LA GLORIETA – III
LA CASILLA-II

En aquellos días Larsen bajó hasta Mercedes, dos puertos hacia el sur, para vender lo único que le quedaba; un broche con diamantes y un rubí, recuerdo de una mujer no ubicable, y cuyo precio había ido corrigiendo durante años con satisfacción y paciencia.

Se dejó de robar de pie, levemente apoyado en el mostrador del negocio. Luego, por superstición, buscó una joyería pequeña, joyería para su voluntad y su memoria: estaba cerca del mercado, frente a cuadras de campo raso, y también vendían allí sedas y medias, revistas, zapatos de mujer. Separado por el mostrador angosto de vidrio de un turco bigotudo e impasible se abandonó al viejo placer de manosear regalos para mujeres, objetos inútiles o de utilidad sutil o tortuosa, que establecían una rápida amistad con cualquier clase de manos y ojos, que atravesaban los años desgastándose con lentitud y cambiando dócilmente de sentido.

– Todo caro y nada bueno -dijo, sin éxito, gastándose en el silencio premeditado y triste del turco.

Eligió por fin, concediendo, una polvera dorada, con espejo, con un escudo en la tapa, con un cisne que arrastró en provocación sobre la nariz y los labios. Compró dos, idénticas.

– Envolvelas como para que no se rocen.

Almorzó solitario en un restaurante desconocido, se llenó los bolsillos de chocolatines y se volvió en la primera lancha.

Aquella noche lo extrañaron, bromeando, en la casilla de Gálvez. Comió con el patrón de lo de Belgrano después de pagar la deuda y adelantarle dos mensualidades del alquiler de la pieza. Frente al patrón, hasta la madrugada, Larsen estuvo emborrachándose en secreto mientras hablaban de la industria relojera, de los altibajos de la vida, las posibilidades sin límites de un país joven; insinuó al final, de regreso al mostrador para el último coñac, que los treinta millones de Petrus iban a ser liberados muy pronto por la Junta de Acreedores y que sólo esperaba esto para anunciar su compromiso con Angélica Inés.

Subió a dormir recordando que le sobraban unos doscientos pesos para seguir contribuyendo a las comidas en lo de Gálvez; se durmió pensando que había llegado al final, que dentro de un par de meses no tendría ni cama ni comida; que la vejez era indisimulable y ya no le importaba; que le traería mala suerte la venta del broche.

Vino, en seguida del sueño matinal y confuso, sin realmente interrumpirlo, la jornada abierta a las 8 o 9 en punto en su despacho, cuando sacudió la cabeza con resignación frente a la pila de carpetas de sucesos muertos que se había reservado el día anterior. Leyó hasta que lo distrajeron las ganas de pasar al salón principal y acercarse a la mesa abandonada donde Kunz y Gálvez calentaban el café a las once. Desde un rato atrás los había estado oyendo moverse y hablar. Gálvez sobre los enormes libros de contabilidad, el alemán entre los cándidos azules de los planos, entre los signos secretos, duros, separados de las hojas de cálculos.

Pudo olvidarlos ayudado por una oferta de máquinas esfaltadoras y vagonetas de vuelco mecánico; volvió a pensar en ellos, y entonces apartó con lentitud la carpeta que estaba leyendo. Encendió un cigarrillo tratando de moverse apenas lo indispensable. Escuchó voces impulsadas sin entusiasmo, alguna risa sin respuesta; el viento, crujidos de madera, un ladrido, pequeños puntos sonoros que servían para la mensura de la distancia y el silencio.

«Están tan locos como yo», pensó. Había hecho retroceder la cabeza y la mantenía inmóvil en el aire frío, los ojos salientes, la pequeña boca desdeñosa y torcida para sostener el cigarrillo. Era como estarse espiando, como verse lejos y desde muchos años antes, gordo, obsesionado, metido en horas de la mañana en una oficina arruinada e inverosímil, jugando a leer historias críticas de naufragios evitados, de millones a ganar. Se vio como si treinta años antes se imaginara, por broma y en voz alta, frente a mujeres y amigos, desde un mundo que sabían (él y los mozos de cara empolvada, él y las mujeres de risa dispuesta) invariable, detenido para siempre en una culminación de promesas, de riqueza, de perfecciones; como si estuviera inventando un imposible Larsen, como si pudiera señalarlo con el dedo y censurar la aberración.

Pudo verse, por segundos, en un lugar único del tiempo; a una edad, en un sitio, con un pasado. Era como si acabara de morir, como si el resto no pudiera ser ya más que memoria, experiencia, astucia, pálida curiosidad.

