LA GLORIETA-IV
LA CASILLA-VI

Entretanto, desde el día del escándalo, Larsen visitó todas las tardes de seis a siete, y de cinco a siete los sábados y domingos, la glorieta de la quinta de Petrus.

No sabía si Petrus estaba o no en la casa, si ignoraba, por su parte, las entrevistas en la glorieta. De todos modos, la alta casa, las luces amarilleando calmosas y remotas en los tempranos anocheceres, significaban la presencia de Petrus. Y aunque a veces dudaba de la realidad del encuentro en el hotel de Santa María, nada era capaz de alterar su seguridad de que le había sido confiada la misión de rescatar el título, de que existían un pacto y una recompensa. No quería hacer preguntas sobre los viajes de Petrus, temeroso de que cada palabra aludiera a su fracaso o, por lo menos, a su demora. Y también, más oscuramente, averiguar hubiera significado dudar: de Petrus, de su propia capacidad para cumplir la promesa. Pero, sobre todo habría significado, abstractamente, la duda, lo único que en aquellos días le era imposible permitirse.

Josefina, la sirvienta, le abría sin demoras el portón, no contestaba a sus frases equilibradas entre la amistad y la galantería, y se adelantaba para guiarlo, sola o con el perro. Era, cada vez, y cada vez más descorazonador, como soñar un viejo sueño. Y ya, al final, como escuchar cada tarde el relato de un mismo sueño, dicho con idénticas palabras, por una voz interminable y obcecada.

La caminata por la larga calle arbolada, que no era ahora otra cosa que un esfuerzo físico y durante el cual se cuidaba de pensar, como de meter un zapato en el agua parda de los baches; la campana, el portón y la breve espera en el crepúsculo desanimado; la mujer oscura y hostil; a veces el perro, pero, en todo caso, los ladridos imbéciles y metálicos; el jardín descuidado, el trío húmedo verdinegro, la blancura impenetrable de las estatuas; la lenta, lentísima peregrinación, como impedida por un endurecimiento del aire, hasta la glorieta, hasta la bienvenida nerviosa de la risa de la mujer; altas, elevándose poco a poco en el cielo, las luces amarillas, tan increíblemente apacibles, del piso superior de la casa. Después ella, el fatigoso, perpetuo misterio, la ineludible incitación de un sacramento.

Una tarde y otra; la última mirada de examen en el espejo del armario de la habitación de lo de Belgrano, la glorieta como un barco que lo llevara aguas abajo durante una hora, el doble los días de fiesta. Porque ella no hacía otra cosa que preguntar y oír, y sólo daba, en pago de las respuestas, su risa y su abstracción.

Era una mujer, sin duda, y era hermosa y arisca, y en algún lugar se estaba perfeccionando, detalle por detalle, un porvenir que le daría a él, Larsen, el privilegio de protegerla y pervertirla.

Pero éste no era el tiempo de la esperanza sino el de la simple espera.

Arrugado de frío, evitando con un codo derrumbarse en la mesa de piedra, casi indiferente a que hubiera o no un Petrus gozando de su gloria en el piso alto de la casa, y envuelto por la luz cobriza y la presumible felicidad del aire caldeado, Larsen se imponía una voz grave y hablada. Al principio contaba respetuoso del orden, aceptando las reglas evidentes de la lógica y la comunicación. Comenzó por los amigos, los dieciocho años, alguna mujer, una tediosa estampa con esquina, billar, madreselvas y algunos toques genealógicos distribuidos con destreza.

Y como ella era nadie, como sólo podía dar en respuesta un sonido ronco y la boca entreabierta, embellecida por el resplandor de la salida, Larsen prescindió pronto del auditorio y se fue contando, tarde tras tarde, recuerdos que aún lograban interesarle. Se recitó con vehemencia episodios indudables y que conservaban una inmortal frescura porque ni siquiera ahora podía descubrir el móvil que le obligó a entreverarse en ellos.

Así que, en la sombra helada de las tardes, para nadie, para una espaciada, ronca risa histérica, para los insinuados pechos como lunas, fue diciendo su historia sin propósito, se contó para ganar tiempo. Con algunos cambios dictados por el pudor y la vanidad, le fue posible hablar y mentir acerca de todo; ella no entendía.

