III. LA CABALGADA DE UAD BERRUCH

En la distancia aulló un perro. Tumbado boca abajo entre los arbustos, Diego Alatriste dejó de dormitar. Desvelado por su instinto de soldado veterano, levantó la cara, que tenía puesta sobre los brazos cruzados, y abrió los ojos. El sueño había sido breve, de apenas unos instantes; pero sus viejos hábitos de soldado incluían aprovechar la menor ocasión para descansar cuanto pudiera. Nunca llegaba a saberse, en aquel oficio, cuándo habría otro momento de dormir, comer o beber. O vaciar la vejiga. Alrededor, de rodillas en la pendiente de la loma salpicada de bultos inmóviles y silenciosos, algunos soldados aprovechaban la última oportunidad de hacerlo, seguros del riesgo de que a uno le descosieran las asaduras con el odre lleno. Así que, desabrochándose los calzones, Alatriste los imitó. Meado y ayuno, señores soldados, es como mejor se bate uno: así solía arengarlos en el Flandes de su juventud uno de los primeros sargentos que había tenido, don Francisco del Arco -muerto luego de capitán, a su lado, en las dunas de Nieuport-, con quien alcanzó a servir a finales del siglo viejo, apenas cumplidos los quince años, en la guerra contra los Estados y contra Francia, cuando la encamisada de Amiens y el gentil saco de la ciudad; que aquélla, pardiez -lo malo vino después, con casi siete meses de asedio gabacho-, sí había sido próspera cabalgada.

Mientras se aliviaba, miró hacia arriba. Veía alguna estrella rezagada, pero la luz gris del alba se afirmaba desde el oriente, tras los cerros desnudos que todavía dejaban en sombras las tiendas y nogalas del aduar -aún no había luz para distinguir un hilo blanco de un hilo negro-, situado en una rambla grande que los guías llamaban Uad Berruch, a cinco leguas de Orán. Aliviado al fin, Alatriste volvió a tumbarse tras ajustar bien el cinto con las armas y abrocharse las presillas del coleto. Este le pesaría después, con el sofoco del día, cuando el sol africano estuviese en lo alto; pero ahora se alegraba de llevarlo, porque hacía un frío hereje de mil diablos. De cualquier modo, en cuanto empezara el rebato se felicitaría aún más de vestir la vieja piel de búfalo. Viniera de moro, turco o luterano, una cuchillada era una cuchillada. Y de ésas -hizo memoria: ceja, frente, mano, piernas, cadera, espalda, etcétera, hasta sumar nueve si contaba el tiro de arcabuz y diez la quemadura del brazo- ya no le cabían muchas en el cuerpo.

– Maldito perro -cuchicheó alguien, cerca.

El animal volvía a aullar a lo lejos. Y a poco se le unió otro. Mala cosa, pensó Alatriste, si habían olido a los merodeadores y alertaban a la gente dormida del aduar. A esa hora, el grupo que rodeaba el lado opuesto de la rambla ya debía de estar en posición, calculó, con los caballos lejos para que un relincho no estropeara la sorpresa. Doscientos hombres de aquella parte y otros tantos de ésta, incluidos cincuenta moros mogataces; suficiente tropa para irles encima a tres centenares de alarbes, mujeres, niños y ancianos comprendidos en la cifra, que con su ganado acampaban allí, dormidos y sin recelar lo que les esperaba.

La historia se la habían contado por la tarde en Orán, cuando se dio orden de mochila, y tuvo ocasión de conocer más detalles durante las seis horas de marcha nocturna, hombres y caballos caminando recio en la oscuridad guiados por los exploradores mogataces, al principio en fila y luego a la deshilada por el camino de Tremecén, primero por la orilla del río y después, tras dejar atrás la laguna, la casa del morabito, el pozo y los llanos, rodeando los cerros hacia poniente antes de dividirse en dos grupos y emboscarse a la sorda, en espera del alba. Según se contaba, los del aduar eran de la tribu Beni Gurriarán, pastores y agricultores considerados moros de paz por tener seguro de la guarnición española, con el compromiso de ser defendidos frente a otras cábilas hostiles siempre que entregasen cada año, en las fechas previstas, cantidades fijas de grano, cebada y ganado. Pero el grano y la cebada del año pasado lo habían cobrado los alarbes tarde y mal -aún se les adeudaba una tercera parte-, de manera que ahora se llamaban a altana en la entrega de ganado prevista para la primavera. Esta obligación no se había cumplido todavía; y, según los rumores, los Beni Gurriarán se disponían a levantar su aduar para instalarse lejos de Uad Berruch, fuera del alcance español.

– Así que vamos a madrugarles -había dicho el sargento mayor Biscarrués- antes de que digan peñas y buen tiempo.

