I. LA COSTA DE BERBERÍA

La caza por la popa es caza larga, y voto a Cristo que ésa lo había sido en exceso: una tarde, una noche de luna y una mañana entera corriendo tras la presa por una mar incómoda, que a trechos estremecía con sus golpes el frágil costillar de la galera, estaban lejos de templarnos el humor. Con las dos velas arriba tensas como alfanjes, los remos trincados y los galeotes, la gente de mar y la de guerra resguardándose como podían del viento y los rociones, la Mulata, galera de veinticuatro bancos, había recorrido casi treinta leguas persiguiendo a aquella galeota berberisca que al fin teníamos a tiro; y que, si no rompíamos un palo -los marineros viejos miraban arriba con preocupación-, sería nuestra antes de la hora del avemaría.

– Rásquenle el culo -ordenó don Manuel Urdemalas.

Nuestro capitán de galera seguía de pie, a popa -casi no se había movido del sitio en las últimas veinte horas-, y desde allí observó cómo el primer cañonazo levantaba un pique de agua junto a la galeota. Al ver el alcance del tiro, los artilleros y los hombres que estaban a proa, alrededor del cañón de crujía, vitorearon. Mucho tenían que torcerse las cosas para que se nos fuera la presa, teniéndola a mano y a sotavento.

– ¡Está amainando! -voceó alguien.

La única vela de la galeota, un enorme triángulo de lona, flameó al viento mientras la recogían con rapidez, bajando la entena. Oscilante en la marejada, la embarcación berberisca nos mostró primero la aleta y luego la banda zurda. Por primera vez pudimos observarla con detalle: era una media galera de trece bancos, fina y larga, y le calculamos un centenar de hombres a bordo. Parecía de ésas rápidas y veleras, a las que calzaban como un guante aquellos avisados versos cervantinos:

El ladrón que va a hurtar,

para no dar en el lazo

debe ir sin embarazo

para huir, para alcanzar.

Hasta entonces la galeota sólo había sido una vela que barloventeaba, delatándose corsaria, para acercarse con descaro al convoy mercante que la Mulata escoltaba con otras tres galeras españolas entre Cartagena y Orán. Luego, cuando largamos todo el trapo y le fuimos encima, se convirtió en una vela fugitiva y una popa que, poco a poco, mientras progresaba nuestra caza a la vuelta de lebeche, iba aumentando de tamaño a medida que acortábamos distancia.

– Al fin se rinden esos perros -dijo un soldado.

El capitán Alatriste estaba a mi lado, observando al corsario. Bajada la entena y aferrada la vela, los remos de la galeota se desplegaban ahora sobre el agua.

– No -murmuró-. Van a pelear.

Me volví hacia él. Bajo el ala ancha de su viejo sombrero, la reverberación del sol en el agua y las velas le hacía entornar los ojos, volviéndoselos aún más claros y glaucos. Llevaba barba de cuatro días y su piel estaba sucia y grasienta, como la de todos a bordo, por la navegación y la vigilia. Su mirada de soldado veterano seguía con extrema atención cuanto ocurría en la galeota: algunos hombres corriendo por la cubierta hacia proa, los remos que se acompasaban en la ciaboga, haciendo virar la embarcación.

– Quieren probar suerte -añadió, ecuánime.

Señalaba con un dedo la grímpola flameante en lo alto de nuestro árbol mayor, indicando la dirección del viento. Éste había rolado, durante la caza, de maestral a levante cuarta al griego, y ahí se mantenía, de momento. Entonces comprendí yo también. El corsario, sabiendo que la huida era imposible, y no queriendo rendirse, recurría a los remos para situarse proa al viento. Galeotas y galeras llevaban un solo cañón grande a proa y pedreros de poco alcance en las bandas. Ellos estaban peor armados que nosotros, y eran menos a bordo; pero, puestos a jugar el último naipe, un tiro afortunado podía desarbolarnos un palo, o hacerle daño a la gente de cubierta. Los remos le daban maniobra pese al viento adverso.

– ¡Aferralasdos!… ¡Ropa fuera! ¡Pasaboga!

Por las órdenes que daba, secas como escopetazos, nuestro capitán de galera también había comprendido. Las dos entenas bajaron con rapidez, recogiéndose las velas, y saltó el cómitre a la crujía látigo en mano -«Ea, ea», animaba el hideputa- haciendo que los galeotes, desnudos de cintura para arriba, ocuparan sus sitios, cuatro por banco a cada banda y cuarenta y ocho remos en el agua, mientras tejía en sus espaldas un jubón de amapolas.

– ¡Señores soldados!… ¡A sus puestos de combate!

