándose la sangre de cara y manos con agua de mar -escocía en los rasguños y pequeñas heridas-, Diego Alatriste contempló cómo la gente echaba por la borda a los muertos que embarazaban la deshecha cubierta, caos de tablazón rota, jarcia destrozada, sangre y hombres exhaustos. La pelea había durado cuatro horas, y cuando los turcos se retiraron para rehacerse y aclarar los remos de sus galeras, trabados y rotos en los abordajes, ambos árboles de la Mulata estaban derribados, con las entenas y velas desgarradas en el agua o caídas sobre la Caridad Negra, también desarbolada de su trinquete y tronchado el palo maestro por la mitad. Las dos galeras seguían juntas y a flote, aunque las pérdidas en una y otra eran espantosas. En la Mulata estaban muertos el cómitre y el sotacómitre, y al artillero tudesco le había reventado el cañón de crujía, matándolo con sus ayudantes. En cuanto al capitán Urdemalas, Alatriste acababa de dejarlo en la cámara de popa, o lo que de ella quedaba, boca abajo en el suelo mientras el barbero y el piloto le sacaban, con los dedos, cuajarones de sangre de la zanja que un alfanje turco le había abierto de riñón a riñón.

– Está… vuesamerced… al mando -había mascullado Urdemalas entre dos gruñidos de dolor, renegando de quien lo hizo.

Al mando. Aquellas palabras eran una ironía macabra, se dijo Alatriste contemplando la astilla ensangrentada en que se había convertido la Mulata. Todos los pañoles, incluido el de la pólvora, estaban llenos de heridos que se amontonaban cuerpo sobre cuerpo, pidiendo por caridad un sorbo de agua o algo para taponar sus heridas. Pero no había ni lo uno, ni lo otro. Arriba, en lo que había sido cámara de boga y ahora era revoltijo de sangre y escombros, galeotes vivos y muertos gemían encadenados entre los restos de sus bancos y los pedazos de arboladura, jarcia y remos. Y en corredores, carroza y arrumbadas de la galera, bajo un sol abrasador que hacía arder el acero de petos y armas, los soldados, marineros y forzados sueltos supervivientes vendaban sus heridas o las de los camaradas, pasaban piedras de afilar por los cortes mellados de sus armas, y reunían la última pólvora y balas para los pocos mosquetes y arcabuces que funcionaban.

Para alejar todo aquello de su cabeza unos instantes, Alatriste se dejó caer sentado, la espalda contra el tabladillo, y abierto el coleto, con gesto maquinal, sacó del bolsillo del jubón el libro de los Sueños de don Francisco de Quevedo. Solía hojearlo en los momentos de calma; pero ahora, aunque se obligó a ello, no pudo leer ni una línea, pues todas parecían bailar ante sus ojos, mientras los tímpanos le vibraban todavía con los sonidos del reciente combate.

– Llaman a consejo en la capitana, señor mayoral.

Alatriste miró al paje que le transmitía la orden, sin comprender al principio. Luego, con mucha pereza, metió el libro en el bolsillo, apartó la espalda del estanterol, se puso en pie, anduvo por el corredor de la banda diestra entre la gente que allí estaba tumbada, y echando una pierna fuera y luego la otra se agarró a un cabo suelto para pasar a la Caridad Negra. Al hacerlo, dirigió un vistazo a las galeras otomanas: se habían retirado de nuevo a distancia de un tiro de moyana, mientras preparaban el siguiente asalto. Una de ellas, maltrecha del último abordaje, se veía con la borda a ras del agua, medio anegada, con mucho ir y venir de gente en cubierta; y la capitana de tres fanales estaba desarbolada del trinquete. También los turcos pagaban un precio alto ese día.

Comprobó que a bordo de la Caridad Negra la situación no era mejor que en la Mulata. Los galeotes encadenados habían sufrido recia carnicería, y los vizcaínos del capitán Machín de Gorostiola, ahumados de pólvora y con la mirada perdida en el vacío, aprovechaban el respiro para descansar y rehacerse cuanto podían. Ninguno rompió su hosco silencio ni levantó la vista cuando Alatriste pasó entre ellos, en dirección a la carroza. De allí bajó a la cámara de consejo. El suelo estaba cubierto de papeles pisoteados y ropa sucia, y de pie en torno a una mesa, con una jarra de vino que pasaba de uno a otro, estaban don Agustín Pimentel, herido en la cabeza y un brazo en cabestrillo, Machín de Gorostiola, el cómitre de la Caridad Negra y un caporal llamado Zenarruzabeitia. El piloto Gorgos y fray Francisco Nistal habían escurrido la bola en el último abordaje: Gorgos abierto en canal y el páter de un mosquetazo, cuando crucifijo en una mano y espada en otra, sin repararse de nada, recorría la crujía en nombre de Cristo, mientras anunciaba a todos una gloria eterna de la que, a esas horas, él mismo estaría gozando en persona.