El sargento mayor Biscarrués, aragonés, militar de mucho oficio y hombre de confianza del gobernador de Orán, era un clásico de los presidios norteafricanos: duro como una piedra, con la piel curtida como cuero agrietado por el sol, el polvo y la crudeza de toda una vida guerreando primero en Flandes y luego en África con el mar a la espalda, el rey lejos, Dios ocupado en otras cosas y los moros en el filo de la espada. Mandaba una tropa de soldados sin otra esperanza que el botín: carne de horca y galera, gente peligrosa, desertora en potencia, tan propensa a amotinarse como a acuchillarse entre sí; y lo hacía con el rigor necesario a tal oficio. Un hideputa cruel pero asequible, y no más venal que la mayoría. Así lo había definido Sebastián Copons antes de ir a visitarlo, la tarde del primer día. Lo encontraron en su cuartelillo de la alcazaba, ante un plano del territorio desplegado sobre la mesa y sujeto en las esquinas por una jarra de vino, una palmatoria con una vela, una daga y un pistolete. Lo acompañaban dos hombres: un moro alto con alquicel blanco sobre los hombros, y un individuo moreno y flaco, de nariz grande y barba afeitada, vestido a la española.

– Con su permiso, señor sargento mayor… Mi amigo Diego Alatriste, soldado viejo de Flandes, ahora en las galeras de Nápoles… Diego, éste es don Lorenzo Biscarrués… Ellos otros son Mustafá Chauni, jefe de nuestros moros mogataces, y el lengua de Orán, de nombre Arón Cansino.

– ¿Flandes? -el sargento mayor lo observaba con curiosidad-… ¿Amiens?… ¿Ostende?

– Las dos.

– Ha llovido mucho. Allí, claro. Sobre los putos herejes… Aquí no cae una gota hace meses.

Charlaron un poco, mencionando nombres de camaradas comunes vivos y muertos; y luego Copons expuso el asunto y obtuvo la aprobación del sargento mayor mientras Alatriste estudiaba a Biscarrués y a los otros. El mogataz era un Ulad Galeb cuya tribu servía a España desde hacía tres generaciones, y su estampa era típica de la zona: barba cana, tostado de piel, babuchas, gumía al cinto, y la cabeza rasurada excepto el pequeño mechón que algunos moros se dejaban para que, si un enemigo les cortaba la cabeza, no les metiera los dedos en la boca o los ojos al llevársela como trofeo. Mandaba la harka de ciento cincuenta guerreros de su tribu o familia -que una cosa suponía allí la otra-, habitantes con sus mujeres y niños del poblado de Ifre y los aduares cercanos; y que, mientras se les asegurasen pagas o botín, sabían hacerse matar bajo la cruz de San Andrés con un valor y una fidelidad que ya quisiera en muchos súbditos el rey católico. En cuanto al otro hombre, a Alatriste no le sorprendió que un judío oficiara de intérprete en la ciudad; pues, pese a la antigua expulsión, en los enclaves españoles del norte de África solía tolerarse su presencia por razones tocantes al comercio, el dinero y el dominio de la lengua arábiga. Como supo más tarde, entre la veintena de familias que habitaban la judería, los Cansino eran intérpretes de confianza desde mediados del siglo viejo, habiendo mostrado, pese a observar la ley mosaica -Orán, caso único, contaba con una sinagoga-, absoluta competencia y lealtad al rey; de modo que los gobernadores de la plaza los distinguían y beneficiaban, pasando el oficio de padres a hijos. Eso tocaba al dominio hablado y escrito de la algarabía mora, la parla hebrea y la turquesca, y también al espionaje, pues todas las comunidades israelitas de Berbería se relacionaban entre sí. En la tolerancia con los judíos oraneses influía también su actividad comercial, muy viva a pesar de las duras alcabalas que por su religión sufrían; dándose que, en tiempos de escasez, eran ellos quienes fiaban al gobernador el dinero o el grano que no llegaban. A eso se añadía su papel en el tráfico de esclavos: por un lado mediaban en los rescates de cautivos, y por otro eran propietarios de la mayor parte de los turcos y moros vendidos en Orán. A fin de cuentas, estuviesen la Virgen Santísima, Mahoma o Moisés de por medio, para todos, judíos, moros o españoles, una moneda de plata sonaba idéntica a otra, y el negocio era el negocio. Poderoso caballero, habría dicho don Francisco de Quevedo. Y menguado quien otro cirio encienda. Etcétera.

El perro volvió a ladrar a lo lejos, y Alatriste tocó la pistola bien cebada que llevaba en el cinto. En cierta manera, concluyó, no le disgustaría que el animal siguiera ladrando hasta que los moros del aduar, o al menos algunos entre ellos, estuviesen despiertos y con un alfanje en la mano cuando el sargento mayor Biscarrués diese el Santiago. Degollar a hombres dormidos para robarles ganado, mujeres e hijos, era más rápido y cómodo que degollarlos despiertos; pero luego hacía falta mayor cantidad de vino para lavarse la sangre de la memoria.

– Atentos.

La orden vino de boca en boca, con un cuchicheo de intensidad creciente. La repetí al llegar a mí, pasando la voz, y la oí alejarse entre las sombras agazapadas hasta perderse como un eco que se extinguiera en el infinito. Deslicé la lengua por mis labios agrietados y luego apreté los dientes para que no castañetearan de frío, mientras me ataba las alpargatas. Después quité los trapos con los que había envuelto mi espada y la moharra de mi media pica a fin de que no hicieran ruidos inoportunos, y miré alrededor. En la claridad del alba, que ya recortaba algunas siluetas sobre el horizonte, no podía ver al capitán Alatriste, pero lo sabía tumbado como todos, cerca. Quien estaba allí mismo era Sebastián Copons: bulto oscuro, inmóvil, oliendo a sudor, a cuero engrasado y a acero bruñido con aceite de armas. Había más bultos semejantes agrupados o desperdigados alrededor, entre las matas de lentisco, las chumberas y los cardos que en Berbería llaman arracafes.

