EL ASTILLERO-V

Desde el embarcadero, rabioso contra el frío, resuelto a no pensar en otra cosa, Larsen fue directamente al edificio.

La mañana estaba limpia, gris y azul, y su luz aplacada miraba inmóvil, atenta, libre de impaciencia. Los charcos horadados en el barro eran todavía transparentes y espejeaban cubiertos por la helada; al fondo, lejanos y escasos, los árboles de las quintas negreaban humedecidos. Larsen se detuvo, trató de comprender el sentido del paisaje, escuchó el silencio. «Es el miedo.» Pero ya no le preocupaba; era como el dolor suave, conocido y compañero de una enfermedad crónica, de la que uno en realidad no va a morir, porque ya sólo es posible morir con ella.

Volvió la cabeza para mirar el río sucio y quieto y después hizo sonar con exceso las llaves, el llavero que le deformaba el bolsillo de la cadera, la ridícula, infantil abundancia de llaves que simbolizaban importancia, dominio y posesión. Fue abriendo las puertas, eligiendo la llave justa con sólo una mirada, torciendo la muñeca con el movimiento preciso; la puerta de entrada, de hierro, difícil de mover, casi convincente, la puerta de la escalera que llevaba a las oficinas de las distintas gerencias y después, ya arriba, en la desolación mugrienta y helada, la puerta de su despacho. Las puertas sin vidrios o sin maderas, de cerraduras falseadas, que no resistían un golpe indolente o la presión de un viento repentino, y que Gálvez, regocijado y tenaz, mostrando a la nada los dientes, lograba cerrar cada anochecer y abría cada mañana.

Estaba ahora en la Gerencia General, sentado frente a su escritorio, apoyando en la pared los hombros y el respaldo del sillón de espinazo flexible, descansando, no de la mala noche ni de lo que había hecho en ella, sino de las cosas, de los actos aún desconocidos que empezaría a cometer, uno tras otro, sin pasión, como sólo prestando el cuerpo. Con las manos en la nuca y el sombrero negro caído sobre un ojo, enumeraba las pequeñas tareas que había cumplido durante aquel invierno, como para convencer a un indiferente testigo, de que la desguarnecida habitación podía confundirse con el despacho de un Gerente General de una empresa millonaria y viva. Las bisagras y las letras en la puerta, los cartones en las ventanas, los remiendos del linóleo, el orden alfabético en el archivo, la desnudez desempolvada del escritorio, los infalibles timbres para llamar al personal. Y, aparte de lo visible y demostrable, aunque no menos necesarias, las horas de trabajo y ávida meditación que había pasado en la oficina, su mantenida voluntad de suponer un centenar fantasma de obreros y empleados.

Y también podría usar, pensaba, en aquella justificación ociosa, sin destino, lo que en apariencia la desmentía: los atardeceres en que un camión atracaba en los fondos, la lenta, profesionalmente apática y desconfiada pareja de hombres que se acercaba al centro del baldío, entre el edificio de la oficina y el hangar, frente a la casilla de los Gálvez, hasta reunirse con éste y Kunz que los esperaba, y a veces también con él mismo que asistía a la entrevista y presenciaba el metódico regateo con una emperrada expresión de censura y desprecio, como si fuera un juez y no un cómplice.

Se saludaban, cuatro o cinco manos alzadas hasta la sien, y el grupo se movía sobre el fango del terreno hasta llegar a la puerta del hangar y hundirse silencioso en su sombra. Los visitantes elegían sin entusiasmo y sin que nadie los incitara. Kunz arrastraba hasta la luz cenital que caía del techo roto la cosa que no había sido pedida sino apenas nombrada con un tono interrogante y despectivo. Los hombres del camión daban uno o dos pasos para mirarla, fruncían la cara y se mostraban, uno al otro, casi enternecidos, ahorrando palabras, los estragos de la herrumbre, los detalles anacrónicos, las diferencias existentes entre lo que andaban buscando y lo que les era ofrecido.

