LA CASILLA-V

Pero la indiscutida decadencia de Larsen era, a fin de cuentas, la decadencia de sus cualidades y no un cambio de éstas. Años atrás habría asediado con mayores energías, con mejor astucia, a las dos mujeres que nombraba, pensando, «la loquita» y «la preñada». Pero no hubiera hecho otra cosa. Tampoco un Larsen joven habría tratado de llegar hasta el viejo Petrus mientras le fuera imposible depositar en su escritorio o en sus manos el título falso que se había comprometido a rescatar. Y es seguro que el joven Larsen, que nadie podía ya suponer con exactitud, se habría limitado, como éste de ahora, a reconquistar y conservar tortuosamente un prestigio romántico e incorrecto en el jardín blanqueado de estatuas, en la glorieta que atravesaban despiadados el frío y los ladridos, en los silencios inquebrantables a que había regresado definitivamente. Y el mismo Larsen joven estaría, con más brillo y más espontáneo, con menos falsedad, e infinitamente menos repugnante, ayudando a la mujer del sobretodo, la mujer de Gálvez, la mujer de los redondos perros lanudos, a cargar agua, hacer fuego, limpiar la carne y pelar las papas.

Despejado por fin del ajustado sobretodo y del sombrero, no tan calvo si se considera, con un mechón gris arrastrado sobre la frente inclinada hacia el humo de las ollas, deslizando el cuchillo con lenta habilidad. Idénticos, en lo que importa, este Larsen que podría haber sido su hijo. Sólo que el Larsen joven aventajaba a éste en impaciencia, y el Larsen que se acuclillaba anecdótico en el rincón de la casilla que llamaban cocina superaba al otro en disimulo.

No fueron muchos los días. Ayudaba a cocinar, jugaba con los perros, partía leña, iba mostrando que sus grandes nalgas redondas habían elegido para siempre aquel sitio, el rincón de aire ahumado y tibio. Pelaba papas con tenacidad y daba consejos sobre condimentos. Miraba la barriga de la mujer para asegurarse de que el asco lo protegería de toda forma de entrega y debilidad. Nunca le decía a solas un piropo que no hubiera oído antes el marido. En aquella época se hizo alegre y conversador, amigo de la estupidez, blando y sentimental; se exhibió concluido, exagerador de su vejez.

No esperó mucho, como se dijo, aunque él, Larsen, estaba dispuesto a esperar un siglo, o, por lo menos, a no pensar que estaba esperando. Gordo pero ágil, servicial, destinado a enternecer; gastando sin avaricia, porque ya nunca volvería a necesitarla, toda la falsa, nauseabunda bondad de que se había ido impregnando sin dificultades, sin resistencia, a través de años de explotar y sufrir mujeres.

Esto era por el fin de julio, cuando uno ya se encuentra acostumbrado al invierno y sabe disfrutar de su suave excitación, de la manera misteriosa en que aísla y acrece las cosas y las personas. Todavía falta mucho para odiarlo, para que los primeros brotes invisibles nos llenen de impaciencia y vayan convirtiéndose en enemigos de la escarcha y las pesadas nubes corpóreas, en hijos desterrados y nostálgicos de una primavera interminable.

Casi siempre estaban solos por la noche, la mujer y Larsen, porque Gálvez, que ahora apenas sonreía, se iba de la casilla en seguida de comer o no comía allí. Sin la sonrisa, la cara parecía ajena y muerta, insoportable de desvergüenza; libre del reflejo de su máscara blanca, confesaba y lucía la soledad, el ensimismamiento, la obscena indiferencia. Algunas pocas noches Kunz se quedaba hasta tarde y molestaba el sueño de los perros tratando de enseñarles a caminar en dos patas; pero él era un cómplice ofrecido para cualquier cosa, de la que triunfara, de todos los actos aún no nacidos. El frío le escamaba la piel rojiza, y acentuaba su pronunciación extranjera.

Ya habían llegado, Larsen y la mujer, a conversar del título falso.

