SANTA MARÍA-II

La última lancha de la carrera pasaba hacia el sur por Puerto Astillero a las dieciséis y veinte llegaba a Santa María cerca de las cinco.

Era lenta como la primera de la mañana; entoldada bajo la lluvia, iría arrimándose a cada desembarcadero para dejar huevos, damajuanas, cartas y saludos, algún mensaje confuso que se balancearía sobre el agua encrespada antes de intentar el arribo a la orilla. Pero a las cinco, a pesar del mal tiempo, aún habría luz en Santa María, curiosos en el muelle. Y él no deseaba -sobre todo sabiendo que iba para nada, que su viaje sólo era una pausa sin sentido, un acto vacío- tener que caminar sobre las piedras del puerto y las rectas rampas de las callejuelas con los ojos buscando miradas de asombro o burla o simple reconocimiento, con la boca apretada, lista, cargada de ordenados insultos, con la hipocresía de la mano escondida en la solapa, del dedo que rascaba el gatillo y lo seguiría rascando con fingida furia, pasara lo que pasara.

«Y tal vez, además, ni siquiera pueda encontrar a Díaz Grey; tal vez haya reventado o esté en la colonia ayudándose con un farol a esperar que una vaca o una gringa bruta se resuelva a largar la placenta. Es así de imbécil. Si voy a buscarlo, justamente hoy, con este tiempo sucio, sin que nada me impida postergar el viaje a no ser la superstición de que un ciego movimiento perpetuo pueda fatigar a la desgracia, es porque tiene más que nadie eso que por apresuramiento estoy llamando imbecilidad.»

Así que caminó por la calle enlodada, erguido en el viento, defendiendo el sombrero con dos dedos, de Puerto Astillero a la fonda de Belgrano. Subió a su habitación, se estuvo examinando en el espejo, decidió afeitarse y cambiar la corbata. «Eso que viene sin interrupción de aquella cara chica y tranquila, y vaya a saber cuál es la palabra. Las ganas de tenerle lástima, de palmearle el hombro, y decirle hermano, Díaz Grey.»

Bajó a tomar el vermut con el patrón y estuvo mirando desde el mostrador los grupos en la sala, llena de humo, de humedad y mal aire. Vio un hombre viejo y dos jóvenes, con sacos de cuero y capotes encerados; estaban cerca de una ventana, tomando vino blanco; uno de los muchachos separaba regularmente los labios y exhibía los dientes; limpiaba el vidrio de la ventana con el antebrazo, sonriendo a cada espasmo hacia los amigos y hacia el atardecer gris y arremolinado.

– ¿Qué pueden pescar con este tiempo? -comentó Larsen compasivo.

– No crea -dijo el patrón-. Depende de las corrientes. A veces, cuando el agua se enturbia, se cansan de sacar pescado.

Cuando el reloj alto, con un borroneado aviso de aperitivo en la esfera, marcó las cuatro y media, Larsen se golpeó la frente y puso los dedos sobre el mostrador.

– Gott -se enderezó el patrón con una servilleta-. ¿Qué se olvidó?

Larsen sacudió un rato la cabeza, sonrió después con heroísmo.

– Casi nada. Tenía una cita muy importante esta noche en Santa María. Y la última lancha se fue hace rato. De veras, algo especialmente importante.

– Ah -dijo el patrón-. Entiendo. A mediodía vino la Josefina y me contó, confidencia, que don Jeremías llegaba esta noche a Santa María. A medianoche.

– Eso -confirmó Larsen-. Y ahora no hay nada que hacer. ¿Tomamos otro vasito?

– Dieciséis y veinte la última lancha. Uno se queja, pero había una por semana y después dos. Cuando tuvimos dos, acá mismo hicimos una fiesta -llenó los vasos, parsimonioso, con una contenida alegría-. Quién sabe. Perdone -alzó su vaso, tomó un trago y fue a sentarse con los pescadores.

Solitario en el mostrador, volviendo la cabeza hacia la tormenta y el río, hacia el origen impreciso del olor a podredumbre, a profundidades excavadas, a recuerdos muertos que se habían filtrado en el salón del Belgrano, Larsen pensó en la vida, en mujeres, en el ronquido del viento a través de las ramas peladas de los plátanos, sobre la casilla de perro gigante de los fondos del astillero. «Ahora, por ejemplo, cuando todo empieza a terminar; la loca de la risa en la glorieta y el bicho éste con un sobretodo de hombre sujeto por un gancho. Son una sola mujer, lo mismo da. No hubo nunca mujeres sino una sola mujer que se repetía, que se repetía siempre de la misma manera. Y las maneras posibles eran pocas y no pudieron agarrarme desprevenido. Así que todo, desde el primer baile en un salón de barrio y hasta el fin, se me hizo dulce, cuesta abajo, y yo no tuve que gastar otra cosa que tiempo y paciencia.»

Sonriente, enganchado en el pulgar el vaso vacío, el patrón regresó al mostrador.

– ¿Sirvo otra?

– No gracias -dijo Larsen-. Es mi medida.

– Como quiera -pasó inútilmente la sucia servilleta sobre la madera seca-. Algo hay. Si es tan importante, como yo creo, que lo vea esta noche al señor Petrus… No será muy cómodo, pero no hay otra cosa. Los amigos vienen de Míguez, más abajo de Enduro, donde entra la costa.

– Conozco -dijo Larsen, indolente, perfilado, el cigarrillo colgándole de un lado de la boca.

– Si se anima… Les hablé y, por ellos, lo llevan con gusto hasta Santa María. Van a bailar un poco y no tienen toldo impermeable. Vea si le conviene; es gratis.

Larsen sonrió sin volverse, sin contestar a las miradas y los tímidos cabeceos de los tres hombres.

– ¿Lancha de vela?

– Tienen motor -dijo el patrón-. La Laura, la tiene que haber visto. Pero claro que si no hay necesidad no van a gastar combustible.

– Gracias -murmuró Larsen-. ¿A qué hora salen?

