II. METER EN ORÁN CIEN LANZAS

Cuando la embarcación corsaria se hundió, miré hacia atrás. Las últimas luces del crepúsculo silueteaban, colgados en la entena e inclinándose hasta tocar el mar y ser engullidos por su sombra, los cuerpos sin vida del arráez, el piloto y tres moriscos; entre ellos uno de los jóvenes, a quien el alférez Muelas encontró, para su mala suerte, vello en las partes berrendas. El otro, más imberbe y afortunado, había sido puesto al remo con el resto de los cautivos, que ahora bogaban o estaban en la cala, asegurados con cadenas. En cuanto al piloto morisco, que resultó ser valenciano, juró, ya con la soga al cuello y en buen castellano, que pese a su expulsión de España cuando muchacho, era de conversión sincera y siempre había vivido como cristiano, tan ajeno a la secta del Profeta como aquel cristiano que en Orán decía:

Ni niego a Cristo ni en Mahoma creo.

Con la voz y el vestido seré moro para alcanzar el fin que no poseo.

… Y que estar tajado no era sino trámite propio del qué dirán, por haber morado en Argel y Salé. A eso repuso el capitán Urdemalas que se alegraba mucho; y que, pues cristiano había sido y era, muriese luego a luego como tal. Que, a falta de capellán en la galera, bastarían un credo y un paternóster, más lo que pusiera de su cosecha, para quedar en regla con la otra vida; menester para el que no tenía inconveniente en concederle un poco de tiempo antes de colgarlo por el pescuezo. Tomóselo a mal el piloto morisco y blasfemó de Dios y de la Virgen Santísima, esta vez menos en parla castellana que en lengua franca de Berbería trufada de aljamía valenciana; y no paró de hacerlo hasta que, detenido para tomar aliento, escupió un certero gargajo que dio en una bota del capitán Urdemalas; con lo que éste ordenó abreviar el trámite, ni credos ni puta que los parió, dijo, y el piloto subió a la entena en línea recta, atadas las manos a la espalda, pataleando y sin reconciliar su alma. En cuanto a los otros corsarios heridos, moriscos o no, habían sido maniatados y echados al mar sin más ceremonia. Sólo a uno de los que aguantaban en pie, aunque acuchillado en el cuello, no se le pudo ahorcar. La herida era un tajo grande de medio palmo, aunque no cortaba vaso ni hacía mucha sangre; y, según de qué lado se mirase, el pobre diablo parecía, aunque algo pálido, fresco como una lechuga. Fue opinión del alguacil que si se le colgaba, el cuello se le rompería por ahí, haciendo feo espectáculo. Tras echarle un vistazo, nuestro capitán de galera convino en ello; así que acabó en el agua maniatado sin más ceremonia, como el resto.

Soplaba un gregal suave, no había salido la luna y el cielo estaba cubierto de estrellas cuando fui en busca, casi a tientas, del capitán Alatriste. En la atestada cubierta de la galera -no digo maloliente, pues yo mismo formaba parte de aquello, y estaba de sobra curtido en olores y hedores-, soldados y gente de cabo descansaban tras el combate, tras repartírseles salume de pescado y algo de vino para reponer fuerzas, mientras que la chusma, trincados los remos y dejado el cuidado de movernos al viento próspero, había recibido un refresco de bizcocho, vinagre y aceite, del que daba cuenta tirada entre sus bancos, con rumor de conversaciones en voz baja, algún canturreo para matar el rato y mucho quejarse de los heridos y contusos. Sonaba quedo una copla, que alguien acompañaba con repiqueteo de cadenas y palmas sobre el cuero que cubría los bancos:

Las galeras de cristianos,

sabed si no lo sabéis,

que tienen falta de pies

y que no les sobran manos.

Era, en suma, una noche como tantas. La Mulata navegaba despacio en la oscuridad, rumbo sur, con mar tranquila y las velas henchidas, oscilantes como dos grandes manchas claras sobre cubierta, que ocultaban y descubrían con su balanceo el cielo estrellado. Encontré al capitán Alatriste a proa, junto al banco de la corulla siniestra. Estaba inmóvil, apoyado en un filarete, mirando el mar y el cielo oscuros que, hacia poniente, conservaban un rastro de claridad rojiza. Cambiamos unas palabras sobre los episodios de la jornada, y al cabo le pregunté si era cierto que, como corría por la nave, habíamos tomado la vuelta de Melilla en vez de la de Orán.

– Nuestro capitán de galera no quiere seguir engolfado con tanto cautivo a bordo -respondió-. Así que prefiere llegarse allí, que está cerca, para vender a la gente. Así haremos camino con menos embarazo.

– Y más ricos -añadí, risueño. Había hecho cuentas, como todos a bordo, y de la jornada sacaba por lo menos doscientos escudos.

Mi antiguo amo se movió un poco. Refrescaba en la oscuridad, y por el roce de su ropa sentí que se abrochaba el coleto.

– No te hagas ilusiones -dijo al fin-, porque en Melilla los esclavos se pagan peor… Pero estamos solos, cerca de la costa y a cuarenta leguas de Orán. Urdemalas teme un mal encuentro.