– ¿Cómo está el capitán Urdemalas? -preguntó Pimentel.

Alatriste encogió los hombros. No era cirujano. Y si se encontraba allí solo, estaba claro que a bordo de la Mulata no quedaba nadie con más rango que pudiera tenerse en pie, capitán incluido.

– Señor general que nos rindamos opina, o así -dijo Machín de Gorostiola a bocajarro, quebrando el parlamento como solían los vascongados. Muchos sospechaban que lo hacía a propósito, por igualarse a sus hombres, que lo adoraban.

Lo miró a los ojos Alatriste. No a don Agustín Pimentel, sino al vizcaíno. Éste era cejijunto, pequeño, moreno de barba y blanco de tez, con una nariz grande y manos rudas de soldado. Un vascongado recio, de caserío, con poca instrucción pero muchos redaños. Lo opuesto a la fina estampa del general, que, pese a la palidez de su pérdida de sangre, había palidecido aún más al oír aquello.

– No es tan simple la cuestión -protestó Pimentel.

Ahora se volvió Alatriste a mirar al noble. De pronto se sentía fatigado. Muchísimo.

– Cuestión simple o demonio que la lleve -prosiguió Gorostiola, en tono neutro-, señor general considera con mucha decencia batido hemos, y bandera arriada honrosa sería.

– Honrosa -repitió Alatriste.

– O así.

– Con los turcos.

– Con turcos, pues.

Volvió Alatriste a encogerse de hombros. Calibrar la honra de rendirse después de tanto sacrificio tampoco era asunto suyo. Gorostiola lo observaba con mucho interés. Nunca habían sido amigos, pero se conocían y respetaban, cada uno en su esfera. Luego Alatriste miró al cómitre y al caporal. Sus expresiones eran duras; incómodas, incluso.

– ¿Gente de Mulata así te rindes? -preguntó Gorostiola, alargándole la jarra de vino.

Bebió Alatriste, que tenía una sed de mil diablos, y se pasó la mano por el mostacho.

– Supongo que aceptarían cualquier cosa. Rendirse o pelear… Ya están fuera de toda razón.

– Han hecho más de lo que podían -opinó Pimentel.

Alatriste puso la jarra en la mesa y observó con detenimiento al general, pues nunca lo había visto tan de cerca. Recordaba un poco al conde de Guadalmedina: mismas hechuras, buen talle bajo el rico peto milanés, bigotillo y perilla, manos cuidadas, cadena de oro al cuello, espada con rubí en el pomo. La misma fina casta de aristócrata español, aunque la situación poco airosa le templara un poco la arrogancia -siempre habría que tratar con los nobles, se dijo, cuando alguien acaba de romperles bien la cara-. Pese a todo, el general conservaba gentil aspecto, incluso con la palidez de las heridas, los vendajes y la sangre que manchaba su ropa. Recordaba a Guadalmedina, en efecto; aunque Alvaro de la Marca nunca habría pensado en rendirse a los turcos. Pese a todo, Pimentel había aguantado bastante bien. Mejor que otros de su clase y carácter. Pero también el coraje se mellaba, sabía Alatriste por experiencia; y más en hombre que se veía herido y con tanta responsabilidad. No iba a ser él, concluyó, quien juzgara a quien llevaba dos días batiéndose espada en mano, como todos. Cada cual tenía sus límites.

– ¿Lleva vuestra merced un libro encima?

Alatriste miró el que le asomaba por el bolsillo, palpándolo distraído. Después lo sacó, poniéndolo en manos del general. Éste hojeó algunas páginas con curiosidad.

– ¿Quevedo?… -inquirió al cabo, devolviéndoselo-. ¿De qué sirve un libro así en una galera?

– Para soportar días como éste.

Volvió a meterse el libro entre la ropa. Gorostiola y los otros lo miraban, desconcertados. Para ellos, un libro religioso habría tenido algún sentido, pero no ése. Por supuesto, ninguno de ellos había oído hablar nunca del tal Quevedo ni de la madre que lo parió.

