XV

Me encierran en un sótano opaco, sin tragaluz ni luz eléctrica.

– No es un cinco estrellas -me dice el hombre con chaqueta de paracaidista-, pero el servicio es impecable. No intentes pasarte de listo porque no tienes posibilidad de huir de aquí. Si por mí fuera, ya estarías oliendo mal. Desgraciadamente, tengo superiores, y éstos no comparten siempre mis estados de ánimo.

El corazón casi se me detiene cuando cierra la puerta tras él.

Me abrazo a mis rodillas y me quedo quieto.

Me vienen a buscar al día siguiente. Esposado, la cabeza metida en una bolsa y amordazado, me veo de nuevo en el maletero de un coche. Tras un largo trayecto plagado de baches, me echan al suelo. Me ponen de rodillas y me retiran la bolsa. Lo primero que me encuentro delante es un pedrusco manchado con grumos de sangre y acribillado con muescas de balas. Aquí, la muerte apesta. Han debido de ejecutar a bastante gente. Alguien me pone un cañón de fusil en la sien. «Sé que ignoras dónde se encuentra la Qaâba -me dice-, pero nunca está de más una oración.» El escozor del metal me corroe de pies a cabeza. No tengo miedo, aunque tiemblo tanto que los dientes me castañetean. Cierro los ojos, recojo los retazos de dignidad que me quedan y espero que acaben conmigo… El chisporroteo de un walkie-talkie me salva in extremis; ordenan a mis verdugos que aplacen su sucio trabajo y que me devuelvan al lugar de detención.

De nuevo la oscuridad, salvo que esta vez estoy solo en el mundo, sin sombra protectora ni recuerdos, excepto ese nauseabundo terror en las tripas y la huella del cañón contra mi sien.

Vuelven a sacarme al día siguiente. Al final del paseo, el mismo pedrusco manchado, la misma escenificación, el mismo chisporroteo de walkie-talkie. Me doy cuenta de que se trata de un vulgar simulacro de ejecución para que me hunda.

Luego dejan de molestarme.

Seis días con sus noches encerrado en una ratonera pestilente, acosado por pulgas y cucarachas, alimentándome de sopa fría y limándome las vértebras sobre un camastro duro como una lápida sepulcral.

Esperaba interrogatorios duros, sesiones de tortura o cosas de ese tipo, pero nada de eso. Adolescentes enardecidos, con sus metralletas en ristre como si fueran trofeos, se encargan de mi vigilancia. Sólo una vez me traen de comer, sin dirigirme la palabra, ignorándome olímpicamente.

Al séptimo día, me hace una visita un jefe bien escoltado. Es un joven de unos treinta años, más bien endeble, con el rostro afilado y quemado por un lado y ojos de un blanco dudoso. Viste un traje de faena deslavazado y lleva el kalashnikov en bandolera.

Espera que me levante, me pone un revólver en la mano y retrocede dos pasos.

– Está cargado, doctor, mátame.

Dejo la pistola sobre el suelo.

– Mátame, estás en tu derecho. Luego podrás regresar a tu casa y pasar página definitivamente. Aquí nadie te va a tocar un solo pelo.

Se acerca y me vuelve a poner el revólver en la mano.

Me niego a cogerlo.

– ¿Objetor de conciencia? -me pregunta.

– Cirujano -contesto.

Se encoge de hombros, coloca el revólver bajo su cinturón y me confía:

– No sé si lo he conseguido, doctor, pero he querido que vivieras física y mentalmente el odio que nos corroe. He pedido un informe detallado sobre ti. Dicen que eres un hombre honrado, un humanista que no tiene motivos para querer perjudicar a nadie. Así pues, me resultaba difícil hacerme entender sin bajarte de tu pedestal social y arrastrarte por el fango. Ahora que has rozado con la punta de los dedos las asquerosidades de las que tu éxito profesional te eximía, tengo alguna posibilidad de que me entiendas. La vida me ha enseñado que se puede vivir de amor y agua pura, de migajas y de promesas, pero que nunca se recupera uno del todo de las afrentas. Y sólo he vivido afrentas desde que nací. De día y de noche, afrentas durante toda la vida.