Me holgué de aquello, pues no conocía Melilla; pero el capitán Alatriste no tardó en desengañarme, contando que esa ciudad era poco más que una fortaleza pequeña en una punta de roca: unas cuantas casas amuralladas a la vista del enorme monte Gurugú, siempre sobre las armas y rodeada, como todos los enclaves españoles en la costa de África, de alarbes hostiles. Alarbes o alárabes -lo preciso a fin de ilustrar al desocupado lector- era el nombre que dábamos a los moros de campo, por lo general belicosos y poco de fiar, distinguiéndolos de los habitantes de las ciudades, a los que apellidábamos moros a secas, para diferenciarlos a todos ellos, bereberes en suma, de los turcos de Turquía, que también andaban por allí en apretada gavilla, yendo y viniendo de Constantinopla. Que era donde vivía el Gran Turco, al que todos, de una forma u otra, con más o menos fidelidad y según las épocas, rendían algún modo de vasallaje; y por eso solíamos, abreviando, llamar turcos a cuantos corrían nuestras costas, lo fueran realmente de nación, o no. Que si este año baja el Turco o no baja, decíamos. Que si una fusta turca o una galeota de lo mismo, fuesen de Salé, de Túnez o de la Anatolia. A eso debemos añadir el intenso comercio de naves de todas las naciones con las populosas ciudades corsarias, donde, aparte los vecinos moros de cada una, había innumerables esclavos cristianos -Cervantes, Jerónimo de Pasamonte y otros lo vivieron en carne propia, y a su autoridad dejo los detalles-, amén de moriscos, judíos, renegados, marinos y comerciantes de todas las orillas y naciones. Háganse así cuenta vuestras mercedes del complicado mundo que era aquel mar interior, frontera de España al sur y al levante, agua de nadie y de todos, espacio ambiguo, móvil y peligroso donde las diversas razas nos mezclábamos, aliándonos o combatiendo según rodaban las brochas sobre el parche del tambor. Mas de justicia es precisar que, aunque Francia, Inglaterra, Holanda y Venecia negociaban con el Turco, e incluso se aliaban con él contra otras naciones cristianas -sobre todo contra España cuando convenía, que era casi siempre-, nosotros, pese a nuestros muchos errores y contradicciones, sostuvimos siempre la verdadera religión sin desdecirnos una sílaba. Y siendo como éramos arrogantes y poderosos, empeñamos nuestras espadas, nuestro dinero y nuestra sangre hasta agotarnos en la lucha que, durante un siglo y medio, tuvo a raya en Europa a la secta de Lutero y de Calvino, y a la de Mahoma en las orillas mediterráneas.

Sino en las oficinas donde el belga

rebelde anhela, el berberisco suda,

el brazo aquel, la espada éste desnuda,

forjando las que un muro y otro muro

por guardas tiene llaves ya maestras

de nuestros mares, de las flotas nuestras.

Que así lo había loado, por cierto, en su alambicado estilo de siempre -y que me perdone don Francisco de Quevedo por traer aquí a su enemigo cordobés-, el poeta Luis de Góngora en aquellos culteranos versos que dedicó en el año diez a la toma de Larache, seguida cuatro años después por la de La Mámora. Plazas de Berbería que, como todas sus iguales, conquistamos a los moros con mucho esfuerzo, conservamos con mucho sufrimiento, y al fin acabamos perdiendo con mucha desidia, vergüenza y desdicha, como lo demás.

Que en eso, cual en casi todo, mejor nos hubiera ido haciendo lo que hicieron otros, más atentos a la prosperidad que a la reputación, abriéndonos a los horizontes que habíamos descubierto y ensanchado, en vez de enrocarnos en las sotanas siniestras de los confesores reales, los privilegios de sangre, la poca afición por el trabajo, la cruz y la espada, mientras se nos pudrían la inteligencia, la patria y el alma. Pero nadie nos permitió elegir. Al menos, para pasmo de la Historia, un puñado de españoles supimos cobrárselo caro al mundo, acuchillándolo hasta que no quedamos uno en pie. Dirán vuestras mercedes que ése es magro consuelo, y quizás tengan razón. Pero nosotros nos limitábamos a hacer nuestro oficio sin entender de gobiernos, filosofías ni teologías. Pardiez. Éramos soldados.

Vimos extinguirse el último resplandor rojizo en el horizonte negro. Ya no se diferenciaban cielo y mar sino por la bóveda de estrellas bajo la que nuestra galera navegaba impulsada por el viento de levante, a oscuras, sin luna ni luz alguna, guiada por la ciencia del piloto que miraba la estrella que señala el norte, o abría a ratos el escandelar, donde un tenue resplandor iluminaba la aguja de marear. Atrás, hacia el árbol maestro, oímos a alguien preguntar al capitán Urdemalas si encendía el fanal de popa, y a éste responder que a quien prendiera una luz, aunque fuera pequeña, le sacaba los sesos a puñadas.

– En cuanto a lo de soldados ricos -dijo el capitán Alatriste al cabo de un rato, como si hubiera estado dándoles vueltas a mis palabras-, nunca conocí a ninguno que lo fuera mucho tiempo. Al fin todo se va en juego, vino y putas… Como sabes muy bien.

La pausa había sido significativa. Lo bastante corta para que no sonase a reproche, lo bastante larga para que lo fuera. Y en efecto, yo sabía bien a qué se refería. Llevábamos casi cinco años juntos y unos siete meses en lo de Nápoles, las galeras y demás, así que el amigo de mi padre había tenido ocasión de observar algunos cambios en mi persona. No sólo los físicos, pues ya era alto como él, delgado pero gallardo, con buenas piernas, brazos fuertes y no mal rostro, sino otros más complejos y profundos. Era consciente de que el capitán había deseado para mí, desde niño, un futuro que no fuera el de las armas; y por eso procuró arrimarme a las buenas lecturas y las traducciones del latín y el griego con el concurso de sus amigos don Francisco de Quevedo y el dómine Pérez. La pluma, decía, llega más lejos que la espada; y más futuro que un matarife profesional tendrá siempre alguien versado en libros y leyes, bien situado en la Corte. Pero mi natural inclinación resultaba imposible de domar; y aunque por sus esfuerzos yo sacaba en limpio el gusto de las letras -y aquí me veo tantos años después, que parecen siglos, escribiendo nuestra historia-, lo cierto es que la casta heredada de mi padre, muerto en Flandes, y el haber crecido desde los trece años junto al capitán Alatriste, compartiendo su peligrosa vida y azares, marcaron mi destino. Quise ser soldado, lo era al fin, y a ello me aplicaba con la resuelta pasión de mi juventud y mis bríos.

– Putas no llevamos a bordo, y el vino es ruin y escaso -respondí, algo picado por la pulla-. Así que no me maltrate vuestra merced… En cuanto al juego, lo que gané arriesgando la vida no pienso darlo a un piojo.