Entonces, inmediatamente, llegó el veintidós de agosto, una fecha que nada prometía ni amenazaba y que supo guardar su secreto hasta el final. El día empezó con algunas nubes pero antes de mediodía recuperó la claridad, la fijeza que lo emparentaba con los días anteriores, regidos por una luna redonda y tardía. Se extendió, inflexible, frío, sin viento, sobre el agua, el astillero y las siembras de invierno.

Un día como todos, aunque después Larsen estuvo recordando presentimientos que no había tenido, signos indudables que le fueron mostrados con insistencia y él no supo ver.

Dejó la Gerencia a las seis, fue a lo de Belgrano para hacerse la segunda afeitada y llegó puntualmente a los portones de Petrus a las siete de la tarde. La muchacha había soñado con caballos, o fraguó un sueño con caballos. En los últimos tiempos los sueños de Angélica Inés, las síntesis, las frases que ella murmuraba de improviso con su voz blanda y deslumbrada, eran recogidas por Larsen como desafíos, como temas impuestos. Seguro de su riqueza, sin otra preocupación que la de elegir la historia adecuada, oía sonriendo y paciente las pistas confusas que daba la muchacha.

Esta vez era «y ese caballo que me lamía para despertarme y anunciarme un peligro antes de morir». Él esperó el silencio y quiso hablar después de su cariño por el caballo y por muchas otras cosas que habían existido en el mundo pasado y muerto. Por primera vez sintió que fracasaba. Era una historia de amor y tuvo que ceder su papel de héroe; quiso desvanecerse en la sombra de la glorieta y forzar a vivir, ni para él ni para ella, una tarde soleada hecha con minutos de muchas. Habló de su amor desinteresado por un caballo que cambiaba de pelo y de nombre, un animal invencible aunque la traición lo venciera, unas patas, un encuentro, una cabeza, un coraje que habían sido una sola vez y para siempre, el más alto orgullo de una raza extinguida. Siempre es difícil hablar del amor y es imposible explicarlo; y más si se trata de un amor que nunca conoció el que escucha o lee, y mucho más si sólo queda, en el narrador, la memoria de los simples hechos que lo formaron.

Una tarde con sol de invierno, un circo, una multitud, un frenesí de tres minutos. Acaso él haya podido ver algo; los caballos corriendo como para toda la eternidad, sin apariencia de esfuerzo, diminutos y remotos; la muchedumbre que pasaba de la profecía a la exigencia; los amigos afónicos, la patente de lealtad del montón de boletos en el bolsillo que valían ahora lo que habían costado. No supo si ella pudo distinguir y comprender; no quiso rebajarse a traducir ciertas palabras: tribuna, place, recta, encierro, cincuenta y nueve, dividendo, acción contenida. Pero supo, en todo caso, que no había hecho más que aludir tortuosamente a su amor por un caballo, o dos o tres, a su amor por la vida, a su amor por el recuerdo de haber amado la vida. Terminó de hablar a las ocho, dobló la cabeza en la puerta de la glorieta para dar y recibir el beso seco y cerrado.

Volvió a tener conciencia del invierno y la vejez, de la necesidad de una compensación de dureza y locura. Rehizo el camino al astillero, fue esquivando a pasitos las depresiones fangosas del baldío, se dejó guiar al fin por el resplandor amarillento de la casilla. Subió las tres tablas y entró en el abrigo sin ver a la mujer. Los perros se acercaron a olerle el frío; los apartó a patadas, tratando de golpearles los hocicos, y fue a colocar la cara junto a la hoja del almanaque en la pared. Así despreocupado, supo que el sol se había puesto a las 18.26 y que la luna era llena y que estaba, él y todos los demás, en el día del Corazón Inmaculado de María.

La mujer vino desde la intemperie y no hizo sonar los zapatones hasta llegar a la mitad del piso. El se volvió para mirarla y descubrirse. Tal vez el nombre de María, que estaba terminando de comprender, lo cambió todo; tal vez la transformación haya sido impuesta por la cara de la mujer, los ojos y la sonrisa bajo la polvorienta corona dentada del pelo rígido.

– Buenas noches -dijo Larsen con una lenta inclinación de cabeza-. Señora -sintió el miedo como un frío agregado, como una manera distinta de sufrirlo-. Pasaba por acá y vine a verla. A enterarme. Puedo ir hasta lo de Belgrano y traer algo para la comida. O mucho mejor, me haría feliz que se animara, vamos al restaurante y comemos allí. La acompaño de vuelta, claro. Y por si viene Gálvez, podemos dejarle un mensaje, dos líneas. Habrá visto la luna; parece de día. Podemos caminar despacio para que no se canse. Póngase algo en la cabeza por el rocío.

