IX

Kim se ha empeñado en acompañarme a Belén. Ha sido su condición para consentir en dejarme correr unos riesgos tan flagrantes. Quiere estar a mi lado, aunque sólo sea como chófer, dice. Mi muñeca no se ha recuperado del todo y me sigue costando levantar una bolsa o llevar el volante.

He hecho lo posible por disuadirla, pero no ha habido manera de convencerla.

Me ha propuesto que nos instalemos, de entrada, en una vivienda que su hermano Benjamin ha comprado en Jerusalén; y luego, una vez allí, que decidamos sobre la marcha, según nos vayan las cosas. Yo quería salir de inmediato, pero me ha rogado que la deje operar a un paciente antes de pedirle una semana libre a Ezra Benhaím. Ezra ha tratado de averiguar las razones de esa marcha precipitada. Kim le ha dicho que necesita descansar y él no ha insistido.

Al día siguiente de la operación, metemos nuestras mochilas en el maletero del Nissan, pasamos por mi casa para recoger algunos efectos personales y fotos recientes de Sihem y nos ponemos rumbo a Jerusalén.

Nos detenemos una única vez para comer algo en un bar de carretera. Hace buen tiempo y la densidad del tráfico recuerda el trasiego estival.

Cruzamos Jerusalén como si estuviésemos soñando despiertos. Hace unos doce años que no piso la ciudad. Su frenético bullicio y sus tienduchas repletas de gente resucitan en mi memoria recuerdos arrinconados. Por mi mente fulguran imágenes de afilada blancura que revolotean entre los olores de la ciudad vieja. En esta ciudad milenaria vi a mi madre por última vez. Vino para estar junto a su hermano moribundo, cuyo entierro reunió a toda la tribu. Algunos vinieron de países tan lejanos que los ancianos los confundían con el limbo. Mi madre no sobrevivió mucho tiempo a la pérdida del que era su auténtica razón de ser, siendo mi padre un marido negligente y yo un hijo requisado por mis años de internado y mis prolongadas peregrinaciones.

La casa de Benjamin se encuentra en la periferia de la ciudad judía, entre otros edificios achaparrados de paredes calcinadas por el sol. Da la espalda a la ciudad mítica y se abre a las huertas que se extienden por las colinas rocosas. El lugar es discreto, apartado del mundo y de sus desafueros, y sólo lo altera el griterío de los mocosos que, curiosamente, no se ven por ninguna parte. Kim encuentra la llave bajo la tercera maceta en la entrada del patio, como le había indicado su hermano en Tel Aviv. La vivienda es pequeña y baja, con una galería que da a un patio pequeño y sombreado con celo materno por una parra avariciosa. Una fuente de bronce con cabeza de león domina una acequia invadida por la zarza, junto a un banco de hierro forjado pintado de verde. Kim elige para mí una habitación adjunta a un despacho atestado de libros y de manuscritos. Hay una cama de campaña con un colchón de dudoso aspecto, una mesa de formica y un taburete. Una alfombra desgastada hasta la urdimbre se empeña en camuflar las resquebrajaduras de un suelo antediluviano. Suelto mi mochila sobre la cama y espero que Kim salga del cuarto de baño para comunicarle mis intenciones.

– Descansa primero.

– No estoy cansado. Es mediodía, una hora buena para encontrarme con alguien en casa de mi hermana de leche. No vale la pena que vengas conmigo, cogeré un taxi.

– Tengo que acompañarte.

– Por favor, Kim. Si tengo problemas, te llamaré al móvil y te diré dónde puedes recogerme. No creo que los vaya a tener hoy; sólo voy a visitar a mis parientes y a tantear el terreno.

Kim refunfuña antes de dejarme ir.

Belén ha cambiado mucho desde mi última estancia, hace más de una década. Ha crecido con las cohortes de refugiados que han huido de sus tierras convertidas en campos de tiro y se hacinan en chabolas hechas de bloques de cemento sin pintar y enfrentadas como si fueran barricadas, la mayoría inacabadas, con techos de chapa y erizadas de chatarra, con ventanucos inquietantes y entradas grotescas. Parece un inmenso centro de reagrupamiento donde todos los parias del mundo se han dado cita para forzar una absolución cuyas condiciones son una incógnita.