– En seguida, estaban por irse.

– Perfecto. Présteme cincuenta, si puede y quiere, hasta el lunes. El lunes arreglamos.

El patrón abrió la caja y golpeó suavemente contra el mostrador el billete verde. Larsen asintió con la cabeza y lo fue envolviendo en dos dedos. Sin prisa, disimulando el taconeo, rebajando su importancia, con las manos en los bolsillos del abrigo y el cigarrillo casi convertido en ceniza colgando de su boca benévola y fraternal, se acercó a los pescadores, que se pusieron de pie, sonrientes, cabeceando. Así empezó el viaje de Larsen a Santa María.

Hagen, el del surtidor de nafta en la esquina de la plaza, creyó reconocerlo; debe haber sido aquella misma noche; era lluviosa y ningún testimonio indica que Larsen haya hecho más visitas a Santa María, desde que se instaló en Puerto Astillero, que la última y esta otra, más confusa y ofrecida a las conjeturas.

«Me pareció que era él por la manera de caminar. Casi no había luz y la lluvia molestaba. Y tampoco lo hubiera visto, o creído verlo, si no es porque en el momento, casi las diez, le da por atracar al camión de Alpargatas que debió haber pasado a la tarde. Empezó a los bocinazos hasta que me hizo salir de Nueva Italia, y nos estábamos insultando con el chofer, cuando le dije «Pare un momento», y me quedé con el caño en el aire, mirando hacia la esquina por donde me pareció que lo veía venir. Ya le digo que había vuelto a caer agua y allí el farol alumbra más nada que poco. Venía empapado y más viejo, si es que era él, ayudándose al caminar más que antes con los brazos, la cabeza con el gacho negro doblado hacia adelante; con lo que ya se hacía imposible, entenderle la cara, porque la lluvia le golpeaba de, frente. Suponiendo que fuera. Decían que estaba, en la capital, y le puedo asegurar que no vino en la balsa del mediodía ni en la de la tarde; y si vino por tren a las cinco y siete, difícil que no me haya enterado. Fue menos de media cuadra, entonces, con luz y lluvia en contra, desde la esquina donde están rompiendo la ochava para poner, dicen, una vidriera de gomería como si no hubiera bastantes, hasta que me lo escondió el automóvil del doctor y es forzoso que se haya metido en un zaguán. No me puedo confundir porque lo que había de farol brillaba en la chapa de bronce, aunque parece que no la hizo limpiar desde que le dieron el título. Si dobló en aquella esquina no venía del muelle ni de la estación. Sólo media cuadra, menos; y lo estuve viendo con las desventajas que dije. Pero, sin jurarlo, me pareció que era él, que reconocía sobre todo aquel trote retobado, menos saltarín ahora, y algo que no puede explicarse en el braceo y la cuarta de puños que se sobraba de las mangas. Pensando después, pero sólo como capricho, me convencí casi porque cualquier otro, lloviendo y con frío, andaría con las manos metidas en los bolsillos. Él, no; si era él.»

La hora en que Hagen tuvo su dudosa visión de Larsen coincidía con el momento en que normalmente el doctor Díaz Grey, luego de la indiferente lectura en la cena, prolongada en la sobremesa solitaria, mientras la sirvienta recogía los platos, alisaba la carpeta y le aproximaba el mazo de naipes, comenzaba a pensar qué convendría intentar para dormirse, qué combinaciones de drogas, ritmos respiratorios, trampas de la imaginación. Tal vez no fuera él mismo quien pensara sino una puntual memoria, dentro de él pero independiente desde años atrás. Siempre, con un corto desafío sin objeto que lo rejuvenecía, planeaba no hacer nada, esperar inmóvil e indiferente el alba, la mañana, otra noche que encajara en ésta.

Si ningún enfermo lo hacía llamar, si no lo obligaban a traquetear con una cómica velocidad en el automóvil de segunda o tercera mano que había terminado por comprar, aquélla era la hora en que cargaba de discos sacros el fonógrafo y se ponía a combinar solitarios con los naipes, concediendo a la música, invariable ya hasta en su orden, sabida de memoria, no más de la cuarta parte de un oído, mientras dudaba, con leve excitación, entre reyes y ases, entre seconal y bromural.

Cada uno de los discos del inmodificado programa nocturno, cada uno de sus ambiciosos crescendos, de los fracasos finales, tenía un sentido claro, expuesto con mayor precisión que todo lo que pudiera incorporársele por la palabra o el pensamiento. Pero él, Díaz Grey, este médico de Santa María, solterón, de casi cincuenta años de edad, casi calvo, pobre, acostumbrado ya al aburrimiento y a la vergüenza de ser feliz, no podía prestar a la música -a esa música, justamente, elegida un poco por bravata y por el deseo perverso de saberse cada noche, pero protegido, al borde de la verdad y de un inevitable aniquilamiento-, más que la cuarta parte de un oído. A veces, con una deliberada picardía sin gracia, silbaba entre dientes la música que estaba escuchando, mientras cambiaba de columna, con orgullo y decisión, un siete o una sota.

Aquella noche, la de Hagen o cualquier otra, a las diez, Díaz Grey oyó el timbre de la calle. Mezcló los naipes sobre la carpeta como si quisiera embarullar pistas e interrumpió el disco que estaba sonando. «Cuando no usan el teléfono, a esta hora, es el caso grave, la desesperación, la necesidad de atrapar al médico, el supersticioso alivio de mirarlo y hablarle en seguida. Tal vez Freitas, no le queda más de una semana; y entonces, digitalina porque está prescripto, y hablar del lino con las bestias de los hijos y de un caballo de carrera, puro, con el menor. Si muere de madrugada, les voy a mostrar mi fatiga y mi insomnio y mi paciencia hasta que salga el sol.» Pasó del comedor al consultorio y cuando estuvo en el vestíbulo gritó a la mujer que empezaba a taconear en la escalera del altillo:

– Deje, que yo atiendo.

