Kim corre hacia la puerta cuando oye el timbre. Me abre a la carrera, sin preguntar quién es.
– ¡Dios santo! -exclama-. ¿Dónde te has metido?
Se asegura de que estoy entero, de que ni mi ropa ni mi cara llevan señales de violencia, y me enseña sus dedos:
– ¡Bravo! Gracias a ti he vuelto a mi antigua costumbre de comerme las uñas.
– No encontré taxi en Belén y, por miedo a los controles policiales, ningún clandestino se ha ofrecido a llevarme.
– Podías haberme llamado. Habría ido a buscarte.
– No habrías sabido llegar. Belén es un laberinto. Al anochecer hay una especie de toque de queda. No sabía dónde citarte.
– Bueno -dice apartándose para dejarme pasar-, estás entero: algo es algo.
Ha instalado una mesa en la galería y la ha preparado para la cena.
– He hecho algunas compras durante tu ausencia. Espero que no hayas cenado, pues te he preparado un pequeño festín.
– Estoy muerto de hambre.
– Gran noticia -dice.
– He sudado mucho hoy.
– Ya me lo imagino… El cuarto de baño está listo.
Voy a mi habitación en busca de la bolsa de aseo.
Me quedo unos veinte minutos bajo el chorro ardiente de la ducha, las manos apoyadas en la pared, la espalda encorvada y la barbilla pegada al cuello. El chorreo del agua por mi piel me relaja. Siento cómo se me relajan los músculos y el aliento. Kim me alcanza un albornoz tras la cortina. Su excesivo pudor me hace gracia. Me seco en una toalla grande, me froto con fuerza brazos y piernas, me pongo el albornoz demasiado ancho de Benjamin y me dirijo a la galería.
Apenas estamos sentados, llaman a la puerta. Kim y yo nos miramos, intrigados.
– ¿Esperas a alguien? -le pregunto.
– No que yo sepa -contesta yendo hacia la puerta.
Un hombre grande con kipá y camiseta casi empuja a Kim para entrar. Echa una rápida ojeada por encima de su cabeza, me mira y dice:
– Soy el vecino del 38. He visto la luz, así que he venido a ver a Benjamin.
– Benjamin no está aquí -le suelta Kim, irritada por su descaro-. Soy su hermana, la doctora Kim Yehuda.
– ¿Su hermana? Jamás la he visto.
– Pues ya me está viendo.
Asiente con la cabeza y dirige su mirada hacia mí.
– Pues… espero no haberles molestado.
– No se preocupe.
Se lleva un dedo a la sien a modo de saludo y se retira. Kim sale para verlo irse antes de cerrar la puerta.
– Menudo caradura -refunfuña regresando a la mesa.
Nos ponemos a cenar. A nuestro alrededor se acentúan los estridores de la noche. Una enorme falena gira enloquecida alrededor de la bombilla colgada de la fachada de la casa. En el cielo, donde tantos sueños se diluyeron antaño, el creciente de la luna se cubre con una nube. Por encima de la tapia, se pueden ver las luces de Jerusalén, con sus minaretes y el campanario de sus iglesias, hoy descuartizados por ese muro sacrílego, miserable y feo, producto de la inconsistencia de los hombres y de sus recalcitrantes cabronadas. Y sin embargo, a pesar de la afrenta de ese muro de todas las discordias, la desfigurada Jerusalén no se da por vencida. Ahí sigue, atrincherada entre la clemencia de sus llanuras y el rigor del desierto de Judea, bebiendo su supervivencia en las fuentes de sus vocaciones eternas, que se niegan a complacer tanto a los reyes de entonces como a los charlatanes de hoy. Aunque cruelmente afectada por los abusos de unos y el martirio de otros, sigue conservando la fe, esta noche más que nunca. Parece estar rezando entre sus cirios y recuperando todo el vigor de sus profecías ahora que los hombres se disponen a acostarse. El silencio es un remanso de paz. La brisa chirría por entre el follaje, cargada de inciensos y de olores cósmicos. Basta con escuchar atentamente para sentir el pulso de los dioses, tender la mano para recoger su misericordia, mostrar entereza para confundirse con ellos.