Aquello del piojo no era frase hecha. El capitán Urdemalas, harto de las pendencias que por la descuadernada y los huesos de Juan Tarafe teníamos a bordo, había prohibido naipes y dados bajo pena de grilletes. Pero más sabe el caballo que quien lo ensilla; de manera que soldados y marineros se las ingeniaban para aderezar unos círculos con tiza sobre una tabla, y poniendo en el centro uno de los muchos piojos que nos comían vivos -a eso decíamos tener gente-, apostaban adonde se dirigiría el bicho.

– Cuando volvamos a Nápoles -concluí- Dios dirá.

Me quedé mirándolo de soslayo, en espera de algún comentario; pero siguió en silencio, oscuro bulto a mi lado, mecidos ambos por el balanceo de la galera. Desde hacía algún tiempo, la cuestión entre nosotros era que, pese a su vigilancia y protección, el capitán Alatriste no podía atajarme los aspectos menos recomendables de nuestra vida militar, riesgos del oficio aparte, del mismo modo que, en los años transcurridos desde que mi pobre madre me había enviado a él, vime envuelto varias veces -con grave peligro de la libertad y la vida- en algunas de sus turbias empresas. Ahora yo era hombre hecho y derecho, o estaba a pique de serlo. Y los prudentes consejos del capitán, cuando los daba -ya saben vuestras mercedes que era de quienes prefieren las estocadas a las palabras-, no siempre encontraban en mí el eco adecuado, pues en todo me creía plático y al cabo de la calle. De modo que, como él era veterano, discreto, avisado y me quería mucho, en vez de echarme sermones procuraba mantenerse cerca para cuando lo necesitara. Y sólo imponía su autoridad -y vive Dios que sabía imponerla, si se terciaba- en situaciones extremas.

Respecto a mujeres, bebida y juego, admito que tenía algún motivo para irritarse conmigo. Mi sueldo de cuatro escudos al mes, con el dinero de anteriores botines -dos caramuzales apresados en el brazo de Mayna, una gentil jornada en la costa de Túnez, un bajel represado frente al cabo Pájaro y una galera en la seca de Santa Maura-, lo había derrochado yo hasta el último carlín, tan a lo soldado como mis camaradas; y también como el propio capitán -él mismo lo reconocía con hosquedad- había hecho en su juventud. Pero en mi caso, la bisoñez y el gusto por lo nuevo me lanzaron al negocio con avidez. Para un mozo como yo, alentado y español, Nápoles, pepitoria del mundo, era el paraíso: buenas hosterías, mejores tabernas, hembras jarifas y todo aquello, en suma, que a un soldado podía aliviarlo de su argén. Y además, para darme alas, el azar quiso que en Nápoles estuviese Jaime Correas, cofrade en mis andanzas mochileras de Flandes, que ya servía en Italia tiempo suficiente para que ningún vicio le fuera ajeno. De él tendré ocasión de tratar más adelante, así que sólo consigno ahora que en su conserva, y ante el ceño fruncido del capitán Alatriste, me había ejercitado parte del invierno, mientras quedaban desarmadas las galeras, en lances de garitos y tabernas, sin omitir -aunque yo más bien de refilón- alguna mancebía. Y no es que mi antiguo amo fuese alma de las que mueren sin confesión y al rato están mirándole las barbas a Cristo como si nada, sino todo lo contrario. Pero lo cierto es que el juego, sangría de bolsas y soldados, nunca lo tentó. De lo otro, si alguna vez frecuentó a doctoras del arte aviesa -aunque nunca precisó de putas, pues siempre supo forrajear en buenos pastos-, éstas fueron escasas y de mucha confianza. En cuanto al licor de Baco, ése sí lo frecuentaba el capitán, mostrando una sed del infierno. Pero aunque a menudo cargaba delantero, en especial cuando iba furioso o melancólico -entonces se volvía especialmente peligroso, pues el vino no le embotaba los sentidos ni la destreza-, siempre lo hacía a solas, sin testigos. Creo que, más que como placer o vicio, despachaba azumbres para enfriar, remojándolos a mansalva, tormentos y diablos interiores que sólo Dios y él conocían de veras.

Con la primera luz del alba escurrimos el áncora bajo los muros de Melilla, plaza española ganada a los moros ciento treinta años atrás; y lo hicimos, por repararnos de miradas de moros, no en la laguna sino por la parte de afuera, en la estrecha ensenada de los Galápagos, con gúmenas a tierra, al resguardo y socaire de sus altísimas murallas y torreones. El imponente aspecto de la ciudad era sólo apariencia, como pude comprobar cuando, mientras nuestro capitán de galera ajustaba el precio de los esclavos, paseé por sus calles apretadas, sin un solo árbol, y por sus murallas, advirtiendo el estado de abandono en que se encontraba todo. Ocho siglos de lucha contra el Islam en dura reconquista morían en aquella mísera frontera. Del oro y la plata de las Indias, allí no llegaba un maravedí. Todo iba a manos de banqueros genoveses, cuando no era capturado por holandeses e ingleses -mala pascua les diese Dios- en los mares de barlovento. Eran Flandes y las Indias las niñas de los ojos reales, y nuestra vieja empresa africana, antaño cara a los Reyes Católicos y al gran emperador Carlos, era desdeñada por nuestro cuarto Felipe y su valido, el conde-duque de Olivares, hasta el punto de que corrían, manuscritos y anónimos, versos satíricos como éstos:

Si Melilla se pierde, ¿qué hay perdido?

¿Y si este mismo riesgo Ceuta llora,

si Orán también, que el Evangelio adora,

al Alcorán se viere reducido?

¿ Qué importa que las playas andaluzas,

de la ley evangélica enemigos

inunden berberiscos tafetanes?

Que resuciten los valientes Muzas,

y faltando Witizas y Rodrigos,

¿qué importa que haya sobra de Julianes?