– Santiago en dos credos -corrió de nuevo la voz.

Algunos se pusieron a musitarlos, por devoción o por calcular el tiempo. Los oía en torno, en la semioscuridad, con diversos acentos y entonaciones: vizcaínos, valencianos, asturianos, andaluces, castellanos; españoles sólo solidarios para rezar o matar. Credo in unum Deum, patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae… No era la primera vez, por supuesto. Pero me parecía singular, como siempre, aquel piadoso murmullo como preludio a la sarracina; todas esas voces de hombres susurrando palabras santas, pidiendo a Dios salir vivos del lance, conseguir oro y esclavos, tener un buen regreso a Orán y a España, ricos de botín y sin enemigos cerca, pues todos sabían de sobra -Copons y el capitán habían insistido mucho en eso- que lo más peligroso del mundo era pelear con moros en su tierra y retirándose uno: verse acosado al regreso entre aquellas ramblas y peñas secas, sin agua o pagando un azumbre de sangre por cada gota, bajo el sol implacable, o quedar herido o rezagado en manos de alarbes que disponían de todo el tiempo del mundo para hacerte morir. Quizá por eso, entre las sombras agazapadas se extendía el murmullo: Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero…. A poco yo mismo me vi susurrándolo de modo maquinal, sin parar mientes en ello, como quien acompaña la letra de una canzoneta vieja, pegadiza. Al cabo fui consciente de mis palabras y recé con más devoción, sincero: Et exspecto resurrectionem mortuorum et vitam venturi saeculi, amen. En aquel tiempo, yo tenía edad para creer en aquellas cosas y en algunas más.

– ¡Santiago!… ¡Cierra!… ¡Cierra!… ¡España y Santiago!

Ahora fue esa voz la que corrió en un aullido, punteada por secos toques de corneta, mientras los hombres se levantaban y corrían entre los arbustos, alzando el guión y la bandera del rey. Me puse en pie y fui adelante con todos, oyendo la escopetada que sonaba al otro lado del aduar, donde la oscuridad -una faja negra bajo un cielo que enrojecía entre tonos grisazulados- se punteaba con fogonazos de arcabuz.

– ¡España!… ¡Cierra!… ¡Cierra!

Era difícil correr por el lecho de arena de la rambla seca, y las piernas parecían pesarme como el plomo cuando llegué al otro lado, donde había un cerco de ramas y espinos que encerraba el ganado. Tropecé con un cuerpo inmóvil caído en el suelo, corrí unos pasos más y me arañé con las ramas espinosas. Cuerpo de Dios. Ahora también sonaban escopetazos por nuestro lado, mientras las siluetas de mis camaradas, que ya no eran negras sino grises hasta el punto de reconocernos unos a otros, se desparramaban como un torrente entre las tiendas del aduar, donde aparecían fuegos súbitos o figuras aterradas que luchaban o huían. Al griterío de españoles y mogataces, reforzado por el estruendo de nuestros jinetes que cargaban desde el otro lado, empezó a sumarse el de docenas de mujeres y niños arrebatados al sueño que salían despavoridos, abrazándose o corriendo entre hombres medio dormidos que intentaban protegerlos, peleaban desesperados y morían. Vi cómo Sebastián Copons y otros se metían entre ellos a cuchilladas y fui a la par, con mi media pica por delante; perdiéndola al primer encuentro, pues se la envasé en el cuerpo a un alarbe semidesnudo y barbado que salía de una tienda con un alfanje en la mano. Cayó sobre mis piernas sin decir esta boca es mía, y no pude recobrar la pica, pues mientras me zafaba surgió de la misma tienda, en camisa, otro moro mozo, aún más joven que yo, que empezó a tirarme tajos con una gumía, tan feroces que si uno me alcanza habrían quedado Cristo o el diablo bien servidos, y los de Oñate sin un paisano. Fuime atrás dando traspiés mientras sacaba la espada -era ancha, corta, de galera y muy buena, de las del perrillo- y, volviendo ya con más aplomo, le llevé sin arrimarme mucho media nariz del primer golpe y los dedos de una mano del segundo. El tercero se lo di cuando ya estaba en el suelo, y fue el de conclusión, rebanándole por revés el gaznate. Luego asomé cauto la cabeza dentro de la tienda, y vi un confuso grupo de mujeres y críos apelotonado en un rincón, dando chillidos en su algarabía. Dejé caer la cortina, di media vuelta y seguí a lo mío.

