SANTA MARÍA-IV

El sol, apenas enrojecido ahora, estaba ya muy arriba del río. Era la hora en que se despertaba el doctor Díaz Grey y tanteaba buscando el primer cigarrillo, con los ojos cerrados para salvar lo que fuera posible por las imágenes del sueño recién muerto y fortalecer sin imposiciones lo que tuvieran de nostalgia y dulzura. Una madre, una amiga desvanecida, una sonrisa que se había inclinado sobre su almohada -o la blancura efímera de cualquier adiós- sobre la cara más suya, más pura, un poco más joven que imaginaba tener dormido.

Encendió el cigarrillo y entornó los ojos en la penumbra; trataba de adivinar el calor y la temperatura del día en que acababa de ser depositado. Pensó en visitas a enfermos, en visitas de enfermo, en lo bueno y lo malo de la soledad, en la conversación de anoche con Larsen, en la hija de Petrus. Sólo la había visto, de cerca, dos veces.

Durante años los Petrus estuvieron viviendo en Santa María, en Puerto Astillero y en cualquier ciudad de Europa, sin quedarse más que algunos meses en ningún lugar. Aunque las ausencias del viejo Petrus fueron siempre más cortas que las del resto de cada grupo familiar transportado. Y, en realidad, él no hacía otra cosa que acompañar a la esposa y a la hija, una gobernanta, una cuñada o hermana, instalarlas en la seguridad y la comodidad, dejar minuciosamente planeadas sus vidas por un tiempo a fin de poder olvidarlas sin remordimiento y con una gozosa, pregustada resolución. Pudo ser visto: pequeño y seco, rápido y preciso, con las duras patillas entonces negras y los sombreros redondos y los trajes cerrados y rabones de aquella posguerra, de una moda que parecía inventada para su tipo de complicada y austera dignidad. De aquella moda todavía se encontraban sorprendentes rémoras en las ropas que se encargaba ahora. Más que como marido y padre, como un empleado, un mayordomo, un consejero de la familia que sólo buscara como recompensa la sensación armoniosa de su propia eficiencia, indiferente a que se lo agradecieran o no, despreocupado de que la mujer (la hija no había nacido o no contaba) y la infaltable pariente renovada en cada viaje, pero siempre la misma, coincidieran con él en conceptos de confort, prestigio, salud y belleza panorámica.

Empeñado en obtener aquellos pequeños triunfos de organización no tanto para satisfacer su vanidad, que tal vez nunca necesitó ser alimentada desde el exterior, sino porque debía considerar su logro como un suave, desenmohecedor ejercicio de sus potencias en los períodos en que, forzosamente, los negocios no podían ser otra cosa que aprensiones y fantasías. Aquellos pequeños, útiles, desdeñables triunfos obtenidos con y contra horarios de trenes, folletos de turismo mapas carreteros, cicerones y consejos amistosos.

Por fin, cuando la crisis del 30, la familia se aquietó en Puerto Astillero, definitivamente para la señora Petrus que terminó enterrada en el cementerio de la Colonia, después de un pleito verbal de veinticuatro horas: Petrus ambicionaba tener el cadáver, la gusanería, el esqueleto y las cenizas en su propio jardín, en una construcción de ladrillo mármol y hierro, pequeña, de techo a dos aguas, que Ferrari, el constructor, planeó con la celeridad requerida y hasta cobró en parte. Y después de un juramento ante dolientes, un sacerdote y los enterradores, una promesa cuyos hiperbólicos dramatismo y violencia provenían, casi sin dudas, de la derrota sufrida al enfrentar funcionarios y ordenanzas municipales, aceptó el entierro en el cementerio de la Colonia. Hubo, además, un telegrama enviado al gobernador, tres líneas tan imperiosas que merecían ser firmadas «Yo, Petrus», y que no obtuvo más respuesta que una carta de pésame donde las lamentaciones trataban de restar valor a la negativa, y que, por otra parte, llegó cuando la lluvia había caído durante una semana sobre la tumba de la señora Petrus en la Colonia. (Murió en invierno; Angélica Inés fue capaz de no olvidarlo.)

Después de un juramento pronunciado en alemán que excluía, en la hora de la prueba, a los escasos indígenas que engrosaban el cortejo de enlutados y embarrados: «Prometo ante Dios que tu Cuerpo descansará en la Patria». Las mayúsculas corresponden a los énfasis. Un gesto difícil de entender. Porque todos los testimonios hacen de Petrus un hombre ajeno al melodramático, erguido, descubierto que alzó un brazo encima del agujero fangoso e hizo sonar las voces bárbaras y guturales que componían el juramento nunca cumplido. Nuevamente encogido, aceptó el puñado de tierra que le ofrecieron y lo dejó caer exactamente sobre las tres letras enlazadas de la cinta violeta que envolvía el ataúd.