– A Gálvez no puedo pedírselo. Usted sabe, señora, y no lo digo por mal, no escucha razones. Es así. Cualquier día hace una locura y va y lo presenta. Entonces tal vez se haga el gusto, aunque no es seguro. Pero lo que me tiene nervioso es estar corriendo el riesgo. Lo presenta, un suponer, y al viejo Petrus lo meten preso. ¿Usted sabe lo que es la Junta de Acreedores? Un conglomerado, para decirlo en una palabra. No son quince o veinte personas; nada más que un conglomerado que por ahora nos deja vivir porque ya se olvidó de nosotros, del astillero, del mal negocio y la plata enterrada. Pero en cuanto el juez firme la orden de detención van a empezar a acordarse. No se van a conformar con decir: «Petrus nos metió en un mal asunto, paciencia, también él lo creía bueno y la verdad es que se jugó y mucho más que nosotros porque hoy está fundido.» Van a decir: «Ese viejo ladrón y estafador. Nos estuvo robando todo el tiempo y ahora tiene unos cuantos millones en algún banco de Europa.» Así es la naturaleza humana; se lo dice uno que algo conoce. ¿Y ahora qué pasa? Como si lo estuviera viendo, y también usted lo comprenderá y el amigo Kunz, se nos vienen arriba como perros y liquidan y tratan de sacar por lo menos un centavo de cada cien pesos que invirtieron. Y el que tenga menos que hacer de todos ellos, algún pariente desocupado, o cualquiera al que el médico le recomendó una invernada en el campo, baja una linda mañana de la lancha, nos refriega unos papeles por la cara, si es que quiere molestarse, y se acabó. Y van a ser muchas cosas las que se acaban. Y va a ser ese tipo el que caminará de tardecita hasta el hangar acompañando a los rusos para discutir precios, cobrar y verlos vaciar las estanterías en dos semanas. Porque entonces las ventas quincenales se van a transformar en la gran liquidación de fines de invierno. Y ahora piense: si Gálvez hace eso, todos nosotros nos tendremos que poner a juntar papeles. No estamos como grandes señores, pero vivimos. Hemos conocido tiempos mejores, sin comparación, claro. No hablemos de mí; pero a usted se le conoce a la primera mirada. Pero acá tiene un techo y dos veces por día comemos. Y en su estado. No permita Dios que le empiecen los dolores sin una casa, sin esta casilla miserable para perros, como usted con razón la llama. Y ésta va a ser la primera parte de la desgracia, la más importante si quiere, no discuto. Pero piense además que estamos justo en el momento en que la taba va a darse vuelta, en que el viejo Petrus va a conseguir los capitales para poner de nuevo en marcha el astillero. Y no sólo eso sino la ayuda del gobierno, debentures avaladas por la Nación para el astillero, el ferrocarril y todas las otras cosas que no tiene Petrus en la cabeza. Se lo puedo asegurar. En todo caso, considerando su estado, y mientras Gálvez siga con el título en el bolsillo, propongo aumentar el ritmo de las ventas y darle plata a usted para que vaya guardando. Al fin y al cabo la criatura es un inocente.

Ella decía que sí, pero no le importaba. La ferocidad de la desaparecida sonrisa de Gálvez parecía haberse refugiado en sus ojos, en la dulzura de las mejillas, en la avidez meditativa con que chupaba el cigarrillo mirando el brasero, las cabezas de los perros o el vacío.