Dos metros abajo, en la puerta cancel que no se cerraba nunca con llave, Larsen se quitó el sombrero para sacudir la lluvia y saludó sonriendo y disculpándose.

– Suba -dijo Díaz Grey. Entró al consultorio y dejó la puerta abierta; esperó apoyado en el escritorio, oyendo el chapoteo del agua en los zapatos del hombre que subía, tratando de animar los recuerdos que rodeaban aquella voz ronca, aquella sonrisa torcida.

– Salud -dijo Larsen en la puerta, quitándose el sombrero que había vuelto a ponerse-. Le voy a dejar el piso a la miseria -dio unos pasos y volvió a sonreír, de manera distinta ahora, ya sin humildad ni cortesía, la cabeza hacia un hombro, los ojos hundidos entre arrugas escasas y profundas, esféricos y calculadores-. ¿Se acuerda? Díaz Grey se acordó de todo; inmóvil contra el escritorio, mordiéndose suavemente los labios, sintió que iba llenándose de entusiasmo por el recuerdo y de una absurda lástima por el hombre que chorreaba lluvia en silencio sobre el linóleo. Le apretó la mano y puso otra sobre el hombro empapado y frío.

– ¿Por qué no se saca el sobretodo y se sienta? Tengo una estufa eléctrica. ¿Quiere que la traiga? -se sentía protector, más fuerte que Larsen, desinteresado, y no le importaba mostrarlo.

Larsen dijo que no. Con una mano blanda se quitó el sobretodo y fue a dejarlo, junto con el sombrero, encima de la camilla.

«Pero él nunca estuvo aquí, nunca me trajo alguna de las mujeres para que la abriera innecesariamente con el espéculo. O podía haber llegado alguna tarde, en una era anterior a los antibióticos, para pedirme con un retorcido orgullo, de amigo a amigo, que le aplicara la sonda. Y sin embargo, se mueve como si conociera de memoria el consultorio, como si esta visita fuera un calco de muchas noches anteriores.»

– Doctor -rezongó Larsen con una mentirosa solemnidad, buscándole los ojos.

Díaz Grey le acercó una silla cromada y fue a sentarse detrás del escritorio. «El rincón del biombo más allá de su hombro izquierdo, la camilla donde estiró el sobretodo como a un muerto -el sombrero encima de una plana cara invisible-, los estantes de la biblioteca, las ventanas donde vuelve a golpear la lluvia.»

– Tiempo sin verlo -dijo.

– Años -asintió Larsen-. ¿Fuma? Es cierto, casi nunca fumaba -encendió el cigarrillo, en un principio de rabia, porque algo se le estaba escapando, porque se sentía aislado y expuesto en la incómoda silla de metal y cuero en el centro del consultorio-. Primero, entienda, quiero pedirle disculpas por todas las molestias de aquel tiempo. Usted se portó muy bien, y sin obligación, sin que le fuera nada en el asunto. Le vuelvo a dar las gracias.

– No -dijo Díaz Grey, lentamente, resuelto a explotar la noche y el encuentro hasta donde fuera posible-, hice lo que entonces me pareció bien hacer, también lo que me gustaba hacer. ¿Sabe que el padre Bergner murió?

– Lo leí hace tiempo. ¿Lo habían ascendido, no? Creo que le dieron otro puesto en la capital de la provincia.

– No, nunca salió de aquí. No quiso irse. Yo lo atendí en la enfermedad.

– No me lo va a creer. Pero después que pasaron las cosas, me convencí de que el cura era un gran tipo. Él en su lado, yo en el mío.

– Espere -dijo el médico, levantándose-. Le va a venir bien después de la mojadura.

Fue hasta el comedor y volvió con una botella de caña y dos vasos. Mientras servía escuchaba la delgada cortina de lluvia en la ventana, el silencio campesino detrás; sintió un escalofrío y ganas de sonreír como si le estuvieran contando un cuento en la infancia.

– De contrabando -ponderó Larsen, alzando la botella.

– Sí, debe ser, la traen en la balsa -volvió a sentarse detrás del escritorio, nuevamente seguro y capaz de protegerse con la indiferencia, como si Larsen fuera un enfermo-. Espere -volvió a decir, mientras el otro bebía. Fue hasta el rincón de la vitrina de instrumentos, desconectó el teléfono y regresó a la silla del escritorio.

– Muy buena. Seca -dijo Larsen.

– Sírvase usted mismo. Usted pensó eso, del padre. Yo pensé, y lo sigo creyendo, que él y usted se parecían mucho. Claro que es un parecido largo de explicar. Además, todo eso es historia vieja. Y usted habrá venido a visitarme por algo. No supe que estaba en Santa María.

– No, doctor -dijo Larsen llenando los vasos- afortunadamente la salud anda bien. No estoy en Santa María. Y créame, no la hubiera vuelto a pisar si no fuera porque quería verlo. Ya le voy a explicar -alzó los ojos y remedó, gravemente, la mueca que hacía con la boca al sonreír-. Estoy en Puerto Astillero, en lo de Petrus. Me ofreció la Gerencia y allí estoy.

– Sí -asintió Díaz Grey con cautela, temeroso de que el otro dejara de hablar, agradecido a lo que la noche había querido traerle, incrédulo. Bebió un trago y sonrió como si comprendiera y aprobara todo-. Sí, conozco al viejo Petrus, a la hija. Tengo clientes y amigos en Puerto Astillero.

Volvió a beber para esconder su alegría y hasta pidió un cigarrillo a Larsen aunque tenía una caja llena encima del escritorio. Pero no deseaba burlarse de nadie, nadie en particular le parecía risible; estaba de pronto alegre, estremecido por un sentimiento desacostumbrado y cálido, humilde, feliz y reconocido porque la vida de los hombres continuaba siendo absurda e inútil y de alguna manera u otra continuaba también enviándole emisarios, gratuitamente, para confirmar su absurdo y su inutilidad.

