Salimos de la mancebía con la luz parva del crepúsculo, sombreros puestos y espadas al cinto, mientras las primeras sombras se adueñaban de los rincones más recoletos de las empinadas calles de Orán. La temperatura era agradable a esa hora, y la ciudad invitaba al paseo, con los vecinos sentados en sillas y taburetes a la puerta de las casas y algunas tiendas todavía abiertas, iluminadas por candiles y velas de sebo desde el interior. Las calles estaban llenas de soldados de las galeras y de la guarnición, estos últimos celebrando todavía la buena fortuna de la cabalgada. Nos detuvimos a remojar de nuevo la palabra, de pie, espaldas contra la pared, ante una pequeña taberna hecha de cuatro tablas y puesta en un soportal, que atendía un viejo mutilado. Estando así -esta vez el vino era un clarete fresco y decente- pasó por la calle, haciéndole plaza un alguacil, una cuerda de cinco cautivos encadenados, tres hombres y dos mujeres de los vendidos por la mañana, que su nuevo amo, un fulano vestido de negro, golilla y espada, con aspecto de funcionario enriquecido robando el sueldo de quienes se jugaban la vida para capturar a aquella gente, conducía a su casa, bajo custodia. Todos los esclavos, incluso las dos mujeres, habían sido marcados ya en la cara por el hierro candente con una S y un clavo que los identificaba como tales, y caminaban baja la cabeza, resignados a su destino. Aquello no era necesario, y algunos lo consideraban uso antiguo y cruel; pero la Justicia aún permitía a los dueños señalarlos así para que se los identificara en caso de fuga. Observé que el capitán, aferruzado el semblante, volvía el rostro con disgusto; y yo mismo pensé en la marca que, no de hierro candente sino de acero bien frío, le haría al dueño de aquellos infelices con la punta de mi daga, si tuviera ocasión. Ojalá, deseé, cuando viaje a la Península lo capture un corsario berberisco y acabe en los baños de Argel, molido a palos. Aunque esa clase de gente, pensé luego con amargura, tenía recursos de sobra para hacerse rescatar en el acto. Sólo los pobres soldados y la gente humilde, como les ocurría a tantos miles de desgraciados capturados en el mar o en las costas españolas, se pudrían allí, en Túnez, Bizerta, Trípoli o Constantinopla, sin que nadie diese una blanca por su libertad.
Estando distraído en tales pensamientos, advertí que alguien, después de pasar cerca de nosotros, se detenía un poco más lejos a mirarnos. Presté atención y reconocí al mogataz que había ayudado al capitán Alatriste cuando el incidente con los dos maltrapillos en Uad Berruch. Llevaba la misma ropa: albornoz de rayas grises, descubierta la rapada cabeza con su mechón de guerrero en el cogote, y la rexa, el clásico turbante alarbe, enrollado con descuido en torno al cuello. La larga gumía que yo había tenido un instante apoyada en la gorja -aún se me erizaba el vello al recordar el filo- seguía en su faja, dentro de la vaina de cuero. Me volví hacia el capitán Alatriste para llamar su atención, y comprobé que ya lo había visto, aunque no dijo nada. Desde unos seis o siete pasos se observaron ambos de ese modo, en silencio, mientras el mogataz seguía quieto en la calle, entre la gente que pasaba, sosteniendo con mucho aplomo su actitud y su mirada, como si esperase algo. Al cabo, el capitán alzó una mano para tocarse el ala del sombrero, e inclinó ligeramente la cabeza. Eso, en soldado y hombre como él, era mucho más que cortesía, en especial dirigida a un moro, por mogataz y amigo de España que fuese. Sin embargo, el otro aceptó el saludo como algo natural que se le debiera, pues correspondió con un movimiento afirmativo de cabeza, y luego, con el mismo aplomo, pareció seguir camino; aunque creí ver que se detenía más lejos, al extremo de la calle, en la sombra de un arquillo.
– Visitemos a Fermín Malacalza -sugirió Copons al capitán-. Se alegrará de verte.
El tal Malacalza, a quien yo no conocía, era antiguo camarada de los dos veteranos: un soldado viejo de la guarnición oranesa con el que habían compartido peligros y miseria en Flandes, siendo Malacalza cabo de cuchara de la escuadra donde llegaron a estar juntos Alatriste, Copons y Lope Balboa, mi padre. Según nos había contado Copons, Malacalza, muy vencido de la edad, maltrecho y licenciado por invalidez, se había quedado en Orán, donde tenía familia. Sometido a la penuria general, el veterano sobrevivía gracias a la ayuda de algunos compañeros, entre ellos Copons; que cuando por azar tenía algo en la faltriquera, se dejaba caer por su casa para socorrerlo con algunos maravedíes. Y ése era el caso, dándose además la feliz coyuntura de que a Malacalza, como soldado antiguo de la guarnición aunque ya no en activo, correspondía una pequeña ayuda del botín general conseguido en Uad Berruch. El aragonés estaba encargado de entregársela, aunque sospecho que engrosada con astillas de su propia bolsa.