Aquello era cosa hecha. Diego Alatriste empujó con el pie al moro al que acababa de matar, le sacó la espada del cuerpo y miró alrededor. Los alarbes apenas resistían ya, y la mayor parte de los atacantes se ocupaban más de hacer gazúa que de otra cosa, robando que parecían ingleses. Aún sonaban escopetazos en el aduar, pero el griterío de rabia, desesperación y muerte dejaba paso al lamento de los heridos, al gemir de los prisioneros y al zumbido de enjambres de moscas enloquecidas sobre los charcos de sangre. Como si de ganado se tratase, soldados y mogataces acorralaban a mujeres, niños, ancianos y hombres que arrojaban las armas, sacándolos de las tiendas a empellones, mientras otros reunían los objetos de valor y se ocupaban del ganado. Las moras, con los críos agarrados a las faldas o cogidos en los pechos, daban alaridos y se golpeaban el rostro ante los cadáveres de padres, esposos, hermanos e hijos; y alguna de ellas, trastornada por el dolor y la rabia, acometía de uñas a los soldados, que terminaban reduciéndola a golpes. Puestos aparte, los hombres se agrupaban en el polvo, aturdidos, contusos, heridos, aterrados, bajo la vigilancia de espadas, picas y arcabuces. Algunos adultos y ancianos que intentaban mantener actitudes dignas eran empujados sin miramientos, abofeteados por los soldados victoriosos que así vengaban -regía la orden acostumbrada de no despilfarrar vidas que valían dinero- la suerte de media docena de camaradas que habían dejado la piel en el asalto. Eso hizo fruncir el ceño a Alatriste, pues opinaba que a un hombre se le mata, pero no se le humilla; y menos delante de sus amigos y su familia. Pero la cosecha de escrúpulos no era abundante aquel siglo, si alguna vez lo fue. Apartó la vista, incómodo, observando las inmediaciones del campamento. Entre los cerros, la gente a caballo daba alcance a los moros que habían logrado escapar para esconderse en los cañizales y las higueras de la rambla, y los traía de vuelta, maniatados, sujetos a las colas de los animales.

Ardían ya algunas tiendas puestas a saco, con los enseres, calderos, plata, alfombras y otra ropa apilados fuera, mientras el sargento mayor Biscarrués, que iba y venía atento a todo, urgía a voces para que avivasen la reunión del botín y la partida. Diego Alatriste lo vio mirar con los ojos entrecerrados la altura del sol, que acababa de salir, y luego echar un vistazo preocupado alrededor. De soldado a soldado no era difícil adivinar sus pensamientos. Una columna de españoles cansados, llevando con ellos ciento y pico cabezas de ganado y más de doscientos cautivos -ése era el fruto, calculando rápido, de la cabalgada-, sería muy vulnerable a ataques de moros hostiles si no estaba tras los muros de Orán antes de la puesta de sol.

Alatriste tenía la gorja tan seca como la arena y las piedras que pisaba. Recristo, pensó. Ni siquiera puedo escupir la pólvora y la sangre que me pegan la lengua al paladar. Ojeó en torno y encontró la mirada, a un tiempo amistosa y feroz, de un mogataz de barba bermeja que con mucho oficio le cortaba la cabeza a un alarbe muerto. Más acá había una mora vieja que, en cuclillas, sostenía en su regazo la cabeza de un hombre malherido. La mujer tenía la piel de la cara arrugada, llenas de tatuajes azules la frente y las manos, y alzó el rostro, mirando a Alatriste con ojos inexpresivos cuando, aún espada en mano, se detuvo ante ella.

– Ma. Beber agua. Ma.

La mujer no respondió hasta que él, insistiendo, le tocó el hombro con la punta de la espada. Entonces hizo un ademán indiferente hacia una tienda grande, hecha de pieles de cabra cosidas; y, de nuevo ajena a cuanto ocurría alrededor, siguió ocupándose del moro que gemía en el suelo. Alatriste se encaminó a la tienda, apartó la cortina y entró en la sombra del recinto.

Apenas lo hizo, comprendió que iba a tener problemas.

Divisé de lejos al capitán Alatriste, con el ir y venir de soldados y prisioneros, cuando lo buscaba entre el saqueo del aduar, y me alegré de verlo sano. Quise llamarlo a gritos, pero no me oyó; así que fui hacia él esquivando las tiendas que empezaban a arder, los montones de ropa apilados, los heridos y los muertos tirados por todas partes. Lo vi entrar en una tienda grande, negra; y también observé que alguien, a quien no pude distinguir bien -parecía un moro de los nuestros, un mogataz-, entraba tras él. Entonces me entretuvo un caporal, ordenándome que vigilase a un grupo de alarbes mientras los maniataban. Aquello me llevó un momento, y al terminar seguí camino hasta la tienda. Alcé la cortina, agaché la cabeza para entrar, y me quedé estupefacto: en un rincón, sobre un montón de esteras y alfombras revueltas, había una mora joven, semidesnuda, a la que en ese momento el capitán ayudaba a vestirse. La mora tenía un golpe en la cara y el rostro cubierto de lágrimas, y sollozaba como animal atormentado. A sus pies había una criatura de pocos meses, manoteando, y junto a ella estaba uno de nuestros soldados, un español, con el cinto suelto, los calzones por las rodillas y la cabeza abierta de un pistoletazo. Otro español, vestido pero degollado de oreja a oreja, estaba boca arriba junto a la entrada, aún con la sangre saliéndole fresca por el tajo que le rebanaba la garganta. La misma sangre, deduje en los pocos instantes en que aún mantuve la serenidad, que manchaba la gumía que un moro mogataz, barbudo y hosco, me puso en el cuello apenas franqueé la entrada. Todo eso -pónganse vuestras mercedes en mi lugar, pardiez- me arrancó una exclamación de sorpresa que hizo volver la cara al capitán.

