XIII

Señor Jaafari, me llaman a través de laberínticas galerías subterráneas… Señor Jaafari… La voz cavernosa se diluye en mis balbuceos, va y viene como un leitmotiv inconquistable, a veces insistente, a veces alarmado. El abismo me aspira, me envuelve; giro a cámara lenta en las tinieblas. Luego, la voz me vuelve a alcanzar e intenta subirme hacia la superficie… Señor Jaafari… Un rayo cruza la opacidad, quemándome los ojos como un florete incandescente.

– Señor Jaafari…

Recobro el sentido, el dolor me atenaza la cabeza.

Un hombre está inclinado sobre mí, con una mano a la espalda y la otra suspensa a escasos centímetros de mi frente. Su rostro demacrado con barbilla alargada en forma de embudo no me suena. Intento ubicarme. Estoy tumbado en una cama, con la garganta reseca y el cuerpo descoyuntado. Tengo la sensación de que el techo se me va a desplomar encima. Cierro los ojos para contener el vértigo que me balancea como un oleaje hechizante y hago un esfuerzo para recuperar mis puntos de referencia. Lentamente, voy reconociendo en la pared de enfrente el póster de Los girasoles de Van Gogh, el papel de las paredes desteñido, la triste ventana que da al tejado de una fábrica…

– ¿Qué ocurre? -pregunto incorporándome sobre un codo.

– Creo que está usted enfermo, señor Jaafari.

El codo cede y caigo sobre la almohada.

– Lleva usted dos días sin salir de esta habitación.

– ¿Quién es usted?

– El director del hotel, señor. La camarera…

– ¿Qué quieren ustedes?

– Asegurarnos de que se encuentra bien.

– ¿Por qué?

– Llegó aquí hace dos días. Alquiló esta habitación y se encerró a cal y canto. También lo hacen otros clientes, pero…

– Me encuentro bien.

El director se incorpora, obsequioso. No sabe cómo debe interpretar mi réplica, rodea la cama y abre la ventana. Una ola de aire fresco me azota e inunda la habitación. Respiro profundamente hasta que la sangre me late en las sienes.

El director alisa maquinalmente la manta a mis pies. Me mira con detenimiento, tose en su puño y dice:

– Tenemos un buen médico, señor Jaafari. Si lo desea, podemos llamarle.

– Soy médico -digo tontamente a la vez que salgo de la cama.

Las rodillas me castañetean; no consigo mantenerme en pie y me dejo caer en el borde de la cama, con las manos sobre las mejillas. El director se siente molesto por mi desnudez apenas minimizada por un slip. Farfulla algo que no entiendo y sale de espaldas de la habitación.

Una tras otra, las ideas se me ordenan y recupero de golpe la memoria. Recuerdo haber salido de Kafr Kanna a tumba abierta, que me pusieron una multa por exceso de velocidad a la altura de Afula y que luego seguí hacia Tel Aviv en un estado semicomatoso. Se hizo de noche justo cuando entraba en la ciudad. Me detuve en el primer hotel que pillé en la carretera. De ningún modo quería volver a casa para encontrarme con las mentiras de toda una vida. Durante el trayecto no paré de maldecir a la humanidad y a mí mismo, pisando a fondo el acelerador, vibrando ante el feroz chirrido de los neumáticos, que sonaban como los aullidos apocalípticos de una hidra. Parecía empeñado en superar la barrera del sonido, en pulverizar el punto de no retorno, en desintegrarme en el desmoronamiento de mi amor propio. Me parecía que ya nada podía retenerme en ninguna parte ni reconciliarme con el futuro. ¿Y qué futuro? ¿Existe la vida tras el perjurio, la resurrección tras la afrenta? Me sentía tan disminuido y ridículo que la idea de ablandarme sobre mi suerte me habría rematado. Cuando la voz de Abbas me asaltaba, hacía rugir mi motor hasta ahogarlo. No quería oír nada aparte del bramido de las ruedas en las curvas cerradas y de la hiel corroyéndome con la voracidad de un baño de ácido. Sentía que no tenía excusas, ni las buscaba, ni las merecía. Me entregaba por entero al despecho, que me quería para él solo, para que lo encarnara en todo mi ser.