– Estoy seguro -dijo el general, cogiendo la jarra- de que podré conseguir condiciones satisfactorias.

Las dos últimas palabras motivaron otra ojeada significativa entre Alatriste y Machín de Gorostiola. No había sorpresa ni desprecio por el comentario de Pimentel; aquélla era mirada ecuánime, de veteranos. Todos sabían a qué condiciones se estaba refiriendo el general: un rescate razonable para él, que se vería bien tratado en Constantinopla hasta que llegase el dinero de España. Y quizá también rescataran a algún oficial. El resto, soldados, marineros, quedaría al remo y cautivo para toda la vida, mientras Pimentel volvía a Nápoles o a la Corte, admirado de damas y felicitado por caballeros, a contar los pormenores de su homérico combate. Más cuenta habría tenido, pensó Alatriste, rendirse el día anterior, antes de empezar la sarracina. Los muertos seguirían allí, y los heridos y mutilados no estarían hacinados en las galeras, aullando de dolor.

Machín de Gorostiola interrumpió sus reflexiones:

– Vuestra merced, señor Alatriste, conviene saber qué opinas queremos. Oficial único de Mulata, o así.

– No soy oficial.

– Como sea lo que pues. No joder y no jodamos.

Alatriste miró los papeles y la ropa pisoteados bajo sus alpargatas rotas, manchadas de sangre seca. Una cosa era su opinión, y otra que se la pidieran. Y darla.

– Lo que opino… -murmuró.

En realidad, pensó, lo había sabido siempre, desde que entró en la cámara y vio aquellas caras. Todos menos el general lo sabían también.

– No -dijo.

– ¿Perdón? -inquirió Pimentel.

Alatriste no lo miraba a él, sino a Machín de Gorostiola. Aquello no era asunto de Pimenteles, sino de soldados.

– Digo que la gente de la Mulata no acepta rendirse.

Hubo un silencio largo. Sólo se oía tras los mamparos gemir a los heridos, amontonados en las entrañas de la galera.

– Habrá que preguntárselo -dijo Pimentel, al fin.

Movió Alatriste la cabeza, con mucha sangre fría. Más helados todavía, sus ojos claros se clavaron en los del general.

– Acaba de hacerlo vuestra excelencia.

Una sonrisa disimulada asomó al rostro barbudo de Machín de Gorostiola, mientras el general hacía un mohín de disgusto.

– ¿Y eso? -preguntó con sequedad.

Alatriste seguía mirándolo impasible.

– Otros días fueron de matar… Quizá hoy sea día de morir.

Por el rabillo del ojo vio que el cómitre y el caporal asentían, aprobadores. Machín de Gorostiola se había vuelto hacia don Agustín Pimentel. El vizcaíno parecía satisfecho; aliviado de un peso incómodo.

– Vuecelencia puede todos ver, de acuerdo estamos. Vizcaíno por mar, hidalgo por el diablo.

Pimentel se llevaba la jarra de vino a los labios con la mano sana, que al llegar a la boca temblaba un poco. Por fin, el aire entre furioso y resignado, dejó la jarra en la mesa con cara de haber tragado vinagre. Ningún general, por bien mirado que estuviese en la Corte, podía rendirse sin acuerdo de sus oficiales. Eso costaba la reputación. Y a veces, la cabeza.

– Tenemos muerta a la mitad de la gente -dijo.

– Entonces -respondió Alatriste- venguémosla con la otra mitad.