– Un puesto de gran responsabilidad -dijo sin énfasis-. Sobre todo en estos momentos de dificultad para la empresa. ¿Y Petrus lo conocía a usted desde hace tiempo?

– No, no sabe nada de la historia. Nadie sabe en Puerto Astillero. Más bien un encuentro fortuito, doctor. Me permití dar su nombre como referencia.

– Nunca me preguntaron -volvió a beber y escuchó la lluvia; se sentía ocupado por una curiosidad sin ansias, confiada. Dejó de mirar a Larsen, dejó de hablar y contempló los lomos de los libros en los estantes. En la mitad del silencio, Larsen carraspeó.

– A propósito. Dos cosas. Quería preguntarle, doctor. Yo sé que con usted se puede hablar.

«Este hombre envejecido, Juntacadáveres, hipertenso, con un resplandor bondadoso en la piel del cráneo que se le va quedando desnuda, despatarrado, con una barriga redonda que le avanza sobre los muslos.»

– En cuanto a Petrus -dijo Díaz Grey- está durmiendo en la esquina, en el hotel Plaza. Hablé con él, apenas, esta tarde.

– Lo sabía, doctor -sonrió Larsen-, y quién le dice que no es por eso que estoy aquí.

«Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir sino para ganar e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas.»

– Pregunte lo que quiera. Espere un momento -fue hasta el comedor e hizo funcionar el aparato de los discos; había dejado la puerta entornada, de modo que la música no llegaba más fuerte que la lluvia.

– Primero la empresa, doctor. ¿Qué cree? Usted tiene que saber. Digo, si hay probabilidades de que Petrus salga a flote.

– Hace más de cinco años que se discute eso en Santa María, en el hotel y en el club, a la hora del aperitivo. Yo tengo mis datos. Pero usted está allá, es el Gerente.

Larsen volvió a torcer la boca y se miró las uñas. Los dos se buscaron los ojos; ya no se oía la lluvia y el coro empezaba a llenar el consultorio. Breve y perezosa sonó una bocina en el río.

– Como en la iglesia -dijo Larsen con dulzura y respeto, cabeceando-. Le voy a ser franco. No me ocupo de la parte administrativa. Lo que hago por ahora es un estudio general, para empaparme del asunto, y examino los costos -alzó los hombros para disculparse-. Pero aquello es una ruina.

«Y justamente este hombre, que debía estar hasta su muerte por lo menos a cien kilómetros de aquí, tuvo que volver para enredarse las patas endurecidas en lo que queda de la telaraña del viejo Petrus.»

– Por lo que yo sé -dijo Díaz Grey- no hay la menor esperanza. No liquidaron todavía la sociedad porque a nadie puede beneficiar la liquidación. Los accionistas principales dieron el asunto por perdido hace tiempo y se olvidaron.

– ¿Seguro? Petrus habla de treinta millones.

– Sí, ya lo sé, lo oí también esta tarde. Petrus está loco, o trata de seguir creyendo para no volverse loco. Si liquidan cobrará cien mil pesos y yo sé que debe, él, personalmente, más de un millón. Pero mientras, puede seguir presentando escritos y visitando ministerios. Está muy viejo, además. ¿Usted cobra sueldo?

– No de manera efectiva, por ahora.

– Sí -dijo Díaz Grey, dulcemente-: he conocido otros gerentes de Petrus; muchos se despidieron en Santa María mientras esperaban la balsa. Una lista larga. Y no había dos parecidos. Como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el desencanto y el hambre y no se vaya nunca.

– Tal vez sea así, doctor.

– Los vi.

(Podrían haber sido cinco o seis, en tres años, los gerentes generales, o administrativos o técnicos de Jeremías Petrus, S.A.; que pasaron por Santa María, de regreso de un exilio que ellos no podían sentir como un mero alejamiento de lugares familiares o, por lo menos, susceptibles de ser entendidos y ubicados. No tan distintos, después de todo; emparentados por la pobreza o la miseria agresiva de sus ropas, fantásticas, dispares. Pero con un algo de vigilada decadencia, un aire común que parecía el uniforme del pequeño ejército formado por la locura infecciosa del viejo Petrus. Muchos otros, tal vez el doble, no habían sido vistos estableciendo en Santa María un nuevo contacto con el mundo hostil, adverso, pero que podía ser creído y desafiado. Algunos subieron a una lancha en Puerto Astillero y dispararon en cualquier dirección; otros pasaron por la ciudad cubiertos aún por un miedo que podía confundirse con el orgullo y los hacía incógnitos e invisibles. No tan distintos: hermanados, además, por una mirada, no vacía, sino vaciada de lo que había tenido y confesado antes, de lo que continuaban teniendo los ojos de los habitantes de aquel primer pedazo de tierra firme que pisaban al huir.

Regresaban, en realidad, como sabían todos los que hablaron con ellos y como ellos mismos admitían, de Puerto Astillero, un sitio cualquiera de la costa, con colonos alemanes y rancheríos de mestizos rodeando, junto con el río, el edificio de Petrus S.A., un cubo gris de cemento desconchado, un abandono que ocupaban formas de hierro herrumbroso. Llegaban de un punto que sólo separaban de Santa María algunos minutos de lancha, poco más de dos horas para el hombre resuelto o desesperado que se forzara, andando, un camino entre alumbrados de quintas y montes de sauces. Sus ojos, apartándolos de los amables escuchadores de sus cuitas imprecisas y enardecidas por el regreso, los unía, los soldaba para siempre a otros gerentes de jerarquía diversa que habían cruzado en retirada la ciudad y a los que habrían de llegar en el futuro. Eran ojos, miradas, con un destello sorprendentemente duro pero jubiloso. Estaban, los gerentes, de vuelta; agradecían las maderas, las manos, los vidrios que palpaban, las bocas que les hacían preguntas, las sonrisas, las lástimas y los asombros.