– Usted no entiende -dijo una noche sonriendo a Larsen con una extraña lástima. Estaban solos, ella había tratado de arreglar un cable de la radio, se negó a que Larsen la ayudara-. Usted puede quererlo a Dios o maldecirlo, un ejemplo. Pero la voluntad de Dios se cumple y usted mira de qué manera: se va a enterar por lo que le pase de cuál era la voluntad de Dios. Lo mismo, ¿entiende?, es con él. Desde hace años, desde el principio. Puede mandar a la cárcel a Petrus, puede quemar el título. Lo importante es que yo no sé qué piensa hacer, qué cosa va a elegir. Nunca quise preguntarle y menos ahora, cuando hemos llegado a esto, a estar peor que nunca antes en la vida. Pero no lo digo por la pobreza sino porque ahora estamos acorralados. Cuando él decide algo yo me entero y entonces conozco lo que me va a pasar. Es así; yo sé además que tiene que ser así. Lo mismo sucedió con el hijo. Y hay otra cosa que usted no entiende: no lo entiende a él. Estoy segura de que no va a usar nunca ese título para meter en la cárcel a Petrus. Él creyó en Petrus, creyó que era su amigo y en todos los cuentos de riqueza que le hizo. Petrus le adelantó dinero, nos pagó los pasajes y nos invitó a comer, sin necesidad, cuando el viaje ya estaba decidido, y no a él solo sino a mí con él. Y cuando llegamos, también nosotros fuimos a vivir al Belgrano, esa cueva sucia que era un «hotel moderno donde viven muchos de los altos empleados de mi astillero». Y al día siguiente Gálvez fue a hacerse cargo de su puesto, la Gerencia Administrativa, usted sabe, que sigue ocupando hasta la fecha por sus propios méritos. Escuche: aquella mañana en el Belgrano estuvo consultándome qué corbata y camisa se pondría. Traje no, porque le quedaban dos y no había más remedio que elegir el liviano. Fue, mucho antes de la hora de entrada, y se encontró con esa pocilga, aunque no tan miserable como ahora, se encontró con que el personal, los cientos, o miles o millones de obreros y empleados que disfrutaban de ventajas aún no reconocidas por las leyes más avanzadas, se componían de ratas, chinches, pulgas, tal vez algún murciélago, y un gringo que se llamaba Kunz y había quedado por olvido en un rincón dibujando planos o jugando con sellos de correo. Y cuando volvió a mediodía al Belgrano sólo me dijo que la contabilidad estaba muy atrasada y que tendría que trabajar fuera de las horas de oficina. Pensé entonces, no que estaba loco, sino que su voluntad era suicidarse, o empezar a hacerlo, tan lentamente que hasta hoy dura. Así no va a llevarle nunca el título al juez. No lo guarda para vengarse de Petrus; sólo para creer que algún día, cuando quiera, le será posible vengarse, para sentirse poderoso, capaz de más infamia que el otro.

Pero esto sucedía al principio del asedio, durante un corto tiempo después de la noche en que Larsen se entrevistó en Santa María con Díaz Grey, Petrus y Barrientes, y pisó el mundo perdido. Porque Gálvez continuaba pasando las noches lejos de la casilla y la insistencia de Larsen en convencer a la mujer de que robara el título y se lo diera, para la felicidad de todos, alcanzó muy pronto un tono erótico. Acodado en la mesa, ofreciendo una mano distraída a la lengua de los perros, la cabeza defendida del frío por el sombrero negro requintado, tragando con moderación un vino retinto y espeso, Larsen remedaba paciente e implacable, y hasta creía superar, antiguos y exitosos monólogos de seducción, renuncias generosas pero no definitivas, ofertas totales e inconcretas, ciertas amenazas que espantan a quien las formula.

La mujer se había hecho más silenciosa y enconada. No miraba a Gálvez cuando éste se levantaba después de la cena y se ponía sobre el pullover una tricota azul de marinero que su cuerpo no llegaba a estirar; no contestaba a su saludo ronco ni parecía oír los pasos que se alejaban sobre el barrio aterido. Lavaba los platos guiñando los ojos al humo del cigarrillo que le colgaba de la boca y los iba pasando a Larsen para que los secara.

«Tan hermosa y tan concluida -pensaba Larsen-. Si se lavara, si le diera por peinarse. Pero con todo, aunque se pasara las tardes en un salón de belleza y la vistieran en París y yo tuviera diez o veinte años menos, no se puede calcular la necesidad, y a ella le diera por meterse conmigo, sería inútil. Está lista, quemada y seca como un campo después de un incendio de verano, más muerta que mi abuela y es imposible, apuesto, que no esté muerto también lo que lleva en la barriga.»

