EL ASTILLERO-II

No se sabe cómo llegaron a encontrarse Jeremías Petrus y Larsen.

Es indudable que la entrevista fue provocada por éste, tal vez con la ayuda de Poetters, el dueño del Belgrano; resulta inadmisible pensar que Larsen haya pedido ese favor a ningún habitante de Santa María. Y es aconsejable tomar en cuenta que hacía ya medio año que el astillero estaba privado de la vigilancia y la iniciativa de un gerente general.

De todos modos, la reunión fue en el astillero y a mediodía; tampoco entonces pudo Larsen entrar en la casa alzada sobre pilares.

– Gálvez y Kunz -dijo Petrus, señalando-. La administración y la parte técnica de la empresa. Buenos colaboradores.

Irónicos, hostiles, confabulados para desconcertar el joven calvo y el viejo de pelo negro le dieron la mano con indiferencia, miraron en seguida a Petrus y le hablaron.

– Mañana terminamos con la comprobación del inventario, señor Petrus. -dijo Kunz, el más viejo.

– La verificación -corrigió Gálvez, con una sonrisa de exagerada dulzura, frotándose las puntas de los dedos-. Hasta el momento no falta un tornillo.

– Ni una grampita -afirmó Kunz.

Apoyado en el escritorio, siempre cubierto con el sombrero negro, prolongando una oreja con la mano para oír, Petrus entornó los ojos hacia la ventana sin vidrios y hacia la luz y el frío de la tarde; tenía los labios apretados y sacudía la cabeza nervioso y solemne, asintiendo puntual a cada una de las ideas que se le ocurrían.

Larsen volvió a mirar la hostilidad y la burla en las caras inmóviles de los dos hombres que aguardaban. Enfrentar y retribuir el odio podía ser un sentido de la vida, una costumbre, un goce; casi cualquier cosa era preferible al techo de chapas agujereadas, a los escritorios polvorientos y cojos, a las montañas de carpetas y biblioratos alzadas contra las paredes, a los yuyos punzantes que crecían enredados en los hierros del ventanal desguarnecido, a la exasperante, histérica comedia de trabajo, de empresa, de prosperidad que decoraban los muebles (derrotados por el uso y la polilla, apresurándose a exhibir su calidad de leña), los documentos, sucios de lluvia, sol y pisotones, mezclados en el piso de cemento, los rollos de planos blanquiazules reunidos en pirámide o desplegados y rotos en las paredes.

– Exactamente -dijo por fin Petrus con su voz de asma-. Poder dar a la Junta de Acreedores, periódicamente, sin que ellos lo pidan, la seguridad de que sus intereses están fielmente custodiados. Tenemos que resistir hasta que se haga justicia; trabajar, yo lo hice siempre, como si no hubiera pasado nada. Un capitán se hunde con su barco; pero nosotros, señores, no nos vamos a hundir. Estamos escorados y a la deriva, pero todavía no es naufragio -el pecho le silbó durante la última frase, las cejas se alzaron, expectantes y orgullosas; hizo ver veloz los dientes amarillos y se rascó el ala del sombrero-. Que terminamos mañana sin falta la verificación del inventario, señores; por favor Señor Larsen…

Larsen miró, lento y provocativo, las dos caras que lo despedían con sonrisas parejas, acentuando la burla de origen impreciso, confesando además, y sin saberlo, una inevitable complicidad de casta. Después, siguiendo el cuerpo erguido y trotante de Petrus, respiró consciente y sin despecho, apenas entristecido, el aire oloroso a humedad, papeles, invierno, letrina, lejanía, ruina y engaño. Sin volverse, oyó que Gálvez o Kunz decía en voz alta:

– El gran viejo del astillero. El hombre que se hizo a sí mismo.

Y que Gálvez o Kunz contestaba, con la voz de Jeremías Petrus, ritual y apático:

– Soy un pionero, señores accionistas.

Cruzaron dos oficinas sin puertas -polvo, desorden, una soledad palpable, el entrevero de cables de un conmutador telefónico, el insistente, increíble azul de los planos en ferroprusiato, idénticos muebles con patas astilladas- antes de que Petrus circundara una enorme mesa ovalada, sin otra cosa encima que tierra, dos teléfonos, secantes verdes, gastados y vírgenes.