El hotel es cutre. Su anuncio de neón está estropeado. Tomé una habitación como quien se toma la vida con resignación. Tras una ducha muy caliente, fui a cenar a una taberna y luego me emborraché en un bar sórdido. Tardé horas en desandar el camino. Una vez en la habitación, me hundí en el abismo sin previo aviso.

Tengo que apoyarme en la pared para poder llegar al cuarto de baño. Los miembros sólo me responden a medias. Siento continuas náuseas, tengo la vista borrosa y estoy muerto de hambre. Es como si me moviera sobre una nube. ¡Dos días durmiendo en esta astrosa habitación, sin sueños ni recuerdos; dos días pudriéndome en unas sábanas que parecen un sudario!… ¿Dios mío, qué me está pasando?

El espejo me devuelve una cara atormentada, aún más desfigurada por una barba incipiente. La blancura de mis ojos contrasta con unas ojeras violáceas, ahuecándome aún más las mejillas. Parezco un demente al despertar de su delirio.

Sacio mi sed directamente del grifo, prolongadamente; me meto en la ducha y me quedo inmóvil bajo el chorro de agua hasta recuperar el equilibrio.

El director golpetea la puerta de mi habitación para asegurarse de que no he vuelto a caer en coma etílico. Queda aliviado al oírme gruñir y se va sin rechistar. Me visto, derrengado, y salgo del hotel para comer algo.

Me he quedado dormido sobre el banco de un parque soleado, mecido por el rumor del follaje.

Cuando despierto, ha anochecido. No sé dónde ir ni qué hacer con mi soledad. Me dejé en casa el móvil y el reloj. Temo enfrentarme a mí mismo. Desconfío del hombre que no supo pronosticar su desgracia. Al mismo tiempo, no estoy preparado para soportar la mirada de los demás. Me digo a mí mismo que ha sido una suerte haberme olvidado el móvil. No me veo hablando con alguien en el estado en que me encuentro. Kim podría ahondar en la herida; Naveed darme el consejo menos apropiado. Sin embargo, el silencio me mata. En este parque desierto me siento solo en el mundo, como los restos de un naufragio azotados por el oleaje en una funesta orilla.

De regreso al hotel me doy cuenta de que he olvidado la bolsa de aseo y mis pastillas. El teléfono me tienta pero no sé a quién llamar. ¿Qué hora es? Mi jadeo resuena en toda la habitación. No me encuentro bien, siento que algo se me escapa…

Nuevamente en la calle. De repente. No recuerdo cómo he salido del hotel, ni sé cuánto tiempo llevo vagabundeando por el barrio. No hay una ventana encendida a mi alrededor. Sólo un zumbido de motor a lo lejos, y luego la noche recupera sus prerrogativas sobre todo lo que duerme… Allá, cerca del quiosco, una cabina telefónica. Mis pasos me llevan tiránicamente hacia ella, mi mano descuelga el aparato, mis dedos marcan un número. ¿A quién estoy llamando? ¿Qué voy a contarle? La llamada suena cinco, seis, siete veces. Descuelgan y una voz soñolienta rezonga… «¿Diga? ¿Quién es? ¿Tienes idea de la hora que es? Yo trabajo mañana…» Reconozco la voz de Yaser. Me sorprende oírlo. ¿Por qué él?

– Soy Amín…

Un silencio; luego la voz salivosa de Yaser se afianza:

– ¿Amín? ¿Pasa algo grave?

– ¿Dónde está Adel? -me oigo preguntarle.

– Por favor, son las tres de la mañana.

– ¿Dónde está Adel?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Estará donde lo hayan llevado sus negocios. Hace semanas que no lo veo.

– ¿Me vas a decir dónde está o voy a tener que ir a esperarlo a tu casa?

