EL ASTILLERO – III
LA CASILLA-III

Al día siguiente, a las diez de la mañana, Kunz golpeó en la puerta de la Gerencia General y avanzó intimidado, sonriente, exponiendo a la luz un colmillo de oro. (Era una luz gris y desanimada, una luz que llegaba vencida después de atravesar nubes gigantescas de agua y frío; el tiempo se había descompuesto, un viento indiferente entraba silbando por todos los agujeros del edificio.)

Larsen alzó la cabeza entre las pilas de carpetas y estuvo husmeando, sin cariño, la burla, el juego, la encubierta desesperación.

– Permiso -dijo Kunz, y se inclinó, golpeó un carcomido taco contra el otro.

– El señor Administrador pide al señor Gerente General una entrevista. La gracia de una entrevista. El señor Administrador se considera en condiciones de documentar, ésa es la palabra justa, la verdad de ciertas afirmaciones verbales.

Larsen contrajo la boca y el hombro, mirándolo. Hubo un silencio, un rencor, un desconsuelo. Saliendo de las dos vueltas de la bufanda rojiza y desteñida, la cabeza peluda del hombre no parecía borracha ni agresiva. Sólo que él no servía para aquello que recitaba penosamente y nada era más triste que la oscuridad inmóvil de sus ojos.

– Que venga -dijo Larsen; le mostró los dientes con insolencia-. Mi despacho está siempre abierto.

El alemán asintió en silencio, dio media vuelta y salió. Siempre jugando, estremecido de esperanza, de energía, de saña, casi joven, Larsen se quitó el revólver de abajo el brazo y lo puso en el cajón semiabierto que le empujaba el vientre. El viento susurraba en los papeles caídos en el piso, se revolvía en cortas vueltas contra los altos techos. Gálvez tocó la puerta y fue acercando su sonrisa fija, también él sin desafío, hasta llegar al escritorio. Tenía los pómulos más grandes, más viejos, más amarillos.

– Me anunció el señor Gerente Técnico… -empezó a decir Larsen silabeando; pero el otro le hizo ver la mano abierta, agrandó un poco la sonrisa y puso sobre la mesa, con dulzura, como la carta de un triunfo que le doliera obtener, una cartulina ajada, impresa en verde.

Larsen examinó confuso el torbellino de círculos en los márgenes y leyó: Jeremías Petrus, S.A., emisión autorizada, diez mil pesos, presidente, secretario, las acciones libradas al portador.

– Así que usted tiene un título de diez mil pesos…

– Parece raro, ¿verdad? Diez mil pesos. Se acuerda que le dije anoche que podía mandarlo a la cárcel.

Ahora la sonrisa hizo un ruido, una diminuta explosión, como una cucaracha que aplastaran.

– Sí -dijo Larsen.

– ¿Entiende?

– ¿Qué tiene que ver?

– Es falso. Lo falsificó él, éste y no sé cuántos más. Por lo menos, es falso y él lo firmó. Lea. J. Petrus. Hubo dos emisiones, la primera y la de ampliación del capital. Este título no es de ninguna de las dos. Y él lo firmó, vendió muchos como éste.

El dedo tocando la firma tenía el color del queso demasiado viejo. La mano recogió la cartulina de encima de la mesa.

– Bueno -dijo Larsen con alegría, descansado-. Usted debe estar seguro, y usted entiende el asunto. Falsificó títulos. El viejo Petrus. Lo puede meter en la cárcel y es seguro, a primera vista, que le van a dar una punta de años.

– ¿Por esto? -Gálvez volvió a reír, golpeándose el bolsillo donde había guardado el título-. No sale más. No le queda vida para pagar.

– Es una vergüenza -dijo Larsen mirando una ventana-. Habrá que vender algo para comprar vidrios y tapar los agujeros.

– Sí, no tiene nada de agradable en invierno -con la sonrisa más angosta, lacia, Gálvez se volvió hacia la mañana lluviosa-. Nosotros vendemos cada mes dos mil pesos de mercadería de los galpones. Kunz y yo, a mitades. El alemán no se animaba a invitarlo; no quiero que piense que no se lo decíamos por egoísmo.