Siendo adolescente, amé mucho Jerusalén. Sentía el mismo escalofrío ante la Cúpula de la Roca que al pie del Muro de las Lamentaciones, y no podía permanecer insensible a la quietud que emanaba de la basílica del Santo Sepulcro. Pasaba de un barrio a otro como de una fábula asquenazí a un cuento beduino, con la misma felicidad, y no necesitaba ser objetor de conciencia para renegar de las tesis armamentísticas y las prédicas violentas. Me bastaba con levantar la mirada hacia las fachadas que me rodeaban para oponerme a todo lo que pudiese rasgar su inmutable majestad. Hoy todavía, escindida entre un orgasmo de odalisca y su templanza de santa, Jerusalén tiene sed de ebriedad y de pretendientes y lleva muy mal el escándalo que arman sus retoños mientras espera contra viento y marea que una escampada libere a las mentalidades de su oscuro tormento. A la vez Olimpo y gueto, Egeria y concubina, templo y campo de batalla, sufre de sólo poder servir de inspiración a los poetas para que las pasiones degeneren y, muerta de pena, se desconcha a merced de los humores de unos y otros mientras se desmigajan sus oraciones en la blasfemia de los cañones…
– ¿Qué tal te ha ido? -me interrumpe Kim.
– ¿Qué?
– El día.
Me limpio la boca con una servilleta.
– No esperaban que apareciera -contesto-. Ahora que me tienen encima, no saben qué hacer.
– No me digas… ¿Y en qué consiste tu táctica?
– No tengo ninguna. Al no saber por dónde empezar, me lanzo de cabeza.
Me sirve agua con gas. Le tiembla la mano.
– ¿Crees que van a ceder?
– No tengo la menor idea.
– En tal caso, ¿dónde quieres ir a parar?
– Ellos son los que tienen que decírmelo, Kim. No soy poli ni reportero. Estoy furioso y me consumiría si me cruzara de brazos. Para serte sincero, ni siquiera sé exactamente lo que quiero. Obedezco a algo que llevo dentro de mí y que me va marcando la pauta. Ignoro dónde voy, pero me trae sin cuidado. Lo que sí te aseguro es que me encuentro mejor ahora que he dado una patada al hormiguero. Había que verlos cada vez que se topaban conmigo… ¿Entiendes lo que te quiero decir?
– No del todo, Amín. Tus maniobras no auguran nada bueno. En mi opinión, te equivocas de persona. Lo que necesitas es un psicólogo, no un gurú. Esa gente no tiene por qué rendirte cuentas de nada.
– Han matado a mi mujer.
– Sihem se ha matado, Amín -me dice en voz baja como si temiera despertar mis viejos demonios-. Sabía lo que hacía. Eligió su destino. No es lo mismo.
Las palabras de Kim me exasperan.
Me coge la mano.
– Si no sabes lo que quieres, ¿por qué te empeñas en lanzarte de cabeza? No es la mejor manera. Pongamos que esa gente se digne hablar contigo, ¿qué piensas sonsacarles? Te dirán que tu mujer murió por una causa justa y te propondrán que hagas lo mismo. Esa gente ha renunciado a nuestro mundo, Amín. Recuerda lo que dijo Naveed: son mártires en lista de espera, están aguardando que les den luz verde para convertirse en humo. Te aseguro que te equivocas. Volvamos a casa y dejemos que trabaje la policía.
Retiro mi mano de la suya.
– Ignoro lo que me está ocurriendo, Kim. Me encuentro perfectamente lúcido, pero siento una tremenda necesidad de hacerlo a mi manera. Siento que sólo podré guardarle el luto a mi mujer tras haber mirado de frente al cerdo que le lavó el cerebro. Me importa poco saber lo que vaya a soltarle o escupirle a la cara. Sólo quiero ver su cara, comprender qué tiene que yo no tenga… Cuesta explicarlo, Kim. Se agolpan tantas cosas en mi mente… A veces me echo toda la culpa; otras, Sihem me parece la más odiosa de todas las mujeres. Necesito saber cuál de los dos ha fallado al otro.
– ¿Y crees que esa gente te va a dar la respuesta?
– ¡No lo sé!
Mi grito retumba en el silencio como un disparo. Kim se queda temblando sobre su silla, la boca tapada con un trapo y los ojos muy abiertos.
Alzo las manos a la altura de mis hombros para calmarme.
– Perdóname… Está claro que esta historia me puede. Pero hay que dejarme hacer lo que quiero. Si me ocurre algo, me lo habré buscado.