El caso, con versos o sin ellos, era que las plazas norteafricanas se mantenían de milagro, y más por reputación que por otra cosa; pues, aunque servían para privar a los corsarios de algunos puertos y bases principales, éstos seguían muy a salvo en Argel, Túnez, Salé, Trípoli o Bizerta. Encerrados en estrechos recintos cuyas casamatas y baluartes se desmoronaban por falta de recursos, nuestros soldados -muchos de ellos viejos inválidos que nadie relevaba- y sus familias vivían mal vestidos y peor alimentados, sin un palmo de tierra para cultivar, con lo justo, y a veces ni eso, para reñir, batir y resistir; rodeados de enemigos y con todo socorro de la Península a una jornada de navegación, cuando menos. Y aun lo del socorro no era seguro, pues dependía del estado de la mar y de la diligencia en prepararse todo en España. Así, Melilla, como el resto de nuestras posesiones africanas -incluidas Tánger y Ceuta, que como portuguesas eran españolas-, se veía librada, para su supervivencia, al coraje de su guarnición y a la diplomacia con los moros aledaños, de quienes obtenía, de grado o por la fuerza, los bastimentos necesarios. Mucho de eso advertí, como digo, visitando la ciudad y sus aljibes, de los que dependía allí la vida. Eché un vistazo al hospital, a la iglesia, al túnel de Santa Ana y a la esquina, intramuros, donde los moros de las huertas cercanas venían a vender carne, pescado y verduras: lugar muy animado de día, aunque todos los alarbes dejaban la ciudad antes de que se cerraran las puertas al anochecer, salvo algunos de confianza que podían quedarse y pernoctaban enjaulados en la casa de la morería, bajo vigilancia del alguacil. Eso no llegué a verlo, pues aquella misma noche, para no ser señalada por los alarbes de la costa cercana, la Mulata zarpó de Melilla a la sorda y a fuerza de remo; y luego, aprovechando el terral, nos fuimos rumbo a levante, de manera que el amanecer nos encontró engolfados a la altura de las islas Chafarinas y con medio camino hecho a Orán; donde, a la tarde del día siguiente, avistamos la aguja y dimos fondo sin novedad ni malos encuentros.

Orán era otra cosa, aunque tampoco el paraíso. La ciudad participaba de la ruin condición del resto de plazas españolas en África, mal abastecida y peor comunicada, con sus defensas mermadas por la improvisación y la incuria. Pero en este caso no se trataba de una peña seca y fortificada como Melilla, sino de un verdadero lugar con río, agua abundante y huertas aledañas, amén de una guarnición que, aunque insuficiente -en aquel tiempo había unos mil trescientos soldados con sus familias, además de quinientos vecinos de diversos oficios-, se las arreglaba para defenderse y, llegado el caso, ofendía con desenvoltura. De manera que si las plazas españolas se encontraban casi abandonadas a su suerte, la de Orán, siendo mala, no era de las peores. La prueba era el convoy de bastimentos fondeado en la ensenada del cabo Falcón, puerto de la ciudad, entre el formidable fuerte de Mazalquivir y la punta de la Mona, bajo el castillo de San Gregorio; allí donde nuestra galera mojó ferro entre las naves cuya conserva habíamos abandonado para dar caza al corsario. Ancoramos cerca de tierra, junto a la torre, y con falúas nos llegamos a suelo africano, andando a pie el camino hasta la ciudad, que se alzaba siguiendo la costa a media legua de la playa, en una orilla alta y cortada, de mal puerto -por eso Mazalquivir era el suyo-, caballera sobre el río, con una hermosa vista debida a los huertos, arboledas y molinos a uno y otro lado de éste, que corría entre la ciudad y el fuerte de Rosalcázar.

Llegamos, como digo, satisfechos de estar de nuevo en tierra y con dinero en la bolsa; y aunque Orán no era Nápoles ni de lejos, modo había de alegrarse. No faltaban tabernas llevadas por antiguos soldados, las treguas con los moros abastecían el mercado, y el trigo, paño y pólvora que habíamos traído de la Península alegraban a todo el mundo. Por si fuera poco, la ciudad gozaba de algún lupanar razonable; que, en guarniciones como aquélla, hasta los obispos y teólogos de nuestra Santa Madre Iglesia, tras mucho debatir el asunto, habían concluido, resignados a lo inevitable, que unas cuantas daifas animosas, aparte aliviar de picores a la tropa, salvaguardaban la virtud de doncellas y mujeres casadas, evitaban violaciones y reducían el número de deserciones al campo moro en busca de hembras. Y de eso íbamos hablando soldados y gente de mar apenas desembarcados: de visitar un burdel oranés como primer trámite de aduana o almojarifazgo, cuando, apenas franqueada la puerta de Canastel -de las dos de Orán, la más próxima a la marina-, el capitán Alatriste y yo tuvimos un encuentro inesperado, gratísimo e increíble, que prueba hasta qué punto nos depara sorpresas cada vuelta y revuelta de la vida.

– Que me ahorquen si no estoy soñando -dijo una voz familiar.

Y allí mismo, pequeño, flaco y duro como siempre, brazos en jarras y espada al cinto, charlando a la sombra con unos soldados y en funciones de cabo de guardia de aquella entrada, estaba Sebastián Copons, en persona.

– Y eso es lo que hay -concluyó, apurando la jarra.

Bebíamos los tres, sentados a la mesa de una taberna estrecha y sucia, bajo una remendada lona de vela que protegía del sol. Fiel al estilo propio, Copons no había gastado mucha parla para resumir sus últimos dos años, que era el tiempo transcurrido desde que nos habíamos dicho adiós en una venta andaluza, tras la escabechina del Niklaasbergen y el asunto del oro real; cuando hicimos, con el concurso de algunos camaradas, buena montería de flamencos y esbirros en la barra de Sanlúcar. Desde entonces, según contó el aragonés, sus planes para dejar la milicia y establecerse en su rincón, Huesca, con un poco de tierra, una casa y una mujer, se desbarataron por la mala fortuna. Un mal lance en Sevilla y una muerte en Zaragoza -ésta con vaivén de alguaciles, abogados, jueces, escribanos y demás parásitos emboscados entre legajos como chinches en costura- lo habían aliviado de dineros y llevado de nuevo, vacíos bolsa y estómago, camino de un cuartel para ganarse la vida. Sus intentos de pasar a las Indias resultaron inútiles -ya no necesitaban allí soldados, sino funcionarios, curas y menestrales-, y cuando se disponía a sentar plaza para Flandes o Italia, una pendencia tabernaria, con dos corchetes maltrechos y un alguacil persignado en la cara, lo llevó de nuevo ante la Justicia. Esta vez no quedaban recursos para cegar a la Tuerta; de modo que el juez, que también era oséense, y en atención a ser paisanos, le había dado a elegir entre cuatro años de estaribel o uno de soldado en Orán por cincuenta reales al mes. Y allí estaba, cumplido el año con creces, pues pasaban cinco meses del plazo.