«Y tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí, de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un astillero; soportan con buena educación que el viejo, yo, las carpetas, el edificio y el río les contemos historias de barcos que llegaron, de doscientos obreros trabajando, de asambleas de accionistas, de debentures y títulos que anduvieron, arriba y abajo, en las pizarras de la Bolsa. No creen, me doy cuenta, ni siquiera en lo que tocan y hacen, en los números de dinero, en los números de peso y tamaño. Pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que las arañas, las goteras, las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi juego porque lo estaba haciendo en soledad; pero si ellos, otros, me acompañan, el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así -yo, que lo jugaba porque era juego- es aceptar la locura.»

Estaba despierto, cansado, débil; escupió el cigarrillo, se puso de pie, fue a empujar la puerta con las letras Gerencia General. Sonriente, frotándose las manos se acercó a la mesa donde Gálvez y Kunz se habían sentado y balanceaban a compás las piernas colgantes mientras tomaban el café,

– ¿Una tacita para mí? -preguntó Larsen antes de servirse-. Un café arriba de la comida y un café arriba del hambre. Es mejor que el viejo aperitivo. Me dan pena esos kilómetros de rieles que no se usaron nunca. La idea del camino carretero paralelo es muy buena; pero, claro, había que conseguir la concesión.

– Por lo menos los durmientes -dijo Gálvez-, los estamos quemando para cocinar y calentarnos.

– Algo se aprovecha -consoló el alemán.

– No deja de ser una lástima -dijo Larsen; puso la taza en la mesa, miró las caras de los otros y se tocó los labios con el pañuelo-. No voy a venir a la oficina esta tarde. Les dejo cincuenta pesos para la noche, para que compren cosas y hacemos una fiesta.

– No se olvide que hoy no es sábado -dijo Kunz.

– Está bien -dijo Gálvez-; nos vamos a divertir. No hay por qué preocuparse; tienen en los libros muchos miles a favor.

Después del almuerzo se tiró en la cama y durmió a través de un sueño cuyas cóncavas paredes estaban hechas con caras ya vistas, con púdicas expresiones de inquisición y renuncia, y despertó para volverse a ver -frío ahora, dispéptico, enchalecado- boca arriba en la cama, escuchando el anuncio del fin de la tarde en los gritos de animales lejanos, escuchando la voz del dueño al pie de la ventana. Buscó un cigarrillo y se puso una manta en los pies, miró en el techo la última luz del día, evocó una infancia campesina, común a todos los hombres, un paraíso invernal, calmo, materno. Olió, debajo del humo, un rastro de amoníaco y una olvidada playa de pescadores. Cada siete días se rompía un caño o desbordaba una letrina. El patrón, con botas de goma, estaba dando órdenes a las dos mucamas y al muchacho.

Esperó a que el sol iluminara el techo con la luz de las seis de la tarde. Se acarició frente al espejo la carne barbuda del mentón, se puso agua en el pelo, hizo llover el talco sobre tres dedos y estuvo masajeándose las mejillas, la frente y la nariz. No quería pensar al anudarse la corbata, al ponerse el saco, al elegir una de las dos polveras. «Este señor que me mira en el espejo.» Caminó metiéndose en la quietud del frío, tieso y taconeando sin resultado, calle abajo sobre la tierra húmeda, negro y empequeñecido entre alturas de árboles.

El portón estaba cerrado; miró las luces aún pálidas de las ventanas, estuvo escuchando el silencio con un perro en el centro, tiró tres veces del cordón de la campana. «Puedo pegarme un tiro», pensó sin entusiasmo, compadeciéndose. Ya no se oía el perro: alguien se apartó de la primera sombra azul de la noche, rodeó la glorieta y vino por el sendero de ladrillos. El perro trotaba, jadeaba, ladró hacia el portón y las estatuas, a derecha e izquierda. Una claridad se desvanecía en las puntas de los árboles. «Puedo también…», pensó Larsen, y se encogió de hombros, apretando la polvera en el bolsillo.

Era Angélica Inés, no Josefina, acercándose y deteniéndose, con un largo vestido blanco, apretado en la cintura, rodeada por los saltos del perro.

– Ya no lo esperaba -dijo-. Papito está por venir y cerramos el portón porque a él no le gusta. Josefina se puso en la cocina.

– Tuve mucho que hacer -explicó Larsen-. Mucho trabajo, y además un viaje a Santa María para buscar algo. Adivine.

Ella terminó de separar la hoja del portón y echó el perro; empezó a reírse encorvada mientras simulaba buscar una piedra para espantar al animal, y se rió después con la boca alzada entregando un brazo a Larsen. La rodeaba un perfume de flores de verano. Mientras se acercaban vieron una luz amarilla dentro de la glorieta, un resplandor inmóvil que crecía con la noche y los pasos.