Sentado en cualquier montón de ferretería, Gálvez los escuchaba con los dientes al aire y cabeceando. Cuando los hombres simulaban agotar su infinita lista de reparos, Kunz se apoyaba con una mano en la cosa y explicaba sus virtudes, la calidad de su acero, sus ventajas técnicas y por qué convenía a las necesidades de los visitantes y a cualquier necesidad o interés de este mundo. Siempre en segundo plano, un metro fuera del círculo que tenía a la cosa como centro, Larsen miraba la cara impasible de Kunz, que iba haciendo sonar su voz extranjera y monótona, que iba extendiendo las mentiras en el aire estático y grisado del galpón, como si mencionara aburrido características obvias, como si dictara una clase en una escuela industrial, sin otro interés, otra esperanza que hacerse entender. Terminada su exposición, cerraba en despedida la mano con que había estado apoyándose en la cosa y se apartaba de ella, del círculo y del negocio. Había en seguida un silencio que a veces turbaban los perros o el viento; los hombres del camión se miraban sin hablar, cambiaban sonrisas apiadadas y movían las cabezas negando.

Llegaba entonces el momento de Gálvez y todos lo sabían aunque no quisieran mirarlo. Gálvez aceptaba ser dueño del silencio y lo dejaba extenderse. Los dos hombres en overall a un metro de la cosa, tan inmóviles como ella, tan rígidos; Kunz apoyado en una de las estanterías de las paredes, invisible, separado de la escena por años y kilómetros; tal vez Larsen, indolente y ensombrerado, con el grueso sobretodo negro, con el tic de la boca convertido en desdén y paciencia. Sin que nadie hiciera un movimiento, la cosa dejaba de ser el centro del círculo y era sustituida por la calva y la sonrisa de Gálvez. Hablaba por fin, agazapado:

– Digan primero si les interesa o no. Así como está, tan inservible como estuvieron diciendo. Pidieron una perforadora y ahí la tienen. No es una virgen, pero tampoco muerde. En el inventario, con depreciación y todo, se llama cinco mil seiscientos. Digan sí o no, que tenemos mucho que hacer. Digan cuánto. Aunque sea para divertirnos.

Alguno de los hombres hablaba y el otro asentía. Desnudos los largos dientes, como si fueran su cara o por lo menos la única parte de ella que expresaba algo y podía entenderse, Gálvez esperaba la cifra que revoloteaba siempre al final de una frase tartamuda y caía con pesadez, con tono definitivo. Hacía entonces la concesión de dejar oír su risa, daba su último precio aumentado en el veinte por ciento de lo que estaba resuelto a cobrar, y esperaba indiferente que los monólogos de los compradores elevaran entre quejas y pálidos insultos la oferta inicial hasta el límite pensado. En esta etapa los visitantes hablaban sin mirarse ni mirar nada más que la cosa, como si el regateo se hiciera entre ellos.

Cuando llegaban por fin al precio, Gálvez se incorporaba con un talonario de recibos y una lapicera y se acercaba bostezando a los brillos sucios de la cosa bajo la luz del agujero en el techo.

– Nunca discuto. Plata en mano. El acarreo por cuenta del comprador.

Repartían después los billetes entre los tres y no volvían a hablar del asunto. Esto sucedía una o dos veces por mes. Pero él, Larsen, no se había complicado nunca en los robos a Petrus o a la Sociedad Anónima; sólo había recibido su parte, había observado silencioso y con odio a la pareja de compradores mientras se cumplía el invariable rito del chalaneo, negándose siempre a dar una mano para que cargaran en el camión lo que acababan de comprar.

Cuando oyó que llegaban, a las nueve, en la fría mañana de buen tiempo, se quitó el sombrero y el sobretodo, esperó a que hicieran ruidos y se sosegaran, y los llamó con los timbrazos inconfundibles. Primero a nadie y después a nadie; primero al Gerente Técnico y después al Gerente Administrativo. Les explicó, sin invitarlos a sentarse, con premeditada lentitud, exagerando las miradas, los entusiasmos y los silencios, que Petrus estaba en Santa María, que el juez había levantado la intervención en el astillero y que los anunciados o presentidos días de poderío y triunfo acababan de empezar. Supo que no le creían y no le importó, o tal vez buscara eso. Cerca del mediodía bajó hasta el galpón con una visible carpeta en las manos y robó un amperímetro. Saludó al volver a la mujer de Gálvez que juntaba ramas para el fuego alrededor de la casilla y que se irguió para sonreírle, con su abrigo de hombre, con su barriga que amenazaba reventar en el aire tenso y azul del final de la mañana. Poetters, el patrón del Belgrano, tenía un amigo interesado en amperímetros. Larsen cobró cuatrocientos pesos y dejó doscientos para saldar deudas. Almorzó allí y estuvo proyectando sobre el pocillo de café una visita a la quinta de Petrus, una entrevista al anochecer con Angélica Inés, primero en la glorieta y después en la casa que no había pisado nunca, una incursión que terminaría en un compromiso de casamiento, bendecido por el viejo Petrus, que ya habría llegado, antes de la noche, por lancha o en automóvil.