El tambor redobló a zafarrancho mientras la gente de guerra, entre los habituales reniegos, peseatales y porvidas de la infantería española -lo que no excluía oraciones entre dientes, besos a medallas de santos y escapularios o persignarse quinientas veces-, empavesaba las bandas con jergones y mantas para protegerse de los tiros enemigos, se proveía de las herramientas del oficio, cargaba arcabuces, mosquetes y pedreros, y ocupaba su lugar a proa y en los corredores -los pasillos que iban por ambas bandas de la galera-, sobre los remos que ya calaba la chusma con buen compás mientras cómitre y sotacómitre, entre toque y toque de silbato, seguían mosqueando lomos a gusto. Del espolón a la popa, las mechas empezaban a humear. Aún no tenía yo cuerpo para manejar a bordo el arcabuz o el pesado mosquete, pues los españoles tirábamos a puntería, encarando el ojo por la mira; y si con el movimiento de la galera no tenías manos fuertes, la coz del disparo podía dislocar el hombro o llevarte las muelas. Cogí, por tanto, mi chuzo y mi espada ancha y corta, pues demasiado larga resultaba incómoda en la cubierta de un barco, me ceñí las sienes con un pañuelo bien prieto y seguí al capitán Alatriste hecho un San Jorge. Como soldado platico y de mucha confianza, el puesto de mi amo -en realidad ya no lo era, pero eso apenas alteraba mi costumbre- estaba en el bastión del esquife: el mismo, cosas de la vida, que había tenido el buen don Miguel de Cervantes en la Marquesa, cuando Lepanto. Una vez en nuestro sitio, el capitán me miró con aire distraído y sonrió apenas con los ojos, pasándose dos dedos por el mostacho.

– Tu quinto combate naval -dijo.

Después sopló la cuerda encendida de su arcabuz. Su tono tenía la indiferencia adecuada; pero yo sabía que, como las cuatro veces anteriores, estaba preocupado por mí. Pese a mis diecisiete años recién cumplidos, o precisamente a causa de ellos. En los abordajes, ni siquiera Dios conocía a los suyos.

– No saltes al corsario si no lo hago yo… ¿Entendido?

Abrí la boca para protestar. En ese momento resonó un estampido a proa, y el primer cañonazo enemigo hizo volar por la galera astillas como puñales.

Era un largo camino el que nos había llevado al capitán Alatriste y a mí hasta la cubierta de aquella galera, que ese mediodía de finales de mayo del año mil seiscientos y veintisiete -las fechas constan en mis papeles viejos, entre amarillentas hojas de servicios- combatía con la galeota corsaria pocas millas al sur de la isla de Alborán, frente a la costa de Berbería. Después de la funesta aventura del caballero del jubón amarillo, cuando nuestro católico y joven monarca se libró por muy poco de la conspiración maquinada por el inquisidor fray Emilio Bocanegra, el capitán Alatriste, tras tener la cabeza a dos dedos del verdugo por disputarle una amante al cuarto Felipe, logró preservar vida y reputación merced a su espada -y más modestamente, a la mía y a la del cómico Rafael de Cózar- cuando salvó el real gaznate durante una incierta partida de caza en El Escorial. Los reyes son, sin embargo, ingratos y olvidadizos: el lance no nos reportó beneficio alguno. Como se daba, además, la circunstancia de que, a causa de ciertos amores de nuestro monarca con la representante María de Castro, el capitán se había trabado de verbos y aceros con el conde de Guadalmedina, confidente real, llegando a herirlo primero de una linda cuchillada y luego de unos cuantos golpes, el antiguo favor del conde hacia mi amo, viejo de Flandes e Italia, se había trocado en rencor. Así que lo de El Escorial nos alcanzó justo para equilibrar el debe y el haber. Salimos, en suma, con lo comido por lo servido, sin un maravedí en la faltriquera, pero con el alivio de no dar con nuestros huesos en prisión o heredar seis pies de tierra de una fosa anónima. Los corchetes del teniente de alguaciles Martín Saldaña -convaleciente de una gravísima herida que le había infligido mi amo- nos dejaron en paz, y el capitán Alatriste anduvo al fin sin llevar, de continuo, el soldadesco mostacho sobre el hombro. Ése no fue el caso de otros implicados, sobre quienes cayeron, con la discreción propia del caso, las furias reales: fray Emilio Bocanegra quedó recluido en un hospital para enfermos mentales -su condición de santo varón exigía ciertos miramientos-, y otros conspiradores de menos usía fueron estrangulados sigilosamente en la cárcel. De Gualterio Malatesta, el sicario italiano enemigo personal del capitán y mío, nada cierto supimos; se habló de atroces tormentos antes de la ejecución en un oscuro calabozo, pero nadie dio fe. En cuanto al secretario real Luis de Alquézar, cuya complicidad no pudo probarse, su posición en la Corte y sus influencias en el Consejo de Aragón le preservaron el cuello pero no el cargo: una fulminante orden real lo envió a las tierras ultramarinas de Nueva España. Y como saben vuestras mercedes, la suerte de tan turbio personaje no me era indiferente. Con él había embarcado, rumbo a las Indias, el amor de mi vida. Su sobrina Angélica de Alquézar.