Entraron en el fulgor apenas inquieto de las velas. Larsen observó con desconfianza el candelabro -viejo y empañado, con formas de bestias y flores- macizo, pesando en el centro de la mesa de piedra. «Parece cosa de judíos, parece todo de plata.»

Ella volvió a reír inclinada sobre la mesa y las llamas se estremecieron; el vestido blanco llegaba hasta los zapatos de cintas brillantes, recogía la luz de las velas en el cuello y el pecho adornados con espirales de perlas de cera. Descubierto y respetuoso, Larsen olió la humedad y el frío, se detuvo a compararlos con la blancura del vestido.

– Me he permitido traerle un recuerdo -dijo, mientras daba un paso corto y mostraba la polvera-. Es nada; pero tal vez para usted valga la intención.

Cuadrada, flamante, agresiva, la polvera amarilleó la luz de las velas. La mujer hizo otra risa, ahora con ruido de pájaro, murmuró una negativa y fue alargando los brazos, incrédula, animosa, hasta arrebatar la cajita de metal. El perro ladraba lejos, yendo y viniendo, el cielo se hizo repentinamente negro y las velas ardieron crecidas, intensas, con un júbilo vengativo.

– Para que me recuerde -dijo Larsen, sin acercarse-; para que la abra y mire en el espejo, esos ojos, esa boca. Puede ser que entienda, mirándose, que no es posible vivir sin usted.

La voz había sonado rota y convincente, lejana, y era probable que ella -mientras miraba la boca entreabierta en el espejo, mientras balanceaba frente a la polvera los dientes apretados- imaginara una noche sin Larsen, una noche con Larsen perdido para siempre. Pero él estaba avergonzado de su actitud, de la distancia, de la pierna doblada, del sombrero apoyado en el vientre; sufría, consciente de su torpeza, incapaz de corregir el fracaso de sus gestos, admirando la exactitud de las palabras que acababa de decir.

– Es linda, es linda -con las dos manos apoyó la polvera en el pecho para protegerla del frío, miró desafiante a Larsen-. Ahora es mía.

– Es suya -dijo Larsen-, para que me recuerde -no se le ocurrieron frases hermosas y útiles, aceptó que el final de la historia fuese aquel encuentro de la mujer con la caja dorada, en un principio de noche de invierno, a la luz de siete velas quemándose en el frío. Dejó el sombrero sobre la mesa y se acercó con una sonrisa obsequiosa y triste.

– Si usted supiera… -comenzó sin plan. Ella retrocedió sin mover las piernas, inclinando hacia atrás el cuerpo, los hombros encogidos para defender la polvera.

– No -gritó; en seguida se puso a murmurar, hechizada, cantando-: No, no, no -pero apenas Larsen le tocó los hombros, dejó caer el regalo y le ofreció la boca. Con la cabeza junto a la base del candelabro, ella estuvo riéndose, llorando sin queja. Los pasos y las voces de Josefina, las carreras y los jadeos del perro los rodeaban amenazantes mientras se incorporaban.

Ella hizo girar los ojos y trató de llorar un poco más; una manga tocó la llama y Larsen interpuso su mano. Se estaba oliendo el vello chamuscado mientras tanteaba el suelo para buscar la polvera.

Josefina se acercaba en la sombra prometiendo cosas al perro. Larsen recogió el sombrero y besó la frente de la mujer.

– Ni en el más feliz de mis sueños -mintió con ardor.

Mientras se acercaba en la noche a la casilla, hundiendo la cabeza en el abrigo del cuello y el pañuelo, se le hizo imposible alegrarse de su victoria, no pudo siquiera evocarla como victoria. Se sentía empobrecido, incapaz de jactancia, incrédulo, como si no fuera cierto que hubiera besado a Angélica Inés entre los titilantes rombos dorados de las velas; o no se tratara, en realidad, de una mujer; o no fuera él quien lo había hecho.

Desde hacía muchos años, abrirse paso en una mujer no era más que un rito indispensable, una tarea a ser cumplida, a pesar o al margen del placer, con oportunidad, con eficiencia. Lo había hecho, una vez y otra, sin preocupaciones ni problemas, como el patrón que paga un salario; reconociendo su deber, confirmando la sumisión ajena. Pero siempre, aun en los casos más tristes y forzados, había extraído del amor plenitud y un desvaído orgullo. Aun en aquellas ocasiones en que le era necesario exagerar el cinismo y la torcedura de su sonrisa frente a los amigos silenciosos, falsamente desinteresados, que en las reuniones de madrugada bostezaban sin sueño al llegar la mujer de Larsen. Y luchaban contra el silencio, torpes, con la primera frase de sentido heroico que podían componer o recordar: «Es problemática la inclusión de Labruna».