– Nos sigue el moro -le dije al capitán Alatriste.
Caminábamos cerca de la casa de Malacalza, por una calle estrecha y miserable de la parte alta, donde los hombres estaban sentados a las puertas y los críos jugaban entre la suciedad y los escombros. Y en efecto: el mogataz, que se había quedado cerca tras pasar ante la taberna, nos seguía la huella a veinte pasos, sin acercarse demasiado pero sin pretender ocultarse. Al advertírselo, el capitán echó un vistazo sobre el hombro.
– La calle es libre -dijo tras observar un instante.
Era singular, pensé, que un moro anduviese suelto después de la puesta de sol. Como en Melilla, en Orán eran estrictos con aquello, para evitar malas sorpresas; y al cerrarse las puertas, todos, excepto unos pocos privilegiados, salían afuera, a su poblado en la rambla de Ifre, o a sus respectivos aduares los que venían a comerciar con legumbres, carne y fruta. El resto se alojaba en el recinto vigilado de la morería, cerca de la alcazaba, donde quedaba a recaudo hasta el día siguiente. Sin embargo, aquel individuo parecía moverse con libertad, lo que me hizo pensar que era conocido y tenía seguro en regla. Eso acicateó más mi curiosidad, pero dejé de ocuparme de él porque llegábamos a casa de Fermín Malacalza, y yo no podía olvidar que éste había sido, como el capitán y Copons, camarada de mi padre. De haber sobrevivido al tiro de arcabuz que lo mató bajo los muros de Julich, Lope Balboa habría seguido, tal vez, la triste suerte del hombre que ahora su hijo tenía delante: un despojo cano y flaco consumido por las penurias, con cincuenta años largos que parecían setenta -diecisiete de ellos pasados en Orán-, estropeado de una pierna y cubierto de arrugas y cicatrices en una piel color de pergamino sucio. Los ojos eran lo único que permanecía vigoroso en su rostro, donde hasta el mostacho de antiguo soldado tenía el tono mate de la ceniza. Y esos ojos relampaguearon de placer cuando el hombre, sentado en una silla a la puerta de su casa, alzó la vista y vio ante él la sonrisa del capitán Alatriste.
– ¡Por Belcebú, la puta que lo parió y todos los diablos luteranos del infierno!
Se empeñó en que pasáramos a contarle qué nos llevaba por allí, y a conocer a su familia. La vivienda, pequeña, oscura, mal alumbrada por un velón medio consumido, olía a moho y guiso rancio. Había una espada de soldado, con ancha taza y grandes gavilanes, colgada de la pared. Dos gallinas picoteaban migas de pan en el suelo, y un gato devoraba, codicioso, un ratón junto a la tinaja del agua. Después de muchos años en Berbería, perdida la esperanza de salir de allí mientras fuese soldado, Malacalza había terminado casándose con una mora que compró tras una cabalgada, a la que hizo bautizar, y que le había dado cinco criaturas que ahora alborotaban, descalzas y harapientas, entrando y saliendo por todas partes.
– ¡Oíslo! -voceó a su mujer-… ¡Traed vino!
Protestamos, pues ya veníamos algo alumbrados después de la Salka y la taberna de la calle; pero el veterano se negó a escuchar. En esta casa puede faltar de todo, dijo mientras cojeaba por la única habitación, extendiendo una estera de esparto que estaba enrollada en el suelo y arrimando taburetes a la mesa; pero nunca un vaso de vino para que dos antiguos camaradas remojen la canal maestra. O para tres, rectificó cuando le dijeron que yo era hijo de Lope Balboa. La mujer apareció al cabo de un instante, aún joven pero muy vencida de partos y trabajos, morena y gruesa, con el pelo recogido en una trenza, vestida a la española aunque llevaba babuchas y ajorcas de plata y tenía tatuajes azules en el dorso de las manos. Nos quitamos los chapeos, sentados en torno a una mesa coja, de simple madera de pino, donde la mora nos sirvió de una jarra en vasos desiguales y desportillados, antes de retirarse al rincón de la cocina sin decir palabra.
– Se la ve buena hembra -apuntó el capitán, cortés.
Malacalza hizo un brusco ademán afirmativo.
– Es limpia y honesta -confirmó con sencillez-. Algo viva de genio, pero obediente. Las de su raza salen muy buenas esposas, si las vigilas un poco… Ya podrían aprender de ellas tantas españolas, siempre dándose aires.
– Claro -asintió grave el capitán.
Un crío de tres o cuatro años, flacucho y de pelo negro y ensortijado, se nos acercó tímido, pegado a su padre, que lo besó tiernamente y sentó luego sobre sus rodillas. Otros cuatro, el mayor de los cuales no tendría más de doce, nos observaban desde la puerta. Estaban descalzos y llevaban las rodillas sucias. Copons puso unas monedas sobre la mesa y el veterano se las quedó mirando, sin tocarlas. Al cabo levantó los ojos hacia el capitán Alatriste e hizo un guiño.