De todo eso me propongo hablar con detalle más adelante. Baste por ahora con lo dicho, y con señalar que nuestra última aventura había persuadido al capitán Alatriste de la necesidad de asegurar mi futuro poniéndome a salvo, en lo posible, de los caprichos de la Fortuna. La ocasión vino de mano de don Francisco de Quevedo -desde mi tropiezo con la Inquisición, el poeta oficiaba sin empacho de padrino mío-, cuyo prestigio subía como espuma en la Corte, quien se mostró convencido de que, con algo de favor merced a la simpatía que le mostraba nuestra señora la reina, a la benevolencia del conde-duque de Olivares y a un poco de buena suerte, yo podría ingresar al cumplir los dieciocho en el cuerpo de correos reales, que era buen modo de iniciar carrera en la Corte. El único problema serio consistía en que, para verme promovido a oficial en el futuro, iba a necesitar familia adecuada o ejecutoria convincente; y ahí la milicia tenía su peso. Pero, aunque mi experiencia en las armas no era de matasiete de taberna -había pasado dos intensos años en Flandes, asedio de Breda incluido-, mi juventud, que me había obligado a enrolarme como mochilero en vez de como soldado, descartaba una hoja de servicios. Se imponía, por tanto, lograrla mediante un período de vida militar en regla. El remedio lo sugirió nuestro amigo el capitán Alonso de Contreras, quien tras hospedarse en casa de Lope de Vega regresaba a Nápoles. El veterano soldado nos invitó a acompañarlo, argumentando que el tercio de infantería española allí establecido, donde servían muchos viejos camaradas suyos y de mi amo, era perfecto para esos dos años de ejecutoria castrense; y también para, aparte las delicias que a los españoles ofrecía la ciudad del Vesubio, juntar dinero con las incursiones que nuestras galeras hacían en las islas griegas y la costa africana. Acudan por tanto a su oficio, aconsejó Contreras, den vuestras mercedes a Marte lo que a Venus daban, y hagan cosas que sean increíbles de espantosas. Etcétera. Y yo que lo beba, amén.

Lo cierto es que al capitán Alatriste no le importaba alejarse de Madrid -estaba sin blanca, había terminado con María de Castro, y Caridad la Lebrijana mencionaba la palabra matrimonio con demasiada frecuencia-; así que, tras darle vueltas, como solía, y vaciar en silencio muchos azumbres de vino, acabó decidiéndose. En el verano del año veintiséis embarcamos por Barcelona, y tras hacer escala en Génova seguimos hacia el sur, hasta la antigua Parténope, donde Diego Alatriste y Tenorio e Iñigo Balboa Aguirre sentamos plaza de soldados en el tercio de Nápoles. El resto de aquel año, hasta que por San Demetrio terminó la estación de las galeras, hicimos corso en Berbería, el Adriático y Morea. Luego, tras el desarme para la invernada, gastamos parte de nuestros botines en las innumerables tentaciones napolitanas, visitamos Roma para que yo admirase la más asombrosa urbe y fábrica majestuosa de la cristiandad, y volvimos a embarcar a principios de mayo, como era costumbre, en las galeras recién despalmadas y listas para la nueva campaña. Nuestro primer viaje -escolta de caudales que iban de Italia a España- nos había llevado a Baleares y Valencia; y ahora, en este último, a proteger naves mercantes con bastimentos de Cartagena para Orán antes de regresar a Nápoles. El resto -la galeota corsaria, la persecución destacándonos del convoy, la caza frente a la costa africana -lo he referido más o menos. Añadiré que ya no era un jovenzuelo imberbe el bien acuchillado Iñigo Balboa de diecisiete años que, junto al capitán Alatriste y la demás gente de cabo y guerra embarcada en la Mulata, combatía con el corsario turco -nombre ese, el de turco, que dábamos a cualquiera que corriese la mar, otomano de nación, moro, morisco o lo que fuera servido-. Lo que sí era, en cambio, van a descubrirlo vuestras mercedes en esta nueva aventura donde me propongo recordar el tiempo en que el capitán Alatriste y yo peleamos de nuevo hombro con hombro, aunque no ya como amo y paje, sino como iguales y camaradas. Contaré, sin omitir punto en ello, de escaramuzas y corsarios, de mocedad feliz, de abordajes, matanzas y saqueos. También diré por lo menudo cuanto en mi siglo -qué lejano parece, ahora que tengo viejísimas cicatrices y canas- hizo el nombre de mi patria respetado, temido y odiado en los mares de Levante. Diré que el diablo no tiene color, ni nación, ni bandera. Diré cómo, para crear el infierno así en el mar como en la tierra, en aquel tiempo no eran menester más que un español y el filo de una espada.


– ¡Dejen de matar! -ordenó el capitán de la Mulata -… ¡Esa gente vale dinero!