– Me tienes preocupada.
– No lo dudo, Kim. A ratos siento vergüenza por comportarme así, pero me niego a calmarme. Y cuanto más se intenta hacerme entrar en razón, menos me apetece hacerlo… ¿Me entiendes?
Kim suelta el trapo a su lado sin contestar. Los labios le tiemblan durante un minuto largo antes de recuperar la palabra. Respira hondo, me mira con dolor y dice:
– Hace tiempo conocí a alguien. Era un chico normal, pero me entró por los ojos nada más verlo. Era amable y dulce. No sé cómo hizo, pero tras un flirteo se convirtió para mí en el centro del universo. Sentía un flechazo cada vez que me sonreía, hasta el punto de que, cuando a veces se le ensombrecía el rostro, necesitaba encender todas las luces en pleno día para ver claro. Lo he amado como pocas veces se ama. A veces, ebria de felicidad, me hacía la terrible pregunta: ¿Y si me dejara? Sentía de inmediato mi alma separarse de mi cuerpo. Sin él no era nada. Hasta que una noche, sin previo aviso, hizo su maleta y salió de mi vida. Durante años, tuve la sensación de ser una piel olvidada tras una muda. Una piel transparente colgada del vacío. Luego pasaron más años y me di cuenta de que seguía estando aquí, de que mi alma no se había largado, y así fue cómo recobré el ánimo…
Agarra mis dedos hasta aplastarlos.
– Lo que quiero decir es muy sencillo, Amín. Por mucho que te esperes lo peor, éste siempre puede sorprenderte. Y si por desgracia ocurre que toquemos fondo, sólo depende de nosotros que nos quedemos hundidos o que salgamos a flote. No hay más que un paso entre el calor y el frío. Lo importante es saber dónde se pisa. Es fácil resbalar. Un paso en falso y caes por el barranco. ¿Pero acaba con eso el mundo? No lo creo. Hay que motivarse para salir adelante.
Fuera se oye el chirrido de un frenazo, luego unos portazos y un ruido de pasos en la noche. Aporrean la puerta y luego llaman. Kim abre. Es el vecino del 38 con la policía. El oficial es un hombre rubio ya entrado en años, delgado y cortés. Lo acompañan tres agentes armados hasta los dientes. Nos pide excusas por molestar y luego nos pide nuestra documentación. Vamos a buscarla a nuestras respectivas habitaciones, seguidos de cerca por los policías.
El oficial inspecciona nuestros documentos de identidad y se detiene en el mío.
– ¿Es usted israelí, señor Jaafari?
– ¿Le supone un problema?
Me mira de arriba abajo, irritado por mi pregunta, nos devuelve los documentos y se dirige a Kim.
– ¿Es usted la hermana de Benjamín Yehuda, señora?
– Así es.
– Hace tiempo que lo conozco. ¿Ha regresado ya de Estados Unidos?
– Está en Tel Aviv, preparando un foro.
– Cierto, se me había olvidado. Me dijeron que hace poco lo operaron; espero que ya se encuentre mejor.
– Señor oficial, mi hermano jamás ha pisado un quirófano.
Asiente con la cabeza, saluda y hace una señal a sus hombres para que lo sigan fuera. Antes de cerrar la puerta, oímos al vecino del 38 comentar que Benjamin jamás le había dicho que tenía una hermana. Nuevos portazos y el coche arranca a la carrera.
– Reina la desconfianza -digo a Kim.
– ¡Ni que lo digas! -contesta volviendo a la mesa.
No pego un ojo en toda la noche. Ya mirando el techo con fijeza como si quisiera agujerearlo, ya fumando un enésimo pitillo, rumio las palabras de Kim hasta la saciedad sin sacarles provecho. Kim no me entiende, y lo peor es que yo tampoco me entiendo mejor. Además, no admito que se me llame la atención. Sólo estoy dispuesto a escuchar todo eso que se me ha colado en la cabeza y me arrastra, a mi pesar, hacia el único túnel que me ofrece una salida.