Antes, en la casa del duelo, no más de una hora después de la muerte, Ferrari, el constructor, moviendo obsequioso los lápices sobre la cartulina blanca, desesperado por el afán de entender y ser fiel, calculó la ganancia, los precios del mármol y del hierro forjado, los salarios de albañiles y marmolistas, el costo del acarreo. Pero, también, un poco estremecido por aquel gozo y aquella angustia del artista que lucha por hacer e interpretar. El otro, Petrus, el viudo, yendo y viniendo detrás de las espaldas de Ferrari, empecinado, repetidor, detallista inconformable.

Y tal vez también haya sido definitiva para Petrus y la hija la resolución de quedarse a vivir en la casa de Puerto Astillero. Le agregaron habitaciones, trajeron estatuas para el jardín y durante semanas las lanchas estuvieron ganando fletes con cajones de muebles, de vajilla y de adornos.

Pero hubo, antes de que afincaran en la casa elevada sobre pilares de mampostería, destinados a defenderla de una creciente del río que hasta hoy no se produjo con la intensidad temida, la tentativa de Petrus de comprar el palacio de Latorre, hoy en una isla, próxima al puerto de Santa María. Deben ser dignas de recordación y deformaciones las entrevistas del viejo Petrus con los descendientes del héroe, gordos, blandos, degenerados. Aduló, intrigó, soportó y, según parece, llegó a ofrecer el dinero suficiente como para lograr un principio de acuerdo. Habría tenido entonces como residencia -en la isla que deben respetar, rodeándola a distancia, las embarcaciones que entran y salen de la bahía- el palacio de paredes rosadas y eternamente húmedas, con cien ventanas enrejadas, con su torre circular que es seguro fue algún día audaz y difícil de creer.

Tal vez esto, Petrus en la isla, hubiera modificado su historia y la nuestra; tal vez el destino, impresionable como las multitudes por formas y grandezas, hubiera decidido ayudarlo, hubiera aceptado la necesidad estética o armónica de asegurar el futuro de la leyenda: Jeremías Petrus, emperador de Santa María, Enduro y Astillero, nuestro amo, velando por nosotros, nuestras necesidades y nuestra paga desde el cilindro de la torre del palacio. Es posible que Petrus ordenara rematarla con un faro; o nos habría bastado, para embellecer y avivar nuestra sumisión, contemplar desde el paseo de la rambla, en las noches de buen tiempo, las ventanas iluminadas, confundibles con las estrellas, detrás de las cuales Jeremías Petrus velaba gobernándonos. Pero justamente cuando los nietos del prócer, después de conocer, divertidos o asqueados, la capacidad de Petrus para desear, envolver, olvidar desprecios, regatear y exponer al final de cada entrevista, con su voz pastosa y suave, con su cara de otro siglo, la síntesis implacable de lo que había sido discutido y despreocupadamente aceptado, sacudieron lánguidos las cabezas para decir que sí, se resolvió, a espaldas del destino, declarar monumento histórico el palacio de Latorre, comprarlo para la nación y dar un sueldo a un profesor suplente de historia nacional para que lo habitara e hiciera llegar informes regulares sobre goteras, yuyos amenazantes y la relación entre las mareas y la solidez de los cimientos. El profesor se llamaba, aunque por ahora no importa, Aránzuru. Decían que fue abogado y ya no lo era.

Díaz Grey sólo había visto de cerca dos veces a la hija de Petrus. La primera cuando, después que se instalaron en la casa de Puerto Astillero y antes de que muriera la madre, la chica -tendría entonces cinco años- se clavó un anzuelo en una pierna. Es seguro que de encontrarse Petrus en la casa la hubiera llevado en su automóvil hasta la Clínica Médica de la Colonia, atravesando Santa María, prefiriendo que la criatura perdiera sangre, olvidado de que había una chapa de médico frente a la plaza nueva y sordo a toda tentativa de recordárselo. Pero el viejo, es decir, el Petrus de entonces, el mismo de ahora pero con las patillas negras y más rígidas, debía estar haciendo cálculos en la capital, entre reuniones de futuros y probables accionistas, o andaría por Europa comprando máquinas y contratando técnicos. De modo que fue la madre o la tía de turno la que tuvo que afrontar la situación y cada una de las posibilidades que ésta prometía: la muerte, la renguera, la furia vindicativa de Petrus. «Y pensar, doctor, que el padre prohibió siempre que pisara el muelle de los pescadores.» El viejo llamaba muelle a lo que sólo era entonces un tinglado encima de una pared de barro (aunque ya habían empezado a remontar el río los grandes cubos de piedra). Y lo más probable es que haya escrito muelle cuando garrapateó con lápiz el primer boceto de plano; o pensado muelle cuando se acercó a la orilla con cara de desprecio para examinar el lugar y comprarlo. Y en cuanto a los pescadores no había entonces más que Poetters, que después fue dueño del Belgrano y que en aquel tiempo vivía solitario en un rancho cerca de la costa, por una apuesta o una pelea con su padre o por las dos cosas usadas como pretexto.