Amaga un gesto con la mano. Un miliciano suelta una bolsa a mis pies.

– Te he traído ropa nueva. La he pagado de mi bolsillo.

No sé qué pretende.

– Eres libre, doctor. Querías ver a Adel; pues te está esperando fuera, en un coche. Tu tío abuelo desea recibirte en casa del patriarca. Si no te apetece, no pasa nada. Le diremos que tenías otros compromisos. Te hemos preparado un baño y una buena comida, si te parece bien.

Me mantengo sobre aviso, sin moverme.

El jefe se agacha, abre la bolsa y, para demostrarme su buena fe, me enseña la ropa y un par de zapatos.

– ¿Cómo has pasado estos seis días en este sótano apestoso? -me pregunta irguiéndose y apoyando sus manos en las caderas-. Espero que hayas aprendido a odiar; si no, esta experiencia no habrá servido de nada. Te he mandado encerrar aquí para que descubras el odio y te aficiones a él. No te he humillado para cubrir el expediente. No me gusta humillar. Yo lo he sido y sé de qué va. Se puede esperar lo peor de un amor propio escarnecido. Sobre todo cuando constatas que no conoces los límites de tu propia dignidad, cuando eres impotente. Creo que es en ese preciso lugar donde se ubica la mejor escuela del odio. Se aprende a odiar de verdad cuando se es consciente de la propia impotencia. Es un momento trágico, el más atroz y abominable de todos.

Me agarra por los hombros con brusquedad.

– He querido que comprendas por qué hemos tomado las armas, doctor Jaafari, por qué esos chavales se abalanzan sobre los tanques como si fueran bomboneras, por qué nuestros cementerios están repletos, por qué quiero morir empuñando un arma… por qué tu esposa se voló con una bomba en un restaurante. No hay peor cataclismo que la humillación. Es una desgracia inconmensurable, doctor. Le quita a uno las ganas de vivir. Y mientras llega el momento de entregar el alma, no piensa uno más que en una cosa: ¿cómo morir con dignidad tras haber vivido miserable, ciego y desnudo?

Se da cuenta de que me está haciendo daño con sus dedos y retira la mano.

– Nadie se alista en nuestras brigadas por gusto, doctor. Todos los chicos que has visto, usen hondas o lanzagranadas, odian la guerra como el que más. Porque a diario cae uno de ellos en la flor de la vida por un disparo enemigo. Ellos también quisieran gozar de una posición honrosa, ser cirujanos, ídolos musicales, actores de cine, conducir cochazos y vivir un sueño todas las noches. El problema es que se les niega ese sueño, doctor. Se pretende aparcarlos en guetos hasta que se confundan con él. Por eso prefieren morir. Cuando se da calabazas a los sueños, la muerte es la única salvación que queda… Sihem lo comprendió, doctor. Debes respetar su decisión y dejarla descansar en paz.

Antes de retirarse, añade:

– La locura humana tiene dos puntos álgidos: el momento en que se es consciente de la propia impotencia y aquel en que se es consciente de la vulnerabilidad de los demás. Se trata de asumir la propia locura, doctor, o de padecerla.

Se da la vuelta y se va, seguido por sus lugartenientes.

Me quedo de pie en medio de la celda, frente a la puerta abierta a un patio deslumbrante de luz. El reflejo de los rayos del sol me penetra hasta el cerebro. Arrancan varios coches; luego reina el silencio. Me parece estar soñando, no me atrevo a pellizcarme. ¿Será otro simulacro?

Una silueta se planta ante la puerta. Lo reconozco de inmediato: fornido, regordete, caído de hombros, piernas cortas y levemente arqueadas; es Adel. No sé por qué, al verlo llegar a mi noche oscura, un sollozo me estremece de pies a cabeza.

¿Ammu? -pregunta con voz estragada.

Avanza hacia mí, despacio, como si se estuviera adentrando en la madriguera de un oso.