Colgó el sombrero e invitó a Larsen a sentarse. Meditó un instante, las grandes cejas juntas, las manos abiertas sobre la mesa; después sonrió de improviso entre las largas patillas chatas mirando los ojos de Larsen, sin mostrar alegría, sin ofrecer otra cosa que los largos dientes amarillos, y tal vez, el pequeño orgullo de tenerlos. Friolento, incapaz de indignación y de verdadero asombro, Larsen fue asintiendo en las pausas del discurso inmortal que habían escuchado, esperanzados y agradecidos, meses o años atrás, Gálvez, Kunz, decenas de hombres miserables -desparramados ahora, desaparecidos, muertos algunos, fantasmas todos- para los cuales las frases lentas, bien pronunciadas, la oferta variable y fascinante, corroboraban la existencia de Dios, de la buena suerte o de la justicia rezagada pero infalible.

– Más de treinta millones, señor. Y esta cifra no incluye la enorme valorización de algunos de los bienes en los últimos años, ni incluye tampoco muchos otros que aún pueden ser salvados, como kilómetros de caminos que en parte vuelvan a convertirse en tierra, y el primer tramo de la vía férrea. Hablo de lo que existe, de lo que puede ser negociado en cualquier momento por esa suma. El edificio, el hierro de los barcos, máquinas y piezas que usted podrá ver en cualquier momento en el cobertizo. El señor Kunz recibirá instrucciones al respecto. Todo indica que muy pronto el juez levantará la quiebra y entonces, libres de la fiscalización, verdaderamente asfixiante, burocrática, de la Junta de Acreedores, podremos hacer renacer la empresa y darle nuevos impulsos. Cuento desde ahora con los capitales necesarios; no tendré más trabajo que elegir. Es para eso que me serán importantes sus servicios, señor. Soy buen juez de hombres y estoy seguro de no arrepentirme. Pero es necesario que usted tome contacto con la empresa sin pérdida de tiempo. El puesto que le ofrezco es la Gerencia General de Jeremías Petrus, Sociedad Anónima. La responsabilidad es muy grande y la tarea que lo espera será pesada. En cuanto a sus honorarios, quedo a la espera de su propuesta tan pronto como esté usted en condiciones de apreciar qué espera la empresa de su dedicación, de su inteligencia y de su honradez.

Había estado hablando con las manos frente a la cara, unidas por las puntas de los dedos; volvió a ponerlas sobre la mesa, a mostrar los dientes.

– Le voy a contestar, señor, como usted dice -repuso Larsen, calmoso-, cuando estudie el panorama. No son cosas para andar improvisando -reservó la cifra que había redondeado desde días atrás, desde que Angélica Inés le confirmara, mirándolo incrédula, muequeante, no sólo en el principio del amor sino también del respeto, que el viejo Petrus pensaba ofrecerle un puesto en el astillero, una posición tentadora y firme, algo capaz de retener al señor Larsen, un cargo y un porvenir que superaran las propuestas de Buenos Aires que el señor Larsen estaba considerando.

Jeremías Petrus se levantó y recogió el sombrero. Caviloso, aceptando a disgusto el regreso de la fe, rebelándose tibiamente contra la sensación de amparo que segregaban las espaldas encogidas del viejo, Larsen lo custodió a través de las dos habitaciones vacías en el aire luminoso y helado de la sala principal.

– Los muchachos se han ido a comer -dijo Petrus, tolerante, con un tercio de su sonrisa-. Pero no perdamos tiempo. Venga por la tarde y preséntese. Usted es el Gerente General. Tengo que irme para Buenos Aires a mediodía. Los detalles los arreglaremos después.