– Es casi mi hijo -se apresuró a decir-. No dirá nada.

El aliento del mogataz, que llegaba hasta mi cara, se interrumpió un momento mientras éste me estudiaba de cerca con ojos negros y vivos, de pestañas tan aterciopeladas que parecían de mujer. Aquellas pestañas eran lo único delicado en su rostro moreno y curtido, donde la barba bermeja y puntiaguda acentuaba una catadura feroz que me heló la sangre. Tendría unos treinta y tantos años, era de proporciones regulares pero con fuertes hombros y brazos, y llevaba el cráneo rapado a excepción del clásico mechón del cogote, un turbante suelto en torno al cuello, aros de plata en ambas orejas y un curioso tatuaje azul en forma de cruz en la cara, sobre el pómulo izquierdo. Al cabo, el moro apartó la daga de mi cuello y la limpió en su albornoz de rayas grises, antes de introducirla en la vaina de cuero que llevaba en la faja.

– ¿Qué ha pasado aquí? -le pregunté al capitán.

Se incorporaba despacio. La mujer se cubrió con un velo de color pardo, encogida de temor y vergüenza. El mogataz le dirigió unas palabras en su lengua -algo así como barra barra- y ella, recogiendo del suelo al niño que lloraba, lo envolvió en el mismo velo, anduvo ligera por nuestro lado agachando la cabeza, y salió de la tienda.

– Ha pasado -respondió el capitán con voz tranquila- que estos dos valientes y yo hemos tenido un desacuerdo sobre la palabra botín.

Se agachó a coger su pistola recién disparada, que estaba en el suelo, y se la metió en el cinto. Después miró al mogataz, que seguía en la entrada, y algo parecido a una sonrisa se insinuó bajo su mostacho.

– La discusión iba mal para mí. Y empeoraba… Entonces este moro entró aquí y tomó partido.

Se había acercado a nosotros, y ahora miraba al mogataz con mucha atención, de arriba abajo. Parecía agradarle lo que veía.

– ¿Hablas espanioli? -le preguntó.

– Lo hablo -dijo el otro, en buen castellano.

El capitán observó detenidamente el arma blanca metida en la faja.

– Buena gumía llevas.

– Eso creo.

– Y mejor mano tienes.

– Uah. Eso dicen.

Se miraron unos instantes de cerca, en silencio.

– ¿Tu nombre?

– Aixa Ben Gurriat.

Yo esperaba más palabras, explicaciones, pero quedé decepcionado. En el rostro barbudo del mogataz apuntaba media sonrisa semejante a la del capitán.

– Vámonos de aquí -concluyó éste, tras echar una última ojeada a los cadáveres-. Pero antes démosle fuego a la tienda… Evitaremos explicaciones.

La precaución fue innecesaria: nadie echó de menos a los dos maltrapillos -luego supimos que eran escoria fanfarrona de mala casta y sin amigos, que a nadie importaba-, anotados sin más averiguación en la lista general de bajas. En cuanto al regreso, fue duro y peligroso, pero triunfal. Por el camino de Tremecén a Orán, bajo un sol vertical que limitaba nuestras sombras a un pequeño trazo bajo los pies, se extendía la larga columna de soldados, cautivos, despojos y ganado, marchando las bestias, que eran ovejas, cabras y vacas y algún camello, en la vanguardia, al cuidado de mogataces y moros de Ifre. Antes de abandonar Uad Berruch, por cierto, habíamos tenido un momento de mucha tensión, cuando el lengua Cansino, tras interrogar a los prisioneros, se quedó un rato callado, vuelto a un lado y a otro, y luego, tartamudeando, puso en conocimiento del sargento mayor Biscarrués que el sitio atacado no era el que se debía atacar, y que los guías mogataces se habían equivocado -o errado a propósito-, llevándonos hasta un aduar de moros de paz que pagaban puntualmente su garrama. De los que habíamos matado nada menos que a treinta y seis. Y juro a vuestras mercedes que nunca he visto a nadie montar en cólera como entonces vi al sargento mayor, rojo como la grana y con las venas del cuello y la frente a punto de reventar, jurando que haría ahorcar a los guías, a sus antepasados y a la puta amancebada con un cerdo que los parió. Pero sólo fue un pronto. Aquello ya no tenía remedio; así que, hombre práctico y militar al fin, hecho a todo troche y todo moche, don Lorenzo Biscarrués acabó calmándose. Moros de paz o moros de guerra, concluyó, su buen dinero valían vendidos en Orán. Ahora eran moros de guerra, y no había más que hablar.

– A lo hecho, pecho -dijo, zanjando el asunto-. Ya afinaremos más otro día… Punto en boca, y al que se vaya de la lengua, por Cristo vivo que se la arranco.