Pero ella, Angélica Inés, no le dio tiempo; porque cuando Larsen, a las cuatro o a las cinco, examinaba en la Gerencia un informe manchado de humedad y escrito a máquina, firmado por un anterior, no identificable Gerente General que proponía la venta de todos los bienes de la S.A. para armar con lo que sobrara una flotilla de lanchas pesqueras, el Gerente Técnico, Kunz, golpeó suavemente la puerta y fue entrando con una sonrisa de aprensión y anticipada nostalgia, apenas, lo inevitable, burlona.

– Perdone. Hay una señorita que quiere verlo. Y no importa que usted diga que sí o que no, porque lo va a encontrar de todos modos. Gálvez trata de demorarla, pero no creo. ¿La hago pasar o la dejo que atropelle?

Kunz estaba de pie junto al escritorio, con la sonrisa ahora solamente nostálgica rodeada por los puntos plateados de la barba, cuando la puerta se abrió de un golpe y la mujer se detuvo, ya dentro de la oficina, para respirar, y dejar oír su risa, que recién empezaba y terminó en seguida.

Esta parte de la historia se escribe por lealtad a un fantasma. No hay pruebas de que sea cierta y todo lo que podemos pensar indica que es improbable. Pero Kunz aseguró haber visto y oído. La sirvienta sólo admitió, muchos meses después, que «la señorita estaba un poco desarreglada». Kunz volvió a su mesa de trabajo después de cerrar la puerta de la Gerencia General, dejando a la muchacha encerrada con Larsen. Guiñó un ojo a Gálvez que estaba apoyado con los codos en dos o tres libracos de contabilidad que había acarreado desde el mueble metálico hasta el escritorio, sin abrirlos, y miraba por algún agujero el cielo azul. Kunz se sentó y se puso a examinar su álbum de estampillas.

No tuvieron tiempo de hacer muchas cosas, contaba. Antes de los gritos se oyó la voz de Larsen, ensayando a la defensiva un monólogo persuasivo y dolido; aunque hablaba en un tono bajo y era evidente que trataba de imponerlo, no parecía estar conversando sólo con la muchacha: era fácil imaginárselo de pie, con cinco puntas de dedos tocando el escritorio, con una expresión sufrida, con una inagotable capacidad de tolerancia, enumerando a una docena de Gálvez y de Kunz los beneficios que distribuye la paciencia, las compensaciones que han sido reservadas a quienes saben confiar y esperar. El viejo Petrus en alguna de las asambleas de tenedores de acciones, reunidos con engaño, bostezantes, dispuestos a pagar cualquier precio en firmas si los tejaban en libertad, pensó Kunz.

Pero Larsen necesitó respirar o elegir argumentos que la muchacha fuera capaz de comprender. Entonces llegó un silencio de la Gerencia General y dentro de él no hubo más que el ruidito, o Kunz imaginó oírlo, de Gálvez comiéndose las uñas, y el ruido que no era más que una remota, atemperada y aguda vibración del atardecer de invierno sobre el río y los campos. Después empezaron los gritos, de uno y de otro, de ella que estuvo gritando como si cantara, con una voz extrañamente pura, de Larsen que repetía:

– Le juro por lo más sagrado.

De ella, reapareciendo como un motivo en el griterío, como un plateado pez que saltara para dar una voltereta en el aire, Kunz oyó, o ha jurado oír:

– Con esa sucia. Esa mujer sucia. Después ella gritó, ya contra la puerta y abriéndola.

– No me toque. Mire.