– Ya ves, Diego -cogió su vaso de vino y se lo llevó a la boca, abarcando la estancia con un movimiento de la otra mano-. Un veterano del rey. Treinta y cinco años de servicio, cuatro heridas, reúma en los huesos -se palmeó el muslo estropeado- y esta pierna rota… No está mal como ejecutoria, para haber empezado, ¿recuerdas? en Flandes cuando ni tú ni yo ni Sebastián, ni el pobre Lope que en paz descanse -alzó un poco el vaso hacia mí, en homenaje- nos afeitábamos todavía.
Había hablado sin especial amargura, con la resignación propia del oficio. Como quien se limita a constatar lo que todo cristo sabe. El capitán se inclinó hacia él sobre la mesa.
– ¿Por qué no vuelves a la Península?… Tú sí puedes hacerlo.
– ¿Volver? ¿A qué? -Malacalza acariciaba los rizos negros de su hijo-… ¿A exagerar mi cojera en la puerta de las iglesias, pidiendo limosna como tantos otros?
– A tu pueblo. Eres navarro, ¿no?… Del valle de Baztán, creo recordar.
– De Álzate, sí. Pero ¿qué iba a hacer allí?… Si alguien me recuerda, que lo dudo, ¿imaginas a los vecinos señalándome con el dedo, diciendo: ahí va otro que juró volver rico e hidalgo, y regresa pobre y tullido, a comer la sopa boba de los conventos?… Aquí, al menos, siempre hay alguna cabalgada, y nunca falta socorro, por escaso que sea, a un veterano que tiene familia. Además, ya has visto a mi mujer -acarició la cara de su hijo y señaló a los que nos miraban desde la puerta-. Y a estos pillastres… No voy a dejar que mi familia ande por allí, con los soplones del Santo Oficio cuchicheando a mis espaldas y los inquisidores pegados a la chepa. Así que prefiero esto. Todo es más claro… ¿Comprendes?
– Comprendo.
– Además, están los camaradas. Gente como tú, como Sebastián y como yo, con la que puedes hablar… Uno baja a la marina a ver las galeras, o a las puertas de la ciudad cuando entran o salen soldados… A veces vas al cuartel y te invitan a un vaso los que aún te recuerdan, asistes a las muestras y las misas de campaña y saludas a las banderas, como cuando estabas en activo. Eso ayuda a rumiar nostalgias.
Miró a Copons, animándolo a mostrarse de acuerdo con él, y el aragonés asintió brevemente con la cabeza, aunque no dijo nada. Malacalza le dio otro tiento al vino y esbozó una sonrisa. Una de esas que requieren cierto valor para componerlas.
– Además -prosiguió-, a diferencia de lo que ocurre en la Península, aquí nunca estás retirado del todo. Esto es como una reserva, ¿sabes?… De vez en cuando los moros nos dan rebato, y tenemos asedio en regla, y no siempre llega el socorro que necesitamos. Entonces se echa mano de todos para las murallas y los baluartes, y allá nos emplean también a los inválidos.
Se detuvo un instante para tocarse el mostacho gris, entornando los ojos como si evocara imágenes gratas. Miraba ahora, melancólico, la herreruza colgada en la pared.
– Entonces -añadió-, durante algunos días todo vuelve a ser como antes. Y hasta cabe la posibilidad, otra vez, de que los moros aprieten y morir como quien eres… O como quien fuiste.
Le había cambiado la voz. De no ser por el niño que tenía entre los brazos y los que estaban en la puerta, se diría que no le desagradaba la posibilidad de que eso ocurriera aquella misma noche.
– No es una mala salida -concedió el capitán.
Malacalza se volvió a mirarlo despacio, cual si regresara de lejos.
– Ya soy viejo, Diego… Sé lo que dan de sí España y su gente. Aquí, por lo menos, saben quién soy. Haber sido soldado todavía significa algo en Orán. Pero allá arriba se les dan un cuatrín nuestras hojas de servicios, llenas de nombres que han olvidado, si es que alguna vez los conocieron: el reducto del Caballo, el fortín de Durango… Dime qué le importa a un escribano, a un juez, a un funcionario real, a un tendero, a un fraile, que en las dunas de Nieuport nos retirásemos impasibles y banderas en alto, sin romper el tercio, o corriéramos como conejos…
Se interrumpió para servir el poco vino que quedaba en la jarra.
– Mira a Sebastián. Ahí callado como siempre, pero está de acuerdo. Míralo cómo asiente.
Puso la mano derecha sobre la mesa, junto a la jarra, y la observó con detenimiento: flaca, huesuda, con antiguas marcas de aceros en los nudillos y en la muñeca, como las de Copons y el capitán.
– Ah, la reputación -murmuró.
Hubo un largo silencio. Al cabo, Malacalza se llevó de nuevo el vaso a la boca y rió entre dientes.
– Aquí me tenéis, como digo. Un veterano del rey de España.
Miró de nuevo las monedas que había sobre la mesa.
– Se acaba el vino -dijo de pronto, sombrío-. Y tendréis otras cosas que hacer.