La mujer no había cerrado la puerta y por encima de su peinado opaco, por encima de los ojos y la sonrisa, Larsen hablaba cortésmente con la blancura ganaba minutos que no habrían de servirle para nada.

No se trataba de un miedo que él hubiera podido explicar de buena fe a cualquier amigo recuperado, a cualquier hombre abatido y reconocible que surgiese de la muerte o del olvido. «Llega el momento en que algo sin importancia, sin sentido, nos obliga a despertar, y mirar las cosas tal como son.» Era el miedo de la farsa, ahora emancipada, el miedo ante el primer aviso cierto de que el juego se había hecho independiente de él, de Petrus, de todos los que habían estado jugando seguros de que lo hacían por gusto y de que bastaba decir que no para que el juego cesara.

Ella estaba apoyada en la mesa, el cuerpo un poco agobiado, la cabeza alta. Los perros la rodeaban, saltaban sin entusiasmo hacia el sobretodo inflado por el vientre.

Larsen se veía a sí mismo, empequeñecido y enlutado, retrocediendo hacia la pared de tablas y el número negro del almanaque, sostenido el sombrero con las dos manos, conservando una cara bondadosa y distraída. Pensó que el único consuelo posible sólo podía ser extraído de la entrega y del ridículo.

– Una noche como ésta, señora. Muy fría y mañana todo afuera va a estar blanco de escarcha. Pero todos estábamos avisados de que íbamos a tener una noche de luna.

Suspiró moviendo la cabeza y rozó con la muñeca el bulto del revólver bajo el brazo antes de sacar el pañuelo y pasárselo por la frente.

– Una noche de luna.

Los perros estaban ahora echados y sólo alzaban los hocicos expectantes hacia el cuerpo de la mujer. Larsen volvió a mirarla, ella estaba como al principio, como si no lo hubiera oído ni visto. La sonrisa continuaba inmóvil, vacía y dolorosa, pero no podía ser soportada; los ojos habían perdido toda capacidad de burla, de acusación y de curiosidad. O sólo miraban con una curiosidad doble e impersonal: ella no era una persona sino el acto, la facultad de mirar; y lo mirado, Larsen, la habitación, la luz amarilla, el tenue vapor de los alimentos, no eran más que puntos de referencia, confirmaciones de una certidumbre.

«Ahora empieza» había estado pensando Larsen. Se inclinó nuevamente y dijo con una sonrisa casi triste:

– Ahora empieza.

Entonces ella contestó que sí con la cabeza y alzó una mano para pedirle que esperara. Hizo gemir la mesa al inclinarse y luego le escondió la cara con una sacudida.

Alguna música muy lejana llegaba en hilachas; atorado y forastero, un motor se acercaba por el Camino de las Tropas. Después ella se volvió lentamente, menos temible, con una mueca de niño y los ojos disminuidos por las lágrimas.

– Júreme que no me deja sola esta noche y le digo lo que quiere saber. Júreme que no me deja sola hasta que yo se lo pida.

– Sí -dijo Larsen y alzó los dedos. Ella vaciló mirándolo con desaliento.

– Está bien. Si se lo pedí fue porque quería creerle.

Encorvada, buscó un banco y fue a sentarse. Desde el almanaque Larsen la veía de perfil, sudorosa en el frío, como escuchando y con miedo de oír, como concentrada en el sabor del labio que sujetaba con los dientes. Estaba fea, despeinada y amarilla; pero Larsen la sentía más temible que nunca, secreta, intangible.

«Lo que se la está comiendo esta noche -sea lo que fuere, la barriga o los celos o lo que esta luz de luna la hizo ver de repente- lo está haciendo con su permiso, con su aprobación. Y mientras la come la alimenta. Tal vez esa luz de afuera le hizo recordar que es una persona, y, más a mi favor, una mujer. Se dio cuenta de que está viviendo en una casilla de perro, ni siquiera sola, sino vista y estorbada por un hombre, un extraño, cualquiera, porque ya no la quiere. No, al revés, porque se trata de una mujer aunque no parezca; un hombre que es un extraño porque ella ya no lo quiere. A lo mejor salió afuera por una necesidad y miró sin querer hacia aquí, hacia las tablas y las chapas, hacia los tres peldaños sujetos con cadena. Todo nuevo y desconocido bajo la luna. Tuvo que medir su miseria y su edad, el tiempo perdido, el poco que le queda para malgastar.»