Y así, tras curar a los heridos y echar un bocado -pan cocido bajo ceniza, unos dátiles y leche aceda que encontramos en el aduar-, caminamos ligeros, arcabuces listos y ojo avizor, dispuestos a ponernos en cobro antes de la noche. Y de ese modo íbamos como dije, recelosos y barba sobre el hombro: el ganado en vanguardia, seguido por el grueso de tropa, el bagaje y luego los cautivos, que sumaban doscientos cuarenta y ocho entre hombres, mujeres y niños que podían andar, todos en el centro y bien custodiados. Otra tropa escogida de picas y arcabuces cerraba la marcha, mientras la caballería exploraba por delante y protegía los flancos, en previsión de que partidas de moros hostiles pretendieran ofendernos la retirada o privarnos del agua. Se dieron, en efecto, algunos rebatos y escaramuzas de poca importancia; y antes de llegar al pozo que llamaban del Morabito, donde había mucha palmera y algarrobo, los alarbes, de los que buen número nos pisaba la huella en busca de rezagados o de ocasión, quisieron estorbarnos el agua con una acometida seria: un centenar de jinetes que entre gritos y osadía, insultándonos con las obscenidades que ellos suelen, se arrimaron a la retaguardia, dándonos allí algazara; pero cuando nuestros arcabuceros calaron cuerdas y les dieron una linda rociada, tornaron las espaldas dejando alguna gente en el campo, y no hubo más. íbamos gozosos con la victoria y el botín, con prisa por llegar a Orán para cobrarlo; y no pude evitar que acudiesen a mis labios mozos, canturreados entre dientes, unos conocidos versos:

Son los usos de aquel tiempo

caballeresco y feroz,

cuando acuchillando moros

se glorificaba a Dios.

Sin embargo, dos episodios habían de oscurecer mi satisfacción durante la retirada de Uad Berruch. Uno fue el de un recién nacido que se estaba muriendo en brazos de su madre, sin que resultara ajena a ello la aspereza del camino; y advertido eso por el capellán fray Tomás Rebollo, que nos acompañaba en la cabalgada haciendo su oficio, apeló al sargento mayor, alegando que en la criatura moribunda cesaba el derecho de patria potestad de la madre, por lo que lícitamente se la podía bautizar contra la voluntad de ésta. Como no había junta de teólogos a mano para evacuar consulta, don Lorenzo Biscarrués, que tenía otras preocupaciones, respondió al fraile que hiciese lo que estimara oportuno; y éste, pese a las protestas y gritos de la madre, le arrebató al chiquillo y diole al punto, con unas gotas de agua, óleos y sal, el santo bautismo. Murió a poco rato la criatura y felicitóse mucho el capellán de que, en día como aquél, donde tantos enemigos del nombre de Dios se habían condenado dentro de la perniciosa secta de Mahoma, un ángel hubiera sido enviado al Cielo para mayor conocimiento de sus secretos juicios y confusión de sus enemigos, etcétera. Después supimos que la marquesa de Velada, mujer del gobernador, muy piadosa, limosnera, de rosario largo y comunión diaria, alabó en extremo la decisión de fray Tomás, mandando buscar a la madre para consolarla y convencerla con santas razones de que se reuniera algún día con su hijo, convirtiéndose a la verdadera fe. Pero no pudo ser. La noche misma en que llegamos a Orán, la mora se ahorcó por desesperación y vergüenza.

El otro recuerdo que tengo presente es el de un morillo de seis o siete años que caminaba junto a las acémilas donde iban, atadas, las cabezas de los alarbes muertos. Aquellos días, el gobernador de Orán recompensaba -prometía recompensas, para ser exactos- por cada moro muerto en acción de guerra, y la de Uad Berruch, como dije, pasaba como tal. Así que, para que todo quedase probado, cargábamos treinta y seis cabezas de moros adultos, cuyo recuento en la ciudad aumentaría nuestra parte del botín en algunos maravedíes. El caso era que ese niño caminaba junto a una mula que portaba una docena de cabezas colgadas en racimo a uno y otro lado de la albarda. Y bueno. Si la vida de cualquier hombre lúcido está poblada de fantasmas que se acercan en la oscuridad y lo tienen a uno con los ojos abiertos, en los míos permanece -y voto a Dios que la tengo bien llena- la imagen de aquel crío descalzo y sucio, que sorbiéndose los mocos, con los ojos enrojecidos vertiendo surcos de lágrimas por los churretes de la cara polvorienta, caminaba junto a la acémila, sin apartarse de allí, regresando una y otra vez cuando los guardianes lo hacían alejarse, para espantar las moscas que se posaban en la cabeza cortada de su padre.