– ¿Y por qué no se va vuestra merced? -pregunté yo, ingenuo.

Cambió Copons una mirada con el capitán Alatriste, como diciendo lo veo buen mozo pero aún pardillo, y luego puso más vino en las jarras: se trataba de un cáramo áspero y seco, de sabe Dios dónde; pero era vino, estábamos en África, y hacía un calor de mil diablos. Y, sobre todo, bebíamos los tres juntos, después -el molino Ruyter, Breda, Terheyden, Sevilla, Sanlúcar- de tantísimo tiempo.

– Porque el sargento mayor no me da licencia.

– ¿Y eso?

– El señor marqués de Velada, gobernador de la plaza, no se la da a él. O eso dice.

Y acto seguido, entre trago y trago, me puso al corriente de lo que era Orán: gente mal abastecida y peor pagada pudriéndose entre aquellos muros, sin esperanza de promoción ni otra gloria que envejecer allí, solos o con sus familias quienes las tenían, hasta ser dados por inválidos; y nada aprovechaban reclamaciones, memoriales ni maldita la cosa. Veterano había con cuarenta años de servicio al que se le regateaba volver a la Península, pues las vacantes quedaban sin cubrir y los soldados destinados a Berbería desertaban antes de embarcarse. Bastaba un paseo por la ciudad para ver mucha gente mal vestida y sin socorro; y por cada ocasión de lograr algo, aunque fuera poco, venían semanas de hambre y falta de todo, pues ni las pagas llegaban, ni enteras, ni medias ni tercias, pese a ser las de Orán las más míseras de la milicia española; pues, como había decidido en la Corte algún secretario de las finanzas reales -y el rey nuestro señor parecía de esa opinión-, habiendo agua, huertos y moros cerca, componerse no podía salir caro a la tropa. El caso era que sólo alcanzaban los soldados algún socorro en situaciones extremas; y el propio Copons, pese a llevar cumplidos diecisiete meses a pulso, no había visto un maravedí de los ciento y pico escudos que como soldado viejo, platico en arcabuz y mosquete, se le adeudaban. Siendo la única forma de remediarse, las cabalgadas que de vez en cuando se hacían para despojar.

– ¿Cabalgadas? -pregunté.

Copons guiñó un ojo y se me quedó mirando. Fue el capitán Alatriste quien respondió en su lugar.

– Almogavarías, como las de nuestros abuelos. Se las llama así de antiguo… Se trata de salir al campo y asaltar aduares de moros de guerra.

– Porque Orán -apostilló Copons- es una vieja alcahueta que vive de eso.

Lo miré, confuso.

– No comprendo.

– Ya lo harás, ridiela. Ya lo harás.

Sirvió más vino. Yo lo encontraba seco, nervudo y fuerte como de costumbre, pero más viejo, el aire cansado. Y, cosa extraña, hablador. Parecía que su carácter silencioso -era como el capitán Alatriste, difícil de verbos y fácil de acero- hubiera acumulado en Orán demasiadas cosas que el calor de nuestra vieja amistad, el encuentro inesperado, hacían fluir ahora de golpe, como un desahogo. Y yo lo escuchaba atento, observándolo con afecto. Se había abierto el sucio jubón de gamuza sobre el pecho, por el calor -no llevaba camisa debajo, pues no tenía ni para ropa blanca-, y la vieja cicatriz del molino Ruyter, sobre la oreja izquierda, le clareaba dos pulgadas de sien entre el pelo corto, que tenía algunas canas más. También despuntaban hebras blancas en su mentón mal afeitado.

– Explícale lo que son moros de guerra -sugirió al capitán.

Éste lo hizo. Los alarbes cercanos se dividían en tres clases, dijo: moros de paz, moros de guerra y mogataces. Los moros de paz eran los que tenían treguas con los españoles, negociaban comida y todo lo demás. Pagaban tributos -que allí se llamaban garrama-, y eso los convertía en amigos hasta que dejaban de pagar. Entonces se volvían moros de guerra.

– Suena peligroso -apunté.

– Claro. Son los que nos cortan el cuello y las partes berrendas si nos trincan… O aquellos a quienes se las cortamos nosotros.

– ¿Y cómo se distinguen unos moros de otros?

El capitán movió la cabeza.

– No siempre se les distingue.

– A veces para nuestra mala fortuna -precisó Copons-. Y a veces para la suya.

Reflexioné sobre las implicaciones sombrías de aquella respuesta. Luego pregunté qué eran los mogataces. Ésos, respondió el capitán, eran los que, sin cambiar de religión, combatían a nuestro lado, como soldados de España.

– ¿De fiar?

Copons hizo una mueca.

– Algunos hay.

– No creo que pudiera nunca fiarme de un moro.

Me observaron, socarrones. Debía de parecerles endiabladamente pardillo.

– Pues te sorprenderías. Hay moros y moros.

Pedimos más vino, que nos trajo una tabernera de feos pies desnudos y peor semblante, negra como la pez. Me quedé mirando, pensativo, cómo Copons ponía más vino en mi jarra.

– ¿Y cómo sabemos si uno es de fiar?

– Cuestión de años, zagal -el aragonés se tocó la nariz-. Cuestión de olfato… Y mira lo que te digo: he visto a muchos cristianos cargados de zumo de uvas; pero a un moro, nunca. Tampoco juegan, al contrario que nosotros, por más que la baraja tenga igual número de naipes que los años de Mahoma.

– Pero no guardan su palabra -objeté.

– Depende quiénes, y a quién. Cuando hicieron pedazos a la gente del conde de Alcaudete, sus mogataces se mantuvieron fieles, peleando sin desmayar… Por eso te digo que hay moros y moros.

