LA GLORIETA-I

Estuvo, como se ha dicho, dos semanas después en el atrio, al final de la misa, ofreciendo con un gesto tímido el ramo de primeras violetas que sostenía contra el pecho; estuvo allí, en el mediodía de un domingo, segregando, sin defenderse, el ridículo, rígido y tranquilo, engordando sin prisa en el interior del abrigo oscuro y entallado, indiferente, solo, abandonándose como una estatua a las miradas, a la intemperie, a los pájaros, a las palabras despectivas que nunca le repetirían en la cara. Esto fue en junio, por San Juan, cuando la hija de Petrus, Angélica Inés, estuvo viviendo unos días en Santa María, en casa de unos parientes, cerca de la Colonia.

Y después estuvo -ya de vuelta en Puerto Astillero e instalado en una habitación sórdida, a los fondos de lo de Belgrano -junto al portón de hierro donde se enlazaban con discreción una J y una P. Pisó el jardín abrumado de yuyos de la casa que había construido Petrus sobre catorce pilares de cemento, junto al río, próximo al astillero. Cuchicheó a lo largo de noches ambiguas, rememorativas, profesionales, con la sirvienta. Tenía treinta años, había sido criada por la esposa difunta de Petrus, estaba gastando su vida en un juego de adoración, de fraternidad, de dominio, de revancha, en el que «la niña» y su estupidez eran a la vez el objeto, el aliciente y el otro jugador. Hasta que obtuvo una serie de encuentros, casi idénticos y tan semejantes que podrían haber sido recordados como tediosas repeticiones de una misma escena fallida; encuentros cuya gracia estaba igualmente repartida entre la distancia, la luminosidad del invierno que se había hecho seco, la suave incongruencia de los largos y blancos vestidos de Angélica Inés Petrus, la lentitud dramática del movimiento con que Larsen liberaba su cabeza del sombrero negro y lo sostenía unos segundos, unos centímetros, por encima de su sonrisa, hechizada, candorosa, postiza.

Luego vino el primer encuentro verdadero, la entrevista en el jardín en que Larsen fue humillado sin propósito y sin saberlo, en que le fue ofrecido un símbolo de humillaciones futuras y del fracaso final, una luz de peligro, una invitación a la renuncia que él fue incapaz de interpretar. No reconoció la calidad novedosa del problema que lo enfrentaba con miradas furtivas, escondiendo la mitad de la sonrisa para morderse las uñas; la vejez o el exceso de confianza le hicieron creer que la experiencia puede llegar a ser, por extensión y riqueza, infalible.

El viejo Petrus estaba en Buenos Aires, inventando escritos reivindicatorios con su abogado o buscando pruebas de su visión de pionero, de su fe en la grandeza de la nación, o trotando encogido, piadoso e indignado por oficinas de ministerios, por gerencias de bancos. Josefina, la sirvienta, dijo que sí después de dos noches de asedio; después de tener en los hombros, por sorpresa, un pañuelo de seda; después de ruegos, exaltaciones del amor y sus tormentos, que no se originaban exclusivamente en Angélica Inés Petrus sino -con amplitud, con vaguedad- en todas las mujeres que habían suspirado sobre la tierra, con especial inclusión de ella, Josefina, la sirvienta.

De modo que Larsen recorrió una tarde, a las cinco, la calle de eucaliptos, lento, de negro, planchado, limpio, digno, con un paquete de dulces colgados de un dedo, defendiendo los zapatos relucientes de los charcos de la última lluvia, pesado de trucos y seguridades, codicioso y contenido.

– Como un reloj -dijo Josefina en el portón, un poco burlona, un poco amarga; tenía un delantal nuevo, lleno de dibujos de flores y almidón.

Larsen se tocó el ala del sombrero y le ofreció la bandeja de dulces.

– Traje algo -dijo con disculpa, con modestia.

Ella no extendió un dedo para tomar el paquete por el lazo de cinta celeste como esperaba Junta; lo sostuvo con la mano, vertical, como un libro, contra la curva del muslo y miró al hombre de arriba abajo desde la sonrisa enternecida hasta las puntas de charol, incólumes.