Nos pusimos en pie requiriendo los sombreros, sin saber qué decir. Malacalza seguía sentado.
– Antes de que os vayáis -añadió-, quisiera hacer con vosotros la razón por esa hoja de servicios que a nadie importa: Calais… Amiens… Bomel… Nieuport… Ostende… Oldensel… Linghen… Julich… Orán… Amén.
Con cada nombre recogía las pocas monedas una a una, los ojos absortos, como si no las viera. Al cabo pareció volver en sí, las sopesó en la mano y se las metió en la faltriquera. Después le dio un beso al niño que aún tenía sobre las rodillas, lo dejó en el suelo y se puso en pie, con su vaso en la mano, sobre la pierna rota.
– También por el rey, que Dios guarde.
Eso dijo, y me extrañó que no hubiese retranca ni ironía en sus palabras.
– Por el rey -repitió el capitán Alatriste-. Pese al rey, o a quien reine.
Entonces bebimos los cuatro, vueltos hacia la vieja espada que colgaba de la pared.
Era de noche cuando salimos de casa de Fermín Malacalza. Caminamos calle abajo, iluminados sólo por la claridad que salía de las puertas abiertas de las casas, en cuya penumbra se recortaban los bultos oscuros de los vecinos allí sentados, y por las velas y palmatorias que ardían bajo una hornacina con la imagen de un santo. En ésas, una silueta se destacó en las sombras, alzándose del suelo donde había estado acuclillada, aguardando. Esta vez el capitán no se limitó a mirarla por encima del hombro, sino que desembarazó el coleto que llevaba sobre los hombros, para dejar libres las empuñaduras de espada y daga. Y de ese modo, con Copons y yo detrás, se llegó a la silueta oscura sin más protocolo.
– ¿Qué buscas? -preguntó a bocajarro.
El otro, que se había quedado quieto, movióse un poco hacia la luz. Lo hizo deliberadamente, cual si quisiera que lo viésemos mejor, disipando recelos por nuestra parte.
– No lo sé -dijo.
Tan desconcertante respuesta la dio en un castellano tan bueno como el del capitán, Copons o el mío.
– Pues te la estás jugando, al seguirnos de ese modo.
– Uar. No creo.
Lo había dicho muy seguro de sí, impávido, mirando sin pestañear al capitán. Este se pasó dos dedos por el mostacho.
– ¿Y eso?
– Te salvé la vida.
Miré de soslayo a mi antiguo amo, por si el tuteo lo irritaba. Lo sabía capaz de matar por un tú o por un voseo en vez de un vuestra merced. Sin embargo, para mi sorpresa, vi que sostenía la mirada del mogataz y que no parecía enfadado. Echó mano a la bolsa, y en ese momento el otro dio un paso atrás, como si acabara de encajar un insulto.
– ¿Eso es lo que vale tu vida?… ¿Zienaashin?… ¿Dinero?
Era un moro educado, sin duda. Alguien con una historia detrás, y no un alarbe cualquiera. Ahora podíamos verle bien la cara, iluminada a medias por la luz de la hornacina que hacía relucir los aros de plata de sus orejas: piel no demasiado oscura, reflejos bermejos en la barba y aquellas pestañas largas, casi femeninas. En su mejilla izquierda se apreciaba la cruz tatuada, con pequeños rombos en las puntas. Llevaba una pulsera, también de plata, en la muñeca de una mano abierta y vuelta hacia arriba, como para mostrar que nada guardaba en ella, y que la mantenía lejos de la filosa que cargaba al cinto.
– Entonces sigue tu camino, que nosotros seguiremos el nuestro.
Volvimos la espalda, yendo calle abajo hasta doblar la esquina. Allí torné el rostro, para comprobar que el otro nos seguía. Le di un tironcillo del coleto al capitán Alatriste, y miró atrás. Copons había echado mano para sacar la daga, pero el capitán le sujetó el brazo. Luego fue despacio hasta el mogataz, como pensando lo que iba a decir.
– Oye, moro…
– Me llamo Aixa Ben Gurriat.
– Sé cómo te llamas. Me lo dijiste en Uad Berruch.
Permanecieron inmóviles, estudiándose en la penumbra, con Copons y yo observándolos un poco más atrás. Las manos del mogataz seguían ostensiblemente lejos de su gumía. Yo, una mano en el pomo de mi toledana, estaba atento para, al menor ademán sospechoso, clavarlo en la pared. Pero el capitán no parecía compartir mi inquietud. Al cabo se colgó los pulgares en la pretina de las armas, miró a un lado y luego a otro, se volvió un momento a Copons y a mí, y al cabo se apoyó en la pared, junto al moro.
– ¿Por qué entraste en aquella tienda? -preguntó al fin.
El otro tardó en responder.
– Oí el tiro. Te había visto luchar antes, y me pareciste buen imyahad… Buen guerrero… Por mi cara que sí.
– No suelo meterme en asuntos ajenos.
– Yo tampoco. Pero entré y vi que defendías a una mujer mora.