– Cuando yo le diga que se vaya -dijo la mujer- usted se va y no dice nada a nadie. Si se encuentra con Gálvez no le dice que estuvo conmigo.

Se limpió la cara con una manga y la alzó repentinamente tranquilizada. El brillo del sudor parecía rejuvenecerla. Los ojos y la sonrisa no contenían nada más que una oferta de complicidad.

– Todavía no -murmuró-. Ahora estoy segura. Pero no importa, igual voy a cumplir. Todavía debe quedar de aquel coñac. Gálvez llega siempre borracho pero aquí no toma nunca. Me respeta. Me respeta -la segunda vez silabeó con lentitud, buscando el sentido de las dos palabras. Después hizo una risita y miró hacia la noche-. Sería bueno cerrar la puerta. Deme un cigarrillo. El título ya no está aquí y creo que tampoco lo tiene Gálvez. La verdad, yo ya había resuelto robarlo para dárselo a usted; pero él, de golpe, enloqueció y se puso a querer el papel ese como si fuera una persona. Lo estuve viendo no querer otra cosa en el mundo. Una cartulina verde. Estoy segura de que no hubiera podido seguir viviendo sin ella. Larsen le encendió el cigarrillo, taconeó trazando un laberinto para cerrar la puerta y buscar la botella; estaba debajo de la cama, destapada. Encontró un jarro de lata y lo trajo a la mesa; arrastró un cajón y fue doblando el cuerpo hasta quedar sentado. Puso el sombrero sobre las rodillas y encendió también un cigarrillo para él; no quería fumarlo sino verlo consumirse entre sus dedos, velando el brillo de las uñas limpias y engrasadas; no quería mirar a la mujer.

– Usted no toma, claro -se sirvió un chorro y compuso una expresión pensativa-. Así que el título no está. Y tampoco lo tiene Gálvez. ¿Kunz?

– ¿Qué le puede importar al alemán? -continuaba agazapada pero su cara era divertida y serena-. Sucedió esta tarde y yo no pude hacer nada, suponiendo que hubiera algo que quisiera haber hecho. Gálvez vino a eso de las tres del astillero y estuvo un rato sentado, sin hablar, mirándome a escondidas. Le pregunté si necesitaba algo y me dijo que no con la cabeza. Estaba ahí en la cama, sentado. Me asusté porque era la primera vez en mucho tiempo que tenía aire de sentirse feliz. Me estaba mirando como un muchacho. Me cansé de preguntarle y salí afuera para lavar; estaba tendiendo cuando vino de atrás y me acarició la cara. Acababa de afeitarse y se había puesto una camisa limpia sin pedírmela. «Ahora todo se va a arreglar», dijo; pero yo supe que sólo pensaba en él. «¿Cómo?», le pregunté. No hizo más que reír y tocarme; parecía, de veras, que todo se hubiera arreglado para él. Me emocionó verlo contento; no volví a preguntarle nada, lo dejé acariciarme y besarme todo el tiempo que quiso. Tal vez se estuviera despidiendo, pero tampoco eso le pregunté. Al rato se fue, no para el astillero sino por el camino de atrás de los hangares. Me quedé mirándolo porque parecía mucho más joven. Por la velocidad y el entusiasmo con que caminaba. Y justo cuando estaba por desaparecer se detuvo y volvió. Lo esperé sin moverme y a medida que se acercaba fui sabiendo que no se había arrepentido. Me dijo que se iba a Santa María para entregar el título al juzgado, creo, y hacer la denuncia. Me lo dijo como si a mí me importara mucho, como si lo hiciera por mí, como si aquéllas fueran las frases más hermosas que pudiera decirme y yo estuviera deseando oírlas. Después se fue de veras y yo continué tendiendo la ropa sin mirarlo caminar esta vez.

Larsen jugó a indignarse, a fingir interés.