Después la mujer arrastraba la damajuana de vino y se sentaban apoyados en la mesa, sin mirarse; bebían sin prisa y fumaban; el viento chillaba alrededor de la casilla y entraba enfriándola, o la paz coagulada de la noche les permitía imaginar perros con el cuerpo tendido hacia la blancura quieta, lanchas que bordeaban por capricho resbalando en el río liso. También imaginaban las distancias que nacían y terminaban en la madera de la casilla, y esto aunque hubiera viento. Pero nunca, Larsen hubiera apostado, la mujer se inmovilizaba para recordar. Fumaba entre las solapas, la cabeza de pelo grasiento y colgante perfilada hacia la puerta. Estaba allí, simplemente, sin un pasado, con un feto avanzando contra las piernas que ya no podía cruzar. Hablaba poco, y era raro que contestara con algo más que una mueca, con algo más que un corto movimiento de la cabeza que quitaba sentido a las preguntas:

– Me parieron y aquí estoy.

Pero el encono, y aun el silencio, no parecían provocados por la miseria, por el parto inminente, por el hecho de que Gálvez pasara las noches en El Chámame. No tenía motivos concretos. Tal vez ella no fuera ya una persona sino el recipiente dé una curiosidad, de una espera. Tarareaba tangos y no podía asegurarse que escuchara siempre, no podía saberse si la sonrisa, o por lo menos la punta arqueada de la boca, se vinculaba con los lentos, dramáticos discursos de Larsen o con suposiciones sobre hechos futuros. «Como si una vieja costumbre de abandono e imbecilidad le hiciera creer que todo es posible, que todo puede suceder y ahora mismo, lo razonable y sus mil incalculables opuestos», improvisaba Larsen.

Pero tampoco esto era cierto, por lo menos no lo era del todo y no servía para definir y comprender, admitía Larsen. Entonces bebía un trago, con gran ímpetu al principio, al acercar el vaso a la boca, pero deteniendo en seguida el vino con la lengua que se agitaba remojándose, tomando al fin nada más que eso, un trago pequeño. Y volvía a la carga, con su voz más dolorida y urgente, pero con un tono agregado que subyacía para indicar que estaba resuelto a seguir esperando una noche y otra, hasta que ella llegara a comprender y cediera.

Ya no nombraba el título; inventaba ahora alusiones sutiles, se refería al objeto de su deseo como si se tratara de una libidinosamente adorada porción del cuerpo de la mujer, como si la suplicada entrega del título significara, y no sólo en símbolo, la entrega de todo lo que ella había sido capacitada para dar.

Una noche y otra, temeroso siempre al empezar, tranquilizándose después porque ella hacía ostensible su paciencia, porque ella le permitía creer que su silencio, que su oreja cubierta, pero no del todo por el pelo, y el discutible extremo de sonrisa, no eran otra cosa que los elementos con que armaba una turbia, apaciguada coquetería.

Y alguna noche Larsen estuvo seguro de que la palabra título -o el documento o el papel ese-, pronunciada por error, había hecho que se ruborizara suavemente la mejilla que la mujer le presentaba, siempre la misma, la izquierda.

– Usted quiere que le robe el papel y se lo dé. Así se arregla todo, seguimos vendiendo máquinas y viviendo. Pero él, si se encontrara ahora sin el documento ése, se va a sentir más solo, más perdido que si yo me muriera. En el fondo, no me quiere a mí, quiere a esa cartulina verde que acomoda cada noche en el pecho antes de dormirse. No digo querer de veras. Pero en este tiempo la necesita más que a mí. Y yo no tengo celos de una cartulina ni del amor de él por la venganza.

Pero estaba, además, El Chámame, aunque Larsen no utilizó nunca la existencia del antro para fortalecer la persuasión de sus monólogos.

Podría haber sido destinado, cuando lo construyeron, a guardar herramientas, aperos y bolsas, a proteger de la disipación ese olor a humo de leña, a gallinero y grasa envejecida, mucho más campesino que el de los árboles, las frutas y las bestias. Uno de esos galponcitos con una o dos paredes de ladrillos que parecen no haber sido nunca nuevas, alzadas por albañiles aficionados como un remedo de ruina. El resto, vigas, chapas y tablas acomodadas sin otra noción arquitectónica que la del prisma, sin otra ayuda que la paciencia. Como la tapera se encontraba aislada, haciendo esquina en un lote de barro, resultaba evidente que no era la construcción complementaria de ninguna vivienda.