– Mora o no, da lo mismo. Aquellos dos eran poco sufridos, y se apitonaron con muchos fueros e insolencia… Lo de menos era la mujer.
El otro chasqueó la lengua.
– Tidt. Verdad… Pero podías haber mirado hacia otro sitio, o añadirte a la fiesta.
– Y tú también. Matar a un español era naipe fijo para que una soga te adornara el pescuezo, de haberse sabido.
– Pero no se supo… Suerte.
Los dos estuvieron callados un rato, sin dejar de mirarse, cual si calcularan en silencio quién había contraído mayor deuda: si el mogataz con el capitán por defender a una mujer de su raza, o el capitán con él por salvarle la vida. Mientras tanto, Copons y yo cambiábamos ojeadas de soslayo, atónitos por la situación y el diálogo.
– Saad -murmuró el capitán, en algarabía común.
Lo hizo pensativo, como si repitiese la última palabra pronunciada por el mogataz. Este sonrió un poco, asintiendo.
– En mi lengua se dice elkhadar -apuntó-. Suerte y destino son la misma cosa.
– ¿De dónde eres?
El otro hizo un ademán vago con la mano, señalando hacia ninguna parte.
– De por ahí… De las montañas.
– ¿Lejos?
– Uah. Muy lejos y muy arriba.
– ¿Hay algo que pueda hacer por ti? -preguntó el capitán.
El otro encogió los hombros. Parecía reflexionar.
– Soy azuago -dijo al fin, como si eso lo explicara todo-. De la tribu de los Beni Barraní.
– Pues hablas buen castellano.
– Mi madre nació zarumia: cristiana. Era española de Cádiz… La cautivaron de niña y la vendieron en la playa de Arzeo, una ciudad abandonada junto al mar que está siete leguas a levante, camino de Mostagán… Allí la compró mi abuelo para mi padre.
– Es curiosa esa cruz que llevas tatuada en la cara. Curiosa en un moro.
– Es una antigua historia… Los azuagos descendemos de cristianos, del tiempo en que los godos aún estaban aquí; y lo tenemos a isbah… A honra… Por eso mi abuelo buscó una española para mi padre.
– ¿Y por eso luchas con nosotros contra otros moros?
El mogataz encogió los hombros, estoico.
– Elkhadar. Suerte.
Dicho aquello se quedó callado un instante y se acarició la barba. Luego creí advertir que sonreía de nuevo, el aire ausente.
– Beni Barraní significa hijo de extranjero, ¿entiendes?… Una tribu de hombres que no tienen patria.
Y fue de ese modo, en Orán, después de la cabalgada de Uad Berruch del año veintisiete, como el capitán Alatriste y yo conocimos al mercenario Aixa Ben Gurriat, conocido entre los españoles de Orán como moro Gurriato: notable individuo cuyo nombre no es la última vez que menciono a vuestras mercedes. Pues, aunque ninguno de nosotros podía imaginarlo, esa noche comenzaba una larga relación de siete años: los transcurridos entre aquella jornada oranesa y un sangriento día de septiembre del año treinta y cuatro, cuando el moro Gurriato, el capitán y yo mismo, junto a otros muchos camaradas, peleamos hombro con hombro en la colina maldita de Nordlingen. Allí, tras compartir muchos viajes, peligros y aventuras, y mientras el tercio de Idiáquez, impasible como una peña, aguantaba quince cargas de los suecos en seis horas sin ceder un palmo de tierra, el veterano mogataz moriría ante nuestros ojos, al cabo, como buen infante español. Defendiendo una religión y una patria que no eran las suyas, en el supuesto de que alguna vez hubiese tenido una u otra. Caído al fin, como tantos, por una España ingrata y cicatera que nunca le dio nada a cambio, pero a la que, por extrañas razones que a él concernían, Aixa Ben Gurriat, de la tribu de los azuagos Beni Barraní, había resuelto servir con lealtad inquebrantable de lobo asesino y fiel, hasta la muerte. Y lo hizo del modo más singular del mundo: eligiendo al capitán Alatriste por compañero.