Pero este júbilo de sus ojos no era el de retorno de un destierro, o no sólo eso. Miraban como si acabaran de resucitar y como seguros de que el recuerdo de la muerte recién dejada -un recuerdo intransferible, indócil a las palabras y al silencio- era ya para siempre una cualidad de sus almas. No volvían de un lugar determinado, según sus ojos; volvían de haber estado en ninguna parte, en una soledad absoluta y engañosamente poblada por símbolos: la ambición, la seguridad, el tiempo, el poder. Volvían, nunca del todo lúcidos, nunca verdaderamente liberados, de un particular infierno creado con ignorancia por el viejo Petrus.)

La música se refería a la fraternidad y al consuelo. Larsen escuchaba con la cabeza ladeada, la copa sujeta por las manos que colgaban entre las rodillas, tolerante, sin fe en ningún sentido o resultado imaginable de la entrevista, seguro de que bastaba durar para vencer.

– Pero no crea, doctor. No nos moriremos de hambre. Organicé a la gente, el personal superior que queda, y no hay motivo de queja. Y tampoco pienso irme.

– Sí, tal vez sea usted el hombre que necesitaba Petrus, el hombre justo para aquello. No tiene nada de cómico, de increíble, aunque es seguro que me hubiera reído si viniera otro a contármelo. Es raro que aquí nadie supiese nada.

– Puerto Astillero está muerto, doctor. Apenas si atracan las lanchas, nadie llega ni se embarca. Hoy mismo, para venir, tuve que alquilar una lancha de pescadores -sonrió con desdén y excusa; el nuevo disco ensalzaba convincente la esperanza absurda.

– Así que usted está allí -dijo Díaz Grey, con repentina alegría-. Todo está bien, todo está en orden. Déjeme hablar; casi nunca bebo, aparte de la cuota de las siete de la tarde en el bar del hotel. Y siempre, casi siempre, la misma gente, las mismas cosas. Usted y Petrus. Tendría que haberlo profetizado; me doy cuenta y me avergüenzo. No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida. Pero nos educaron mal, exigimos ser mal educados. Tal vez usted no, tampoco Petrus -sonrió cariñosamente y llenó la copa que había dejado Larsen sobre el escritorio; después la suya, lentamente, sosteniendo con velada piedad la sonrisa. Oyó el chasquido de la máquina en el silencio: sólo quedaba una cara de disco, no había lluvia ni viento.

– La última, doctor -pidió Larsen-. Me quedan algunas cosas que hacer esta noche y muy importantes. No se imagina el gusto de verlo y estar así con usted. Siempre pensé y dije que el doctor Díaz Grey era lo mejor del pueblo. Salud. No hay sorpresas en la vida, tiene razón; por lo menos para los hombres de veras. La sabemos de memoria, permítame, como a una mujer. Y en cuanto al sentido de la vida, no se piense que hablo en vano. Algo entiendo. Uno hace cosas, pero no puede hacer más que lo que hace. O, distinto, no siempre se elige. Pero los demás…

– Los demás también, créame -dijo el médico con paciencia, con la costumbre de ser claro y obvio que le habían inculcado en la Facultad para beneficio de los enfermos pobres-. Usted y ellos. Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal. También yo, claro. Petrus es un farsante cuando le ofrece la Gerencia General y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan. Petrus necesita un gerente para poder chicanear probando que no se interrumpió el funcionamiento del astillero. Usted quiere ir acumulando sueldos por si algún día viene el milagro y el asunto se arregla y se puede exigir el pago. Supongo.

Era la última carga de disco y abogaba por la adopción de una enajenada forma del consentimiento que nunca podría crecer espontáneamente en un hombre. «No tengo que preocuparme de que entienda. Se me ocurre que no lo volveré a ver. Puedo hablarle, no a él, no a lo que él sabe, sino a lo que él significaba para mí.»

– Usted gana, doctor. En cuanto a eso. Pero hay algo más -sonrió como si agregara una felicitación pública y para esconder la parte más valiosa de algo más: su locura, los cálculos sobre metalización, los presupuestos por reparaciones de cascos de barcos que tal vez yacieran ahora tumbados en un fondo submarino, los delirios solitarios en el cobertizo en ruinas; su esclavizado, viril amor por todos los objetos, los recuerdos no vividos y las almas en pena que habitaban el astillero.

– Habrá; ya estaría en el hotel con Petrus si no hubiera. Usted dice, Larsen, que uno no es siempre lo que hace. Puede ser. Pienso en lo de antes, en el sentido de la vida. El error está en que pensamos lo mismo de la vida; que no es lo que hace. Pero es mentira; no es más que eso, lo que todos vemos y sabemos-pero no pudo animarse y sólo pensó: «y esto tiene un sentido claro, un sentido que ella, la vida, nunca trató de ocultar y contra el cual estúpidamente luchan los hombres desde el principio con palabras y ansiedades. Y la prueba de la impotencia de los hombres para aceptar su sentido está en que la más increíble de todas las posibilidades, la de nuestra propia muerte, es para ella cosa tan de rutina; un suceso, en todo momento, ya cumplido».

La púa rascó unas vueltas en el silencio, hubo otro chasquido, el anuncio del sosiego. Díaz Grey se sintió vacío y aburrido, examinó un confuso remordimiento.

– De tener razón, doctor. Pero yo, por mí, nunca busqué complicaciones. Hay otra cosa, como bien dice -se miró los zapatos opacos por la humedad y se estiró los calcetines.

– ¿Usted conoce a la hija de Petrus? Angélica Inés. Estamos comprometidos.

Incapaz de reírse, jugando con la idea de que la entrevista era un sueño o por lo menos una comedia organizada por alguien inimaginable para hacerlo feliz durante unas horas de una noche, Díaz Grey retrocedió en el asiento arrastrando un cigarrillo sobre el escritorio.

– Angélica Inés Petrus -murmuró-. Y yo dije hace un rato, humildemente, con poca fe: usted y Petrus. Me parece perfecto, todo es perfecto en el segundo momento.