El Chámame estaba a unas cinco o seis cuadras del astillero, sobre el camino ancho por donde subían antes las tropas y que ahora, desde que trasladaron Puerto Tablada, se encontraba abandonado, sin un solo agujero de pezuña en el barro, sólo recorrido por algún jinete solitario o algún sulky bamboleante y quejumbroso viajando entre la costa y las chacras miserables. Alguno, casi siempre, que tenía que tomar la lancha hacia Santa María, por razones de salud, por alguna enfermedad sin misterio situada más allá del poder de don Alves, el curandero. Nadie que fuera a comprar o a vender, nadie con dinero, nadie, siquiera, con ganas de gastarlo.

En el tiempo de los reseros, El Chámame, todavía sin nombre y no necesitándolo, se componía de dos faroles, uno colgado sobre la puerta de entrada, que era la única y se cerraba con una cortina de arpillera, otro de una viga; de un mostrador hecho de tablones cóncavos soportados por caballetes; de una botella de caña y dos de ginebra, de un viejo aindiado y conversador, con un cabo de cuchillo -y tal vez no más que un cabo- asomado en la cintura, siempre en camisa y bombachas, con un talero molestándolo en la zurda, aunque era seguro que se había quedado de a pie muchos años atrás. Una pila de cueros en un rincón que apenas rozaba la luz.

Eso era todo, y alcanzaba. Cuando tuvo nombre -El Chámame, y el subtítulo: «Grandes mejoras por cambio de dueño»- escrito en una tabla que clavaron torcida en un plátano enano que señalaba la esquina y pretendía establecer el límite entre vereda y camino, no hubo que agregarle mucho: algunas mesas, sillas y botellas, otro farol en el rincón donde el espacio de los cueros lo ocupaba ahora una tarima para los músicos. Y en un tirante vertical, otro cartel: «Prohibido el uso y porte de armas», grandilocuente, innecesario, expuesto allí como congraciadora adhesión a la autoridad, que era un milico con jinetas de cabo que ataba cada noche el caballo al arbolito de la esquina.

Ni siquiera hubo necesidad de disponer del viejo del mango de cuchillo en la cintura; éste no hizo más que trasladarse del mostrador a cualquier punta de mesa donde lo toleraran. Y ahí se estaba, móvil y charlatán, pero sin mayor significado que los objetos que él mismo había manejado antes del bautizo: los tablones, los faroles, las botellas. Astuto e insomne, desde la caída de la tarde hasta la madrugada, esperando, y sin equivocarse nunca, el momento oportuno para colocar el «esto me recuerda» y alguna de sus sobadas historias mentirosas. Compartiendo con el cabo el privilegio de emborracharse sin pagar, por lo menos no con dinero, y el de arrastrar contra el piso de tierra -prepotente y seguro uno, casi caricioso el otro- una lonja de rebenque.

No hubo que agregar nada más y en realidad lo único que en una discusión podría haber sido defendido como una mejora, aparte de la mayor riqueza en velocidades para emborracharse que ofrecía el estante, eran los músicos, la guitarra y el acordeón, y su natural consecuencia: las mesas contra dos paredes y los metros de polvo regado, libres para bailar.

No hubo que agregar nada más, porque el resto -es decir, El Chámame mismo- lo traían cada noche los clientes. Iban llegando para armar El Chámame, cargando, siendo cada uno, varón o hembra, una pieza del rompecabezas; hasta sus accidentales ausencias contribuían a formarlo; y hasta pagaban por el derecho de hacerlo.

Nunca pudo saberse de dónde sacaban el dinero; la Petrus, S.A., había interrumpido el trabajo años antes y las chacras de la zona eran demasiado pobres para tener peones permanentes. Tal vez alguno de los hombres trabajara en el lanchaje, pero no podían ser más de dos o tres; Puerto Astillero era ahora sólo un lugar de escala, y de los de menor movimiento, en los recorridos de las lanchas. Las fábricas más próximas -las de conservas de pescado- estaban bastante al sur, entre Santa María y Enduro. Uno de los clientes era el mozo del Belgrano; otro, Machín, decía que era dueño de una lancha y la tenía alquilada en Enduro. Pero estaba todo el resto anónimo, doce o quince, dos docenas en las noches de sábado, y sus mujeres con ropas y pinturas increíbles, un hembraje indiferenciado, un conjunto movedizo de colores, perfumes y agujeros, con tacones altísimos o con alpargatas, con vestidos de baile o con batas manchadas por vómitos y orina de bebés.