Dos días más tarde, cuando la Mulata dejó atrás la costa de Berbería y arrumbó a tramontana cuarta al maestre, en la derrota de Cartagena, Diego Alatriste tuvo tiempo de sobra para observar al moro Gurriato, porque éste remaba en el quinto banco de la banda derecha, junto al bogavante. Iba sin cadenas, a título de lo que en galera se llamaba buena boya, palabra tomada del italiano buonavoglia: chusma voluntaria, escoria de los puertos o gente desesperada y fugitiva que entraba a servir al remo por una paga -en las galeras turcas se les decía morlacos, o chacales-, acogiéndose a galera como otros en tierra firme lo hacían a iglesia. Ésa había sido la forma de que embarcase el mogataz, resuelto como estaba a acompañar a Diego Alatriste y probar fortuna donde éste recalase. Arreglado el problema de la licencia de Sebastián Copons -el sargento mayor Biscarrués se había dado por satisfecho con quinientos ducados limpios, más las pagas atrasadas de aquél-, aún sonaban algunos escudos en la bolsa de Alatriste; de modo que no habría sido difícil, en caso necesario, ensebar manos para facilitar las cosas. Pero no hizo falta. El mogataz tenía recursos propios sobre cuyo origen no dio explicaciones, y tras desatar un pañuelo que llevaba enrollado en la cintura, bajo la faja, liberó unas cuantas monedas de plata que, pese a haber sido acuñadas en Argel, Fez y Tremecén, convencieron al cómitre y al alguacil de la galera de acogerlo a bordo con las bendiciones oportunas al caso; para lo que fue mano de santo una fe de bautismo salida de no se sabía dónde, a la que nadie puso objeciones pese a ser más falsa que beso de Judas. Eso bastó para anotar su nombre -Gurriato de Orán, pusieron- en el libro del cómitre, con sueldo de once reales al mes. Y así quedó establecido que a partir de entonces el mogataz, aunque cristiano nuevo y hombre de remo, era buen católico y fiel voluntario del rey de España; extremos que el interesado procuró no desmentir: precavido y sutil, había adecuado su apariencia a la nueva situación, rapándose el mechón guerrero hasta quedar su cabeza monda como la de cualquier galeote, y sustituyendo turbante, sandalias, aljuba y zaragüelles morunos por calzones, camisa, bonete y almilla colorada; de modo que no conservaba de su vieja indumentaria más que la gumía, metida como siempre en la faja, y el albornoz de rayas grises, en el que dormía envuelto o se abrigaba con mal tiempo cuando, como ahora, el viento próspero lo dejaba libre del remo. En cuanto al tatuaje en la cara y los aros de plata de las orejas, el mogataz no era el único en lucir aquella clase de marcas.
– Vaya moro extraño -comentó Sebastián Copons.
Estaba sentado a la sombra de la vela del trinquete, jubiloso por dejar atrás Orán. El árbol que sostenía la entena y la enorme lona henchida por el levante crujía a su espalda con el soplo del viento y el movimiento del mar.
– No más que tú y yo -respondió Alatriste.
Llevaba todo el día observando al mogataz, queriendo tomarle las hechuras. Visto desde allí, apenas se diferenciaba del resto de la chusma: forzados, esclavos, gentuza que remaba obligada y con calceta de hierro en un pie o manilla en la muñeca. Pocos eran los buenas boyas que batían lenguados por necesidad o gusto: apenas media docena entre los doscientos remeros de la Mulata. A ésos había que añadir los voluntarios forzosos; explicándose esta contradicción por el españolísimo hecho de que, debido a la escasez de brazos en las galeras del rey, y cual sucedía con los soldados de los presidios de Berbería, a algunos galeotes que habían cumplido condena no se les dejaba marchar, manteniéndolos a partir de entonces con la paga de un remero libre. En principio eso era sólo hasta que llegasen otros a ocupar sus puestos; pero como rara vez ocurría pronto, se daba el caso de antiguos forzados que, cumplidas condenas de dos, cinco y hasta ocho o diez años de galera -las de diez las aguantaban pocos, pues eran el acabóse-, seguían allí sin remedio, algunos meses o años más.
– Fíjate -dijo Copons-. Ni se inmuta cuando hacen la zalá… Como si de verdad no fuera de ellos.
En ese momento, con el viento favorable, los remos frenillados y sin necesidad de bogar, forzados y buenas boyas estaban ociosos. La chusma se tumbaba sobre los bancos, hacía sus necesidades en la banda o en las letrinas de proa, se despiojaba entre sí, remendaba su ropa o hacía trabajos para marineros y soldados. A los esclavos de confianza, desherrados, se les permitía ir y venir por la galera, lavando ropa con agua del mar o ayudando al cocinero a preparar las habas cocidas del rancho, que humeaba en el fogón situado a babor de la crujía, entre el árbol maestro y el estanterol. Dos docenas de galeotes -casi la mitad del centenar de turcos y moros que iba al remo- aprovechaban para hacer una de sus cinco oraciones diarias de cara a levante, arrodillados, levantándose e inclinándose en sus bancos. Lá, ilahla, ua Muhamad rasul Alá, decían a coro: no hay otro dios que Dios, y Mahoma es su profeta. Desde corredores, ballesteras y crujía, soldados y marineros los dejaban hacer sin estorbárselo. Tampoco los forzados muslimes tomaban a mal, cuando una vela aparecía en el horizonte, o rolaba el viento y se daba orden de calar palamenta, que los anguilazos del cómitre interrumpieran la oración para devolverlos al remo hasta acompasar tintineo de cadenas. En galera, todos conocían las normas del oficio.
– No es de ellos -opinó Alatriste-. Creo que de verdad no es de ninguna parte, como dice.
– ¿Y ese cuento de que en su tribu eran antes cristianos?