– ¿Tito? Soy yo, Adel… Me han dicho que andas buscándome, así que he venido.

– Pues has tardado un rato.

– No estaba en Yenín. Zakaria no me dio la orden de regresar hasta anoche. Hace menos de una hora que he llegado. No sabía que se trataba de ti. ¿Qué ocurre, ammu?

– No me llames «tito». Ha llovido mucho desde que venías a mi casa y te trataba como a un hijo.

– Ya veo -dice agachando la cabeza.

– ¿Qué puedes ver tú, que ni siquiera tienes veinticinco años? Mira lo que has hecho de mí.

– Yo no tengo la culpa. Nadie tiene la culpa. Yo no quería que se convirtiera en bomba humana, pero estaba decidida. Hasta el imán Marwan intentó disuadirla. Dijo que era palestina por los cuatro costados y que no veía por qué tenían que hacer otros lo que ella debía hacer. Te juro que no había manera de hacerla desistir. Le dijimos que nos era más útil viva que muerta. En Tel Aviv nos ayudaba mucho. Nuestras principales reuniones se organizaban en tu casa. Nos disfrazábamos de fontaneros o de electricistas y llegábamos con nuestros equipos, en furgonetas de servicio para no levantar sospechas. Sihem puso su cuenta bancaria a nuestra disposición, y allí ingresábamos el dinero de la Causa. Era clave en nuestra célula de Tel Aviv…

– Y Nazaret…

– Sí, Nazaret también -dice sin inmutarse.

– ¿Y dónde os reuníais en Nazaret?

– En Nazaret no había reuniones. Allí nos veíamos para la colecta. Una vez que habíamos visitado a nuestros benefactores, Sihem se encargaba de llevar el dinero a Tel Aviv.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

– ¿De verdad?…

– ¿Qué quieres decir?…

– ¿Qué tipo de relaciones manteníais?

– Militante.

– Sólo militante… Se ve que la Causa da para mucho.

Adel se rasca la coronilla, no se sabe si por perplejidad o porque se siente acorralado. La luz a sus espaldas me oculta la expresión de su rostro.

– Abbas no opina lo mismo -le digo.

– ¿Quién es?

– El tío de Sihem. El que quería romperte la cabeza con un pico, en Kafr Kanna.

– ¡Ah, el chalado!

– Está perfectamente cuerdo. Sabe muy bien lo que hace y lo que dice… Os ha visto a ambos andar a hurtadillas.

– ¿Y qué?

– Dice que hay comportamientos que no engañan.

En este preciso instante, me importan un pito las guerras, las buenas causas, el cielo y la tierra, los mártires y sus monumentos. Ya es un milagro que me mantenga de pie. Mi corazón late como un descosido en mi pecho; tengo las tripas encharcadas en el jugo corrosivo de su propia descomposición. Mis palabras se adelantan a mi congoja, salen escupidas del fondo de mi ser como si fueran pavesas incendiarias. Tengo miedo de cada palabra que se me escapa, miedo de que se vuelva contra mí como un bumerán, cargada con algo que me aniquilaría en el acto. Pero la necesidad de saber a qué atenerme puede con todo. Siento que estoy jugando a la ruleta rusa, que mi destino me importa poco, pues ha llegado la hora de la verdad, la definitiva. Me da igual saber a partir de qué momento Sihem cayó en la militancia suicida, si tuve alguna culpa o contribuí de un modo u otro a su ruina. Todo eso ha quedado relegado a un segundo plano. Lo que ante todo quiero saber, lo que para mí es lo más importante del mundo, es si Sihem me engañaba.

Adel acaba adivinando. Se indigna.

– ¿Qué pretendes decirme? -pregunta sofocado-. No, no puede ser… ¿Pero esto qué es?… ¿Estás insinuando que?… ¡No puede ser! ¿Cómo te atreves?

– No tuvo empacho en ocultarme lo que estaba maquinando.

– No es lo mismo.

– Es lo mismo. Cuando se miente, se engaña.