Apoyados sobre sus bastones, la kefia ceñida a la cabeza y la chaqueta abierta sobre un chaleco ajado, unos vejetes famélicos sueñan despiertos sentados en el umbral de sus casas, unos sobre taburetes, otros sobre un escalón. Parecen no atender más que a sus recuerdos, mirando a lo lejos, inexpugnables en su mutismo, para nada alterados por el jaleo que arman los chiquillos peleándose a voz en grito a su alrededor.

He tenido que preguntar varias veces antes de que un chico me lleve a un caserón de muros decrépitos. Espera amablemente que le entregue unas monedas para salir corriendo. Llamo a una vieja puerta de madera carcomida y pongo la oreja. Unas zapatillas se arrastran, luego suena un pestillo y me abre una mujer de rostro descompuesto. Tardo una eternidad en reconocerla: es Leila, mi hermana de leche. Tiene algo más de cuarenta y cinco años, pero aparenta sesenta, con su pelo blanco, los rasgos marchitos y aspecto de moribunda.

Me mira a la cara, como si estuviese en las nubes.

– Soy Amín -le digo.

– ¡Dios mío! -se sobresalta, repentinamente espabilada.

Nos abrazamos efusivamente. Al apretarla contra mí, percibo sus sollozos subir en cadena desde su pecho y propagarse por su endeble cuerpo en una multitud de vibraciones. Se echa hacia atrás para verme entero, con la cara arrasada de lágrimas, recita un versículo coránico en señal de gratitud y vuelve a hundir su cabeza bajo mis brazos.

– Ven -me dice-. Llegas a punto para almorzar.

– Gracias, no tengo hambre. ¿Estás sola?

– Sí. Yaser llega al atardecer.

– ¿Y los niños?

– Han crecido, ¿sabes? Las niñas están casadas, y Adel y Mahmud ya vuelan con sus propias alas.

Se hace un silencio y Leila agacha la cabeza.

– Debe de ser duro -me dice con voz ahogada.

– Es lo peor que le puede ocurrir a un hombre -le confieso.

– Me imagino… He pensado mucho en ti desde el atentado. Sé lo sensible y frágil que eres, y me preguntaba cómo un ser tan sensible iba a poder superar tamaña… tamaña…

– Catástrofe -la ayudo-. Porque lo es, y de las gordas. Precisamente estoy aquí para enterarme. No conocía las intenciones de Sihem. Francamente, ni siquiera las sospechaba. Y su trágica desaparición me ha destrozado.

– ¿No quieres sentarte?

– No… Dime, ¿cómo estaba antes de cometer el acto?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cómo estaba? ¿Era consciente de lo que iba a hacer? ¿Estaba normal o se le notaba algo raro?…

– No la vi.

– Estaba en Belén el viernes 27, víspera del atentado.

– Lo sé, pero no se quedó mucho tiempo. Yo estaba en casa de mi hija mayor para la circuncisión de su hijo. Me enteré del atentado en el coche que me traía de vuelta a casa…

De pronto, se lleva la mano a la boca como para evitar añadir más.

– ¡Dios mío, qué tonterías digo!

Me pregunta, alarmada:

– ¿Por qué has venido a Belén?

– Ya te lo he dicho.

Se sujeta la frente con el índice y el pulgar y se tambalea. La agarro por la cintura para que no se caiga y la ayudo a sentarse sobre un banco acolchado que hay tras ella.

– Amín, hermano, creo que no estoy autorizada a hablar de esta historia. Te juro que ignoro de qué va exactamente. Si Yaser se entera de que me he ido de la lengua, me la corta. Me ha sorprendido tu llegada y he dicho cosas que no me corresponde decir. ¿Me comprendes, Amín?

– Por mí no se enterará. Pero necesito saber qué pintaba mi mujer por aquí, para quién…

– ¿Te manda la policía?