– No -exclama-, no se te ocurra pisar Belén. Los tipos del otro día te andan buscando. Dicen que los has engañado y que trabajas para el Shin Beth.

– Yaser, ¿dónde está Adel?

Un nuevo silencio, más largo que el anterior, y Yaser acaba soltando, exacerbado.

– Yenín… Adel está en Yenín.

– Ése no es el lugar más adecuado para montar una empresa, Yaser. Yenín está asolado.

– Escucha, te aseguro que la última vez que tuve noticias suyas estaba en Yenín. No tengo motivos para mentirte. Si quieres, te avisaré cuando regrese… ¿Puedo saber de qué va todo esto? ¿Qué pasa con mi hijo para que me llames a esta hora?

Cuelgo.

No sé por qué, pero me encuentro algo mejor.

El vigilante nocturno no se alegra de que lo saque de la cama a las tres de la mañana. El hotel cierra a las doce y se me ha olvidado el código de entrada. Es un joven famélico, probablemente un universitario que pasa las noches custodiando el sueño ajeno para costearse los estudios. Me abre sin entusiasmo, busca mi llave y no la encuentra.

– ¿Está seguro de haberla entregado antes de salir?

– ¿Por qué tendría que cargar con una llave?

Sigue buscando tras el mostrador de la recepción, rebusca entre los papeles y las revistas que hay alrededor de un teléfono con fax y fotocopiadora y se incorpora sin haberla encontrado.

– ¡Qué raro!

Intenta recordar, sin conseguir despertarse del todo, dónde se encuentran las copias.

– ¿Ha buscado en su ropa, señor?

– Le digo que no la llevo -contesto llevándome las manos a los bolsillos.

El brazo se detiene: la llave está en mi bolsillo. La saco, confundido. El vigilante contiene un suspiro, a todas luces horrorizado. Se rehace y me desea buenas noches.

Como el ascensor está estropeado, subo por una escalera estrecha hasta el quinto para caer en la cuenta de que me alojo en el tercero. Vuelvo sobre mis pasos.

No enciendo la luz.

Me desvisto, me tumbo sin abrir la cama y miro el techo, que poco a poco me va aspirando como si fuera un agujero negro.

A partir del quinto día me doy cuenta de que mis duendes me están abandonando uno tras otro. Mis reflejos se adelantan a mis intenciones y mis torpezas las empeoran. Durante el día permanezco enclaustrado en la habitación, encogido sobre una silla o tumbado en la cama, con los ojos en blanco como si tratase de pillar por atrás mis pensamientos, pues no dejan de acosarme extrañas ideas: pienso poner en venta mi casa recurriendo a una agencia inmobiliaria, hacer borrón y cuenta nueva y exiliarme en Europa o en Estados Unidos… Por la noche, salgo como un depredador y frecuento tugurios sospechosos, seguro de no toparme, en esos lugares que jamás he pisado, con ningún conocido o ex colega. La penumbra de esos bares que apestan a tabaco y a efluvios rancios me insufla un extraño sentimiento de invisibilidad. A pesar de la promiscuidad de borrachos y mujeres de mirada embrujadora, nadie se fija en mí. Me siento a una mesa apartada, donde las jóvenes achispadas apenas se aventuran, y me dedico a soplar tranquilamente hasta que vienen a avisarme de que es hora de cerrar. Entonces me voy con mi borrachera al mismo parque, al mismo banco, y no vuelvo al hotel hasta la madrugada.

Hasta que, en una cervecería, todo se me va de las manos. La ira que llevaba días incubando acaba imponiéndose. Me lo esperaba. Con la susceptibilidad a flor de piel, sabía que tarde o temprano se me iban a fundir los plomos. Me expresaba con brutalidad y replicaba expeditivamente, carecía de paciencia y reaccionaba muy mal cada vez que me miraban. Sin duda, me estaba convirtiendo en otra persona, a la vez imprevisible y fascinante. Pero esta noche, en la cervecería, me paso. De entrada, no me ha gustado la mesa que me han dado. Quería un lugar discreto, pero no quedaban mesas disponibles. He puesto mala cara y he cedido. Luego, la camarera me informa de que no queda hígado a la plancha. Parece sincera, pero no me gusta su sonrisa.