– Gracias, doctor. Ahora, que hay algo. Usted ya lo comprende -sin esperanzas ni intención de ser creído, como un simple homenaje amistoso, Larsen dejó de mirarse los pies y alzó hacia el médico la mejor expresión de inocencia, de honrada inquietud y sinceridad que le era posible componer a los cincuenta años. Díaz Grey asintió como si la repugnante y desinteresada intención de conmover que mostraba la cara de Larsen hubiera sido una frase. Esperó estremecido-. Nos queremos, claro. Todo empezó en casi nada, como siempre sucede. Pero es un paso serio. Lo más importante de mi viaje, con esta lluvia y en una lancha de pescadores, era hablar con usted del problema. Puede haber hijos, puede ser que el matrimonio la perjudique.

– ¿Cuándo se casan? -preguntó Díaz Grey con fervor.

– Eso. Comprenda que no puedo estar haciéndola perder el tiempo. Yo quisiera saber, respetando el secreto profesional…

– Bueno -dijo Díaz Grey, acercando el cuerpo al escritorio, bostezando y sonriendo después plácidamente con los ojos llenos de lágrimas-. Es rara. Es anormal. Está loca pero es muy posible que no llegue nunca a estar más loca que ahora. Hijos, no. La madre murió idiota aunque la causa concreta fue un derrame. Y el viejo Petrus, ya le dije, simula la locura para no quedarse loco del todo. Es duro de decir, pero sería mejor que no tengan hijos. En cuanto a vivir con ella, usted la conoce, me imagino; sabrá si puede soportarla.

Se levantó y volvió a bostezar. Larsen destruyó velozmente su cara de preocupada inocencia y fue a recoger de la camilla, con un crujido de rótula, el sobretodo y el sombrero.

Ahora, en la incompleta reconstrucción de aquella noche, en el capricho de darle una importancia o sentido históricos, en el juego inofensivo de acortar una velada de invierno manejando, mezclando, haciendo trampas con todas estas cosas que a nadie interesan y que no son imprescindibles, llega el testimonio del barman del Plaza.

Acepta que una noche de lluvia, durante aquel invierno, un hombre coincidente con la descripción de Larsen que le fue proporcionada, abundante, contradictoria en ciertos puntos porque los entusiasmos variaban, se acercó al mostrador y preguntó si el señor Jeremías Petrus «paraba» en el hotel.

«Era una palabra vieja y por eso dejé de pensar en el Simmons Fizz y lo miré dos veces. Ya casi todos dicen «alojarse» o «encontrarse»; y algunos de la Colonia, hombres hechos, que tal vez no hayan nacido aquí, «estar de paso». Este decía «parar» sin sacarse las manos de los bolsillos del sobretodo, ni tampoco el sombrero; no había dado las buenas noches o no se las oí. Esa palabra vieja, es posible que ayudada por la voz, me hizo pensar en tiempos de juventud, en café de esquinas de barrios. Cosas. Cuando el tipo habló yo estaba sin nada que hacer, la sala casi vacía y nadie en el mostrador, limpiando algún vaso con una servilleta aunque no me corresponde, y los vasos están siempre limpios. Yo estaba pensando en el negro Charlie Simmons y en el fizz que había hecho y bautizado y en la evidencia de que la receta que me transmitió era falsa. Porque me la dijo en cuanto se la pedí, porque la bebida que sale, de un color muy lindo, es sinceramente maléfica y porque nunca, en realidad, lo vi preparando. Él estaba entonces, duró poco, en el Ricky, que después se llamó Noneim, y después no sé. Pensaba distraído en eso y en otra cosa anterior. Entonces vino el hombre, que tal vez sea quien usted dice, aunque nunca lo vi antes, cuando vivió en Santa María. Más bien bajo, seguro, engordando, yendo para viejo pero todavía con cuerda y con aire de no enterarse del almanaque. Tendría que haberle dicho que se dirigiera al conserje, Tobías, el que anota y anda con las llaves. Pero la frase ésa, si «para» en el hotel, la palabra más bien, me ganó y le contesté. Le dije que sí y en qué habitación. Todos sabíamos y comentamos el asunto: el viejo Petrus enfermo o haciéndose el enfermo, metido desde la mañana en el 25, que tiene living y se reserva para novios, sin haber pedido durante todo el día otra cosa que una botella de agua mineral, sin que nadie supiera, por más que dijeron, si el francés se atrevería a presentarle la cuenta, ésta y las atrasadas, sólidos miles de pesos. Y no para verlo firmar arriba de la cuenta sino en un cheque con fondos, contra algún banco que no puedo imaginarme pero que, por qué no, tendría que llamarse Petrus y Compañía o alguna cosa como Petrus y Petrus. Sólo así. Cabeceó para darme las gracias y se puso a caminar en dirección al ascensor. Quería chistarle y decirle que llamara antes por el interno; me dejé estar y siguió caminando. Era como me dice: naturalmente pesado pero exagerándolo, negro de ropas, taconeando mientras pudo en el silencio del bar vacío, sin ruido después sobre la alfombra del corredor, la espalda arqueada como si estuviera llevando con el pecho alguna cosa por delante. El pobre. La otra cosa anterior en que yo pensaba se le ocurre a cualquiera. Pensaba en el negro Charles Simmons, el hombre mejor vestido que vi nunca; en la vez, que alguna vez tuvo que ser, en que se distrajo revolviendo un gin fizz con una cuchara larga y se le ocurrió que lo que hacía podía mejorarse o que era posible hacerse famoso con cualquier cambio de medidas o ingredientes sin dar nada nuevo o mejor. Que es lo que no sé y me sigo preguntando.»

La puerta no tenía llave; de modo que después de algunos pasos sinuosos en la penumbra de la salita, Larsen se introdujo en la luz del dormitorio y vio al viejo Petrus boca arriba, acurrucado en la cuarta parte de una cama matrimonial, con una lapicera en la mano y una libreta negra, con ganchos cromados, apoyada en las rodillas. Vuelta hacia él la cara reducida, sin asombro ni miedo, sin otra cosa que una suave inquisición profesional.