Don Manuel Urdemalas era hombre apretado de bolsa, y no le gustaba derrochar sin motivo. Así que obedecimos poquito a poco, de mal talante. En mi caso, el capitán Alatriste tuvo que sujetarme por un brazo cuando me disponía a degollar a uno de los turcos que intentaban subir a bordo tras haberse arrojado al agua durante el combate. Lo cierto es que aún estábamos calientes, y la matanza no bastaba para templar ganas. Durante la aproximación, los turcos -luego supimos que llevaban un buen artillero, renegado portugués- tuvieron tiempo de asestarnos su cañón de crujía, haciéndonos dos muertos. Por eso les habíamos ido encima de romanía, dispuestos a no dar cuartel, todos gritando «¡Pasaboga, embiste, embiste!», erizados de chuzos y medias picas y humeando las cuerdas de los arcabuces, mientras, entre rebencazos del cómitre, pitadas de chifle y tintineo de cadenas, los forzados se dejaban el ánima en los remos, y la galera le entraba en diagonal a la galeota, apuntando a su cuartel de proa. El timonero, que conocía su oficio, nos había llevado justo donde nos tenía que llevar, y sólo un momento antes de que el espolón hiciera pedazos los remos de la galeota y la alcanzase por la banda diestra, nuestras tres piezas de crujía, cargadas con clavos y hoja de Milán, le barrieron lindamente media cubierta. Luego, tras un rosario de escopetazos y tiros de pedreros, el primer trozo de abordaje, gritando «¡Santiago, cierra, cierra!», pasó por el espolón y le ganó sin dificultad todo el espacio del árbol hacia delante, acuchillando a mansalva. Los turcos que no se arrojaron al agua murieron allí mismo, entre los bancos resbaladizos por la sangre, o se replegaron a la popa; donde, la verdad, estuviéronse batiendo con mucho coraje y mucha decencia, hasta que nuestro segundo trozo de abordaje les ganó la carroza, donde se defendían los últimos. En ese segundo grupo íbamos el capitán Alatriste y yo, él con espada y rodela tras vaciar a gusto el arcabuz, yo con coselete y un chuzo que, a medio camino, cambié por una afilada partesana que arranqué de las manos a un turco agonizante. Y así, cuidando el uno del otro, tajando, avanzando, tajando, muy prudentes y paso a paso, de banco en banco y sin dejar atrás a nadie vivo por si las moscas, ni siquiera a los que tirados en las tablas pedían clemencia, nos llegamos con los camaradas a la popa, apretándola hasta que el arráez turco, herido de mala manera, y los supervivientes que no se habían tirado al agua arrojaron las armas pidiendo cuartel. Que tardó, sin embargo, en dárseles; pues a partir de ahí todo fue más carnicería que otra cosa; y tuvo que venir, como digo, la orden repetida de nuestro capitán de mar y guerra para que la gente, exasperada por la resistencia corsaria -con los aviados por el cañón, la pelea nos había costado nueve muertos y doce heridos, sin contar los galeotes-, dejara de menear las manos; e incluso muchos que estaban en el agua, como digo, fueron cazados igual que patos a tiros de arcabuz, pese a sus súplicas, o muertos a lanzadas y golpes de remo cuando intentaban subir a bordo.

– Déjalo ya -me dijo Diego Alatriste.

Me volví a mirarlo, aún sin resuello por las fatigas del combate: había limpiado la espada con un trapo cogido de cubierta -un turbante moro deshecho- y la envainaba mirando a los desgraciados que se ahogaban o nadaban sin osar acercarse. El mar no estaba picado, y muchos podían mantenerse a flote, excepto los heridos, que se anegaban entre gemidos y boqueadas de angustia, gorgoteando con las últimas ansias de la muerte en el agua teñida de rojo.

– La sangre no es tuya, ¿verdad?

Me miré los brazos y palpé mi coselete y mis muslos. Ni un arañazo, comprobé con júbilo.

– Todo en su sitio -sonreí, cansado-. Como vuestra merced.

Miramos, en torno, el paisaje tras la pelea: las dos naves aún aferradas, los cuerpos destripados entre los bancos, los prisioneros y los moribundos, la gente empapada que empezaba a subir a bordo bajo la amenaza de chuzos y arcabuces, los camaradas que daban saco franco a la galeota. La brisa de levante nos secaba sangre turca en las manos y en la cara.

– Hagamos galima -suspiró Alatriste.

Así llamábamos al botín a bordo, pero apenas había. La galeota, armada por gente del puerto corsario de Salé, todavía no había hecho ninguna presa cuando la descubrimos acercándose al convoy; así que sólo aparecieron víveres y armas, sin objetos de valor a los que echar mano, aunque levantamos cada tabla de cubierta y rompimos todos los mamparos abajo. Ni para el maldito quinto del rey apareció una dobla. Yo tuve que conformarme con una aljuba de paño fino -aun así hube de disputarla casi a golpes con un soldado que decía haberla visto primero-, y el capitán Alatriste se quedó un cuchillo damasquino grande, de buen filo y muy bien labrado, que le quitó de la faja a un herido. Con eso volvióse a la Mulata, mientras yo seguía forrajeando por la galeota turca y echaba un vistazo a los prisioneros. Una vez el cómitre se hubo quedado con las velas de la presa, como solía, lo único valioso eran los turcos supervivientes. Por fortuna no iban cristianos al remo, sino que los corsarios mismos bogaban o combatían según las circunstancias; y cuando nuestro capitán Urdemalas, con muy buen seso, había ordenado parar la matanza, aún quedaban vivos de los rendidos, los heridos y los que nadaban sin osar acercarse, unos sesenta. Echando cuentas rápidas, eso suponía ochenta o cien escudos por cada uno, según dónde se vendieran como esclavos. Apartado el quinto real, lo del capitán de galera y lo demás, y repartido entre los cincuenta hombres de mar y los setenta soldados que íbamos a bordo -la chusma de casi doscientos galeotes no entraba en el reparto-, no era volvernos ricos, pero algo era. De ahí que se nos hubiera recordado a gritos que, a más turcos vivos, más ganancia. Pues cada vez que liquidábamos a uno de los que nadaban queriendo subir a bordo, se iban al fondo más de mil reales.