– Quiero hígado a la plancha -me empeño.

– Lo siento, no nos queda.

– Eso no es asunto mío. En el menú que tienen fuera pone que sirven hígado a la plancha y por eso he entrado, no por otra cosa.

Mis gritos interrumpen el ruido de los cubiertos. Los clientes me miran.

– ¿Por qué tenéis que mirarme así? -les aúllo.

El encargado acude de inmediato. Exhibe todo su encanto profesional para calmarme, pero su cortesía de fachada me encabrita. Exijo que se me traiga de inmediato hígado a la plancha. Por la sala se propaga un movimiento de indignación. Alguien sugiere que me pongan de patitas en la calle. Es un hombre de cierta edad con pinta de poli o militar. Le sugiero que me eche él mismo. Asiente de buen grado y me agarra por la garganta. La camarera y el gerente se oponen al bruto. Cae ruidosamente una silla y cruje el mobiliario a la vez que estallan las invectivas. Llega la policía. El oficial es una mujer rubia de buena pechera con una nariz grotesca y mirada ardiente. El bruto le explica cómo ha degenerado la situación. Sus declaraciones son corroboradas por la camarera y buena parte de la clientela. La mujer de uniforme me saca a la calle y me pide los papeles. Me niego a entregárselos.

– Está totalmente borracho -gruñe un agente.

– Nos lo llevamos -decide el oficial.

Me empujan dentro de un coche y me llevan a la comisaría más cercana. Allí me obligan a entregar mis papeles, a vaciar mis bolsillos y me encierran en una celda con dos borrachos que roncan como benditos.

Una hora después, un agente viene a buscarme. Me lleva a recuperar mis efectos personales y luego al vestíbulo. Allí se encuentra Naveed Ronnen, apoyado contra el mostrador con la cara descompuesta.

– Vaya, mi ángel de la guarda -exclamo, desagradable.

Naveed ladea la cabeza para despedir al agente.

– ¿Cómo has sabido que estoy enchironado? ¿Me mandas seguir o qué?

– Para nada, Amín -dice con tono cansado-. Me alegro de comprobar que te mantienes en pie. Me temía lo peor.

– ¿Como qué, por ejemplo?

– Un secuestro o un suicidio. Llevo días y noches buscándote. Cuando Kim me informó de tu desaparición, comuniqué tus datos a las comisarías y a los hospitales. ¿Por Dios, dónde has estado metido?

– No tiene importancia… ¿Me puedo ir? -pregunto al oficial que está tras el mostrador.

– Queda usted en libertad, señor Jaafari.

– Gracias.

Un viento caliente barre la calle. Dos polis fuman y charlan, uno apoyado en el muro de la comisaría y otro sentado sobre el estribo de un vehículo celular.

El coche de Naveed está aparcado en la acera de enfrente, con las luces de población encendidas.

– ¿Adónde vas así? -me pregunta.

– A mover un poco las piernas.

– Ya es tarde. ¿Quieres que te deje en tu casa?

– Mi hotel no está lejos…

– ¿Cómo que tu hotel? ¿Ya no sabes llegar a tu casa?

– Estoy muy bien en el hotel.

Naveed se pasa una mano por las mejillas, asombrado.

– ¿Y dónde está tu hotel?

– Cogeré un taxi.

– ¿No quieres que te lleve?

– No hace falta. Además, necesito estar solo.

– ¿Debo entender que…?

– No hay nada que entender -replico, cortante-. Necesito estar solo, eso es todo. Creo que está claro.

Naveed me alcanza en la esquina de la calle. Tiene que adelantarme para cerrarme el paso.

