SANTA MARÍA-III

Si tomamos en cuenta las opiniones y pronósticos de quienes conocieron personalmente a Larsen y creen saber de él, todo indica que después de la entrevista con Petrus buscó y obtuvo el medio más rápido para volver al astillero.

Necesitaba ahora -o simplemente había elegido aceptar esta necesidad con todo el escaso, intermitente entusiasmo que le quedaba -conseguir el título falso y ofrecerlo con sencillez, vagamente ambicioso y lleno de curiosidad, como si cumpliera un sacrificio que no tuviese como fin el logro de ninguna ventaja, sino, complicadamente, la obtención de algunas revelaciones.

Pero aunque la razón y los testimonios nos convenzan de que la única preocupación de Larsen aquella noche fue la de llegar lo antes posible al astillero para impedir cualquier maniobra del enemigo que acababa de inventarse y planear sobre el terreno la operación de rescate que le habían encomendado, también es cierto que ahora, en este momento de la historia, nadie tiene prisa o no importa la que se tenga.

En consecuencia, Larsen tuvo que entrepararse bajo la llovizna y el viento, después de cruzar en diagonal la plaza, para descubrir, con asombro, con fastidio y una indominable excitación, que el hecho de que el astillero hubiera llegado a convertirse en un mundo completo, infinitamente aislado e independiente, no excluía la existencia del otro mundo, este que pisaba ahora y donde él mismo había residido alguna vez. Dobló a la izquierda y se puso a caminar velozmente, paralelo al río, suponiendo que reconocía esquinas y fachadas húmedas y la luz peculiar de cada espaciado farol balanceándose en la llovizna decreciente.

Había bajado hacia el río después de dejar atrás el cubo sombrío y brillante de la Aduana y andaba por el camino de Enduro; ya no llovía y el viento empezaba a entrar en la ciudad a saltos, conquistando una línea de manzanas tras otra. «Si tenía que volver, por qué en una noche como ésta y por qué me corro hacia la parte más sucia y miserable.» Iba con una mano metida entre las solapas del sobretodo, la cabeza torcida para que el viento no le robara el sombrero, sintiendo el agua en los calcetines a cada paso sonoro.

Ya se olía pescado muerto cuando descubrió la luz amarilla del cafetín, y, media cuadra después, la música, el balanceo rápido del vals en la guitarra. Abrió la puerta y manoteó para cerrarla, a sus espaldas, mientras miraba el humo, las cabezas oscuras, la pobreza, el fugaz consuelo, el rencor indolente, la cara siempre asombrosa del pasado. Caminó hacia el mostrador con un medido aire de desafío, escondiendo su emoción hasta que lograra entenderla.

– ¿No se saluda a los amigos? Barreiro, ¿se acuerda?

Al otro lado del estaño el hombre joven sonreía, cerrada hasta el cuello la sucia chaqueta blanca, sin afeitar, cansado y animoso.

– Barreiro, cómo no -dijo Larsen, sin saber con quién hablaba, tendiendo la mano, golpeando la del otro antes de apretarla. Hablaron del tiempo y pidió una caña. Falsamente apoyado en el mostrador, vuelto a medias hacia el salón, Larsen filió con calma, incurioso, fácil de complacer, a quienes habían sido, en este otro mundo, durante un tiempo muerto y sepultado, sus pares. El de la guitarra abría las piernas en el centro del salón, sonriendo incansable bajo el bigote escaso, afinando ahora en el silencio expectante y sin respeto que le armaban los demás, acurrucados por el peso, las alharacas del viento. Reconoció la expresión adormecida y gatillada de los mestizos, peones de quintas o estanzuelas atraídos a Enduro por cualquier otra fantasía industrial del viejo Petrus. Las mujeres eran pocas, raídas, chillonas y baratas. El de la guitarra blanqueó los ojos y empezó otro vals. En el rincón que formaban la cortina metálica y unos carteles de madera y latas puestos de espaldas, un interminable gancho de hierro, y una salivadera repleta de materias secas e indefinibles y un gato negro dormido, un hombre y una mujer se apretaban las manos encima de la mesa.

– Ahora otra vez vuelven a decir que la fábrica cierra -dijo Barreiro-. Pero nunca se sabe por qué. Pesca hay y sobra. Son esos líos que uno no entiende; y menos los desgraciados que se hicieron la ilusión de que iban a enriquecerse con salarios de veinte y treinta pesos. El que sabe es el que está arriba; cuando cierra gana y cuando abre también. Aunque no parezca. ¿Volvió para quedarse? No es por curiosear.

– Está bien. De paso, nada más. Tengo algunos negocios por el norte de la provincia.

– Negocios -repitió Barreiro, sin animarse a sonreír.

Larsen miraba las mesas e iba repasando letras de tango, despreocupado de los que maltrataban la guitarra y alargaban el gesto, los silencios y lo que había de humano en los rostros agolpados sobre los vasos. Se estremeció de frío y aceptó otra caña. El hombre de la mesa del rincón inclinaba la cabeza, los anchos hombros, la blusa a cuadros, el pañuelo negro al cuello con el nudo ladeado y visible. La mujer tenía el pelo grasiento peinado sobre los ojos y la mueca repetida de la negativa era ya una segunda cara, una máscara móvil permanente de la que sólo se despojaba, tal vez, en el sueño. Y todo lo que podía desenterrar y reconstruir la experiencia de Larsen, ayudada por antiguas intuiciones que habían demostrado ser ciertas, no bastaba a convencerlo de que abajo de los torpes signos de ternura, rechazo, modestia y patético narcisismo, rezumados como un brillo por los temblores de la piel, estaba, realmente, la cara primera de la mujer, la que le habían dado, no hecho y ayudado a hacer.