La casa de la Salka era mancebía y fumadero, y allí nos abarracamos al día siguiente, apenas se celebró la venta del botín. Todo Orán era un vasto regocijo desde la noche anterior, cuando, con la última luz del día, y tras dejar el ganado en los cercados de las Piletas, sobre la fuente del río, habíamos hecho triunfal entrada por la puerta de Tremecén, muy bien escuadronados y llevando delante a los cautivos, guarnecidos por soldados armas al hombro. Entramos así por la carrera iluminada de hachas, yendo derechos a la iglesia mayor, donde los esclavos pasaron maniatados delante del Santísimo, que el vicario había sacado descubierto a la puerta con acompañamiento de clero, cruz y agua bendita; y luego de cantarse el Te Deum laudamus en reconocimiento de la victoria que allí se presentaba, fuese cada mochuelo a su olivo hasta el día siguiente, que fue el de la verdadera celebración, pues la almoneda de esclavos resultó muy lucida, importando la venta completa la gentil suma de cuarenta y nueve mil y seiscientos ducados. Deducida la parte del gobernador y el quinto del rey, que en Orán se destinaba a bastimentos y munición, apartado lo que se daba a los oficiales, a la Iglesia, al hospital de veteranos y a los mogataces, y hecho el reparto del resto a la tropa, nos vimos el capitán y yo mejorados en quinientos sesenta reales cada uno, lo que suponía el agradable peso en las respectivas faltriqueras de setenta lindísimas piezas de a ocho. A Sebastián Copons, por su grado y ventajas, le correspondió algo más. De modo que, apenas cobramos nuestro dinero en casa de un pariente del lengua Arón Cansino -casi hubo que echar mano a las dagas porque algunas monedas quería dárnoslas sin pesar y demasiado limadas en los cantos-, decidimos gastar una pequeña parte como quienes éramos. Y allí estábamos los tres, donde la Salka, dándonos un verde.

La celestina de la mancebía era una mora madura, bautizada y viuda de soldado, antigua conocida de Sebastián Copons; y, según nos aseguró éste, de mucha confianza dentro de lo razonable. Su manfla estaba cerca de la puerta de la Marina, en las casas escalonadas tras la torre vieja. Tenía arriba una terraza desde la que se apreciaba un grato paisaje, con el castillo de San Gregorio a la izquierda, dominando la ensenada llena de galeras y otras naves; y al fondo, como una cuña parda entre el puerto y la inmensidad azul del Mediterráneo, el fuerte de Mazalquivir, con la gigantesca cruz que tenía delante. A la hora que narro, el sol ya descendía sobre el mar, y sus rayos tibios nos iluminaban al capitán Alatriste, a Copons y a mí, sentados en blandos cojines de cuero en una estancia abierta a la pequeña terraza, que no había más que pedir, bien provistos de beber, yantar y lo demás que en tales rumbos se encuentra. Nos acompañaban tres pupilas de la Salka con las que un rato antes habíamos tenido más que palabras, aunque sin llegar a las últimas trincheras; pues el capitán y Copons, con muy buen seso, lograron persuadirme de que una cosa era regocijarse en gentil compañía, y otra zafarse al arma blanca sin reparo, arriesgando atrapar el mal francés o cualquiera de las muchas enfermedades con que mujeres públicas -extremadamente públicas, tratándose de Orán- podían arruinar la salud y la vida de un incauto. Eran las daifas razonables: dos cristianas, andaluzas y de no mala presencia, que en la plaza se ganaban la vida tras ser desterradas allí por malos pasos y peores antecedentes -venían de las almadrabas de Zahara, que eran el finibusterre de su oficio-, siendo la tercera una mora renegada, demasiado morena de carnes para el gusto español, pero bien plantada y muy jarifa, diestra en menesteres de precisión que no están en los mapas. La Salka, al tintineo de nuestra plata fresca, nos había traído a las tres encareciéndolas mucho como limpias, ambladoras y bachilleras del abrocho; aunque, como dije, este último lance lo excusáramos. Aun así, a fe de vascongado que, por la ración correspondiente -la mora, por ser el bisoño-, no era yo quien iba a dar un mentís a la alcahueta.

Pero he dicho de comer y beber, y no fue sólo eso. Aparte ciertas especias que sazonaban el yantar, no de mi gusto por encontrarlas fuertes, era la primera vez que fumaba la hierba moruna, que la renegada preparaba con mucha destreza, mezclándola con tabaco en pipas largas de madera con cazoleta de metal. Cierto es que no era aficionado a fumar ni lo fui nunca, ni siquiera en forma del polvo molido que tanto complacía aspirar a don Francisco de Quevedo. Pero yo era novicio en Berbería; y ésa, notoria novedad. Así que, aunque el capitán no quiso probar aquello, y Copons se limitó a dar un par de chupadas a la pipa, yo me había fumado una, y estaba enervado y sonriente, la cabeza dándome vueltas y el verbo torpe, cual si mi cuerpo flotara por encima de la ciudad y del mar. Eso no me impidió participar en la charla, que pese a la felicidad de la situación y al dinero que llevábamos encima, en ese momento no era alegre. Copons, que habría querido venirse a Nápoles o a cualquier sitio -sabíamos ya que nuestra galera levaba ferro en dos días-, iba a quedarse en Orán, pues seguían negándole su licencia.

– Así que -concluyó, sombrío- seguiré pudriéndome aquí hasta el día del Juicio.