Y es seguro que Larsen sólo había querido retenerla o ganar por ternura la escaramuza. O cubrirla. Porque en seguida, en la versión incomparable de Kunz y que eliminaba a Gálvez como testigo porque éste, absurdamente, «estuvo todo el tiempo mirando la rotura de la ventana y mordiéndose las uñas, sin mostrar que oyera y se enterara», la muchacha, Angélica Inés, salió de la Gerencia General, a buen paso pero sin correr, y fue atravesando, erguida y echada hacia atrás, golpeando con un hombro el muro descascarado, la infinita extensión de la sala que poblaban muebles escasos y dos hombres encogidos, que jalonaban las líneas rectas de menos mugre donde se habían apoyado metros de tabiques hoy convertidos en humo.

«Cruzó toda la ruina, sin verla, como no la había mirado al llegar. Siempre la disfrazaban de chiquilina, la madre, la tía, la costumbre; esa tarde estaba disfrazada de mujer, con un largo vestido negro que transparentaba la ropa interior, enagua o lo que fuere, con zapatos de taco altísimos, que tal vez le prestaron o acababa de estrenar y que es seguro terminaron de torcerse en el camino de la vuelta. Porque vino, vinieron a pie desde la quinta al astillero. Unos zapatos que, para cualquiera que no la hubiera visto caminar sin tacones, imponían aquella extraña manera de andar, de gorda, de mujer encinta que busca equilibrarse. Pero lo que importa, lo que estuve demorando y demoraría un poquito más si supiera hacerlo sin aburrir, es que llevaba caída, no arrancada pero colgando, la pechera del vestido. Déjeme. Taconeando insegura sobre un parquet podrido, sobre manchas, planos azules, cartas comerciales, manchas de lluvia y tiempo. Cruzando el corrompido aire de invierno con la clara cabeza trenzada que se alzaba sin desafío, nada más que ignorante, con el brillo suave y deslumbrado de una sonrisa, sin vernos, sin oler el olor de ratas y fracaso. Y detrás de ella, manoteando un poco en la puerta de su oficina pero sin coraje para mostrarse, mudo por el miedo de que el gallego y yo lo oyéramos, un truhán, un hombre sucio, viejo, gordo y enloquecido. Todo esto, entienda, y tantas otras cosas que sería largo. Por eso demoraba. Pero es inútil o casi, explicar al que no estuvo y no vio y no sabe quiénes eran ella y él, qué era el astillero y hasta quién soy yo, hijo del país pero con títulos europeos revalidados, viviendo entonces allí y de aquella manera. Imagine si puede, entonces, y esto es fácil, una mujer joven y fuerte que pasa rápida pero no corriendo por el costado de una oficina interminable y casi vacía, metiendo en el aire el más estupendo par de pechos que hubo nunca. Y la pechera del vestido no se la había arrancado el pobre diablo de Larsen, sino que ella misma la desprendió sin descoser un botón ni romper el tul. Y cuando terminé de mover la cabeza porque ella había llegado al hueco de la escalera, ahí estaba la sirvienta esperándola con un abrigo que le puso, empinándose, sobre los hombros; y creo que la cacheteó como si la sirvienta la hubiera incitado, la hubiera vestido y traído y ahora, maternal y enemiga del escándalo, se la llevara del brazo apaciguada. Y la mujer, la sucia mujer de la que hablaba a gritos la muchacha, no podría ser otra, por todo lo que sé, ahora no importa decirlo, que la mujer de Gálvez, que andaría entonces por los nueve meses de embarazo, como en seguida se comprobó.»

Esta es, por lo menos en lo esencial, la versión de Kunz, repetida por él, sin alteraciones sospechosas, al padre Favieri y al doctor Díaz Grey.

Pero no cree en ella; esta incredulidad sólo está basada en su conocimiento de Angélica Inés, alcanzado algunos años después. Tampoco cree que Kunz -que tal vez esté vivo y tal vez lea este libro- haya mentido voluntariamente. Es posible que Kunz haya interpretado la visita de Angélica Inés al astillero como un acto de pura raíz sexual; es posible que su vida solitaria, la frecuentación cotidiana de la por entonces inaccesible mujer de Gálvez lo hayan predispuesto a este tipo de visiones; y es también posible que haya sido engañado, retrospectivamente, al ver a la sirvienta cubrir con el abrigo a la muchacha: que haya pensado entonces que la protegía de la vergüenza y no simplemente del frío.

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