– Hay que ahorcar al arráez -dijo el capitán Urdemalas.

Lo comentó en voz baja, sólo para los oídos del alférez Muelas, el cómitre, el sargento Albaladejo, el piloto y dos soldados de confianza o caporales, uno de los cuales era Diego Alatriste. Estaban reunidos en consejo a popa de la Mulata, junto al fanal, mirando hacia la galeota corsaria aún enclavada por el espolón de la galera, los remos destrozados y entrándole agua por la brecha. Todos convenían en que era inútil remolcarla: se anegaría de allí a poco, yéndose al fondo sin remedio.

– Es renegado español -Urdemalas se rascaba la barba-. Un tal Boix, mallorquín. Por mal nombre, Yusuf Bocha.

– Está herido -apuntó el cómitre.

– Pues arriba con él, antes de que muera por su cuenta.

El capitán de galera miraba el sol, ya cerca del horizonte. Quedaba una hora de luz, calculó Alatriste. Para entonces los prisioneros debían encontrarse encadenados a bordo de la Mulata, y ésta rumbo a un puerto amigo donde venderlos. En ese momento los interrogaban para averiguar lengua y nación, poniéndolos aparte: renegados, moriscos, turcos, moros. Cada nave corsaria era una babel pródiga en sorpresas. No era extraño encontrar a bordo a renegados de origen cristiano, como era el caso. Incluso ingleses u holandeses. Por eso, en lo de colgar al arráez, nadie discutía el asunto.

– Aparejen de una vez la soga.

Aquello, sabía de sobra Alatriste, iba de oficio. Para un renegado al mando de una embarcación que se había resistido y hecho muertos en la galera, acabar con indigestión de esparto era obligado. Y más, siendo español.

– No será sólo al arráez -aclaraba el alférez Muelas-. También hay moriscos: el piloto y otros cuatro, al menos. Había muchos más, casi todos hornacheros, pero están muertos… O muriéndose.

– ¿Y los otros cautivos?

– Moros bagarinos y gente de Salé. Hay dos rubios, y les están mirando el prepucio a ver si son tajados o cristianos.

– Pues ya se sabe: si están tajados, al remo; y luego, a la Inquisición. Y si no, a colgar de la entena… ¿Cuántos muertos nos han hecho?

– Nueve, más los que no lleguen a mañana. Sin contar la chusma.

Urdemalas dio una palmada impaciente, de fastidio.

– ¡Juro a mí!

Era marino curtido, rudo de maneras, con treinta años de Mediterráneo en la piel agrietada por el sol y en las canas de la barba. Sabía de sobra cómo tratar a aquella gente que anochecía en Berbería y amanecía en la costa de España, hacía de ordinario presa y se volvía, tranquilamente, a dormir a sus casas:

– Soga para los seis, y que el diablo se harte.

Un soldado llegó con noticias para el alférez Muelas, y éste se volvió a Urdemalas.

– Me dicen que los dos rubios están tajados, señor capitán… Un renegado francés y otro de Liorna.

– Pues al remo con ellos.

Todo aquello explicaba el duro empeño de la galeota: sus tripulantes sabían a qué atenerse. Casi todos los moriscos a bordo habían preferido morir luchando antes que rendirse; y en eso se les notaba -según comentó desapasionadamente el alférez Muelas-, aunque perros de agua, qué tierra los había parido. Después de todo, era universal que los soldados españoles no respetaban la vida de los compatriotas renegados que patroneaban embarcaciones corsarias, ni tampoco la de sus tripulantes cuando eran moriscos, excepto si éstos venían a las manos sin luchar, en cuyo caso eran entregados a la Inquisición. Los moriscos, moros bautizados pero sospechosos en su fe, habían sido expulsados de España dieciocho años antes, después de muchas sangrientas revueltas, sospechas, falsas conversiones, traiciones y turbulencias. Maltratados, asesinados por los caminos, despojados de lo que llevaban consigo, violadas sus mujeres e hijas, se vieron al fin arrojados a la costa norteafricana, donde tampoco sus hermanos moros les hicieron grato recibimiento. Establecidos al fin en puertos corsarios del norte de África -Túnez, Argel y sobre todo Salé, el más cercano a las costas andaluzas-, eran ahora los enemigos más feroces y odiados, por ser también los más crueles con sus presas españolas, tanto en el mar como en sus incursiones contra la costa peninsular. Que asolaban sin piedad, con su conocimiento del terreno y con el lógico rencor de quien salda viejas cuentas, como contaba en La buena guarda el gran Lope:

Y moros de Argel, piratas,

entre calas y recodos,

donde después salen todos

tienen ocultas fragatas.