– Puede ser. Ya has visto la cruz de su cara. Y anoche contó algo sobre una campana de bronce que escondían en una cueva… Los moros no tienen campanas. Y es verdad que en tiempo de los godos, cuando llegaron los sarracenos, hubo gente que no renegó y se refugió en las montañas… Puede que con tantos siglos se perdiese la religión, pero quedaran cosas como ésa. Tradiciones, recuerdos… Ya le has visto la barba pelirroja.
– Podría ser su madre cristiana.
– Podría… Pero míralo. Está claro que no se siente moro.
– Ni cristiano, ridiela.
– No me jodas, Sebastián. ¿Cuántas veces has ido tú a misa en los últimos veinte años?
– Cuantas no he podido evitarlo -admitió el aragonés.
– ¿Y cuántos preceptos de la Iglesia has quebrantado desde que eres soldado?
Contó el otro con los dedos, muy serio.
– Todos -concluyó, sombrío.
– ¿Y eso te estorba ser buen soldado de tu rey?
– Vive Dios.
– Pues eso.
Diego Alatriste siguió observando al moro Gurriato, que contemplaba el mar sentado en la postiza de su banda, los pies colgando sobre el agua. Era la primera vez que el mogataz embarcaba, según dijo; mas pese a la marejada que por el poco viento los zarandeó apenas dejaron atrás la cruz de Mazalquivir, no le había revesado el estómago, como otros. El truco, al parecer, era una receta comprada a un moro bagarino: ponerse un papel de azafrán sobre el corazón.
– De todas formas es hombre sufrido -dijo Alatriste-. Se adapta bien.
Copons emitió un gruñido.
– Y que lo digas. Yo mismo, hace un rato, eché el hámago -sonrió, torcido-… Ni eso quiero llevarme de Orán.
Asintió Alatriste. En otro tiempo, a él mismo le había costado hacerse a la dura vida de galera: la falta de espacio e intimidad, el pan de bizcocho con gusanos, ratonado, duro y mal remojado, el agua cenagosa y desabrida, la grita de los marineros y el olor de la chusma, la comezón de la ropa lavada con agua salada, el sueño inquieto sobre una tabla y con una rodela por almohada, siempre a cuerpo gentil bajo el sol, el calor, la lluvia y el relente de las frías noches en el mar, que con la cabeza al sereno dejaban congestión o sordera. Sin contar las bascas del estómago con mal tiempo, la furia de los temporales y los peligros de la guerra, combatiendo sobre frágiles tablas que se movían bajo los pies amenazando arrojarte al mar a cada instante. Y todo eso, en compañía de galeotes que eran la peor cofradía posible: esclavos, herejes sentenciados, falsarios, azotados, testimonieros, renegados, fulleros, perjuros, rufianes, salteadores, acuchilladizos, adúlteros, blasfemos, asesinos y ladrones, que nunca dejaban pasar de largo unos dados o una grasienta baraja. Sin que los marineros o soldados fuesen mejores, pues cada vez que bajaban a tierra -en Orán habían tenido que ahorcar a uno para dar escarmiento-, no había gallinero que no asolaran, huerta que no yermaran, vino que no traspusieran, comida y ropa que no alzasen, mujer que no gozaran, ni villano al que no vejaran o acuchillasen. Que la galera, rezaba el antiguo refrán, déla Dios a quien la quiera.
– ¿De verdad crees que valdrá para soldado?
Copons seguía mirando al moro Gurriato, y Alatriste también. Éste hizo un ademán indiferente.
– El sabrá. De momento conoce mundo, como quería.
El aragonés señaló despectivo la cámara de boga y luego se tocó la nariz con gesto elocuente. De no ser por el viento que hinchaba las velas, el hedor de la gente hacinada entre remos, rollos de cabo y fardos, unido al que subía de la sentina, habría sido pesado de respirar.
– Exageras con lo de conocer mundo, Diego.
– Todo se andará.
Copons se recostaba de codos en la tablazón, aún suspicaz.
– ¿Por qué lo hemos traído? -preguntó al fin.
Alatriste encogió los hombros.
– Nadie lo trae. Es libre de ir donde le place.
– ¿Y no es extraño que nos haya elegido de camaradas, así por las buenas?
– No han sido tan buenas… Y piensa un poco, pardiez. Son los camaradas quienes te eligen a ti.
Se quedó mirando al mogataz un rato más, y al cabo torció el gesto.
– De todas formas -añadió pensativo- es prematuro llamarlo así.
Copons se quedó reflexionando sobre eso. Al cabo gruñó de nuevo, y no volvió a abrir la boca durante un buen rato.
– ¿Sabes lo que pienso, Sebastián? -inquirió Alatriste.
– No, cagüentodo. Nunca sé qué diablos piensas.
– Que algo en ti ha cambiado… Hablas más que antes.
– ¿De verdad?
– Como te digo.
– Será Orán. Demasiado tiempo allí.
– Puede ser.
El aragonés arrugó el entrecejo. Luego se quitó el pañuelo que llevaba en torno a la cabeza, enjugándose el sudor del cuello y la cara.
– ¿Y eso es bueno, o malo? -preguntó tras un instante.
– No lo sé. Pero es distinto.