Larsen quedó solo. Con las manos a la espalda, pisando cuidadoso planos y documentos, zonas de polvo, tablas gemidoras, comenzó a pasearse por la enorme oficina vacía. Las ventanas habían tenido vidrios, cada pareja de cables rotos enchufaba con un teléfono, veinte o treinta hombres se inclinaban sobre los escritorios, una muchacha metía y sacaba sin errores las fichas del conmutador («Petrus, Sociedad Anónima, buenos días»), otras muchachas se movían meneándose hasta los ficheros metálicos. Y el viejo obligaba a las mujeres a llevar guardapolvos grises y tal vez ellas creyeran que era él quien las obligaba a conservarse solteras y no dar escándalos. Trescientas cartas por día, lo menos, despachaban los chicos de la Sección Expedición. Allá en el fondo, invisible, creído a medias, tan viejo como hoy, seguro y chiquito, el viejo. Treinta millones.

Los muchachos, Kunz y Gálvez, estaban comiendo en lo de Belgrano. Si Larsen hubiera atendido su propia hambre aquel mediodía, si no hubiera preferido ayunar entre símbolos, en un aire de epílogo que él fortalecía y amaba, sin saberlo -y ya con la intensidad de amor, reencuentro y reposo con que se aspira el aire de la tierra natal-, tal vez hubiera logrado salvarse o, por lo menos, continuar perdiéndose sin tener que aceptarlo, sin que su perdición se hiciera inocultable, pública, gozosa.

Varias veces, a contar desde la tarde en que desembarcó impensadamente en Puerto Astillero, detrás de una mujer gorda cargada con una canasta y una niña dormida, había presentido el hueco voraz de una trampa indefinible. Ahora estaba en la trampa y era incapaz de nombrarla, incapaz de conocer que había viajado, había hecho planes, sonrisas, actos de astucia y paciencia sólo para meterse en ella, para aquietarse en un refugio final desesperanzado y absurdo.

Si hubiera recorrido el edificio vacío para buscar la escalera de salida -milagrosamente, una mujer de metal continuaba volando a su pie, sonriente, con las ropas y el pelo arrastrado rígidamente por un viento marino, sosteniendo sin esfuerzo una desproporcionada antorcha con llama de cristal retorcido-, es seguro que habría entrado a almorzar en lo de Belgrano. Y entonces hubiera ocurrido -ahora, antes de que aceptara perderse- lo que sucedió veinticuatro horas después, en el mediodía siguiente, cuando él ya había hecho, ignorándolo, la elección irrevocable.

Porque al siguiente mediodía entró en lo de Belgrano y vio que Gálvez y Kunz se volvían para mirarlo desde la mesa en que comían; no lo invitaron a sentarse con ellos, no lo llamaron. Pero mantuvieron sus ojos, sus caras de asechanza y liviana sabiduría dirigidas hacia él, sin pedir nada ni desearlo, como si contemplaran un cielo nublado y esperaran desinteresados la caída de la lluvia. De modo que Larsen se acercó a la mesa desprendiéndose el sobretodo, y roncó:

– Permiso, si no molesto.

Renunció al fiambre para alcanzarlos; comieron la sopa, el asado y el flan mientras hablaban, vehementes, insinceros, sin tomar partido, de climas, cosechas, políticas, la vida nocturna en las diversas capitales de provincia. Cuando fumaban sobre pocillos de café, Kunz, el más viejo, que parecía teñirse el pelo y las cejas, miró a Gálvez y señaló a Larsen con un dedo.

– ¿Así que usted es el nuevo Gerente General? ¿Cuánto? ¿Tres mil? Perdone, pero como Gálvez está a cargo de la administración lo vamos a saber muy pronto. Tiene que anotarlo en los libros. Acreditado al señor Larsen, ¿Larsen, verdad?, dos o tres o cinco mil pesos por sus honorarios correspondientes al mes de junio.

Larsen lo miró, primero a uno, un rato, después al otro, tomándose tiempo; había construido una frase insultante, sonora, ideal para su voz de bajo y para el silabeo moroso. Pero no pudo comprobar que se burlaran; el más viejo, peludo y redondo, corpulento, encorvado como una araña, con la piel de la cara marcada por arrugas profundas y escasas, Kunz, lo miraba sin otra cosa que curiosidad y un brillo de ilusión infantil en los ojos renegridos; el otro, Gálvez, mostró con franqueza la dentadura de adolescente y se acarició calmoso la cabeza desnuda.