– Buenas noches y perdone -dijo Larsen. Sacó las manos de los bolsillos y puso cuidadosamente el sombrero en la repisa de la chimenea falsa.

– Es usted, señor -comentó el viejo; sin desviar la cara, guardó la lapicera y la libreta debajo de la almohada.

– Aquí estamos, señor, a pesar de todo. Y mucho me temo… -avanzó velozmente y ofreció su mano hasta que Petrus colocó la suya, muy pequeña y seca.

– Sí -dijo Petrus-. Siéntese, señor. Arrime una silla -lo miró calculando, estuvo moviendo la cabeza como si aprobara.

– Espero que todo marche bien en el astillero. Estamos al borde del triunfo, cuestión de días. En esta época, es triste, hay que llamar triunfo a un acto de justicia. Tengo la palabra de un ministro. ¿Alguna dificultad con el personal?

Larsen se sentó en la cama, sonrió para congraciarse con los ángeles, pensó en el batallón de espectros del personal, en huellas que tal vez hubieran dejado y que en todo caso no constituían evidencia; pensó en Gálvez y Kunz, en la pareja de perros saltando hacia la barriga de la mujer con abrigo de hombre. También en algún charco, un agujero en forma de ventana, alguna bisagra destornillada y colgante.

– Ninguna, señor. Hubo cierta resistencia, absurda, al principio. Pero ahora, le puedo asegurar, todo marcha como una máquina.

Petrus sonrió y dijo que era justamente lo que había esperado y que estaba seguro de no equivocarse al elegir hombres y asignarles tareas. «Soy un conductor; ésa es la primera virtud de un conductor.» La noche estaba afuera, enmudecida, y la vastedad del mundo podía ser puesta en duda.

Aquí no había más que el cuerpo raquítico bajo las mantas, la cabeza de cadáver amarillenta y sonriendo sobre las gruesas almohadas verticales, el viejo y su juego.

– Me alegro -dijo Larsen, crédulo, sin énfasis-. Siempre he pensado, mientras me ocupaba de los problemas del astillero y vigilaba el rendimiento del personal, que yo estaba a cargo de la retaguardia mientras usted… -suspiró, casi satisfecho, y tuvo un escalofrío dentro del sobretodo empapado.

– En la línea de fuego, señor. Justamente -celebró el viejo, con una sonrisa-. Más riesgo y más gloria. Pero si la retaguardia llega a fallar…

– Esa es la idea que me da ánimos.

– Todo esto es obra mía -dijo Petrus deslizando una mano para tocar durante un segundo la libreta bajo la almohada-. Y no me voy a morir antes de ver que todo vuelve a ponerse en marcha. Es imposible. Pero su tarea, señor, es tan importante como la mía. Si el astillero se paraliza una sola hora, ¿qué cosa podré estar defendiendo en las antesalas de esos covachuelistas, esos piojos resucitados? Le estoy muy reconocido.

Larsen cabeceó con una mueca alegre, tímida, agradecida. El viejo Petrus recogió con rapidez su sonrisa y la cara flaca, entre patillas, se puso a exhibir con deliberación la espera, cortés pero exigente.

Una mujer y un hombre pasaron frente a la puerta conversando en voz alta; despectivo, hundido en la paciencia, el hombre iba negando alguna cosa.

– Aquello está listo, le aseguro, para el momento en que usted dé la orden -se esforzó Larsen.

Pero ni las voces de afuera ni ésta que había sonado a los pies de la cama pudieron distraer de su resolución de pregunta a la cabeza de momia de mono que se apoyaba sin peso en las almohadas.

«No es una sonrisa esa arruga bien repartida que hace. No le importa nada de nadie, y yo no soy yo, ni siquiera el cuerpo número 30 o 40 que está ocupando esta noche el invariable Gerente General del astillero. Yo soy, apenas, una desconfianza. Y ni siquiera me tiene miedo. Entré sin llamar, es tarde, él no me avisó que estaría esta noche en Santa María. Le gustaría saber por qué miento, qué planes y esperanzas tengo. Está impaciente por saber; entretanto se divierte. Nació para este juego y lo practica desde el día en que nací yo, unos veinte años de ventaja. No soy una persona, así que no es una sonrisa la complicación esa que le impone a la cara; es una pantalla y una orden, una manera de ganar tiempo, de pasar mientras espera cartas y apuestas. El doctor estaba un poquito loco, como siempre, pero tenía razón; somos unos cuantos los que jugamos al mismo juego. Ahora, todo está en la manera de jugar. El viejo y yo queremos dinero, y mucho, y también nos parecemos en la falla de quererlo, en el fondo, porque sí, porque ésa es la medida con que se mide un hombre. Pero él juega distinto y no sólo por el tamaño y el montón de las fichas. Con menos desesperación que yo, para empezar, aunque le queda tan poco tiempo y lo sabe; y para seguir, me lleva la otra ventaja de que, sinceramente, lo único que le importa es el juego y no lo que pueda ganar. También yo; es mi hermano mayor, mi padre, y lo saludo. Pero yo a veces me asusto y hago sin querer balance.»

La mujer y el hombre que habían pasado por el corredor ahuecaron allá lejos el silencio con un suave, inhumano murmullo. Hicieron sonar después definitivamente el pestillo de una puerta y la noche de lluvia se transformó en ventosa, placentera y gimiente, no más real que un recuerdo, más allá de las persianas corridas sobre la plaza.

El estupor de la cabeza falsamente apoyada en la almohada, casi vertical, consciente de los límites que imponían las patillas blancas y agresivas, y fortalecida por ellos, empezaba a teñirse de impaciencia. Escaso de fe, Larsen organizó el gran gesto de la cara que cae y se acerca con una demorada expresión de confidencia. «Abajo de estas ventanas pasé tantas noches con una mano en el revólver o cerca, pisando fuerte, a la vez ajeno y desdeñoso y provocando siempre inútilmente.»