Muy temprano por la mañana, aprovecho que Kim está durmiendo para salir de puntillas y tomo un taxi hacia Belén. La Gran Mezquita está casi vacía. Un fiel está ordenando libros en unos estantes y no le da tiempo a retenerme. Cruzo a la carrera la sala de oración, levanto la cortina tras el almimbar y me meto en un cuartucho donde un joven vestido con un kamis y con la cabeza cubierta está leyendo el Corán. Está sentado sobre un cojín ante una mesa baja. El fiel corre tras mis pasos y me agarra por el hombro. Lo empujo y me pongo frente al imán, que, indignado por mi intrusión, ruega a su discípulo que me deje. Éste se retira gruñendo. El imán cierra su libro y me mira de frente. Sus ojos arden de cólera.
– Esto no es un corral.
– Lo siento, pero es la única manera de poder acercarse a usted.
– Eso no es motivo.
– Necesito hablar con usted.
– ¿De qué?
– Soy el doctor…
– Ya sé quién es usted. He sido yo quien ha pedido que lo mantengan alejado de la mezquita. No veo qué pretende encontrar en Belén y no creo que su presencia entre nosotros sea una buena idea.
Coloca el Corán sobre un minúsculo atril que tiene a su lado y se levanta. Es bajo y ascético, pero su ser exhala una energía y una determinación inquebrantables.
Sus ojos profundamente negros caen con todo su peso sobre los míos.
– No es bienvenido aquí, doctor Jaafari. Además, no tiene derecho a entrar en este santuario sin abluciones y sin descalzarse -añade limpiándose las comisuras con un dedo-. Si ha perdido la cabeza, conserve al menos una apariencia de educación. Esto es un lugar de culto. Y sabemos que es usted un creyente recalcitrante, casi un renegado, que no sigue el camino de sus antepasados ni se amolda a sus principios, y que lleva mucho tiempo insolidarizado con su Causa al haber elegido otra nacionalidad… ¿Acaso me equivoco?
Ante mi silencio, esboza una mueca de desdén y sentencia:
– Por consiguiente, no veo de qué podemos discutir.
– ¡De mi mujer!
– ¡Ha muerto! -me replica con sequedad.
– Todavía no le he guardado luto.
– Es su problema, doctor.
La aridez de su tono y sus maneras expeditivas me desconciertan. No consigo creer que un hombre presuntamente cercano a Dios pueda estar tan alejado de los hombres y ser tan insensible a su dolor.
– No me gusta su manera de hablarme.
– Hay muchas cosas que a usted no le gustan, doctor, y no creo que eso le dispense de nada. Ignoro quién se ha hecho cargo de su educación, pero lo que es seguro es que no ha sido una buena escuela. Por otro lado, nada le permite adoptar ese tono de indignación ni a sentirse por encima de los demás, ni su éxito social ni la valentía de su esposa que, dicho sea de paso, no contribuye a que le estimemos más. Para mí, no es más que un pobre desgraciado, un miserable huérfano sin fe y sin salvación que, como un sonámbulo, va a la deriva a plena luz del día. Ni aunque caminase sobre el agua quedaría limpio de la afrenta que encarna. Pues el verdadero bastardo no es el que no conoce a su padre, sino el que no conoce sus referencias. De todas las ovejas negras, es la más patética y la que menos se merece que la lloren.
Me mira con descaro, dispuesto a morder:
– Ahora, váyase. Trae usted el mal de ojo a nuestra morada.
– Le prohíbo…
– ¡Fuera!
Tiende el brazo hacia la cortina, cortante como una espada.
– Otra cosa, doctor: entre integrarse y desintegrarse, el margen de maniobra es tan estrecho que el menor tropiezo puede echarlo todo a perder.
– ¡Es usted un iluminado!
– Ilustrado -precisa.
– Se cree investido de una misión divina.
– Todo valiente lo está. De no ser así, sólo sería vanidoso, egoísta e injusto.
Da una palmada. El discípulo, que por supuesto estaba escuchando tras la cortina, entra y me vuelve a agarrar por el hombro. Lo repelo con rabia y miro al imán.
– No me iré de Belén sin haberme entrevistado con un responsable de su movimiento.
– Haga el favor de irse de mi casa -me dice el imán recogiendo su libro del atril.
Se vuelve a sentar sobre el cojín y me ignora completamente.
Kim me llama al móvil. Le ha sentado muy mal mi manera de desaparecer. Para compensarla, consiento en que me recoja en Belén y la cito en una gasolinera a la entrada de la ciudad. Luego vamos a casa de mi hermana de leche, que no se ha recuperado de su última recaída.