– ¿Qué podíamos hacer? -continuaba mirando el agujero triangular del cristal de la ventana, macilento, envejecido, con un temblor húmedo en los extremos de la sonrisa-. Lo mismo da que sean tres mil. Puede haber para un año o dos.

Pensaba cómo hacía para vivir.

– Se agradece -dijo Larsen-. Bueno, es cierto, lo puede mandar a la cárcel. ¿Pero qué vamos ganando?

– Ni piense -dijo Gálvez-. Si va preso perdemos todo, nos echan en veinticuatro horas. No es por eso. Es porque ese viejo merece acabar así. Usted no sabe.

– No -asintió Larsen, pensativo-, no sé. Tal vez sea mejor, tal vez no. Haga lo que quiera.

– Gracias -dijo Gálvez, otra vez ancha y tensa la sonrisa-. Gracias por darme permiso.

Con minucioso cuidado, con asco, con tristeza, como si hubiera peligro de cortarse, Larsen volvió a colgarse el revólver en el pecho y se abandonó en el sillón. Por los agujeros de las ventanas el viento traía ahora gotas heladas de llovizna que salpicaban con breve alegría las hojas de papel de seda, desordenadas en la mesa, de un informe sobre metalización. Incrédulo, trompudo, haciendo con los labios un suave ruido telegráfico, entornó los ojos para comprobar hasta qué distancia le era posible leer. «Los astilleros y talleres de reparaciones navieras han encontrado un gran auxiliar y la solución de múltiples problemas con el empleo de la metalización. Las pinturas por más buenas y antióxidas que fueran no protegen el acero y el hierro contra el fenómeno electroquímico que se establece al contacto de cualquier atmósfera, siendo el zinc el único metal realmente antiácido sobre el hierro o acero, porque cierra el circuito electrogalvánico evitando el fenómeno electroquímico.»

No le preocupaba que la vida pasara, arrastrando, alejándole las cosas que le importaban; sufría, boquiabierto, con una enfriada burbuja de saliva en los labios, sintiendo la grasa en que se le hundía el mentón, porque ya no le interesaban de verdad esas cosas, porque no las deseaba instintivamente y nunca lo bastante como para mantenerlas u organizar la astucia. «Hay mil pesos mensuales seguros, por lo menos, hasta que yo intervenga y les enseñe a esos mozos cómo es posible sacar más sin provocar la ruina, sin comernos el capital. No hay problema. Y, sin embargo, me cuenta la historia de los títulos falsificados, lo veo al tipo ese que anda desde quién sabe cuando durmiendo con la prueba legal entre la piel y la camiseta, como una criatura con una pistola celosa cargada y me quedo frío, haraganeando, no se me ocurre una idea, no sé francamente qué lado tengo que elegir para caer parado.»

Avanzó lentamente la cabeza, impasible, casi inocente, gozándose en su solitaria delincuencia, sospechando confusamente que el juicio deliberado de continuar siendo Larsen, era incontables veces más infantil que el que jugaba ahora. Pudo leer más lejos, aplastado el vientre contra el escritorio, casi cerrando los ojos: «Podemos aportar materiales de las más variadas naturalezas, según los requerimientos de cada caso; aceros de alto carbón, aceros inoxidables, bronce, fósforos, metal Babbit antifricción».

Algunas gotas le golpearon la mejilla. Se levantó y estuvo escuchando el silencio que cubría el viento: recogió los papeles del informe mientras se oía canturrear tres versos de un tango que reiteraba con plácida, jubilosa furia, que se bastaban. Al llegar a la puerta, ladeándose el sombrero, pensó que había olvidado algo: tuvo ganas de reír, de palpar la proximidad de un amigo verdadero, de hacer una crueldad a la que nadie pudiera descubrirle una causa.

Volvió a bravuconear en mediodía, con las piernas separadas, desprendido el sobretodo, en la enorme oficina desierta; miró las mesas de Gálvez y Kunz, los escritorios que no habían sido convertidos aún en leña, los ficheros abollados, las inútiles, incomprensibles máquinas arrumbadas. El viento inflaba los papeles amarillos que habían protegido al piso de las goteras del techo; próxima, una canaleta rota dejaba caer un chorro de agua sobre latas. Casi alegre, inquieto, abrochándose, con una diminuta expresión de venganza, Larsen imaginó el ruido laborioso de la oficina cinco o diez años atrás.