– Ella no te mintió. Te prohíbo…

– ¿Tú te atreves a prohibirme?…

– Sí, te lo prohíbo -grita saltando como un resorte-. No te permitiré que mancilles su memoria. Sihem era una mujer piadosa. Y no se puede engañar al marido sin ofender al Señor. No tiene sentido. Cuando se ha elegido entregar la vida a Dios es porque se ha renunciado a los asuntos terrenales, a todos sin excepción. Sihem era una santa. Un ángel. Me habría condenado con sólo mirarla más de la cuenta.

¡Y lo creo, Dios mío, vaya si lo creo! Sus palabras me libran de mis dudas, de mis sufrimientos, de mí mismo; me las bebo a manos llenas, me impregno de ellas. En mi cielo, los negros nubarrones desaparecen a velocidad de vértigo y dejan el espacio limpio. Una ráfaga de aire se precipita hacia mí y expulsa el hedor interno que me tenía apestado, devuelve a mi sangre un color menos repugnante, más luminoso. ¡Dios mío, estoy salvado! Ahora que la redención de la humanidad vuelve a ponerse a la altura de mi infinitesimal persona, ahora que mi honor está a salvo, mi pena y mi ira se aplacan y casi tengo la tentación de perdonarlo todo. Los ojos se me inundan de lágrimas, pero no permito que echen a perder esa hipotética reconciliación conmigo mismo, ese íntimo reencuentro que estoy festejando a solas en algún rincón de mi cuerpo y de mi alma. Todo esto es demasiado para un hombre herido, me flaquean las piernas y me derrumbo sobre el jergón con la cabeza entre las manos.

No estoy en condiciones de salir al patio. Es demasiado pronto. Prefiero seguir un rato en la celda, hasta que me recobre, hasta que me ubique dentro de este bombardeo sin fin de revelaciones. Adel se sienta a mi lado. Su brazo vacila un buen rato antes de rodearme el cuello, un gesto que me repugna y me revuelve todo entero, pero que no rechazo. ¿Será remordimiento o compasión? En ambos casos, no es lo que estoy esperando de él. ¿Puedo realmente esperar algo de un hombre como Adel? Me extrañaría. Tenemos una visión radicalmente distinta de lo que debemos esperar unos de otros. Para él, el paraíso está al final de la vida de un hombre; para mí, al alcance de la mano. Para él, Sihem era un ángel. Para mí, era mi mujer. Para él, los ángeles son eternos; para mí, mueren por culpa de nuestras heridas… No, apenas tenemos nada que decirnos. Ya es una suerte que perciba mi dolor. Sus sollozos me conmueven en lo más profundo de mi ser. Sin darme cuenta, y sin poder justificarlo, mi mano se me escapa y va a consolar la suya… Luego hablamos y hablamos como si quisiésemos conjurar cada fibra de nuestro cuerpo. Adel no venía a Tel Aviv por negocios, sino para alimentar financieramente la célula local de la Intifada. Aprovechaba mi notoriedad y mi hospitalidad para no levantar sospechas. Sihem descubrió por casualidad, oculta bajo una cama, una cartera que contenía documentos y una pistola. A su regreso, Adel se dio inmediatamente cuenta de que su escondite había sitio profanado. Pensó dar aviso y desaparecer. Pensó incluso en matar para no dejar pistas. Estaba precisamente dándole vueltas a un plan para provocar la «muerte accidental» de Sihem cuando entró en su habitación con un fajo de shekels en la mano. «Es para la Causa», le dijo. Adel tardó meses en otorgarle su confianza. Sihem quería ingresar en la resistencia clandestina. La célula la puso a prueba y ella se mostró muy convincente.

– ¿Por qué no me dijo nada?