– Te aseguro que no está nada bien lo que estás haciendo, Amín. Si vieras el aspecto que tienes…

– ¿Estoy haciendo algo malo o qué? ¿Dime en qué estoy faltando?… Por si quieres saberlo, tus colegas se han portado fatal. Son unos racistas. Fue el otro el que empezó, pero como no tengo la cara adecuada… No por salir de una comisaría hay que reprenderme. Ya tengo bastante por hoy. Ahora sólo quiero regresar a mi hotel. ¡Joder, tampoco estoy pidiendo la luna! ¿Qué hay de malo en querer estar solo?

– Nada -dice Naveed poniéndome la mano sobre el pecho para impedirme avanzar-. Salvo que puedes perjudicarte aislándote. Tienes que sobreponerte, por Dios. Estás desbarrando. Y estás equivocado si piensas que estás solo. Todavía te quedan amigos con quienes puedes contar.

– ¿Yo puedo contar contigo?

Mi pregunta lo sorprende.

Aparta los brazos y dice:

– Por supuesto.

Lo miro de hito en hito. No aparta la mirada aunque se le estremece una fibra en lo alto del pómulo.

– Quiero ir al otro lado del espejo -mascullo-, al otro lado del Muro.

Frunce el ceño y se inclina para mirarme de cerca.

– ¿A Palestina?

– Sí.

Esboza una mueca y se vuelve hacia los policías que nos observan de reojo.

– Creía que habías solucionado ese problema.

– Yo también lo creía.

– ¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión?

– Digamos que es un asunto de honor.

– El tuyo está intacto, Amín. No podemos culparnos del daño que nos infligen, sino sólo del que infligimos a los demás.

– Resulta difícil tragarse eso.

– Nadie te obliga.

– Ahí es donde te equivocas.

Naveed se sujeta el mentón entre el índice y el pulgar y me mira encogiendo las cejas. No me imagina en Palestina con mi depresión a cuestas y busca una manera sutil de disuadirme.

– No creo que sea una buena idea -dice ya sin argumentos.

– No se me ocurre otra.

– ¿Dónde quieres ir exactamente?

– A Yenín.

– La ciudad está en estado de sitio -me previene.

– Yo también… No has contestado a mi pregunta. ¿Puedo contar contigo?

– Supongo que nada te hará recapacitar.

– ¿De qué me hablas?… ¿Puedo contar contigo, sí o no?

Se siente a la vez molesto y afligido.

Rebusco en mis bolsillos, doy con un paquete de tabaco arrugado, saco un pitillo y me lo llevo a los labios. Me doy cuenta de que me he quedado sin mechero.

– No tengo fuego -se excusa Naveed-. Deberías dejar de fumar.

– ¿Puedo contar contigo?

– No veo cómo. Te vas a meter en un campo de minas donde no tengo el menor poder y donde mi baraka no tiene curso legal. Ignoro lo que pretendes demostrar. Allí no se te ha perdido nada. Disparan por doquier, y las balas perdidas hacen más daño que los enfrentamientos. Te aviso, Belén es un puerto de recreo comparado con Yenín.

Se da cuenta de su metedura de pata e intenta sin éxito enmendarla. Su última frase estalla dentro de mí como un petardo. Mi nuez me golpea secamente el gaznate cuando le espeto:

– Kim me prometió no decir nada, y siempre cumple su palabra. Si no ha sido ella, ¿cómo sabes que he estado en Belén?

Naveed siente fastidio, pero su rostro no lo refleja.

– ¿Qué habrías hecho en mi lugar? -dice exasperado-. La mujer de mi mejor amigo es una kamikaze, y nos ha pillado a todos por sorpresa, a su marido, a sus vecinos y a sus amistades. Estás en tu derecho de saber cómo y por qué, pero también es mi deber.

No me lo puedo creer.

Me estremezco de indignación.

– ¿Será posible? -suelto.

Naveed intenta acercarse a mí. Levanto las manos para suplicarle que se quede donde está, me meto por la primera callejuela y desaparezco en la noche.

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