– Te recuerdo que Sihem era mi esposa.

Leila está trastornada. Se siente culpable.

– Yo no estaba aquí, Amín. Es la pura verdad. Puedes comprobarlo. Estaba en casa de mi hija mayor para la circuncisión de su hijo. Estaban tus tías y tus primas, y parientes que debes de conocer. El viernes yo no estaba en casa.

Viendo que le entra el pánico, la tranquilizo.

– No pasa nada, Leila. Soy yo, tu hermano, no traigo arma ni esposas. Sabes perfectamente que no quiero que te preocupes. Tampoco he venido a traeros problemas, a ti y a tu familia… ¿Dónde puedo encontrar a Yaser?

Leila me suplica que no hable a su marido de nuestra conversación. Se lo prometo. Me da la dirección del molino donde trabaja y me acompaña hasta la calle para despedirme.

Busco allí mismo un taxi, pero no aparece ninguno. Al cabo de media hora, justo cuando estoy a punto de llamar a Kim, un clandestino me propone llevarme adonde quiera por unos cuantos shekels. Es un joven bastante fuerte de ojos risueños y una original barba de chivo. Me abre la puerta con teatral obsequiosidad y casi me empuja dentro de un cacharro destartalado con asientos leprosos.

Damos la vuelta a la plaza, tomamos una carretera plagada de baches y salimos del pueblo. Tras zigzaguear por entre un tráfico desbocado, conseguimos deslizarnos a campo a través y llegar hasta una pista en las alturas.

– ¿Tú no eres de aquí, verdad? -me pregunta el chófer.

– No.

– ¿Familia o negocios?

– Ambas cosas.

– Vienes de lejos.

– No sé.

El conductor menea la cabeza.

– No te gusta mucho la conversación -me dice.

– Hoy no.

– Ya veo.

Seguimos durante unos cuantos kilómetros por la pista polvorienta sin cruzarnos con nadie. El sol cae a plomo sobre los cerros pedregosos que parecen ocultarse unos tras otros para espiarnos.

– Yo no puedo funcionar con un esparadrapo en la boca -añade el conductor-. Si no hablo, reviento.

Me callo.

Carraspea y prosigue:

– Jamás he visto manos tan limpias y cuidadas como las tuyas. ¿No serás médico? Sólo los médicos tienen manos tan impecables.

Miro hacia las huertas que se extienden hasta perderse la vista.

Molesto por mi silencio, el chófer suspira, rebusca en su guantera y saca una cinta que introduce de inmediato en el radiocasete.

– Escucha esto, amigo -exclama-. Quien no ha oído predicar al jeque Marwan se ha perdido media vida.

Gira el botón para subir el volumen. Suena una algarabía dentro de la cabina, pautada por gritos de éxtasis y ovaciones. Alguien, probablemente el orador, golpea el micro con el dedo para aplacar el clamor. Éste va decreciendo, persiste en algunos puntos, y por fin un silencio atento acoge la límpida voz del imán Marwan.

– ¿Acaso existe mayor esplendor que el rostro del Señor, hermanos? ¿Acaso existen, en este mundo versátil e inconsistente, esplendores susceptibles de desviar nuestra atención del rostro de Alá? Decidme cuáles: ¿las ilusorias lentejuelas que los incautos y los miserables exhiben? ¿Los señuelos? ¿Los espejismos que ocultan la trampilla de todas las perdiciones y condenan a los alucinados a insolaciones mortales? Decidme cuáles, hermanos… Y en el día del juicio, cuando la tierra ya sólo sea polvo, cuando de nuestra ilusión no quede más que la ruina de nuestras almas, ¿qué podremos responder a la pregunta de qué hemos hecho con nuestra vida? ¿Qué podremos responder cuando se nos pregunte, a todos, pequeños y grandes: ¿Qué habéis hecho con vuestra vida, qué habéis hecho con mis profetas y mi generosidad, qué habéis hecho con la salvación que os ofrecí?… Y ese día, hermanos, vuestras fortunas, vuestras relaciones, vuestros aliados, vuestros partisanos no podrán socorreros. (Se eleva un clamor pero pronto se vuelve a imponer la voz del jeque.) En verdad, hermanos, la riqueza de un hombre no está en lo que posee, sino en lo que deja tras él. ¿Y qué poseemos, hermanos? ¿Qué vamos a dejar detrás de nosotros?… ¿Una patria?… ¿Cuál?… ¿Una historia?… ¿Cuál?… ¿Monumentos? ¿Dónde están?… Por vuestros ancestros, enseñádmelos… Nos arrastran a diario por el fango y ante los tribunales. A diario los tanques nos aplastan, vuelcan nuestras carretas, revientan nuestras casas y disparan sin previo aviso a nuestros chiquillos. A diario, el mundo entero asiste a nuestra desgracia…