«Nada más que divertidos, como si buscaran un chisme para contárselo esta noche a las mujeres que no tienen. O que tal vez tengan, pobres desgraciados los cuatro. No hay motivo para pelear.»

– Es así, como dice -dijo Larsen-. Soy el Gerente, o lo voy a ser si el señor Petrus acepta mis condiciones. Además, no hace falta decirlo, tengo que estudiar la situación real de la empresa.

– ¿La situación real? -preguntó Gálvez-. Está bien.

– Recién conocemos al señor -dijo Kunz con un relámpago de sonrisa respetuosa-. Pero lo correcto es decirle la verdad.

– Un momento -interrumpió Gálvez-. Usted es el experto en alta técnica. Puede decir si las cosas se pudren por la humedad del río, o por el oxígeno. Al fin, todo se pudre, todo cría cáscara y hay que tirarlo o venderlo. Para eso está; y para conseguir negocios, Gerente Técnico, dos mil pesos. Nunca me olvido, ningún mes, de cargarlos a Jeremías Petrus Sociedad Anónima. Pero esto es otra cosa, esto es mío. Señor Larsen: suponiendo que usted decida aceptar el cargo de Gerente General, ¿puedo preguntarle qué sueldo piensa pedir? No es más que curiosidad, le pido que comprenda. Yo anotaré lo que usted diga, cien pesos o dos millones, con todo respeto.

– Algo entiendo de llevar libros -sonrió Larsen.

– Pero podría orientar al amigo -dijo Kunz, sonriente, sirviéndose vino-. Podría violar secretos y ayudarlo con antecedentes.

– Claro, ya estaba decidido -asintió Gálvez, agitando la cabeza calva-. Para eso le preguntaba. Sólo quería saber cuál era el sueldo de un Gerente General del astillero a juicio del señor Larsen.

– Debería decirle cuánto cobraron los anteriores.

– No me importa, gracias -dijo Larsen-. Lo estuve pensando. Por menos de cinco mil no me quedo. Cinco mil cada mes y una comisión sobre lo que pase más adelante -mientras alzaba el pocillo del café para chupar el azúcar, se sintió descolocado y en ridículo; pero no pudo contenerse, y no pudo dar un paso atrás para salir de la trampa-. Estoy viejo para hacer méritos. Con eso me arreglo, puedo ganar eso en otro lado. Lo que me importa es hacer marchar la empresa. Ya sé que hay millones.

– ¿Qué tal? -preguntó Kunz a Gálvez, inclinando la cara sobre el mantel.

– Bueno, está bien -dijo Gálvez-. Espere -se acarició el cráneo y aproximó a Larsen la sonrisa-. Cinco mil. Lo felicito, es el máximo. Tuve gerentes generales de dos, de tres, de cuatro y de cinco. Está bien, es un sueldo para el puesto. Pero permítame; el último de cinco mil, otro alemán, Schwartz, que pidió una escopeta prestada para matarme a mí o al señor Petrus, pionero, no se sabe con certeza, y estuvo una semana haciendo guardia en la puerta de atrás, entre mi casa y el edificio, y al fin disparó, dicen para el Chaco, trabajaba por cinco mil hace un año. Es por ayudarlo. Yo sé que la moneda bajó mucho desde entonces. Usted podría pedir, ¿no le parece, Kunz?, seis mil.

– Me parece correcto -dijo Kunz, peinándose la melena con las manos, repentinamente serio y triste-. Seis mil pesos. No es demasiado, no es poco. Una suma adecuada al puesto.

Entonces Larsen encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás, sonriente, condenado a defender algo que ignoraba, a pesar del ridículo y el error.

– Gracias otra vez -dijo-. Cinco mil está bien. Mañana empezamos. Les prevengo que me gusta que se trabaje.