Mientras despachábamos la nueva jarra de vino -más bautizado que la descosida que lo parió-, Copons siguió ilustrándonos la vida en Orán. El problema de las vacantes era grave, añadió, pues ninguna tropa quería venir a los presidios africanos si no era por fuerza: soldado que entraba, se arriesgaba a no salir jamás. Por eso las plazas nunca estaban cubiertas -aquel año faltaban cuatrocientos hombres para completar la guarnición-, y casi todo lo que llegaba era escoria de la Península, de mala índole y pocas ganas; gente díscola, carne de galera o reclutas engañados en su buena fe, como el contingente llegado el último otoño: cuarenta y dos soldados que se habían alistado para Italia, o al menos eso les dijeron; y que, una vez embarcados en Cartagena, fueron llevados a Orán sin que valieran fieros ni fueros, ahorcados tres que se amotinaron, e incorporados los otros a la tropa local, metidos allí sin esperanza de salir jamás. No era casualidad, después de todo, que para apuntar la dificultad de una empresa, además del refrán de poner una pica en Flandes, se dijese meter en Orán cien lanzas.

– Y así anda la gente. Desesperada, desnuda y hambrienta -Copons bajó un poco la voz-. No extraña que en cuanto pueden, los más flojos o los más hartos se pasen a los moros. ¿Te acuerdas, Diego, de Yndurain el vizcaíno?… ¿El que defendió el casar viejo, en Fleurus, con Utrera, Barrena y los otros, y sólo quedaron él y un corneta?

El capitán se acordaba. Y qué pasa con Yndurain, dijo. Copons miró su jarra, ladeó el rostro para escupir bajo la mesa y volvió a mirarla.

– Llevaba aquí cinco años, sin cobrar una paga desde hacía tres. Hará dos meses tuvo palabras con un sargento, le dio una cuchillada y escapó saltando de noche el muro, con otro compañón que estaba de guardia… Se dice que llegaron con muchas penalidades a Mostagán, donde renegaron. Pero cualquiera sabe.

Los dos camaradas se miraron, sabiendo de qué hablaban; y al poco vi cómo mi antiguo amo mojaba el mostacho en el vino, encogiendo los hombros. Resignado por

sí mismo, por su amigo y por los otros, por todos, por la infeliz España. En ese momento recordé, comprendiéndolo al fin, lo que había oído en un corral de comedias un par de años antes, en Madrid, escandalizándome entonces su sentido:

Soy un soldado

que me he venido a entregar

por no poder tolerar

ser valiente y mal pagado.


– ¿Te lo imaginas? -comentó de pronto el capitán a Copons-. ¿ Yndurain, haciendo la zalá de cara a La Meca?

Sonreía a medias, atravesado. Copons lo acompañó con una sonrisa más breve, pero idéntica. Eran sonrisas sin humor, escépticas. Propias de soldados viejos que no se hacen ilusiones.

– Y sin embargo -dijo el aragonés-, cuando redobla el tambor, nunca faltan espadas.

Era muy cierto, y el tiempo lo siguió probando. Pese al abandono, al maltrato y a la miseria, en los presidios norteafricanos casi nunca faltaron manos para pelear cuando llegó el caso. Y se hizo sin pagas, sin socorro y sin gloria; por desesperación, orgullo, reputación. Por no ser esclavos y acabar de pie -sé lo que digo, y a lo largo de esta relación lo verán vuestras mercedes-. A fin de cuentas, a la hora de morir y para cierta clase de hombres, vender cara la piel siempre significó algún consuelo. Entre los españoles ésa era historia antigua y siguió ocurriendo después, hasta que buena parte de aquellos lugares, olvidados por Dios y por el rey, fueron cayendo en manos de turcos o moros. Eso había pasado ya en Argel durante el siglo viejo: cuando Jaradín Barbarroja atacó el peñón guarnecido de ciento cincuenta soldados nuestros que estorbaban la entrada del puerto, y España abandonó a su suerte a los que, esperando un socorro que nunca llegó -«por los muchos y grandes negocios que el emperador trabajaba entonces», escribió fray Prudencio de Sandoval-, resistieron como quienes eran hasta que, tras dieciséis días de batirlos con artillería demoliendo el reducto piedra a piedra, los turcos apresaron sólo a cincuenta hombres heridos y maltrechos; entre ellos su capitán Martín de Vargas, a quien Barbarroja, exasperado por la feroz resistencia, hizo matar a palos. En cuanto a la plaza de Larache, pocos años después de lo que narro habría de sufrir un tremendo asalto de veinte mil enemigos, rechazado por sólo ciento cincuenta soldados españoles y cincuenta inválidos que pelearon como diablos -la pérdida y recuperación de la torre del Judío fue encarnizada- para defender seis mil pasos de extensión de muralla, que se dice pronto. También Orán se había sostenido con mucha decencia en varios asedios, entre ellos el que inspiró al buen don Miguel de Cervantes la comedia El gallardo español. A Cervantes, por cierto -no en vano era veterano de Lepanto-, debemos dos hermosos sonetos escritos en memoria de los millares de soldados que en nuestra Historia murieron peleando solos y abandonados de su rey; como era, y sigue siendo, españolísima costumbre. Esos versos, incluidos en el Quijote, recuerdan a los defensores del fuerte de La Goleta, frente a Túnez, aniquilados tras resistir veintidós asaltos turcos y matar a veinticinco mil enemigos; de manera que, de los pocos españoles supervivientes, a ninguno cautivaron allí sin heridas. Primero que el valor faltó la vida, dice uno de esos sonetos. Y comienza el segundo:

De entre esta tierra estéril, derribada,

destos terrones por el suelo echados,

las almas santas de tres mil soldados

subieron vivas a mejor morada.

Siendo primero en vano ejercitada

la fuerza de sus brazos esforzados

hasta que al fin, de pocos y cansados,

dieron la vida al filo de la espada.