La chica, la sirvientita y el perro no tenían mejor distracción en la siesta que rodear la inmovilidad de Poetters y fortalecer sus esperanzas de pesca con distintas ansiedades. Poetters hizo girar la plomada, oyó el extraño grito que tenía más de aviso que de dolor y apenas se inclinó -sabiendo que no se animaría a hacerlo- sobre la pierna de la niña. Mandó a la sirvientita a avisar a la casa, cortó la línea junto al anzuelo y desapareció con la caña, la lata de cebos y toda la primitiva complicación de ramas en caballete, plomos, alambres y corchos.

La encontraron sin llanto, inmóvil, consolada por la temerosa lengua del perro. Ni la madre ni la tía de turno, ni ningún miembro del regimiento de sirvientas, jardineros y seres de oficios confusos que surgieron de la casa en construcción (terminada hacía dos años, mejorándose siempre), ni ningún soldado del otro regimiento, de más débil esprit de corps, formado por los albañiles, o tal vez ya también carpinteros, que estaban levantando el edificio del astillero y almorzaban en aquel momento entre formas geométricas y vagas, hechas de vigas y de ladrillos, se animó a tironear del anzuelo clavado en el muslo, hacia atrás y cerca de la nalga.

Cuando superó el terror del círculo de caras que aproximaron alternativamente su miedo y su consejo, Angélica Inés volvió a sonreír, descansó, nuevamente en su misterio, robusta y quemada por el sol, parpadeando con los grandes, claros ojos incuriosos, balanceando en la tarde sin viento las trenzas duras y firmes como sogas. Un resto de agua de los primeros auxilios secándose y luminosa en la luz de la siesta, imaginó Díaz Grey; el fino garabato de la sangre interminable y rojísima; invulnerable e invulnerada en realidad; hecha suya, cosa de su cuerpo y de su paz, la semiancla plateada del anzuelo.

Entre exhortaciones y profecías, consciente de su responsabilidad, ensayando el temblor que habría de sacudir ante las cejas retintas y unidas de Petrus, ante su explosión de maldiciones o su silencio, la madre o la tía confió en Dios y eligió. Ligaron la pierna con un pañuelo de seda y la madre y la tía, con el capataz de la obra del astillero al volante, llevaron la chica en auto hasta Santa María, por el largo, indeciso camino de tierra.

Díaz Grey, recién instalado, insensible al prestigio creciente del nombre Petrus que le repitieron como un don, como un sésamo y una amenaza, soportó aquella forma extranjera de la histeria con que le llenaron el consultorio y que algunos pocos meses futuros de práctica en la Colonia transformarían para él en la histeria normal, infaltable y previsible.

La niña en la camilla, abierta con franqueza su cara redonda hacia el techo, plácida, digiriendo el anzuelo. La una y la otra, mal vestidas, con grandes zapatos sin tacos, con grandes pechos y cabelleras hermosas y fuertes, como animales de raza, ignorantes de sí mismas y aceptando del mundo sólo la minúscula porción que les importaba, alternaban las graves voces de tragedia, las explicaciones y las notas asordadas del llanto dominado, con los silenciosos retrocesos que las apartaban de la camilla hasta golpear las paredes con las anchas espaldas, las grupas redondas. Allí jadeaban, prescindentes, juzgadoras, para volver a la carga un momento después. Y el gringo capataz que se había negado con una corta sacudida de cabeza a quedarse en la salita de espera, apoyado contra la puerta, sin hablar, sudando exaltado su lealtad.

Díaz Grey anestesió, hizo un tajo, ofreció a la madre, o a la tía, la ese del anzuelo como recuerdo. Con los grises ojos de vidrio dirigidos al suave resplandor en el tedugo, sin pausas, sin detención posible, porque mucho dejó pinchar, cortar y envolver con gasas. No dijo una palabra; y la redonda cara rubia oscurecida sólo expresaba, encima de las apretadas trenzas curvas en la camilla, la costumbre, nunca decepcionante, de esperar el acto ajeno o la propia sensación que habría de suceder fatalmente a las anteriores, una hija de la otra y su verdugo sin pausas, sin detención posible, porque mucho antes de yacer por primera vez en la camilla ella había ignorado, y para siempre, la muerte.

La segunda vez -ya entonces estaba Díaz Grey enterado sin intimidación de lo que significaba el apellido Petrus- no era ahora precisamente un recuerdo. O era que el momento vivido estaba olvidado, irrecuperable, y lo sustituía -inmóvil, puntual, caprichosamente coloreado- el recuerdo de una lámina que el médico no había visto nunca y que nadie nunca había pintado. La inverosimilitud, la sensación de que la escena había ocurrido, o fue registrada, cien años atrás, provenía, inseguramente, de la suavidad y los ocres de la luz que la alumbraba.