Salió a la llovizna por la escalera de hierro y pudo atravesar el barro sin que lo viera ninguno de los habitantes de la casilla. Fue corriendo, como si viera todo por primera vez, como si lo hubiera presentido y lo encontrara ahora en un éxtasis de amor a primera vista, la casilla de Gálvez, la timonera ladeada, los yuyos y los charcos, el esqueleto herrumbrado del camión, la baja muralla de despojos, cadenas, anclas, mástiles. Reconoció ese tono exacto de gris que sólo los miserables pueden distinguir en un cielo de lluvia; la delgada línea purulenta que separa las nubes, la sardónica luz lejanísima filtrada con ruindad. Ahora la lluvia se acumulaba en su sombrero; él sonrió con bonhomía, sin cambiar el paso, tratando de recoger hasta la más distante voz del viento en el río y en los árboles. Erguido, contoneándose con exageración, esquivó hierros de formas y nombres perdidos que descansaban aprisionados en un torbellino de alambres, y penetró en la sombra, en el distante frío, en la reticencia del galpón. Pasó revista a los casilleros, a los hilos de lluvia, a los nidos de polvo y telarañas, a las maquinarias rojinegras que continuaban simulando dignidad. Caminó sin ruido hasta el fondo del hangar y buscó con las nalgas hasta sentarse en el borde de una balsa para naufragio. Mirando el ángulo del techo -y miraba también las carreras gozosas del viento colado, el matiz arcaico de la lluvia que había empezado a sonar con bufonesca intransigencia- se tanteó distraído para buscar cigarrillos y encendió uno. Podía enumerar lo que no le importaba: fumar, comer, abrigarse, el respeto ajeno, el futuro. Algo había encontrado aquel mediodía o tal vez hubiera dejado algo olvidado en la Gerencia General, después de la entrevista con Gálvez. Daba lo mismo.

Imaginó sonriendo un ruido de ratas que devoraban bulones, tuercas y llaves en los casilleros; imaginó sonriendo un protegido mediodía de invierno en la casa de Petrus, con una Josefina engordada y cómplice sirviendo la mesa, con una Angélica Inés de inconmovible sonrisa enajenada vigilando la altura del fuego en la chimenea, mimando a un número variable de niños, transportando su mirada servicial y su murmullo patético de la cara lustrosa de un Larsen dichoso al gran retrato en óvalo del padre y suegro muerto; a la cabeza de voluntad y arcano, severa, rodeándose con las patillas, a dos metros de altura, ejemplar dominante, obedecida.

Se acercó a la puerta trasera del cobertizo, asistió al final veloz y acobardado de la lluvia, estuvo calculando las consecuencias que tendría para la navegación la cortina de niebla que se acercaba desde el río. Fue y vino, chapoteando el barro, complaciéndose con el ruido, considerando aplicadamente el miedo, la duda, la ignorancia, la pobreza, la decadencia y la muerte. Encendió otro cigarrillo y descubrió una oficina abandonada, sin puertas, con paredes de tablas; había un catre, un cajón con un libro, una palangana con el esmalte estrellado; ésa era la casa de Kunz.

«Otra cosa: nunca se me ocurrió preguntarme, tampoco, dónde vivía el alemán.» Entró y se sentó en el catre, encogido, la cabeza alzada y hacia la puerta, el cigarrillo cerca del vientre, en una actitud tan humilde y amistosa que Kunz no podría enojarse si entrara de repente. «Esta es la desgracia -pensó-, no la mala suerte que llega, insiste, infiel y se va, sino la desgracia, vieja, fría, verdosa. No es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo; anduve dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con el sueño de la Gerencia General, de los treinta millones, de la boca que se rió sin sonido en la glorieta. Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que no importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae».