– Me gustaría no haberlo hecho -dijo-. Pero ahora lo está esperando. No se olvide de lo que le dije. Toma el té y se va, la respeta.

– Claro, mi hija -asintió Larsen; le buscó los ojos y fue ensombreciendo la cara-. Como usted quiera. Si lo prefiere, me voy desde la puerta. Usted manda, mi hija.

Ella volvió a mirarlo, ahora en los ojos pequeños, plácidos, que sostenían sin esfuerzo el decoro y la obediencia. Encogió los hombros y se puso a caminar por el jardín. Con el sombrero en la mano, mirándole las caderas, la firmeza del paso, Larsen la siguió con desconfianza, inseguro de que lo hubiera invitado a entrar.

El pasto había crecido a su capricho durante todo el año, por lo menos, y las cortezas de los árboles tenían manchas blancas y verdes, de humedad sin brillo. En el centro del jardín -a Larsen le bastaba, ahora, seguir con el oído la continuidad de los pasos, el ruido de cuchilla de las piernas de la mujer entre los yuyos- había un estanque, redondo, defendido por un muro de un metro, musgoso, con grietas ocupadas por tallos secos. Junto al estanque después del estanque, una glorieta, también circular, hecha con listones de madera, pintados de un azul marino y desteñido, que imponían formas de rombo al aire. Más allá de la glorieta estaba la casa de cemento, blanca y gris, sucia, cúbica, numerosa de ventanas, alzada sin gracia por los pilares, excesivamente, sobre el nivel de las probables crecidas del río. En todas partes, manchadas y semicubiertas por el ramaje, blanqueaban mujeres de mármol desnudas. «Lo están dejando convertir en una ruina, pensó Larsen con disgusto; doscientos mil pesos y me quedo corto; y quién sabe cuánto terreno hay atrás, desde la casa al río.» Josefina bordeó el estanque y Larsen, dócilmente, miró de reojo el agua sucia, la confusión de las plantas en la superficie, el angelito que se encorvaba en el centro.

La mujer se detuvo en la puerta de la glorieta y alzó con pereza un brazo. Defraudado, Larsen hizo una sonrisa y un cabeceo, se quitó el sombrero y avanzó hacia la mesa de cemento de la glorieta, rodeada de sillas de hierro, cubierta por un mantel bordado, por tazas, por un vaso de violetas, por platos con tortas y dulces.

– Póngase cómodo. En seguida llega. La tarde no está fría -dijo Josefina, sin mirarlo, balanceando la mano con el paquete.

– Gracias, todo está perfecto -volvió a inclinar la cabeza hacia la mujer, hacia la forma baja y presurosa que se alejaba rozando las maderas de la glorieta.

Tratando de analizar su sensación de estafa, Larsen colgó su sombrero de un clavo, palpó el asiento de hierro y puso sobre él un pañuelo abierto antes de sentarse.

Eran las cinco de la tarde, al fin de un día de invierno soleado. A través de los tablones mal pulidos, groseramente pintados de azul, Larsen contempló fragmentos rombales de la decadencia de la hora y del paisaje, vio la sombra que avanzaba como perseguida, el pastizal que se doblaba sin viento. Un olor húmedo, enfriado y profundo, un olor nocturno o para ojos cerrados, llegaba desde el estanque. Al otro lado, la casa se alzaba sobre los delgados prismas de cemento, sobre el alto hueco de oscuridad violácea, sobre pilas de colchones y asientos de verano, una manga de riego, una bicicleta. Bajando un párpado para mirar mejor, Larsen veía la casa como la forma vacía de un cielo ambicionado, prometido; como las puertas de una ciudad en la que deseaba entrar, definitivamente, para usar el tiempo restante en el ejercicio de venganza sin trascendencia, de sensualidad sin vigor, de un dominio narcisista y desatento.