– Pero cuélguenlos sin alardes -recomendó Urdemalas-. Que no se alboroten los cautivos. Cuando todos estén asegurados y con las cadenas puestas.

– Vamos a perder dinero, señor capitán -protestó el cómitre, que veía colgar de una entena otros miles de reales desperdiciados. El cómitre era aún más tacaño que el capitán de galera, tenía ruin cara y peor alma, y conseguía un sobresueldo, a medias con el alguacil de a bordo, con lo que sacaba de sobornos y cohechos a los galeotes.

– Me cago en los dineros de vuesamerced -Urdemalas fulminaba al cómitre con la mirada-. Y en quien los engendró.

El otro, hecho de antiguo al trato con el capitán de la Mulata, encogió los hombros y se alejó por la crujía, pidiendo unas cuantas sogas al sotacómitre y al alguacil. Éstos desherraban a la chusma muerta durante el combate -cuatro esclavos moros, un holandés y tres españoles condenados a remar en galeras -para echar sus cuerpos al mar y poner a corsarios en los grilletes vacantes. Otra media docena de galeotes heridos y de aspecto miserable, tumbados entre lamentos sobre sus bancos ensangrentados y con las calcetas y manillas puestas, esperaba a ser atendida por el barbero, que hacía a bordo las funciones de sangrador y cirujano. Cualquier herida, por terrible que fuera, la trataba éste con vinagre y sal, a usanza de galera.

Los ojos de Diego Alatriste dieron en los del capitán Urdemalas.

– Dos de los moriscos son jóvenes -dijo.

Era cierto. Los había visto al tiempo que caía herido el arráez: dos chiquillos acurrucados entre los bancos de popa, intentando hurtar el cuerpo al acero. Él mismo los había puesto aparte, salvándolos del degüello.

Urdemalas torció el gesto, un punto desabrido.

– ¿Cuánto de jóvenes?

– Lo suficiente.

– ¿Nacidos en España?

– Ni idea.

– ¿Tajados?

El marino masculló con fastidio un juro a mí y un pese a tal, mirando pensativo a su interlocutor. Luego se volvió a medias al sargento Albaladejo.

– Ocúpese vuesamerced, señor sargento. Que les miren el vello… Si tienen pelo en los aparejos, tienen cuello para el cabo de Palos, como hay Dios. Y si no, al remo.

Albaladejo se fue también por la crujía, camino de la galeota, a desgana. Bajarles los zaragüelles a dos muchachos para ver si salían hombres ahorcables o carne de remo, no era su ocupación favorita. Pero iba en el sueldo. Por su parte, el capitán de galera seguía observando a Diego Alatriste. Lo encaraba otra vez, inquisitivo, como preguntándose si sus reticencias sobre los dos jóvenes cautivos respondían a algo más que al sentido común. Muchachos o no, nacidos en España o fuera de ella -los últimos moriscos, murcianos del valle de Ricote, habían salido hacia el año catorce-, para Urdemalas, como para la mayor parte de los españoles, la compasión estaba fuera de lugar. Sólo dos meses atrás, durante un desembarco en la costa de Almería, los corsarios se habían llevado esclavos a setenta y cuatro hombres, mujeres y niños de un mismo pueblo, tras ponerlo a saco y crucificar al alcalde y a once vecinos cuyos nombres traían en una lista. Una mujer que pudo esconderse afirmó después que varios de los asaltantes eran moriscos, antiguos moradores del lugar.

Y es que todo el mundo tenía asuntos que ajustar en aquella turbulenta frontera mediterránea, encrucijada de razas, lenguas y viejos odios. En el caso de los moriscos, gente plática en las caletas, aguadas y caminos de una tierra a la que regresaban para vengarse, jugaba a su favor la ventaja que Miguel de Cervantes -que de corsarios sabía mucho, por soldado y por cautivo- había señalado poco tiempo atrás en Los tratos de Argel:

Nací y crecí, cual dije, en esta tierra,

y sé bien sus entradas y salidas

y la parte mejor de hacerle guerra.


– Vuesa merced anduvo por allí, ¿verdad? -inquirió Urdemalas-. El año nueve, en lo de Valencia.

Asintió Alatriste. Pocos secretos se guardaban en el estrecho espacio de una nave. Urdemalas y él tenían amigos comunes, era soldado aventajado y cumplía a bordo funciones de cabo de tropa. El marino y el veterano se respetaban, pero cada uno hacía rancho aparte.

– Cuentan -prosiguió el capitán de galera- que ayudasteis a reprimir a esa gentuza… A los que se echaron al monte.

– Ayudé -respondió Alatriste.