El asalto que nos dieron por la tarde fue el finibusterre. Una de las galeras turcas se había anegado por completo, pero vinieron las otras seis juntas, remando contra la brisa de poniente, su capitana la primera, buscando dar abordaje todas a un tiempo; lo que suponía meternos dentro, de golpe, seis o setecientos hombres -más de un tercio, jenízaros-, contra poco más del centenar de españoles que aún podíamos valernos. Y de ese modo, tras asestarnos de camino su artillería, nos entraron a fondo, crujiendo la palamenta rota en el choque, buscando abrirnos brecha con sus espolones en las bandas, para hundirnos si podían. A unas galeras pudimos rechazarlas a estocadas y mosquetazos, pero otras nos arrojaron rezones y se trabaron. Y era tal su empuje que, mientras en la Caridad Negra los vizcaínos peleaban tan mezclados con los turcos que era imposible dar un mosquetazo en seguridad de acertar a unos y no a otros, en la nuestra nos ganaron la arrumbada zurda, el árbol trinquete y llegaron hasta el pie del árbol maestro y el bastión del esquife, haciéndose con media nave. Pero, no sé cómo, pudimos aguantar firmes y luego apretarles el negocio, pues tuvimos la suerte de que, dirigiendo a los turcos en el asalto, fuese un jenízaro grande como un filisteo que daba gritos y mandobles feroces -luego supimos que era capitán famoso de esa tropa, muy estimado del Gran Turco, por nombre Uluch Cimarra-; y ocurrió que, habiendo llegado el perrazo hasta el bastión del esquife, donde nuestra gente empezaba a recular y desampararlo, el grupo de galeotes desherrados compuesto por el gitano Ronquillo y su jábega, armados con chuzos, medias picas, alfanjes y espadas que tomaban de los que caían por todas partes, le fueron encima con tan bravo talante que, al primer choque, el tal Ronquillo le clavó un chuzo en un ojo al jenízaro gigantesco; y éste, dando gran alarido, echóse manos a la cara y cayó a la tablazón, donde los consortes del galeote, ya en corto y sacando de no sé dónde cuchillos jiferos de cachas amarillas, lo hicieron rodajas en menos que un Jesús, cebados en él como jauría en jabalí. Eso detuvo a los turcos, muy asombrados de que a su paladín se las dieran de aquella manera. Y aún estaban en eso, dudando, alfanjes en alto, cuando el capitán Alatriste decidió aprovechar la coyuntura, voceó a degüello reuniendo con empujones a cuantos estábamos por allí, y por el bastión del esquife nos echamos adelante una veintena de hombres, seguros de que o tajábamos recio, o nos acababan. Y como daba lo mismo matar, morir o que se cayera la torre de Valladolid, dimos la carga hombro a hombro el capitán Alatriste, Sebastián Copons, el moro Gurriato y yo, con la chusma de Ronquillo y otros que al vernos juntos y en orden se unieron. Y pues no hay nada que más consuele en el desastre que un grupo que conserva la disciplina, no se desbarata y acomete, al vernos así, cuantos andaban desperdigados o peleaban solos se nos acogieron como quien corre a meterse en el último cuadro de infantería. De ese modo, engrosando a medida que avanzábamos por la galera y los turcos empezaban a excusar la sangría hasta volvernos las espaldas, pisoteando a los galeotes que entre los bancos destrozados estaban casi todos muertos o rotos de heridas y sufrimiento, llegamos al espolón mismo de la galera turquesca, abrasando a cuchilladas a los enemigos. Y como muchos se arrojaban al mar, algunos nos aventuramos por el espolón y las serviolas hasta la galera misma, que pisamos dándole abordaje con el denuedo que es de imaginar, pues al grito de «¡Santiago, aborda, aborda!» -yo gritaba «¡Angélica, Angélica!»-, los cuatro gatos que éramos tomamos la arrumbada turca como quien entra por viña vendimiada; y cuando nos vieron aparecer negros de pólvora y rojos de sangre, tan desesperados y feroces como Satanás, los turcos empezaron a tirarse en mayor número al agua y a correr hacia popa para abroquelarse en la carroza. Con lo que les ganamos el trinquete sin esfuerzo, y aun el árbol maestro si nos atreviéramos.

El capitán Alatriste se había quedado en la banda de nuestra galera, alentando a la gente para revolverla contra las otras naves que nos cercaban, pero yo entré a caiga quien cayere en la turca que abordábamos, con los más osados de los nuestros; y habiéndomelas con un tropel de turcos tuve la negra suerte de que uno, en tremendo mandoble, me quebrase la espada. Con el pedazo que me quedaba éntrele al más cercano y le di una bellaca herida en el pescuezo. Otro me golpeó con su cimitarra -por fortuna se le volvió la hoja, dándome de plano- pero el segundo tajo ya no me lo pudo tirar, porque el moro Gurriato le abrió de un hachazo la cabeza en dos, desde el turbante hasta la misma gola. Quísome agarrar de las piernas otro que estaba en el suelo, caí encima y me apuñaló con una daga, de modo que me matara si las fuerzas no le estuviesen faltando; pues tres veces alzó el brazo para darme y ninguna pudo. De manera que cuando yo empecé a acuchillarle la cara con mi hoja rota, se desasió al fin, y saltando la borda se tiró al mar.