«Nunca nadie la vio, esa cara, si es que la tiene. Porque puede usarla y mostrarla desnuda sólo en la soledad y si no hay por los alrededores un espejo o un vidrio sucio que pueda alcanzar de reojo o bizqueando. Y lo más malo es que ella -y no pienso sólo en ella-, si por un milagro o una sorpresa o una traición se pudiera mirar la cara que se dedicó a cubrir desde los trece años, no podría quererla y ni siquiera reconocerla. Pero ésta, por lo menos, va a tener el privilegio de morir más o menos joven, antes en todo caso de que las arrugas le formen otra máscara definitiva, más difícil de apartar que ésta. Entonces, sosegada la cara, limpia de la triste, movediza preocupación de vivir, tal vez tenga la suerte de que dos viejas la desnuden, la comenten, la laven y la vistan. Y no será imposible que alguno de los que entren a tomar caña en el rancho le sacuda envarado y por compromiso una ramita mojada encima de la frente y observe la extraña forma de cristal que van revelando las gotitas, por no más de un minuto, con la ayuda caprichosa de las velas. Entonces, si sucede, alguno le habrá visto por fin la cara y ella no habrá vivido inútilmente, puede decirse.»

El hombre de la camiseta a cuadros hacía avanzar la persuasión y el ruego hacia la máscara ondulante. Afuera y arriba el viento golpeaba, ajeno a los hombres escondidos en sus cubículos, apretándose estentóreo contra los plantíos, los árboles, las lustrosas ancas nocturnas de las reses. El de la guitarra volvió a preludiar y se alzó a medias para agradecer una copa que le habían hecho servir. Barreiro vio la mirada de Larsen.

– Quién la imagina -dijo, con un poco de orgullo y otro de fastidio-. Es capaz de pasarse regateando hasta la mañana. Norteña, le dicen; tal vez venga de por donde anda usted ahora. Es dura en el oficio. Pero aparte, no crea, gran amiga.

El viento giraba arremolinado y por juego sobre el techo del cafetín, las rectas calles de barro, el edificio de la fábrica de conservas; pero ya enroscaba su mayor violencia encima de la Colonia, de los trigales de invierno, del tren lechero que corría tartamudeante por la planicie negra al otro lado de la ciudad.

– ¿Cuándo tengo lancha para arriba? -preguntó Larsen, volviéndose hacia el mostrador, buscando en los bolsillos como si tuviera ganas de pagar.

– No es nada, hágame el favor -dijo Barreiro-. Las de la carrera no empiezan hasta las seis. Pero a lo mejor sale alguna de carga y lo quieren llevar.

El hombre había apoyado en el respaldo de la silla la poderosa espalda cuadriculada; ajustado el precio, la mujer dejó de agitar la cara y se limitó a cubrirla con una sonrisa de malicioso reproche, de saboreo de secretos felices, que podría mantener sin esfuerzo durante el camino y hasta el alba. Para festejar, el hombre pidió dos copas.

Así que el mundo, éste, el que continuaba siendo el mundo de los demás, no había cambiado, no sufría de su deserción. Irresponsable, tranquilizado, Larsen saludó al hombre que decía llamarse Barreiro y cruzó el salón, imitando por delicadeza el balanceo, el aburrido desdén con que había pisoteado tantos pisos mugrientos de cafetines durante su larga, remotísima residencia en este otro planeta.

El primer aviso creíble lo tuvo Larsen acurrucado en la lancha, cabizbajo, alargando el puño que sujetaba el boleto hacia indecisas olas que alzaba y mantenía vibrantes la proa. Un sol recién nacido ensayaba su apática, rasante claridad. «Una mañanita; linda, fresca mañanita de invierno», pensó para esquivarse. Después, porque no hay coraje sin olvido: «Esta luz de invierno en un día sin viento y metido en ella, mientras ella desinteresada y fría me está rodeando y me mira. Yo haré porque sí, tan indiferente como el resplandor blanco que me está alumbrando, el acto número uno, el número dos y el tres, y así hasta que tenga que detenerme, por conformidad o cansancio, y admitir que algo incomprensible, tal vez útil para otro ha sido cumplido por mi mediación.»

Una milla después bostezó y fue alzando voluntarioso el sombrero negro y protector; inspeccionó los cuerpos soñolientos y estremecidos que lo acompañaban en el banco en forma de herradura de la lancha, parpadeó y puso el ardor de sus ojos al día que acababa de empezar, ciego, incontenible, el mismo día que había resbalado su luz sobre el estupor de lomos gigantes y escamosos, y volvería a deslizaría, con la misma imprevista precisión, encima de rebaños de otras bestias nacidas de una nueva ausencia del hombre.

Entonces -la lancha viró para acercarse cabeceando al atracadero carcomido que llamaban «del Portugués»- Larsen se resolvió, como quien prueba palpando un dolor, a dar entrada a la vanguardia del miedo, a la apostasía, a la parte más próxima del terror, debilitada, soportable, porque se embotó en el asedio, porque estuvo contagiándose de la calidad humana. Entonces pensó: «Este cuerpo; las piernas, los brazos, el sexo, las tripas, lo que me permite la amistad con la gente y las cosas; la cabeza que soy yo y por eso no existe para mí; pero está el hueco del tórax, que ya no es un hueco, relleno con restos, virutas, limaduras, polvo, el desecho de todo lo que me importó todo lo que en el otro mundo permití que me hiciera feliz o desgraciado. Y tan a gusto, y siempre listo para empezar, si me hubiera dejado quedar allí o hubiese podido.»

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