Oyó, ronco y débil, inconvincente, un bocinazo en el río repetido tres veces. Se palpó de cigarrillos y no tuvo fuerzas para desprender el sobretodo húmedo que lo rodeaba, seduciéndolo, con un olor triste y cobarde, un perfume de resaca y de antiquísimas lociones que le habían resegado en el pelo en salones de peluquerías que series de espejos hacían infinitos, tal vez demolidos años atrás, increíbles ya, en todo caso. Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.

– Sí, señor -dijo calmoso Petrus o sólo la voz de Petrus. Entonces Larsen pidió perdón y explicó en pocas palabras que sólo actuaba impulsado por la lealtad y por una incontrolable, total identificación con Jeremías Petrus y sus ambiciones. No enumeró, sino que ofreció en síntesis -y con la modestia del profano que más presiente que sabe- los peligros agazapados en el título falso, marcado por los dobleces de la meditación y el miedo, que Gálvez le había mostrado en una absurda embriaguez de desafío y con el cual, sin duda, continuaría jugando, sin prudencia, con una desesperada irresponsabilidad que amenaza imponer el fin del mundo en cualquier momento caprichoso.

Tal vez ya fuera tarde. Claro que podía ser empleada la violencia y él, Larsen, garantizaba, era obvio, su buen éxito. Pero acaso aquel papel verdoso, con dibujos circulares en los márgenes, con un número lleno de coincidencias, con la innegable, rápida, encogida firma de Petrus en su parte inferior derecha, no fuera el único título falsificado que andaba rodando por donde no debía. En este caso la violencia sería inútil y contraproducente, señor.

Jeremías Petrus había escuchado con los ojos cerrados o había cerrado los ojos en algún momento preciso del relato, un momento que Larsen lamentaba desconocer. Seguía inmóvil contra la almohada, no era nada más que aquella cabeza disminuida, que se exhibía impúdica. El tórax de niño, las piernas raquíticas, y hasta las mismas manos hechas de alambre y papeles viejos, se aplanaban sin bulto bajo las mantas. Nada más que la cabeza ciega e indiferente, la máscara preparada para un susto sobre la almohada. El viento no quería acercarse; limpiaba el cielo encima del río, se estiraba y volvía con un tesón maniático, con un rumor explicativo, con la voluntad de prescindir de los árboles y sus hojas.

– Eso es lo que hay -dijo al fin Larsen, irritado-. A lo mejor no tiene importancia, me equivoqué. Pero Gálvez asegura que el título es falsificado y que puede meterlo en la cárcel cualquier día que se despierte con dolor al hígado. Véalo. Yo trabajando en la Gerencia, en un problema de metalización, y el tipo ese mostrándome como un perdonavidas aquella cartulina verde ajada. No le di importancia, le mostré no creerle.

Pero tuve que alquilar una lancha de pescadores para verlo a usted en seguida y avisarle.

Petrus parpadeó y repitió «sí, señor» con los ojos cerrados. Después miró a Larsen, demostrando comprender, informándole que era innecesario descubrir los dientes y arrugar trabajosa y metódicamente la cara para formar una sonrisa. Pero Larsen supo que la cabeza impasible estaba sonriendo y que aquella invisible pero indudable sonrisa era ávida, burlona, y lo estaba incluyendo a él mismo junto con Gálvez, el título, el peligro, la Sociedad Anónima, y el destino de los hombres.

Ahora tenía los ojos abiertos, dos estrechas y acuosas claridades bajo las cejas retintas. Explicó sin entusiasmo que uno de los títulos había sido robado desde el principio mismo de aquella pequeña aventura de falsificación, tan sin importancia y tan necesaria si se la relacionaba con la aventura que él prefería llamar empresa y titular Jeremías Petrus, S.A. La presentación del título falso al juzgado, concedió con fatiga, podría significar un entorpecimiento, mucho más lamentable ahora, cuando sólo días o semanas los estaban separando de la victoria o del acto justiciero. Sólo faltaba un título, sólo ése significaba un peligro. Larsen cubría fielmente la retaguardia y aquella urgencia, aquel viaje en una lancha de pescadores a través de la tormenta que llenaba el río, evidenciaban con exceso su compenetración con los problemas y riesgos de la empresa. Era necesario que el título no llegara al juzgado de Santa María y todo medio sería bueno y recompensado.

Había vuelto a cerrar los ojos y era evidente que lo estaba echando y que no le importaba de veras que el título falso llegara o no al juzgado. Se divertía ahora de esta manera y continuaría divirtiéndose de la otra. Desde muchos años atrás había dejado de creer en las ganancias del juego; creería, hasta la muerte, violento y jubiloso, en el juego, en la mentira acordada, en el olvido.

Un poco rabioso por la envidia, apocado por una confusa admiración, Larsen caminó en puntas de pie hasta rescatar de la chimenea de estuco el sombrero deformado por la lluvia. Con dos dedos lo encajó en el ángulo habitual y, siempre de puntillas, fue de regreso hasta la cama y miró bien, de arriba abajo, erguido, las manos en los bolsillos.

Casi perpendicular a las mantas, la máscara blanca y amarilla, calva, cejinegra, parecía dormir; la boca fina y vencida, estaba apretada sin esfuerzo. «Quedan pocos como éste. Quiere que lo liquide a Gálvez, a la mujer preñada, a los perros mellizos. Y él sabe que para nada. Voy a despedirme; si despierta y mira, lo escupo.»

Sin doblar las rodillas, se inclinó hasta besar la frente de Petrus. La cara siguió quieta, entregada y a salvo, recóndita, amarilla. Larsen se enderezó y estuvo moviendo un dedo contra el ala del sombrero. Balanceándose y sin ruidos cruzó la salita oscura, llegó a la puerta y la abrió; en la habitación del fondo del corredor, el hombre y la mujer que habían pasado conversando un rato antes discutían ahora furiosos, con la sordina del viento, de las maderas y la distancia.

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