Dicho aquello, se bebió un esquilón entero de vino de Málaga, algo picado pero sabroso y fuerte, y chasqueó resignado la lengua. Yo miraba distraído a las tres daifas, que al vernos metidos en conversación nos dejaban tranquilos y parloteaban al extremo de la terraza, desde donde hacían señas a los soldados que pasaban por la calle. La Salka, convencida de que en tiempo de cabalgada el dinero corría fácil, tenía bien adiestradas a sus corsarias en no descuidar el negocio.

– Quizás haya un medio -dijo el capitán Alatriste.

Lo miramos con mucha atención, en especial Copons. En el rostro impasible de éste, eso significaba un brillo de expectación en la mirada. Conocía de sobra a su antiguo camarada como para saber que nunca hablaba de más, ni de menos.

– ¿Se refiere vuestra merced -pregunté- a que Sebastián salga de Orán?

– Sí.

Copons puso una mano sobre el brazo del capitán. Exactamente sobre la quemadura que éste se había hecho dos años atrás en Sevilla, interrogando al genovés Garaffa.

– Cagüentodo, Diego… Yo no deserto. Nunca lo hice en mi vida, y no voy a empezar ahora.

El capitán, que se pasaba dos dedos por el mostacho, le sonrió a su amigo. Una sonrisa de las que pocas veces mostraba, afectuosa y franca.

– Hablo de irte honrosamente, con tu licencia dentro de un canuto de hojalata… Como debe ser.

El aragonés parecía desconcertado.

– Ya te dije que el mayoral Biscarrués no me da licencia. Nadie sale de Orán, y lo sabes. Sólo quienes estáis de paso.

Alatriste miró de soslayo hacia las tres mujeres de la terraza y bajó la voz.

– ¿ Cuánto dinero tienes?

Copons frunció el ceño, cavilando sobre a santo de qué venía aquello. Luego cayó en la cuenta y negó con la cabeza. Ni lo pienses, repuso. Con lo de la cabalgada no me alcanza.

– ¿Cuánto? -insistió el capitán.

– Descontando lo que voy a gastar aquí, unos ochenta escudos limpios. Quizá algunos maravedíes más. Pero ya te digo…

– Supongamos un golpe de suerte. ¿Qué harías una vez en Nápoles?

Copons se echó a reír.

– ¡Vaya pregunta!… ¿Italia y sin un charnel en la bolsa?… Alistarme de nuevo, claro. Con vosotros, si puede ser.

Se quedaron un rato mirándose en silencio. Yo, que volvía poco a poco de las nubes, los observé con interés. La sola idea de que Copons nos acompañara a Nápoles me daba ganas de gritar de alegría.

– Diego…

Pese al escepticismo con que Copons pronunció el nombre de mi antiguo amo, la lucecita de esperanza seguía presente en sus ojos. El capitán mojó el mostacho

en el vino, reflexionó un instante más y sacudió la cabeza, afirmativo.

– Tus ochenta escudos, con los sesenta y pico de la cabalgada que me quedan a mí, suman…

Contaba con los dedos sobre la bandeja de latón moruno que hacía de mesa, y al cabo se volvió a mirarme; la rapidez del capitán con la espada no se extendía a las cuatro reglas. Hice un esfuerzo por alejar los últimos vapores de la nube. Me froté la frente.

– Ciento cuarenta -dije.

– Una cantidad ridícula -dijo Copons-. Para licenciarme, Biscarrués exigiría cinco veces más.

– Contamos con cinco veces más. O eso creo… A ver, Íñigo, ve sumando… Ciento cuarenta, y mis doscientos de la galeota que vendimos en Melilla.

– ¿Tienes ese dinero? -preguntó Copons, asombrado.

– Sí. En el remiche del espalder de mi galera, un gitano del Perchel que se come diez años de bizcocho, más temido aún que el cómitre, y que cobra medio real de usura a la semana… ¿Íñigo?

– Trescientos cuarenta -dije.

– Bien. Súmale ahora tus sesenta escudos.

– ¿Qué?

– Que se los sumes, voto a Dios -los ojos claros me perforaban como dagas vizcaínas-, ¿Qué sale?

– Cuatrocientos.

– No es suficiente… Añade tus doscientos de la galeota.

Abrí la boca para protestar, pero en la mirada que me dirigió el capitán comprendí que era inútil. Los últimos flecos de nube algodonosa desaparecieron de golpe. Adiós a mis ahorros, me dije, lúcido del todo. Fue hermoso sentirse rico mientras duró.

– Seiscientos escudos justos -concluí en voz alta, resignado.

El capitán Alatriste se había vuelto, radiante, hacia Copons.

– Con las pagas atrasadas que te adeudan, y que cuando lleguen se embolsará tu sargento mayor, hay de sobra.

El aragonés tragó saliva, mirándonos a uno y otro como si las palabras se le hubieran atravesado en la gola. No pude evitar, una vez más, recordarlo en primera línea cuando lo del molino Ruyter, pisando barro en las trincheras de Breda, sucio de pólvora y sangre en el reducto de Terheyden, acero en mano en la alameda de Sevilla, o subiendo al asalto del Niklaasbergen en la barra de Sanlúcar. Siempre callado, seco, pequeño y duro.

– Cagüendiela -dijo.

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