– ¿Decirte qué? No podía decirte nada, no tenía derecho. Tampoco quería que alguien se interpusiera en su camino. Además, son compromisos que uno se calla. No se va pregonando por ahí juramentos secretos. Mi padre y mi madre creen que ando metido en negocios. Ambos esperan que me vuelva rico para desagraviarles de su miseria. Ignoran por completo mis actividades militantes. Y eso que también ellos son militantes. No vacilarían en dar su vida por Palestina… pero no su hijo, porque eso no es normal. Los hijos son la supervivencia de sus padres, su pedazo de eternidad… Quedarán desconsolados cuando se enteren de mi muerte. Soy plenamente consciente del enorme dolor que les voy a infligir, pero no será sino un dolor más en su historial. Con el tiempo, acabarán resignándose y perdonándome. El sacrificio no incumbe sólo a los demás. Si admitimos que los hijos de los demás mueran por los nuestros, debemos admitir que nuestros hijos mueran por los de los demás. Si no, no sería justo. Y ahí es donde no consigues seguirme, ammu. Sihem era mujer antes de ser tu mujer. Ha muerto por los demás…

– ¿Por qué ella?…

– ¿Por qué no ella? ¿Por qué quieres que Sihem quede al margen de la historia de su pueblo? ¿Acaso era mejor o peor que las mujeres que se habían sacrificado antes que ella? Este es el precio de la libertad…

– Lo era. Ella era libre. Lo tenía todo. Yo le daba todo lo que quería.

– La libertad no es un pasaporte que se te entrega oficialmente, ammu. Viajar por donde se quiere no es la libertad. Comer adecuadamente no significa triunfar. La libertad es una convicción profunda. Es la madre de todas las certidumbres. Y resulta que Sihem no estaba tan segura de merecerse la suerte que tenía. Vivíais bajo el mismo techo, gozabais de los mismos privilegios, pero no mirabais en la misma dirección. Sihem se sentía más cercana a su pueblo que a la idea que te hacías de ella. Quizá fuera feliz, pero no lo suficiente para parecerse a ti. No te reprochaba que te tomaras en serio los premios que te concedían, pero no era el tipo de felicidad que deseaba para ti, porque veía en ella algo de indecencia y de incongruencia. Es como encender una barbacoa en un terreno incendiado. Tú sólo veías la barbacoa y ella veía lo demás, la desolación circundante que tanto te fastidiaba. No era culpa tuya, aunque se negó a asumir por más tiempo tu daltonismo…

– No tenía la menor sospecha, Adel. Parecía tan feliz…

– Estabas tan empeñado en hacerla feliz que te negabas a ver lo que podía ensombrecer su felicidad. Sihem no quería ese tipo de felicidad. Le provocaba remordimientos de conciencia. Su única manera de exculparse era alistarse para la Causa. Es una opción lógica cuando perteneces a un pueblo que sufre. No existe la felicidad sin dignidad y no hay sueño posible sin libertad… El hecho de ser mujer no descalifica a la militante ni la exime. El hombre inventó la guerra. La mujer inventó la resistencia. Sihem era hija de un pueblo que resiste. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo… Quería merecer vivir, ammu, merecerse su reflejo en el espejo, merecerse reír a carcajadas, no sólo disfrutar de sus oportunidades. Yo también puedo meterme en negocios y enriquecerme más rápido que Onassis. ¿Pero cómo aceptar la ceguera a cambio de la felicidad, cómo darte la espalda a ti mismo sin enfrentarte a tu propia negación? No se puede regar con una mano la flor que se coge con la otra, ni se hace un favor a la rosa colocándola en un florero. Uno cree embellecer su salón y en realidad está desfigurando su jardín…