Salió bajo las últimas gotas de lluvia que caían de los plátanos ennegrecidos. Fue a golpear en la puerta de la casilla de Gálvez y cuando la mujer vino a abrirle teniendo a sus espaldas el repentino silencio -solamente, remotos, nulos, los ruidos quejosos de los perros, los del fox en la radio-, pasó junto a ella sin mirarla con un orgulloso «Permiso», se introdujo en el calor, se acercó a la bienvenida de los hombres, arrastró un banco y quedó sentado, el sombrero en la tierra seca, sosteniendo la sonrisa desmesurada de Gálvez con la suya, breve, fácil, persuasiva.

– ¿Comió? -dijo la mujer-. No puede haber comido. ¿Quiere comer? No queda, pero voy a hacerle algo.

– Gracias. Si comieron puchero -dijo Larsen mirando los platos-, puede darme, a lo mejor, una taza de caldo o de sopa.

– Le puedo hacer un bife -dijo la mujer.

– Hay carne colgada -señaló Kunz.

– No, gracias -insistió Larsen-. Gracias, señora. Le agradecería mucho, de veras, una taza de caldo caliente. Me haría un favor muy grande.

Pensó que había exagerado la humildad; Gálvez lo miraba burlón y atento. La mujer retiró algo de la mesa, levantó del suelo el sombrero; la sentía próxima a su hombro, de espaldas, pensativa sobre la llama ruidosa, resuelta a no hablar.

– Nos quedamos sin vino, hasta la noche -dijo Kunz-. ¿Quiere caña? Hay unas cuantas botellas; es tan mala que nunca termina.

– Después de la sopa. O del caldo -contestó Larsen.

La mujer no habló.

Un golpe de viento rodeó insistente dos veces la casilla; la llama del calentador vibró aplastada. Kunz, cruzando los brazos, se puso las manos en los hombros.

– ¿Por dónde andaba? -preguntó Kunz-. Se nos ocurrió que había ido a visitar a Petrus.

– Al señor Petrus, don Jeremías -dijo Gálvez.

Larsen alzó su sonrisa pero Gálvez estaba apagando el cigarrillo en un plato. Ahora el viento estaba encima de la casilla, circular y enfurecido; callaron, deprimidos por una sensación de distancia, de pesadez, de nubes removidas. La mujer puso en la mesa un plato de sopa, apartó los perros de las piernas de Larsen.

– Permiso -dijo Larsen, y empezó a tragar con la cuchara; enfrente, la pareja vigilante de los hombres; atrás, los gemidos de los perros y la hostilidad de la mujer. Se interrumpió mirando el rincón de tablas, un reloj, un vaso con largas guías verdes-. Quiero darles las gracias. Pero tampoco tenía muchas ganas de comer. Un plato de cualquier cosa caliente me vendría bien, pensé. Y entonces se me ocurrió venir a golpear aquí.

– Estábamos diciendo que se había ido a la quinta de Petrus -dijo velozmente Kunz- y que al viejo, por lo menos, no lo iba a encontrar. Creo que no viene hasta la otra semana.

– Bueno, no nos importa -se rió Gálvez-. No me dejarán mentir. Yo dije que no nos importaba a quién iba usted a visitar en la quinta.

– Gálvez -advirtió la mujer, a espaldas de Larsen.

– Pensamos, es cierto, perdone -dijo Kunz-, que usted podía haber ido este mediodía a buscar al viejo para ponerlo en guardia.

– Bajo la lluvia -agregó Gálvez-. Que iba haciendo el camino hasta la quinta, para decirle al viejo que yo tengo uno de los títulos falsificados, y lo agarraba la lluvia.

– Gálvez -repitió la mujer, perentoria, detrás de los hombros de Larsen.

– Eso -dijo Gálvez-, que iba hasta la quinta para avisar al viejo Petrus o a la hija. Lo dije, todos dijimos que podía ser -alzó de entre sus piernas una botella panzona de caña y llenó tres vasos, sin tocarlos, haciendo sonar el chorro, sin mostrar los dientes pero con una perpetua hilaridad en la forma enrojecida de la boca; y los labios unidos sin sonrisa, parecían desnudos, como si acabara de afeitarlos.