Era mucha presa, toda una galera para nosotros; y menos matan las adversidades que la demasiada osadía que ponemos en ellas. Así que agarramos por la ropa a dos heridos nuestros, y arrastrándolos retrocedimos, cautos, mientras nos tiraban desde la carroza saetas y mosquetazos. Sucedió entonces que, aprovechando las alcancías de fuego, pólvora y mechas encendidas que había en la corulla de la galera turca, alguno tuvo idea de pegarle fuego -lo que fue imprudencia, pues estaba trabada con la nuestra, y podía haber sido gran daño para todos-. En ese punto fueron de mucha lástima las voces que daban los galeotes cristianos encadenados a los bancos, muchos de ellos españoles, que con nuestra irrupción habían creído segura su libertad; y ahora, al vernos incendiar, gritaban con muchos ruegos y desesperación que no los dejáramos allí, que los desherrásemos y no diéramos lumbre porque se quemarían todos. Pero no podíamos entretenernos ni hacer nada por aquellos infelices, y con harto sentimiento hicimos oídos sordos a sus súplicas. De modo que, cuando las llamas empezaron a crecer, volvimos a la Mulata, cortamos a espadazos y golpes de hacha los cabos de abordaje que nos unían a la nave turquesca y la apartamos como pudimos, aprovechando la brisa favorable, empujándola con picas y trozos de remo; de modo que se alejó poco a poco, echando humo negro y con llamas cada vez más altas que devoraban su árbol de trinquete, mientras hasta nosotros llegaban, dándonos mucha congoja, los gritos de los galeotes que allí se asaban vivos.

A media tarde, la Caridad Negra, abierta por un costado y anegándose despacio, encajó un asalto turco tan horroroso que los supervivientes, perdida la proa y casi toda la cámara de boga, tuvieron que acastillarse en la carroza, pese a que nosotros los socorríamos por la banda que teníamos pegada a la suya. Al general Pimentel lo habían herido otra vez, a saetazos, y nos lo trajeron hecho un San Sebastián a la Mulata, para protegerlo mejor. Después fue el capitán Machín de Gorostiola quien cayó herido de un mosquetazo que le llevó una mano, donde le colgaba el destrozo; y aunque se lo quiso arrancar para seguir bregando, le fallaron las fuerzas y dobló las rodillas, de manera que en el suelo fue rematado por los turcos antes de que los suyos pudieran valerle. Eso, que a otros habría desalentado, en la gente vizcaína obró el efecto contrario, pues a todos se les desgarró el rancho y alborotaban mucho queriendo vengarlo, como suelen; y a los gritos de «¡Mendekua! ¡Cierra España! ¡Ekin!¿Ekin!», animándose en lengua vascuence y blasfemando en buena parla castellana, hasta el último de los que se tenían en pie acometió con una saña que no está en los mapas. Y de ese modo no sólo barrieron su cubierta sino que llegaron a pisar la enemiga; y fuera por los destrozos o porque ya había sufrido varios cañonazos en aguas vivas, la turca empezó a dar de banda, aferrada a la Caridad Negra, que seguía anegándose. De manera que los vizcaínos volvieron a ésta, y viendo que al final también se iría a pique sin remedio, empezaron a pasarse a la nuestra saltando la borda, trayéndose a cuantos heridos podían, sin olvidar la bandera. A poco tuvimos que cortar palamaras y calabrotes, dejando que la nave se hundiera; como hizo, en efecto, junto a la turca, que acabó por dar la vuelta quilla al sol antes de ir al fondo. Y fue de mucho momento ver el mar lleno de restos y turcos debatiéndose, con los galeotes dando alaridos, ahogándose mientras procuraban inútilmente arrancar sus cadenas. Interrumpimos el combate con tan lastimoso espectáculo, pues los turcos se dedicaban a recoger a sus náufragos. Al cabo, las cinco galeras turcas supervivientes se retiraron a tiro de moyana, como solían, todas maltrechas y con la sangre corriéndoles entre bacalares y remos, muchos de los cuales iban rotos o no bogaban por tener muerta a la gente de esos bancos.

No hubo más ataques ese día. Al ponerse el sol, inmóvil y sola en el mar, rodeada de galeras enemigas y de cadáveres que flotaban en el agua quieta, con ciento treinta heridos hacinados bajo cubierta y sesenta y dos hombres sanos escudriñando la oscuridad, la Mulata encendió de nuevo su fanal de desafío. Pero no hubo canciones aquella noche.

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