Tropiezo con la claridad de su lógica como una mosca con la transparencia de una ventana. Comprendo perfectamente su mensaje pero me resulta imposible acceder a él. Intento comprender el gesto de Sihem y no le encuentro sentido ni justificación. Cuanto más lo pienso, menos lo admito, ¿Cómo pudo llegar tan lejos? «Le puede ocurrir a cualquiera -reconocía Naveed-. O te cae sobre la cabeza como un ladrillo o se agarra a tus tripas como una solitaria. Y a partir de ese momento tu forma de ver el inundo cambia.» Sihem debía de arrastrar su odio desde siempre, desde mucho antes de conocerme. Creció junto a los oprimidos, huérfana y árabe en un mundo que no perdona lo uno ni lo otro. Ha debido doblegarse mucho, sin duda, como yo, salvo que ella jamás se recuperó. La carga de algunas concesiones pesa más que los años. Si llegó al extremo de ceñirse todo ese explosivo y de ir a la muerte con esa determinación, es porque su herida era tan lacerante y atroz que le avergonzaba enseñármela. La única manera de quitársela de encima era destruirse con ella, como un poseso que se lanza desde un acantilado para vencer su fragilidad y sus demonios. Sin duda, ocultaba admirablemente sus cicatrices. Quizá intentó maquillarlas, sin éxito. Bastó un mínimo resorte para despertar a la bestia que dormía agazapada en su interior. ¿Cuándo ocurrió? Adel no se lo preguntó. Quizá lo ignorara ella misma. Un atropello visto por la tele, un abuso en la calle, algún insulto. Cuando el odio se lleva dentro, con nada se desencadena lo irreparable… Adel habla, habla y fuma sin parar. Me doy cuenta de que ya no lo escucho. Ya no quiero oír más. El mundo del que me habla me disgusta. En él, la muerte es un fin en sí misma. Eso es demasiado para un médico. He sacado a tantos pacientes del más allá que he acabado creyéndome un dios. Y cuando un enfermo se me va de las manos en la mesa de operaciones, vuelvo a ser el mortal vulnerable y triste del que siempre he renegado. No me reconozco en lo que mata; mi vocación me sitúa en el lado de lo que salva. Soy cirujano. Y Adel me pide que acepte que la muerte se convierta en una ambición, en el mayor deseo, en una legitimidad. Me pide que asuma el gesto de mi esposa, o sea, exactamente lo que mi vocación de médico me prohíbe hasta en los casos más desesperados, hasta en la eutanasia. Esto no es lo que yo ando buscando. No quiero sentirme orgulloso de ser viudo, no quiero renunciar al feliz destino que me convirtió en marido y amante, en amo y esclavo, no quiero enterrar el sueño que me ha permitido vivir como jamás volveré a hacerlo.

Aparto la bolsa y me levanto.

– Vámonos, Adel.

Mi interrupción lo desconcierta, pero se levanta también.

– Tienes razón, ammu, no es el mejor lugar para hablar de estas cosas.

– No quiero hablar más de ellas. Ni aquí ni en ninguna parte.

Asiente.

– Tu tío abuelo Omr sabe que estás en Yenín. Quiere verte. No pasa nada si no tienes tiempo. Se lo explicaré.

– No hay nada que explicar, Adel. Jamás he renunciado a los míos.

– No quería decir eso.

– Sólo has pensado en voz alta.

Esquiva mi mirada.

– ¿No quieres comer algo antes, darte un baño?

– No. No quiero nada de tus amigos. No me gusta ni su cocina ni su higiene. Tampoco quiero su ropa -añado apartando aún más la bolsa-. Tengo que regresar a mi hotel para recuperar mis cosas, si es que no las han repartido ya entre los necesitados.

La luz del patio me deslumbra, pero el sol me sienta bien. No quedan milicianos. Sólo un joven sonriente de pie junto a un coche polvoriento.

– Es Wisam, el nieto de Omr -dice Adel.

El joven me salta al cuello y me aprieta con fuerza contra él. Al echarme hacia atrás para mirarlo, se oculta tras su sonrisa, incómodo por las lágrimas que inundan sus ojos. ¡Wisam! Lo conocí berreando en pañales, apenas más grande que un puño, y ahora me saca una cabeza; luce un bigote vistoso y tiene ya un pie en la tumba, a una edad en que cualquier rumbo que se tome resulta enternecedor, salvo el que él ha elegido. Me parte el alma ver la pistola medio oculta tras su cinturón.

– Primero lo llevas a su hotel -le ordena Adel-. Tiene que recuperar sus cosas. Si el recepcionista ha olvidado dónde han ido a parar, le refrescas la memoria.

– ¿No vienes con nosotros? -se extraña Wisam.

– No.

– Hace un rato sí pensabas venir.

– He cambiado de opinión.