Murmuró una palabra sucia y sonrió mientras se levantaba para recibir a las dos mujeres. Estaba seguro de que era adecuada una expresión de leve sorpresa y supo aprovecharla después, en el principio de la conversación: «Estaba esperándola, pensando en usted, y casi me había olvidado de dónde estaba y de que usted iba a venir; así que cuando apareció era como si se me hiciera verdad lo que pensaba.» Casi se impuso luego para servir el té; pero comprendió, ya separadas las nalgas de la silla, que en el mundo difícil de la glorieta la cortesía podía expresarse pasivamente. Ella iniciaba una frase -después de revolver los ojos como un animal acorralado, en guardia, pero sin miedo, con una viejísima costumbre de hostigamiento y peligros-, creía terminarla, hacerla comprensible y recordable con dos golpes de risa. Quedaba entonces un momento con los ojos y la boca abiertos, sin sentido, como si los usara para escuchar, hasta que las dos notas de la carcajada podían considerarse definitivamente diluidas en el aire. Se ponía seria, buscaba huellas de la risa en la cara de Larsen y apartaba la mirada.

Más allá de los losanges de la glorieta, lejana y presente, amputada por los yuyos, Josefina discutía con un perro, afirmaba los tutores de las rosas. Dentro de la glorieta estaba el problema, aún sin planteo, la cara blanca y sumisa dentro del ancho peinado, los brazos gruesos y blancos que se movían para interrumpirse, para caer sin acabar las confesiones. Estaba el vestido malva, anchísimo más abajo de la cintura, largo hasta los zapatos hebillados, lleno de adornos sobre el pecho y los hombros. Afuera y adentro, encima de ellos, tocando el cuerpo enhiesto y engordado de Larsen, la tarde de invierno, el aire tenso y caduco.

– Cuando vino la inundación en la casa vieja -dijo ella-, ya no estaba mamá, era de noche, empezamos a subir las cosas al piso de los dormitorios, cada uno arrastraba lo que más quería y era como una aventura. El caballo que tenía más miedo que nosotros, las gallinas ahogadas y los muchachos que se pusieron a vivir en bote. Papito estaba furioso pero nunca se asustó. Los muchachos pasaban en los botes entre los árboles y nos querían traer comida y nos invitaban a pasear. Comida teníamos. Ahora, en la casa nueva, puede subir el agua. Los muchachos pasaban remando y no les importaba, venían de todas partes en los botes y hacían señas con los brazos agitando camisas.

– Adivine cuándo -dijo Larsen en la glorieta-. Ni en mil años, porque a usted no le importó. Yo estaba en el Belgrano y había llegado por casualidad; ese negocio a una cuadra del astillero. No sabía qué hacer de mi vida, créame; me tomé una lancha y me bajé donde me gustó. Empezó a llover y me metí allí. Así eran las cosas cuando usted aparece. Desde aquel momento tuve la necesidad de verla y hablarle. Para nada; y yo no soy de aquí. Pero no quería irme sin verla y hablarle. Ahora sí, ahora respiro: mirarla y decirle cualquier cosa. No sé lo que me tiene reservado la vida; pero este encuentro ya me compensa. La veo y la miro.

Josefina golpeó al perro y lo hizo ladrar: entraron juntos en la glorieta y la mujer miró sonriente y jadeando la cara de Angélica Inés, el perfil dolorido de Larsen, los platos olvidados en la mesa de cemento.

– No pido nada -dijo Larsen en voz alta-. Pero me gustaría volver a verla. Y le doy las gracias, tantas gracias, por todo.

Hizo chocar los tacones y se inclinó; fue a descolgar su sombrero mientras la hija de Petrus se levantaba y reía. Inclinándose otra vez, Larsen recogió el pañuelo de la silla.

– Ya es de noche -susurró Josefina. Apoyaba una cadera en el listón de la entrada y miraba la mano que ofrecía a los saldos del perro-. Salga que lo acompaño.

Guiado por el cuerpo de la sirvienta, Larsen se mezcló, sordo y ciego, con los reiterados vaticinios del frío, de los roces filosos de los yuyos, de la luz afligida, de los ladridos distantes.

Incauto y rejuvenecido, apretó la mandíbula de Josefina bajo la J y la P del portón y se inclinó para besar.

– Gracias, querida -dijo-. Sé agradecer. Pero ella le detuvo la boca con una mano.

– Quieto-dijo, distraída, como si hablara con un caballo manso.

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