Era un modo de resumirlo, se dijo. Las batidas montaña arriba, entre las peñas, sudando bajo el sol. Las partidas de rebeldes emboscados, los golpes de mano, las represalias, las matanzas. Crueldad por ambos bandos, y la pobre gente cristiana o morisca cogida en medio y pagando la loza rota, como siempre. Violaciones y asesinatos impunes, todo a cuenta de lo mismo. Y luego, aquellas filas de infelices marchando por los caminos, obligados a dejar sus casas y malvender cuanto no podían llevar consigo, vejados, saqueados por los campesinos o por los mismos soldados -no pocos desertaron para robarles- que los conducían a las naves y al exilio, como bien había resumido Gaspar Aguilar con aquello de:

El mando y el dominio les prohiben

de la hacienda que traen adquirida,

y les hacen limosna de la vida.

– Por mi honra -el capitán Urdemalas sonreía, avieso -que no parecéis muy orgulloso del servicio hecho a Dios y al rey.

Alatriste miró con fijeza a su interlocutor. Luego se llevó dos dedos de la mano izquierda al mostacho, atusándolo despacio.

– ¿Se refiere a lo de hoy, señor capitán de galera, o a lo del año nueve?

Había hablado muy claro y muy frío, casi en voz baja. Urdemalas cambió una mirada incómoda con el alférez Muelas, el piloto y el otro cabo de tropa.

– Nada tengo que objetar a lo de hoy -repuso en tono diferente, mirándolo como si le contase las cicatrices de la cara-. Con diez como vuesamerced tomaba yo Argel en una noche. Sólo que…

Sordo al elogio, Alatriste seguía atusándose el mostacho.

– Sólo que, ¿qué?

– Bueno -Urdemalas encogió los hombros-. Aquí nos conocemos todos. Cuentan que no quedasteis contento en lo de Valencia… Y que os mudasteis con vuestra espada a otra parte.

– ¿Y tenéis alguna opinión personal sobre eso, señor capitán?

Los ojos del capitán de galera siguieron el movimiento de la mano izquierda de Alatriste, que había dejado el mostacho para colgar a un costado, a dos pulgadas de la guarda de la toledana -llena de mellas y marcas de aceros- que le pendía del cinto. El marino era hombre resuelto, y todos lo sabían. Pero cada cual tenía su reputación, y la de Diego Alatriste era notoria: había embarcado en la Mulata precedido de ella. Bajo palabra, como quien dice. Pero a tales alturas, y tras verlo menear las manos, hasta el último grumete a bordo daba fe. Urdemalas lo sabía mejor que nadie.

– Ninguna opinión, juro a mí -repuso-. Cada cual es un mundo… Pero lo que cuentan, lo cuentan.

Sostuvo aquello firme, con franqueza, y Alatriste consideró por lo menudo la cuestión. No había, concluyó, nada que objetar al tono ni al contenido. El capitán de galera era hombre sagaz. Y prudente.

– Si es lo que cuentan -concedió-, lo cuentan bien.

El alférez Muelas creyó bueno aliviar el tono de la conversación.

– Yo soy de Vejer -dijo-. Y recuerdo los rebatos que nos daban los turcos, guiados por los moriscos de allí, que les decían cuándo cogernos desprevenidos… Algún hijo de vecino bajó a cuidar las cabras, o a pescar con su padre, y amaneció en un zoco de Berbería. Igual ahora anda como éstos, de renegado. O sabe Dios… Con el culo así. Por no hablar de las mujeres.

El piloto y el otro cabo de tropa asintieron, hoscos. Todos sabían demasiado de las poblaciones construidas en alto y apartadas de la orilla para precaverse de los piratas berberiscos que espumaban el mar y corrían la costa, de la angustia de los lugareños ante la osadía de aquéllos y la mala índole de sus correligionarios en tierra, de las sangrientas rebeliones de los moriscos reacios a aceptar bautismo y autoridad real, de sus complicidades en Berbería, de las peticiones secretas de ayuda a Francia, a los luteranos y al Gran Turco para un levantamiento general. Tras el fracaso de su dispersión después de las guerras de Granada y las Alpujarras, y de la ineficaz política de conversión intentada por el tercer Felipe, trescientos mil moriscos -cifra enorme en una población de nueve millones de almas- se habían enrocado cerca de las vulnerables costas levantinas y andaluzas, casi nunca cristianos sinceros, siempre ásperos, ingobernables y soberbios -como españoles que a fin de cuentas eran-, soñando con la libertad y la independencia perdidas; reacios a integrarse en aquella nación católica, forjada desde hacía un siglo, que libraba una guerra durísima y simultánea en todos los frentes, contra la envidia codiciosa de Francia e Inglaterra, la herejía protestante y el inmenso poderío turco de la época. Por eso, hasta su expulsión definitiva, los últimos musulmanes de la Península habían sido una peligrosa daga apuntando al costado de esa España dueña de medio mundo y en guerra con el otro medio.

– Era un sinvivir -proseguía Muelas-. De Valencia a Gibraltar, los cristianos viejos estábamos emparedados entre los moriscos de las montañas y los piratas del mar. Esas señales de noche, esas facilidades para desembarcos y rapiñas, esos conversos reacios a comer tocino…

Diego Alatriste movió la cabeza. No todo era así, y él lo sabía.