Ahora no; ahora no había sitio para el orgullo o la vergüenza, estaba vacío, separado de su memoria. Escupió ruidoso cuando se acabó a su izquierda el paredón de ladrillos de los fondos del astillero; vio la luz caliente de la fogata, su reflejo en las chapas del cobertizo. Volvió a escupir mientras doblaba, mientras componía la cara, mientras un viento helado y tranquilo traía un murmullo de música y el olor del asado y las ramas ardiendo.

«Todas son locas», pensó, aliviándose.

Avanzó deslumbrado, tanteando los ladrillos sinuosos entre el fango, con la cabeza, alzada, con una expresión de júbilo y bondad que fue creciendo desde la oscuridad a la hoguera. Se acercaba a la fiesta y él la había pagado.

– Buenas noches la compañía -gritó cuando lo descubrieron. Atravesó los saludos para acariciar los hocicos de los perros.

Después de la comida estuvo un momento a solas en la casilla con la mujer; entregó la polvera con el mismo aire de nostalgia y arrepentimiento con que acariciaba a los perros. Sólo dijo:

– Para que me recuerde, para que la abra y se mire en el espejo.

Despeinada y huraña, oscurecida, con su viejo abrigo de hombre cerrado hasta el mentón por un alfiler enorme, deformada por la gran barriga, limitando con los brillos grasosos de su cara una sabiduría que era inútil e imposible transmitir, la mujer protestó con indolencia, sonrió burlándose, miró paciente y cariñosa, como si Larsen fuera su padre, su hermano mayor, un poco fantástico, bueno en el fondo, tolerado.

– Gracias, es linda -dijo; la abrió y estuvo paseando su pequeña nariz resuelta en el espejo-. Para lo que me va a servir… Es cómico que me haya regalado esto. Pero hizo bien, no importa. Si me hubiera preguntado le habría dicho que no quiero nada, pero creo que después le habría pedido una polvera como ésta -la cerró por el gusto de oír el chasquido del resorte a la altura de su oreja, movió en la luz el brillo de oro y la forma de corazón del escudo en la tapa y se guardó la polvera en un bolsillo-. Ya debe estar el agua para el café. ¿Qué quiere? ¿Quiere que le dé un beso?

Lo ofrecía sin secreto, sin rencor. Larsen encendió un cigarrillo y le hizo una pequeña sonrisa extasiada. Jugó un instante a creer, desesperado y contenido: «Esto sí que es una mujer. Si estuviera bañada, vestida, pintada. Si yo me la hubiera encontrado hace años». Acentuó el éxtasis, lo hizo melancólico.

– No, gracias, señora; no quiero nada.

– Entonces vaya afuera a conversar y les llevo el café.

Él alzó los hombros y salió de la casilla con su aire definitivo, transportando en el frío, por segunda vez en la noche, la sensación de un triunfo complicado e inservible.Tomaron el café junto a la fogata y continuaron sirviéndose vino de la damajuana, charlando de política, de fútbol, de buenos negocios ajenos. La mujer ya estaba durmiendo con los perros en la casilla cuando Gálvez se desperezó y alzó la sonrisa.

– Tal vez no lo crea -dijo, y miró rápidamente a Kunz-. Pero al viejo Petrus yo puedo mandarlo a la cárcel cuando quiera.

Mientras se agachaba para encender el cigarrillo en la brasa de una ramita, Larsen preguntó indiferente:

– ¿Y por qué lo va a meter preso? ¿Qué va ganando, aunque pueda?

– Son cosas -dijo el alemán con suavidad-. Es algo de contar.

Larsen esperaba, inmóvil en su cajón, el cigarrillo colgándole con indolencia de la cara. Kunz tosió y uno de los perros apareció corriendo, lamió la grasa que rodeaba el asador, hizo sonar, cauteloso, un hueso. Cantaba lejos un gallo, la noche verdadera se hacía sensible y próxima cuando Larsen vio, de reojo, la curva de la gran sonrisa blanca de Gálvez elevándose hacia el cielo.

– Usted no cree -dijo Gálvez con tristeza. «No es una sonrisa, ni está contento ni se burla, nació así, con los labios abiertos y los dientes apretados»-. Pero puedo.

Sin suerte, trató Larsen de recordar cuándo y a quién y dónde había escuchado aquella nota de odio impuro, de sosiego, de imperio. En la voz de una mujer, sin duda, amenazándolo a él o a cualquier amigo, prometiendo implacables venganzas remotas.

Gálvez continuaba sonriendo hacia arriba. Larsen escupió el cigarrillo y estuvieron los tres mirando el cielo negro de la noche de invernó, el camino de limaduras de plata, la insistencia de las estrellas aisladas que exigían un nombre.

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