– Raro que no lo haya visto o haya sabido. No debe haber tomado la lancha en Puerto Astillero. Si vino aquí a las tres y se estuvo demorando, no debe haber llegado a tiempo para hacer la denuncia. El juzgado cierra a las cinco. Y calculando una hora de viaje…

– Después de tender la ropa sentí dolores y entré para quedarme quieta en la cama y esperar. Pero antes de que dejara de dolerme me olvidé del dolor, porque se me ocurrió algo, de golpe, como si alguno lo hubiera dicho en voz alta aquí adentro. Salté de la cama y estuve buscando en el armario. Ya casi ni ropa queda sino pilas de recortes de diarios que él iba guardando porque hablan del astillero y del pleito. Encontré el porrón de melaza que usábamos para ir escondiendo algún dinero para cuando llegara el momento. Tiene el cuello muy largo y la boca muy chica. Era difícil sacar el dinero, pensábamos que uno de los dos tendría que romperlo cuando naciera el chico. Escarbé con una aguja de tejer; pero él había hecho lo mismo antes de irse. Ni siquiera tengo idea de cuánto habíamos llegado a juntar. Entonces comprendí que se había ido de verdad. No tenía ganas de llorar, no estaba furiosa ni triste, sólo sentía asombro. Ya le dije que cuando lo miraba irse me parecía mucho más joven. Después pensé que era mucho más joven que el día que lo conocí. Un Gálvez recién salido de la conscripción, anterior a mí, caminando, sacudiéndose por el caminito entre las ortigas. No vuelve más, es otro, no tiene nada que ver conmigo ni con usted. ¿Y qué piensa hacer ahora? Pero no puede hacer nada, tiene que esperar a que le dé permiso para irse.

Sonrió como si la prohibición y todo lo que había contado no fueran más que bromas, gracias inventadas sobre la marcha, buenas para retener a Larsen y coquetear con él.

– Es así, entonces -dijo Larsen-. Bueno, tengo que decirle que lo que hizo Gálvez significa el fin para todos nosotros. Y se le ocurre hacer esta locura cuando todo está a punto de arreglarse. Una verdadera lástima para todos, señora.

Pero ella estaba desinteresada y sorda en el banco, mirando con altivez la forma cuadrada de la noche blanca en el ventanuco.

«Tal vez no haya ido a Santa María; si se llevó el dinero es posible que lo encuentre borracho en El Chámame. Voy y lo converso.» Pero tampoco ahora podía sentir indignación o interés. De modo que se quedaron en silencio, quietos, Larsen bebiendo a traguitos del jarro de lata y mirando con disimulo a la mujer; y la mujer ahora con una cara burlona y maravillada, como si evocara el absurdo de un sueño reciente. Estuvieron así un largo tiempo, helándose, infinitamente separados. Ella tembló e hizo sonar los dientes.

– Ahora puede irse -dijo, mirando la ventana-. No lo echo; pero es inútil que se quede.

Larsen esperó a que ella se levantara. Entonces se puso de pie y depositó el sombrero sobre la mesa. Miraba al avanzar la gran comba del sobretodo, los ojales tirantes, el alfiler de gancho que cerraba el cuello. No tenía ganas de hacerlo; no podía descubrir un propósito que reemplazara las ganas. Miró la cara amarillenta y brillante, los ojos impávidos que ya lo habían juzgado. Apretó delicadamente su vientre contra el de la mujer y la besó sujetándola apenas por los hombros, rozando la tela áspera con las yemas de los dedos. Ella se dejó besar y abrió la boca; se mantuvo inmóvil y jadeante todo el tiempo que Larsen quiso. Después retrocedió hasta tocar la mesa y lentamente, ostensiblemente, alzó una mano y golpeó la mejilla y la oreja de Larsen. El golpe lo hizo más feliz que el beso, más capaz de esperanza y salvación.

– Señora -murmuró, y quedaron mirándose fatigados, con una leve alegría, con un pequeño odio cálido, como si fueran de veras un hombre y una mujer.

– Váyase -dijo ella. Había escondido las manos en los bolsillos del abrigo. Estaba tranquila, soñolienta, con mansedumbre y contento en los rincones de la boca.

Larsen recogió el sombrero y caminó hasta la puerta tratando de no hacer ruido.

– Usted y yo… -empezó ella.

Larsen la oyó reír con suavidad, escuchó los sonidos graves y perezosos. Aguardó el silencio y fue volviéndose, no para mirarla, sino para exhibir su propia cara nostálgica, una mueca que no reclamaba comprensión sino respeto.

– También hubo para nosotros un tiempo en que pudimos habernos conocido -dijo-. Y, siempre, como usted decía, un tiempo anterior a ése.

– Váyase -repitió la mujer.

Antes de pisar los tres escalones, antes de la luna y de una soledad más soportable, Larsen murmuró como una excusa:

– A todo el mundo le pasa.

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