– También había gente honrada -dijo-: cristianos nuevos sinceros, fieles súbditos del rey. A alguno, soldado, conocí en Flandes… Además, era gente útil y trabajadora. No había entre ellos hidalgos, pícaros, frailes ni mendigos… En eso, desde luego, no parecían españoles.

Lo miraron todos en silencio, un largo espacio. Luego, el alférez se mordió una uña y escupió el trozo por la borda.

– Eso era lo de menos. Tenía que acabar tanta zozobra y tanta infamia. Y con la ayuda de Dios, se acabó.

En realidad, se dijo Alatriste, nada había acabado todavía. Aquella guerra sorda, civil, entre españoles, seguía por otros medios y en otros lugares. Algunos moriscos, muy pocos, habían logrado volver más tarde, clandestinamente, ayudados por sus propios vecinos, como había ocurrido en el campo de Calatrava. En cuanto al resto, llevando su rencor y la nostalgia de la patria perdida a las ciudades corsarias de Berbería, los exiliados mudéjares de Granada y Andalucía, los tagarinos de Aragón, Cataluña y Valencia, expertos en muchas cosas y también hábiles en oficios útiles para el corso, habían reforzado la potencia turca y norteafricana. Era usual encontrarlos como arcabuceros -la galeota apresada contaba con una docena de ellos-, y además de aportar su conocimiento de las costas y lugares que asolaban, construían embarcaciones, fabricaban armas de fuego y pólvora, y sabían comerciar como nadie con los esclavos capturados, amén de ser diestros capitanes, pilotos y tripulantes de galeotas y fustas. De modo que su odio y su coraje, su práctica en la escopetería y su determinación de luchar sin pedir cuartel los equiparaba a los mejores soldados turcos, situándolos encima de las tripulaciones compuestas sólo por moros. Por eso eran los corsarios más feroces, los más despiadados tratantes de cautivos y los mayores enemigos que España tenía en el Mediterráneo.

– De cualquier manera, hay que reconocerles redaños -comentó el piloto-. Pelearon como tigres, los hideputas.

Alatriste miraba el mar alrededor de la galera y la galeota, cubierto de restos del combate. Los muertos se habían hundido ya casi todos. Sólo algunos, con aire atrapado en las ropas o los pulmones, flotaban en el agua tranquila, igual que tantos viejos fantasmas lo hacían en su memoria. Pocos, y ni siquiera él, negaron en su momento la necesidad de aquella expulsión. Eran tiempos duros. Ni España, ni Europa, ni el mundo, estaban para ternezas o melcochas. Pero lo habían desasosegado las maneras: frialdad burocrática y brutalidad militar, amén de la infame condición humana que acabó sazonando el asunto -«se podría evitar el dejarles llevar tanto dinero, pues algunos salen de muy buena gana», llegó a escribir al rey don Pedro de Toledo, jefe de las galeras de España-. Por eso, el año de mil seiscientos diez, a los veintiocho de su edad, el soldado Diego Alatriste, veterano del tercio viejo de Cartagena -traído de Flandes con objeto de reprimir a los moriscos rebeldes-, había pedido la baja en su antigua unidad, alistándose en el tercio de Nápoles para combatir contra los turcos en el Mediterráneo oriental. Puesto a maltratar y degollar infieles, argumentó, prefería a los que eran capaces de defenderse. Y en eso seguía, azares de la vida, casi veinte años después.

– Yo estuve cargándolos como a bestias, el año diez y el once, entre Denia y las playas de Orán -apuntó el capitán Urdemalas-. A esos perros.

Dijo lo de perros recalcándolo mucho. Luego se fijó en Diego Alatriste con extrema atención, como si acechase sus adentros.

– A esos perros -repitió Alatriste, pensativo.

Recordaba las cuerdas de rebeldes encadenados camino de las minas de azogue de Almadén, de las que ninguno volvía. Y al viejo morisco de un pueblecito valenciano, único que no había sido expulsado a causa de su edad y achaques, muerto a pedradas por los muchachos del lugar sin que ningún vecino, ni siquiera el párroco, hiciese nada por impedirlo.

– Hay perros de muchas clases -concluyó.

Sonreía amargo, el aire ausente, los ojos glaucos muy fijos en los del capitán de galera. Y, por la expresión de éste, supo que no le gustaban ni aquella mirada ni aquella sonrisa. Pero también supo -estaba hecho a calibrar hombres de un vistazo- que Urdemalas se guardaría mucho de manifestarlo en voz alta. A fin de cuentas, en lo formal nadie faltaba allí el respeto a nadie. En cuanto al resto, no todo ocurría sobre una galera, donde la disciplina militar vetaba cualquier lance de bueno a bueno. La vida estaba llena de puertos con callejas oscuras y silenciosas, de noches sin luna, de lugares discretos donde un capitán de gurapas, sin otro respaldo que el de su toledana, podía verse con un palmo de acero entre pecho y espalda sin tiempo a decir Jesús. Por eso, cuando Diego Alatriste adobó mirada y sonrisa con un punto de insolencia, el capitán Urdemalas, tras observar un momento la mano de Alatriste puesta, como al descuido, junto a la empuñadura de la espada, desvió los ojos al mar.

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