Como dije, tanto sacrificio era inútil. Después de Lepanto, que había marcado el momento extremo del choque entre los dos grandes poderes mediterráneos, el Turco se había vuelto más a sus intereses en Persia y el este de Europa, y nuestros reyes a Flandes y la empresa atlántica. Tampoco el cuarto Felipe prestaba mayor atención, desalentado por su ministro el conde-duque de Olivares, poco amigo de puertos, de galeras -nunca entró en una; el hedor, decía, le daba dolor de cabeza- y despreciador de marinos, pues consideraba el andar por mar ejercicio ordinario y bajo, propio de holandeses, si no era para traer de las Indias el oro que requerían sus guerras. De manera que entre reyes, validos, pitos y flautas, el Mediterráneo, pasado el tiempo de las grandes flotas corsarias y los jaques en el ajedrez naval de los imperios, había quedado a modo de frontera difusa en manos del pequeño corso de los países ribereños; actividad que, pese a cambiar el signo de muchas vidas y fortunas, no alteraba el pulso de la Historia. Por lo demás, culminada hacía más de un siglo la reconquista cristiana con la que durante casi ochocientos años los españoles nos construimos a nosotros mismos, abandonada la política de contragolpes al Islam impulsada por el cardenal Cisneros y el viejo duque de Medina Sidonia, tampoco África tenía interés para una España que se acuchillaba con medio mundo. Las plazas y presidios en Berbería eran más símbolo y atalaya avanzada que otra cosa; y sólo se mantenían por tener en respeto a los corsarios, como dije, y también a Francia, Holanda e Inglaterra; que, acechando la llegada de nuestros galeones a Cádiz, hacían lo indecible por establecerse con sus piratas, como en el Caribe, y roernos el calcañar. Por eso no les dejábamos campo franco, ya bien abonado en las repúblicas corsarias por los cónsules y comerciantes que allí tenían. Y aunque volveremos sobre el asunto, baste ahora decir que Tánger fue del rey de Inglaterra años más tarde y durante dos décadas, aprovechando la sublevación de Portugal; y que en el asedio de La Mámora del año mil seiscientos y veintiocho, el siguiente a lo que narro, cuando los moros intentaron tomarnos aquella plaza, quienes cavaban las trincheras y dirigían las obras de asedio eran gastadores ingleses. Que a los hijos de puta, como es sabido, Dios los cría y ellos se juntan.

Salimos a dar una vuelta. Copons nos guió a través de las calles encaladas y estrechas, de casas amontonadas, que excepto por tener terrazas en vez de tejados recordaban un poco las de Toledo, con buenos cantones de piedra y pocas ventanas, siendo éstas bajas y protegidas por esteras y celosías. A causa de la humedad del mar cercano, enlucidos y revoques se caían a pedazos, dejando ver grandes desconchados que lo afeaban todo. Añadan vuestras mercedes enjambres de moscas, ropa puesta a secar, niños desharrapados que jugaban en los patios, algunos inválidos sentados en poyos y escalones que nos miraban con curiosidad, y tendrán una estampa fiel de lo que Orán me pareció. En cada recodo se respiraba un aire militar, pues la ciudad era eso: un vasto cuartel urbano habitado por los soldados y sus familias. Mas pude comprobar que el recinto era extenso, escalonado en diversas alturas, y no faltaban oficios civiles ni panaderías, carnicerías o tabernas. La alcazaba, donde estaban la residencia del gobernador y las principales dependencias militares, databa de tiempo de moros -otros decían que de romanos-, tenía un hermoso patio de armas y era grande, fuerte y bien proporcionada. En la ciudad había también una cárcel, un hospital para soldados, una judería -para mi sorpresa, aún vivían judíos allí-, conventos de franciscanos, mercedarios y dominicos; y en la zona oriental de la medina, varias antiguas mezquitas convertidas en iglesias, entre ellas la principal, trocada por el cardenal Cisneros, cuando la conquista, en iglesia mayor de Nuestra Señora de la Victoria. Y en todas partes, en las calles, en las angostas plazuelas, bajo las lonas tendidas como toldos o en el reparo de los portales, gente inmóvil, mujeres entrevistas tras esteras y celosías, hombres -muchos de ellos soldados veteranos y ancianos cubiertos de harapos, cicatrices y manquedades, las muletas apoyadas en la pared- ensimismados en la nada. Pensé en aquel Yndurain a quien yo no había conocido, saltando el muro de noche tras acuchillar al sargento, dispuesto a renegar antes que seguir allí, y no pude evitar un estremecimiento.

– ¿Qué te parece Orán? -me preguntó Copons.

– Dormida -respondí-. Con toda esa gente quieta, mirando.

El aragonés asintió. Se pasaba una mano por la cara, enjugando el sudor.

– Sólo si los moros nos dan rebato, o cuando se organizan cabalgadas, la gente espabila -dijo-. Verse con un alfanje en el gaznate o con resullo en la bolsa obra milagros -en ese punto se volvió a medias hacia el capitán Alatriste-… Por cierto, llegáis a punto. Algo se cuece.

El capitán lo miró con un destello de interés en los ojos claros que, bajo el ala ancha del sombrero, reflejaban la luz cegadora de la calle. Llegábamos en ese momento al arco de la puerta de Tremecén, en el lado de la ciudad opuesto a la marina, donde unos desganados albañiles -moros esclavos y presidiarios españoles, advertí- intentaban sostener el muro arruinado que se venía abajo. Copons cambió un saludo con los centinelas sentados a la sombra y salimos extramuros de la ciudad, entre ésta y el poblado nativo -moros de paz- de Ifre, situado a dos tiros de arcabuz de la muralla. Toda aquella parte se hallaba en mal estado, con matojos creciendo entre las piedras y muchas de éstas derribadas por el suelo. La garita de guardia se veía arruinada y sin techo, y la madera del puente levadizo sobre el estrecho foso, casi cegado de escombros y suciedad, estaba tan podrida que crujió bajo nuestros pies. Era milagro, pensé, que aquello lograra resistir asaltos.

– ¿Cabalgada? -preguntó el capitán Alatriste.

Copons hizo una mueca cómplice.

– Puede ser.

– ¿Dónde?

– No lo dicen. Pero barrunto que será por allí -el aragonés indicó el camino de Tremecén, que discurría hacia el sur, entre las huertas cercanas-. Hay unos aduares con dimes y diretes en lo de pagar la garrama… Ganado y gente. Buen botín.