– Que iba bajo la lluvia y avisaba, y que avisar no servía para nada. Porque el viejo Petrus lo sabe mejor que nosotros, lo sabe desde mucho antes que nosotros. Todos lo dijimos, primero uno, después otro, repitiéndolo. Y yo agregué que si eso sucedía, si usted hacía el camino hasta la quinta, empapándose para cumplir con su deber -al fin y al cabo son seis mil pesos los que le acredito cada día 25- y dar la voz de alarma, tal vez me hiciera un favor; y que tal vez yo esté desde tiempo deseando que alguien me haga un favor semejante.

Larsen apartó con suavidad el plato de sopa vacío, encendió un cigarrillo y fue inclinando el cuerpo hasta beber en el vaso que había llenado Gálvez.

– ¿Quiere algo más? -preguntó la mujer.

– Gracias, ya le dije, señora. Vine a pedir algo caliente, una limosna.

– Se me ocurrió que debe haber pensado otra novedad para aumentar las ganancias del astillero -dijo Kunz, casi cubriendo la risa blanda de Gálvez-. Algo más que armar o remendar barcos.

– La piratería o la trata, por ejemplo -sugirió Gálvez. Kunz alzó su vaso, entornó los ojos e hizo caer la cabeza hacia atrás.

Las manos sucias y heridas de la mujer retiraron el plato de Larsen. Los perros estaban silenciosos, tal vez dormidos en la enorme cama. El viento silbó alejado, tartamudeante, y todos podían escucharlo ir y venir, obligado a tomar una decisión.

– El problema está en saber si contamos o no con un agente en El Rosario -dijo Gálvez-. Podríamos duplicar las operaciones, tener un equipo de pilotos que trajeran los barcos hasta Puerto Astillero. Podríamos comprarnos gorras con visera, podríamos discutir seriamente sobre bauprés, proa, trinquete, cangreja y mesana. Podríamos jugar a las batallas navales en la mesa de cedro de la Sala del Directorio.

Bebía abandonado en el sillón de mimbre que empezaba a deshacerse, los grandes dientes expuestos con indiferencia a las tablas ahumadas del techo.

– Teníamos ganas, desde que empezó la lluvia -dijo Kunz-, de no ir a trabajar esta tarde. En realidad, no hay nada urgente. El amigo tiene los libros al día y los presupuestos que debo calcular pueden demorarse. Me imagino que usted sabrá tolerar. Quedarnos aquí bebiendo, oír llover y conversar sobre Morgan y Drake.

– ¿Qué le parece? -preguntó Gálvez.

Larsen terminó la caña y alargó la mano para servirse otro vaso; sentía que se le iba formando una sonrisa imbécil, que su voz sonaría insegura. La mujer pasó a su costado, al costado de la mesa y de Gálvez, se detuvo con la cara próxima al vidrio húmedo de la ventana; era ancha, propicia, se inclinaba con dulzura hacia el fin de la lluvia.

– Ahora estoy más contento -dijo Larsen; miraba sin vehemencia la nuca de la mujer, el pelo rizoso, crecido y descuidado-. Ahora. No por la sopa, que agradezco, ni por la caña. Tal vez un poco, porque me dejaron entrar aquí. Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro y quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la peste -bebió la mitad del vaso y sonrió a la sonrisa que Gálvez había descendido hacia él, recelosa, expectante. La mujer continuaba de espaldas, cabizbaja, imprecisamente hostil.

– Tome caña -dijo Kunz-. Oír llover y tirarse a dormir la siesta. ¿Qué más?

– Sí -dijo Larsen-, ahora es mejor. Pero siempre hay cosas que hacer aunque uno no sepa por qué las hace. Puede ser, es cierto, que vaya esta tarde hasta la quinta y le hable al viejo del título falsificado. Puede ser.

– No importa que lo haga, ya le dije -repuso Gálvez. La mujer se apartó del mal tiempo en el vidrio grasiento; puso un brazo alrededor de Gálvez, del sillón desvencijado, e inclinó la cara blanca, casi risueña, hacia la mesa.

– Al viejo o a la hija -murmuró.

– Al viejo o a la hija -dijo Larsen.

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