Los dos hombres asintieron con la cabeza, pidieron más café, dedicaron tiempo y silencio a ofrecerse cigarrillos y fósforos. Miraron por la ventana la calle gris y barrosa: Gálvez fue alzando a sacudidas la cabeza pelada para un estornudo que no vino, después pidió la cuenta y la firmó. En el último charco de la calle desierta el cielo se reflejaba, marrón y sucio. Larsen pensó en Angélica Inés y en Josefina, en cosas pasadas que tenían la virtud de consolarlo.

– Bueno, cinco mil si prefiere -dijo Gálvez, después de mirar a Kunz-. A mí me da lo mismo, es el mismo trabajo. Pero dicen, acá se sabe todo, que usted es casi el yerno. Lo felicito si es verdad. Una chica muy buena y los treinta millones. No en efectivo, claro, no todo suyo; pero nadie se animaría a discutirme que es el capital social.

Perdido y empezando a saberlo, provocador y lánguido, Larsen movió los labios y la lengua para cambiar de lugar al cigarrillo en la boca.

– En cuanto a eso no hay nada concreto y es personal -dijo con lentitud-. A ustedes, sin ofensa, sólo debe importarles que soy el Gerente y que mañana empezamos a trabajar en serio. Esta tarde la voy a dedicar a mandar telegramas y hablar por teléfono a Buenos Aires. Hoy hagan lo que quieran. Mañana a las ocho estoy en la oficina y vamos a reorganizar las cosas.

Se levantó, se puso sin convicción el sobretodo ajustado. Estaba triste, irresoluto, buscando en vano una fórmula de adiós que pudiera fortalecerlo, sin otro recurso que el odio, actuando, como en una borrachera, por medio de impulsos en que no era posible creer.

– A las nueve -dijo Gálvez alzando la sonrisa-. Nunca llegamos antes. Pero si me necesita, se corre hasta la casita al lado del cobertizo, del hangar, y me llama. A cualquier hora, no molesta.

– Señor Larsen -Kunz se levantó con una expresión de inocencia donde se marcaban las arrugas como cicatrices-. Mucho gusto en comer con usted. Serán cinco mil, como usted mande. Pero permítame decirle que pide poco; una miseria en realidad.

– Adiós -dijo Larsen.

Pero esto sucedió demasiado tarde, veinticuatro horas después. Aquel mediodía de la entrevista con Petrus, ya Gerente General, aunque no hubiera elegido aún su sueldo, Larsen olvidó el almuerzo y después de evocar los cuerpos, las preocupaciones, los gestos desaparecidos del enorme salón que habían dividido las oficinas, empezó a bajar, lento y ruidoso, la escalera de hierro que llevaba a los galpones y a los restos del muelle.

Descendió con torpeza, sintiéndose en falso y expuesto, estremeciéndose con exageración cuando, en el segundo tramo, las paredes desaparecieron y los escalones de hierro rechinantes giraron en el vacío. Caminó después sobre la tierra arenosa y húmeda, cuidando los zapatos y los pantalones de las ramas de los yuyos. Pasó junto a un camión con las ruedas hundidas; quedaban algunas piezas carcomidas en el motor descubierto. Escupió hacia el vehículo y a favor del viento. «Parece mentira. Y el viejo no ve eso. Más de cincuenta mil si lo hubieran cuidado, con sólo meterlo bajo techo.» Enérgico, irguiéndose cruzó frente a una casilla de madera con tres escalones en el umbral y entró en el enorme galpón sin puertas que aprendería a llamar cobertizo o hangar.

A pesar de la luz gris, del frío, del viento que gemía en los agujeros de las chapas del techo, de la debilidad de su cuerpo hambriento, caminó, pequeño y atento, entre máquinas herrumbradas e incomprensibles, por el desfiladero, que formaban las estanterías enormes, con sus nichos cuadrilongos rellenos de tornillos, bulones, gatos, tuercas, barrenas, resuelto a no ser desanimado por la soledad, por el espacio inútilmente limitado, por los ojos de las herramientas atravesados por los tallos rencorosos de las ortigas. Se detuvo en el fondo del galpón, cerca de una pila de balsas para naufragio -«ocho personas en cada una, tela como un colador, madera impudrible, bandas de goma, mil pesos y me quedo corto»-, para recoger un plano azul con maquinarias y letras blancas, embarrado, endurecido, con largas hojas de pasto ya inseparables.