– ¿Moros de guerra?

– Si conviene, lo serán.

Yo observaba a Copons, pendiente de sus palabras. Aquello de las cabalgadas me tenía en suspenso, así que pedí detalles.

– Son como nuestras encamisadas de Flandes -me ilustró el aragonés-. Se sale de noche, se camina rápido y en silencio, y al romper el alba se da el Santiago… Nunca nos alejamos de Orán más de ocho leguas, por si acaso.

– ¿Con arcabucería?

Copons negó con la cabeza.

– Poca. Casi todo se resuelve cuerpo a cuerpo, por no gastar pólvora… Si el aduar está cerca, cae gente y ganado. Si queda lejos, sólo gente y joyas. Luego volvemos a buen paso, se tasa todo, se vende y repartimos el botín.

– ¿Abundante?

– Depende. Trayendo esclavos podemos ganar cuarenta escudos, o más. Una buena hembra en edad de parir, un negro fuerte o un moro joven, dejan en el saco común treinta reales cada uno. Si son niños de pecho y están sanos, diez… La última cabalgada nos alegró la vida. Saqué ochenta escudos limpios: el doble de mi sueldo de un año.

– Por eso el rey no paga -concluí.

– Qué carajo va a pagar.

Paseábamos ahora cerca de la orilla del río, fértil y arbolada, con molinos y algunas norias. Un moro viejo y otro chiquillo, vestidos con deshilachadas chilabas, pasaron por nuestro lado llevando a la espalda cestos llenos de verduras, camino de la ciudad. Admiré la gentil vista que desde allí se gozaba: los bancales verdes salpicados de árboles que se extendían entre el río y las murallas, la ciudad con su alcazaba escalonada a media pendiente, y el mar río abajo, desplegándose como un abanico azul en la distancia.

– Sin esas ocasiones y lo que dan de sí estas huertas -añadió Copons-, la gente no podría sostenerse. En lo demás, hasta vuestra llegada llevábamos cuatro meses con una hanega de trigo al mes y dieciséis reales de socorro a cada soldado con familia. Habéis visto a la gente: traen las carnes desnudas porque la ropa se les cae a jirones… Es el viejo truco de Flandes, ¿verdad, Diego?… ¿Quieren vuacedes cobrar sus pagas? Pues ahí tienen ese castillo lleno de holandeses. Asáltenlo y cobren, si les place… Moros o herejes, al rey le da lo mismo.

– ¿Os quitan aquí el quinto real? -pregunté.

Por supuesto que se lo quitaban, respondió Copons. La parte del rey. Y también el señor gobernador tomaba su joya, como solía decirse: elegía para él los mejores esclavos o la familia entera del jefe del aduar arrasado. Después se apartaban las ventajas de oficiales y soldados, y por último cobraba la gente de guerra, según el sueldo. Quien se quedaba en la plaza también tenía derecho a su parte. Sin olvidar a la Iglesia.

– ¿Hasta los frailes mojan en eso?

– Rediós si mojan, aparte las limosnas. Aquí las cabalgadas benefician a todos, porque los artesanos y comerciantes se aprovechan de los alarbes que vienen a rescatar a los suyos con dinero y mercaderías… Después de cada jornada, la ciudad entera parece un zoco.

Nos detuvimos junto a un cobertizo de tablas y hojas de palmera, donde por la noche se instalaban los centinelas del puente que comunicaba la ciudad y las huertas con el castillo de Rosalcázar, al otro lado del río Guaharán, y con el de San Felipe, algo más al interior. De esos castillos, contó Copons, el primero estaba casi caído por tierra y el segundo sin terminarse de fortificar. Que aunque eran fama de Orán sus fortalezas, éstas resultaban poco más que apariencia, no teniendo la propia ciudad más que un casamuro antiguo sin apenas fosos, ni estacada, ni entrada encubierta, ni través, ni revellín alguno. De manera que la única verdadera fortificación de la plaza eran los alientos de quienes, muy a su pesar, la guarnecían. Como había dicho no sabía bien qué poeta, o alguien así: la pólvora de las espadas y los muros de los cojones de España. Más o menos.

– ¿Podríamos ir? -pregunté.

Me miró Copons un instante, cambió una ojeada con el capitán Alatriste y me volvió a observar. Adonde quieres ir, preguntó con aire indiferente. Yo adopté un continente bravo, a lo soldado, sosteniéndole los ojos sin pestañear.

– ¿Dónde va a ser? -respondí con mucha flema-… Con vuestra merced, a la cabalgada.

Los dos veteranos se miraron de nuevo, y Copons se rascó el pescuezo.

– ¿Tú qué opinas, Diego?

Mi antiguo amo me estudiaba, pensativo. Al cabo, sin apartar los ojos, se encogió de hombros.

– Cualquier dinero vendría bien, supongo.

Copons estuvo de acuerdo. El problema, apuntó, era que en tales casos la guarnición deseaba ir toda, por el beneficio.

– Aunque a veces -dijo al cabo- se toman refuerzos cuando hay galeras. El momento es bueno para vosotros, porque tenemos fiebres a causa del agua, que es abundante pero muy salobre, y hay gente débil, o en el hospital… Puedo hablarlo con el sargento mayor Biscarrués, que es veterano de Flandes y paisano mío. Pero chitón. Ni una palabra a nadie.

No miraba al capitán al decir aquello, sino a mí. Le devolví la ojeada, primero algo corrido y luego altanero, con aire de reproche. Copons me conocía lo suficiente para que comentario y mirada estuvieran de más. El veterano advirtió mi irritación y se estuvo un espacio pensativo. Luego volvióse al capitán Alatriste.

– Ha crecido mucho -murmuró-. El jodío zagalico.

Luego tornó a mirarme de arriba abajo. Sus ojos se demoraban en mis pulgares colgados del cinto, junto a la daga y la espada.

Oí suspirar al capitán, a mi lado. Lo hizo con un punto de ironía, creo. Y algo de fastidio.

– No lo sabes bien, Sebastián.

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