Era absurdo hacer cálculos acerca de dónde sacaban el dinero -un peso el vaso chico y dos el grande de cualquier cosa aguada que les sirvieran-, porque tampoco podía nadie saber de dónde salían ellos mismos, los clientes, en qué cueva o qué árbol, o debajo de qué piedra iban a refugiarse desde el momento en que los músicos negaban otros bises y enfundaban, y hasta la hora de la noche próxima en que el viejo del cuchillo en la cintura se trepaba inseguro en una silla para encender el farol exterior que anunciaba sin alharacas al mundo la resurrección puntual de El Chámame.

Larsen entró un sábado con Kunz y no pasó del mostrador. Estuvo examinando a las mujeres con una especie de aterrorizada fascinación y acaso pensó que un Dios probable tendría que sustituir el imaginado infierno general y llameante por pequeños infiernos individuales. A cada uno el suyo, según una divina justicia y los méritos hechos. Y acaso pensó que un Chámame siempre en medianoche de sábado, sin pausa, sin músicos mortales que callaban en la madrugada para reclamar el bife a caballo, era el infierno que le tenían destinado desde el principio del tiempo, o que él se había ido ganando, según se mire.

De todos modos, no pudo aguantarlo, no aceptó la segunda copa y la prolongación de la visita que ofrecía Kunz, y se abstuvo de escupir sobre la ya polvorienta pista de baile -el viejo del cuchillo estaba de pie, torcido por el peso de la regadera llena de agua, haciendo señas a los músicos para que no repitieran el vals-, se guardó y fue engrosando el escupitajo hasta que estuvieron al aire libre, para que nadie tomara por provocación lo que no era nada más que asco y un poco de miedo indefinible.

Pero Gálvez iba, últimamente, todas las noches. Se tuteaba con el hombre flaco y melenudo que había ocupado detrás del mostrador el puesto del viejo y que atendía las mesas casi sin hablar, con una gran precisión de movimientos, mascando siempre una hoja de planta, arrastrando impasible a través del humo, los ruidos y los olores, una mirada clara y ausente, de odio adormecido.

Gálvez discutía, conservador y moderadamente cínico, acerca del porvenir inmediato del mundo, con el cabo de policía, que proclamaba haber conocido lugares mejores y se mostraba mucho más audaz en cuanto a sistema para reprimir la decadencia y la creciente confusión de valores. Acariciaba metódico a cualquier mujer sin dueño o con dueño amigo y se iba en cuanto concluía la música, casi siempre borracho. A veces, las raras madrugadas en que el cabo no se inventaba un servicio extraordinario y confidencial, volvían juntos hacia el astillero, gastando hasta la trama los temas favoritos, repitiendo frases viejas con renovada energía, mal montado el cabo en el caballo al paso, prendido Gálvez al cuero de un estribo para ayudarse.

Sólo en El Chámame podía verse la enorme sonrisa brillante e inexpresiva, inmóvil, los anchos dientes que exponía como usándolos para respirar. Sin que ninguno de los dos lo supiera, la sonrisa se parecía a la mirada del patrón joven y melenudo, mascador de hojas de coca -«así no fumo ni tomo»- que le había confesado su resolución -pero no el objetivo- de extraer diez mil pesos, uno a uno y sin aceptar la existencia del tiempo, de aquellos fantasmas, aquella reducida población de cementerio que formaba la clientela de El Chámame.

Por alguna razón ignorada, Larsen nunca hizo referencia a las veladas de Gálvez en El Chámame durante todo el tiempo en que insinuó a la mujer -sin éxito- que robara el título falso o le dijera cómo podía ser robado.

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