– Vale, tú decides. Hasta mañana, quizá.

– Vete tú a saber.

Espero a que venga a abrazarme. Adel permanece en su sitio, con la nuca gacha y las manos en las caderas, removiendo una piedra con la punta de su zapato.

– Hasta pronto, pues -sigue diciendo Wisam.

Adel me echa una mirada sombría.

¡Qué mirada!

La misma que me echó Sihem la mañana en que la dejé en la estación de autocares.

– Lo siento de veras, ammu.

– Pues anda que yo…

No se atreve a acercarse. No le presto ayuda, no voy a buscarlo. No vaya a imaginarse lo que no es. Tiene que enterarse de que mi herida no tiene cura. Wisam me abre la puerta, espera que me instale y se pone al volante. El coche gira en redondo en el patio, roza casi a Adel, sumido en sus pensamientos, y alcanza la calle. Tengo ganas de ver una vez más esa mirada, de auscultarla, pero no me doy la vuelta. Más abajo, la calzada se ramifica en una multitud de callejuelas. El ruido de la ciudad llega a mis oídos, el gentío me aturde. Echo la cabeza hacia atrás e intento no pensar en nada.

En el hotel, me entregan mi bolsa y me permiten darme un baño. Me afeito y me cambio de ropa, y luego pido a Wisam que me lleve a ver la tierra de mis antepasados. Salimos de Yenín sin dificultad. Los combates se han detenido desde hace cierto tiempo; buena parte de las tropas israelíes se han retirado. Varios equipos de televisión remueven los escombros en busca de un horror rentable. El coche cruza interminables campos antes de alcanzar la carretera andrajosa que conduce a los vergeles del patriarca. Dejo mi mirada correr por las llanuras como si fuera un niño corriendo tras sus sueños. Pero no puedo dejar de pensar en el de Adel, en las sombras que lo entenebrecen. Me ha producido una extraña impresión, un sentimiento ambiguo. Lo veo en el patio machacado por el sol. No es el Adel que conocí, gracioso y generoso; es otro ser, alguien trágico, movido por una lupina ambición que no va más allá de la próxima comida, la próxima presa, la próxima matanza, previa a la nada blanca, virgen, en la que todo queda en suspenso o se puede figurar. Se fuma su cigarrillo como si fuera el último, habla de sí mismo como si hubiera dejado de ser y trasluce en su mirada la penumbra de las cámaras mortuorias. Resulta evidente que Adel ya no tiene nada que ver con la vida. Ha dado irremediablemente la espalda a un mañana al que se niega a sobrevivir como si temiera que lo decepcionara. Se ha adjudicado el estatuto que, en su opinión, mejor cuadra con su perfil: el de mártir. Así quiere acabar, fundido con la causa que defiende. Las estelas ya tienen grabado su nombre, la memoria de los suyos ya está jalonada de sus hazañas. Nada le gusta más que el ruido de la metralla, nada lo enaltece más que estar en el punto de mira de un tirador emboscado. Si no tiene ningún cargo de conciencia, si no se reprocha haber iniciado a Sihem al sacrificio supremo, si la guerra es su única forma de autoestima, es porque está muerto por dentro y sólo necesita que lo entierren para descansar en paz.

Creo que he llegado a mi destino. El recorrido ha sido terrible, pero no tengo la impresión de haber conseguido algo ni obtenido alguna respuesta redentora. Pero al mismo tiempo me siento liberado; me digo que se acabaron mis tormentos y que a partir de ahora nada podrá pillarme desprevenido. Esta dolorosa búsqueda de la verdad ha sido mi particular viaje iniciático. A partir de ahora, probablemente reconsidere las cosas, las cuestione, adopte otra postura, pero no tengo la sensación de que eso me vaya a llevar más allá. Para mí, la única verdad que cuenta es la que algún día me ayudará a recuperarme y a volver con mis pacientes. Porque la única lucha en la que creo y que de verdad se merece que dé mi sangre por ella es la del cirujano que soy, y que consiste en reinventar la vida allí donde la muerte ha elegido actuar.

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