El viejo Petrus estaba de pie en el centro, erguido, dejando que sus patillas pasaran del gris al blanco, no sonriente, pero mostrando ex profeso y con paciencia que era capaz de sonreír, llenos de fría atención y de juventud intacta los ojos, sosteniendo con la mano izquierda y contra el chaleco el habano que acababa de encender y cuyo aroma era tan inseparable de la lámina como los planos geométricos, de amarillos variables, que la iluminaban.

Un niño hubiera podido recortar la figura del viejo Petrus y pegarla en un cuaderno: todos creerían entonces que el viejo había estado posando para un retrato, solo, sin otros elementos que el respaldo curvado del sillón de madera en que fingía apoyarse con la mano derecha y el fondo de platos verticales en las paredes y jarros para cerveza en la chimenea. A la derecha de Petrus, sentada y tejiendo, introduciendo apenas en la luz una punta de cofia, la redondez de una mejilla, y las grandes rodillas vigorosas, estaba la madre o una tía. Díaz Grey había olvidado la fecha en que Petrus enviudó. A la izquierda de Petrus y al fondo, dos mujeres oscuras, con caras hipócritas y excitadas, rodeaban el sillón enorme e incómodo donde Angélica Inés, sin esperar nada, sonreía sudorosa con las piernas envueltas en un quillango, alzada sin desafío y vacilante la excesiva mandíbula cuadrada. A espaldas de Petrus lamía en silencio el fuego de la chimenea. Era una tarde inmóvil y tibia de otoño, también en la lámina.

La muchacha, andaría por los quince años, se había desmayado durante el almuerzo porque descubrió un gusano en una pera. Ahora se hamacaba hacia los costados en el sillón, alzada y misteriosa la ancha cara apacible, babeando un poco, con un bigote de sudor, más gruesas en este año las trenzas, incapaces ya de alzar sus puntas.

Petrus le dijo de pronto a Díaz Grey que el mismo auto que había ido a buscarlo a Santa María estaba a sus órdenes para llevarlo. En la escalinata, tomándolo de un brazo -sin amistad ni presión, por encima del jardín dormido, de simetría un poco confusa, de verdes retintos y abundantes, que empezaban entonces a poblarse de estatuas blancas-, Petrus se detuvo para mirar la tarde y el edificio del astillero, con orgullo imparcial, como si él hubiera hecho ambas cosas.

– Le haré llegar sus honorarios, doctor -y Díaz Grey supo que no le pagaba en aquel momento por delicadeza hacia él y por separar de una idea de dinero la salud de su hija; y que la promesa también se hacía para que Díaz Grey no olvidara que su tiempo y su inteligencia eran cosas que Petrus podía contratar-. La hija, doctor, es perfectamente normal. Podría mostrarle diagnósticos que firman los primeros médicos de Europa. Profesores.

– No es necesario -dijo Díaz Grey, apartándose suavemente de la mano en su brazo-. Vine a examinarla por ese pequeño accidente. Y ese pequeño accidente nada tiene de anormal.

– Así es -asintió Petrus-. Normal, perfectamente normal, para usted, doctor y para toda la ciudad. Para todo el mundo.

Díaz Grey acarició al perro que le olía los zapatos y bajó un escalón.

– Claro -dijo, volviéndose-. No sólo en Europa los médicos cumplen una ceremonia de juramento cuando se reciben. Y no sólo los profesores.

Apartando de su pecho el habano, Petrus se inclinó con gravedad. Las piernas unidas.

– Le haré llegar sus honorarios, doctor -repitió.

Estas fueron las dos veces. Hubo otras en que la vio de lejos, a la salida de misa en Santa María o cuando la muchacha, grande como una mujer madura a partir de la tarde del gusano y el desmayo, caminaba algunas cuadras por la ciudad, haciendo compras, acompañada al principio por una tía y después por Josefina, la sirvienta, puesta a su servicio desde la instalación definitiva en Puerto Astillero.

Vista así, de lejos, la muchacha parecía confirmar todos los diagnósticos coleccionados por el viejo Petrus. Era alta, redonda, pechuda, con grandes nalgas que las amplias polleras acampanadas y oscuras, usadas durante años, no lograban disimular a satisfacción de la parienta solterona que había cortado e impuesto los moldes. Tenía la piel muy blanca los brillantes ojos grises no parecían capaces de mirar hacia los lados sin la ayuda del cuello lento y grueso; siempre usaba trenzas, levantadas alrededor de la cabeza en los últimos tiempos.

Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa. Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio. Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad. Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.

Загрузка...