Se me dispara el brazo y aplasto con el pulgar el botón del lector, expulsando la cinta. El chófer alucina con mi gesto. Me pregunta boquiabierto y con los ojos desorbitados:

– ¿Qué haces?

– No me gustan las prédicas.

– ¿Cómo? -se ahoga de indignación-. ¿No crees en Dios?

– No creo en sus santos.

Da tal frenazo que el coche patina unos diez metros con las ruedas delanteras bloqueadas antes de inmovilizarse en medio de la calzada.

– ¿De dónde sales tú? -gruñe, lívido de rabia-. ¿Cómo te atreves a ofender al jeque Marwan?

– Tengo derecho…

– ¡Tú no tienes derecho a nada! Estás en mi coche, y ni aquí dentro ni en otra parte voy a tolerar que un miserable desgraciado atente contra el jeque Marwan… Ahora mismo te bajas de mi coche y te pierdes de mi vista.

– Todavía no hemos llegado donde convinimos.

– Para mí, sí. ¡Ultima parada! Te largas o te arranco con las manos el pellejo del culo.

Tras lo cual suelta un taco, se inclina hacia mi puerta, la abre echando pestes y me echa fuera a empellones.

– Y no se te ocurra cruzarte en mi camino, hijo de perra -me amenaza.

Cierra dando un portazo de rabia, maniobra con torpeza hasta dar media vuelta y regresa hacia Belén con un zumbido disonante.

De pie en medio de la pista, lo veo atónito alejarse.

Me siento sobre una roca y espero que pase un vehículo. Al no aparecer nadie, me levanto y sigo a pie hasta que un carretero me alcanza unos kilómetros más adelante.

Yaser vacila al verme en el umbral del molino, donde dos adolescentes andan atareados en torno a una prensa y vigilan los espesos chorros de aceite de oliva que caen dentro de la cuba.

– ¡Vaya por Dios! -dice mientras nos abrazamos con fuerza-. Nuestro cirujano en persona. ¿Por qué no has avisado de tu llegada? Habría mandado a alguien a recogerte.

Su fingido entusiasmo no consigue ocultar su apuro.

Mira su reloj, se vuelve hacia los adolescentes y les grita que tiene que irse y que cuenta con ellos para acabar el trabajo. Luego me agarra por el brazo y me lleva hacia una vieja camioneta aparcada bajo un árbol, al pie del cerro.

– Vayamos a casa. Leila estará encantada de volver a verte… A menos que ya la hayas visto.

– Yaser, no demos vueltas al tema. No tengo ni tiempo ni ganas. He venido por un motivo muy claro -le suelto bruscamente para intentar acorralarlo-. Sé que Sihem estuvo en tu casa, en Belén, la víspera del atentado.

– ¿Quién te lo ha dicho? -se descompone a la vez que mira con temor hacia el molino.

Miento extrayendo la carta del bolsillo de mi camisa.

– Sihem me lo dijo aquel día.