Miraba Copons su pañuelo como si allí estuviese la explicación de algo complicado.
– Me hago viejo, supongo -murmuró al fin-. Son los años, Diego. Ya viste a Fermín Malacalza, ¿no?… Recuerda cómo era él, antes.
– Claro. Demasiadas cosas en la mochila, imagino… Será eso.
– Será.
Yo estaba al otro extremo de la nave, cerca del estanterol, observando al piloto tomar la altura con la ballestilla y componérselas con la aguja. A mis diecisiete años era mozo despierto y curioso, interesándome la ciencia de todo el que tuviera conocimientos de algo. Así ocurrió durante la mayor parte de mi vida, y a esa curiosidad debo haber aprovechado luego algunos golpes de fortuna. Además del arte de marear, del que mientras anduve embarcado adquirí rudimentos útiles, en aquel cerrado mundo tuve ocasión de conocer no pocas cosas: desde el modo en que el barbero trataba las heridas -en el mar, debido al aire húmedo y la sal, no curaban lo mismo que en tierra- hasta el estudio, párvulo en Madrid, bachiller en Flandes y licenciado en las galeras del rey, de la peligrosa variedad con la que Dios o el diablo adornan el género humano. Gente que bien podría decir, como el forzado de aquella jácara de don Francisco de Quevedo:
Letrado de las sardinas
no atiendo sino a bogar,
graduado por la cárcel,
maldita universidad.
Contemplé de lejos, entre galeotes, marineros y soldados, al moro Gurriato sentado impasible en la postiza, mirando el mar, y al capitán Alatriste y Copons, que parlaban bajo la vela del trinquete al final de la crujía. Debo decir que yo aún estaba impresionado por la visita a Fermín Malacalza. No era, por supuesto, el primer veterano que conocía; pero haberlo visto en la miseria de Orán, pobre e inválido después de una vida de servicio, con familia y sin esperanza de que la suerte cambiase, ni otro futuro que pudrirse como carne al sol o verse cautivo con su familia si los moros tomaban la plaza, me hacía pensar más de lo debido. Y pensar, según el oficio de cada cual, no siempre es cómodo. Metidos en versos, diré que durante un tiempo, siendo más mozo, yo había recitado a menudo unas octavas soldadescas de Juan Bautista de Vivar que me holgaban sobremanera:
A saber emplear
la amada vida enseña,
por su Dios y por su tierra,
la vida militar
enriquecida de sangre,
fuego, de armas y de guerra.
… Y algunas veces, diciéndolas enardecido ante el capitán Alatriste, sorprendí una mueca irónica bajo el mostacho de mi antiguo amo; aunque éste se abstuvo siempre de comentarios, pues opinaba que nadie escarmienta con palabras. Consideren vuestras mercedes que cuando estuve en Oudkerk y Breda yo era todavía un rapazuelo liviano y novelero; y lo que para otros suponía tragedia y crudelísima vida, para mí, sufrido como tantos españoles en soportar penurias desde la cuna, era fascinante peripecia que mucho tenía de juego y de aventura. Pero a los diecisiete años, más cuajado el carácter, vivo de espíritu y con razonable instrucción, ciertas preguntas inquietantes se me deslizaban dentro igual que una buena daga por las rendijas de un coselete. La mueca irónica del capitán empezaba a tener sentido, y la prueba es que tras la visita al veterano Malacalza nunca volví a recitar esos versos. Tenía edad y luces suficientes para reconocer en aquel despojo la sombra de mi padre, y también la del capitán Alatriste, la de Sebastián Copons o la mía, tarde o temprano. Nada de eso cambió mis intenciones: seguía queriendo ser soldado. Pero lo cierto es que, después de Orán, consideré si no sería acertado plantearme la milicia más como un medio que como un fin; como una forma eficaz de afrontar, sostenido por el rigor de una disciplina -de una regla-, un mundo hostil que aún no conocía del todo, pero ante el que, intuía, iba a necesitar lo que el ejercicio de las armas, o su resultado, ponían a mi alcance. Y por la sangre de Cristo que tuve razón. Todo eso fue útil después, a la hora de afrontar los tiempos duros que vinieron, tanto para la infeliz España como para mí mismo, en afectos, ausencias, pérdidas y dolores. Y todavía hoy, a este lado de la frontera del tiempo y de la vida, cuando fui algunas cosas y dejé de ser muchas más, me enorgullezco de resumir mi existencia, como las de algunos hombres valientes y leales que conocí, en la palabra soldado. Pues no en vano, pese a que con los años llegué a mandar una compañía, e hice fortuna, y fui honrado como teniente y luego capitán de la guardia del rey nuestro señor -que no es mala carrera, cuerpo de Dios, para un vascongado huérfano y de Oñate-, firmé siempre cuanto papel particular salió de mis manos con las palabras alférez Balboa: el humilde grado que ostentaba el diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, cuando, junto al capitán Alatriste y los restos del último cuadro de infantería española, sostuve nuestra vieja y rota bandera en la llanura de Rocroi.