– Flor de abandono -dijo en voz alta, amargo y despectivo-. Si no sirve, se archiva. No se tira en los galpones. Esto tiene que cambiar. El viejo que lo tolera debe estar loco.

Ni siquiera hablaba para un eco. El viento descendía en suaves remolinos y entraba ancho, sin prisas, por un costado del galpón. Todas las palabras, incluyendo las sucias, las amenazantes y las orgullosas, eran olvidadas apenas terminaban de sonar. No había nada más, desde siempre y para la eternidad, que el ángulo altísimo del techo, las costras de orín, toneladas de hierro, la ceguera de los yuyos creciendo y enredándose. Tolerado, pasajero, ajeno, también estaba él en el centro del galpón, impotente y absurdamente móvil, como un insecto oscuro que agitara patas y antenas en el aire de leyenda, de peripecias marítimas, de labores desvanecidas, de invierno.

Se guardó el plano en un bolsillo del sobretodo, tratando de no mancharse. Con un lado de la boca sonrió, indulgente y viril -como a viejos rivales, tantas veces vencidos que el mutuo antagonismo era ahora blando y simpático como un hábito-, a la soledad, al espacio y a la ruina. Juntó las manos en la espalda y volvió a escupir, no contra algo concreto, sino hacia todo, contra lo que estaba visible o representado, lo que podía recordarse sin necesidad de palabras o imágenes; contra el miedo, las diversas ignorancias, la miseria, el estrago, y la muerte. Escupió sin sacudir la cabeza, con una coordinación perfecta de los labios y la lengua; escupió hacia arriba y hacia el frente, experto y definitivo, siguiendo con impersonal complacencia la parábola del proyectil. No pensó la palabra oficina ni la palabra escritorio; pensó: «Voy a instalar mi despacho en la pieza donde está el conmutador ya que el viejo se reservó la más grande, la que tiene o le quedan mamparas de vidrio.»

Debían ser las dos de la tarde; Gálvez y Kunz habrían vuelto ya para completar el inventario; era imposible conseguir un almuerzo en el Belgrano. Separando vigorosamente el lomo de la pila de balsas que se estropeaban bajo una rotura del techo, con las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, seguro con exactitud de los centímetros de su estatura, del ancho de los hombros, de la presión de los tacones sobre la tierra perennemente húmeda, sobre los pastos tenaces, se puso en marcha hacia la entrada del galpón. Iba con el sombrero descuidado en la cabeza, los ojos moviéndose a compás, desconfiados por deber, para pasar revista a las filas de máquinas rojizas, paralizadas tal vez para siempre, a la monótona geometría de los casilleros colmados de cadáveres de herramientas, alzada hasta el techo del edificio, continuándose, indiferente y sucia, más allá de la vista, más allá del último peldaño de toda escalera imaginable.

Fue, paso a paso, con la velocidad que intuía apropiada a la ceremonia, cargando deliberadamente con la amargura y el escepticismo de la derrota para sustraerlos a las piezas de metal en sus tumbas, a las corpulentas máquinas en sus mausoleos, a los cenotafios de yuyo, lodo y sombra, rincones distribuidos sin concierto que habían contenido, cinco o diez años antes, la voluntad estúpida y orgullosa de un obrero, la grosería de un capataz. Iba vigilante, inquieto, implacable y paternal, disimuladamente majestuoso, resuelto a desparramar ascensos y cesantías, necesitando creer que todo aquello era suyo y necesitando entregarse sin reservas a todo aquello con el único propósito de darle un sentido y atribuir este sentido a los años que le quedaban por vivir y, en consecuencia, a la totalidad de su vida. Paso a paso, oprimiendo sin ruido la suavidad del piso, sin dejar de mover los ojos a derecha e izquierda, hacia máquinas estropeadas, hacia bocas de casilleros tapados con telarañas. Paso a paso hasta salir al viento frío y débil, a la humedad que se agolpaba en neblina, ya perdido y atrapado.

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