Un espasmo le sacude la nuez. Traga saliva antes de farfullar:

– No se quedó mucho tiempo. El justo para pasar a saludarnos. Como Leila estaba en casa de nuestra hija, en En Kerem, ni siquiera quiso tomarse un vaso de té y se fue al cabo de un cuarto de hora. No estaba en Belén por nosotros. Aquel viernes se esperaba al jeque Marwan en la Gran Mezquita. Tu mujer quería que la bendijera. Lo comprendimos todo cuando vimos su foto en la prensa.

Me agarra por los hombros a la manera de los combatientes y me confiesa:

– Estamos muy orgullosos de ella.

Sé que me lo dice para complacerme, o quizá para ablandarme. Yaser es muy impresionable. El menor contratiempo lo perturba.

– ¿Orgullosos de haberla mandado al matadero?

– ¿Al matadero?… -se sobresalta como si acabara de recibir un picotazo.

– O al hoyo, como prefieras…

– No me gustan esas expresiones.

– De acuerdo. Te vuelvo a formular la pregunta: ¿Cómo se puede estar orgulloso cuando se envía a morir a la gente para que otra viva libre y feliz?

Levanta las manos a la altura del pecho para rogarme que baje el tono, por la cercana presencia de los dos adolescentes, y me hace una señal para que lo siga tras la camioneta. Camina febrilmente y dando tropiezos.

Lo acoso:

– Y además, ¿por qué?

– ¿Por qué qué?

Su miedo, su miseria, su ropa mugrienta, su rostro mal afeitado y sus ojos legañosos van aumentando mi cólera, una cólera brutal. Vibro de pies a cabeza.

– ¿Por qué? -refunfuño, vejado por mis propias palabras-. ¿Por qué sacrificar a unos para hacer felices a otros? Normalmente, son los mejores, los más valientes, quienes eligen dar su vida para salvar a quienes se esconden en su agujero. ¿Entonces por qué alentar el sacrificio de los justos y permitir que los menos justos les sobrevivan? ¿No te parece que esto es echar a perder la especie humana? ¿Qué va a quedar de ella, dentro de unas cuantas generaciones, si son siempre los mejores los que tienen que sucumbir para que los cobardes, los farsantes, los charlatanes y los cabrones sigan proliferando como ratas?

– ¡Amín, ahí ya no te entiendo! Las cosas han ocurrido siempre así desde la noche de los tiempos. Unos mueren para salvar a otros. ¿No crees en la salvación de los demás?

– No cuando condena la mía. Y habéis jodido mi vida, destrozado mi hogar, echado a perder mi carrera y convertido en polvo todo lo que he levantado piedra a piedra con el sudor de mi frente. De la noche a la mañana, mis sueños se han venido abajo como un castillo de naipes. Todo lo que tenía al alcance de la mano se ha evaporado… convertido en aire… Lo he perdido todo a cambio de nada. ¿Acaso habéis pensado en mi pena mientras saltabais de alegría al enteraros de que el ser que más quería en el mundo había volado un restaurante tan repleto de niños como ella de dinamita? ¿Y tú pretendes que me considere el más feliz de los hombres porque mi esposa es una heroína, porque ha sacrificado su vida, su bienestar, mi amor sin siquiera consultarme ni prepararme para lo peor? ¿Y cómo quedaba yo al negarme a admitir lo que todo el mundo sabía? ¡Como un cornudo! Un miserable cornudo, ridículo hasta la punta de los dedos, cuya mujer lo engañaba mientras pringaba como un cabrito para darle una vida de opulencia. ¡Así es como quedaba yo!

– Creo que te estás equivocando de interlocutor. Yo no tengo nada que ver con esta historia. No estaba al tanto de las intenciones de Sihem. Jamás se me ocurrió pensar que fuera capaz de algo así.

– Me has dicho que estabas orgulloso de ella.

– ¿Y qué quieres que te diga? Ignoraba que no estuvieses al tanto.

– ¿Crees que la habría animado a montar semejante numerito si hubiese atisbado el menor indicio de sus intenciones?

– Me siento realmente confuso, Amín. Perdóname si he…, si he…; bueno, ya no entiendo nada. No sé qué decir…

– En tal caso, cállate. Así al menos no dirás tonterías.

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