Convencido de que los hombres del imán acabarán manifestándose, nos quedamos cuidando de Leila. Yaser llega un poco después. Ve a Kim junto a su mujer y no intenta enterarse de si se trata de una amiga o de un médico de urgencias. Nos retiramos a una habitación para hablar. Para impedirme que le estropee lo que queda de día, me cuenta el peligro que corre su molino, las deudas que no paran de crecer, el chantaje de sus acreedores. Lo escucho hasta que se queda sin aliento. Le cuento entonces mi expeditiva entrevista con el imán. Se limita a menear la barbilla a la vez que una arruga profunda le surca la frente. Elude por prudencia hacer algún comentario, pero la actitud del imán hacia mí le inquieta visiblemente.
Al anochecer, viendo que no ocurre nada, decido regresar a la mezquita. Dos hombres se me echan encima en una callejuela. Uno me agarra del cuello y me barre las piernas con un pie; el otro me da un rodillazo en la cadera antes de que caiga. Oculto la muñeca herida bajo la axila y, con el brazo protegiendo la cara, me encojo para defenderme de la lluvia de golpes que me viene encima. Los dos hombres se ensañan conmigo y prometen lincharme in situ si me vuelven a pillar por los alrededores. Intento levantarme o arrastrarme hacia un portón. Me arrastran de las piernas hacia el medio de la callejuela y me dan patadas en la espalda y las piernas. Los escasos transeúntes que pululan por la calle se quitan de en medio y me dejan a merced de la furia de mis agresores. Entre gritos y contorsiones, algo restalla en mi cabeza y pierdo el conocimiento…
Cuando recobro el sentido, una piara de mocosos me rodea. Uno pregunta si estoy muerto, y otro le contesta que probablemente borracho. Todos dan un bote hacia atrás cuando me incorporo.
Ya es de noche. Titubeo y me apoyo en las paredes, pero las piernas no me sujetan y me zumba la cabeza. Tras mil acrobacias, alcanzo la casa de mi cuñado.
– ¡Dios mío! -grita Kim.
Me tumba con ayuda de Yaser sobre un banco alargado y acolchado y empieza a quitarme la camisa. Siente alivio al constatar que, aparte de las contusiones y los rasguños, no hay huella de arma blanca ni de disparo. Tras dispensarme los primeros auxilios, agarra el teléfono para llamar a la policía, pero a Yaser casi le da un infarto. Pido a Kim que no lo haga, pues no tengo intención de escaquearme, sobre todo después de la paliza que me acaban de dar. Protesta, me llama loco y me suplica que la siga sin más tardar a Jerusalén. Me niego categóricamente a irme de Belén. Kim se da cuenta de que estoy completamente cegado por el odio y que nada puede hacerme desistir de mi empeño.
Al día siguiente, con el cuerpo hecho trizas y renqueando, regreso a la mezquita. Nadie acude a expulsarme. Al no verme levantarme para la oración, algunos fieles creen que soy un retrasado mental.
Al anochecer, alguien llama a casa de Yaser y le dice que pasarán a recogerme dentro de media hora. Kim me avisa de que se trata con seguridad de una trampa. Me da igual. Estoy cansado de plantar cara al diablo y sólo recibir coces. Quiero verlo de cuerpo entero, aunque tenga que pagarlo el resto de mi vida.
Primero se presenta un chico en casa de Yaser. Me pide que lo siga hasta la plaza, donde un adolescente lo releva. Éste me hace caminar por una barriada oscura, y sospecho que da vueltas para despistarme. Por fin llegamos a una tienda destartalada. Un hombre nos espera junto a una cortina metálica medio bajada. Despide al chico y me pide que lo siga dentro de la casa. Al fondo de un pasillo atestado de cajas vacías y de cartones destripados, otro hombre se hace cargo de mí. Cruzamos un patinillo y luego llegamos a un patio escasamente alumbrado. En una habitación vacía me piden que me desnude y que me ponga un chándal y unas deportivas nuevas. El hombre me explica que son medidas de seguridad y que el Shin Beth podía haber ocultado un chip para tenerme localizado en cualquier momento. Se cerciora asimismo de que no llevo micro ni aparatejo extraño. Tras una hora de espera, viene a recogerme una furgoneta. Me vendan los ojos y me pegan al suelo. Un millón de vueltas más tarde oigo cómo se abre una verja y se cierra tras el paso del vehículo. Un perro ladra y lo llama al orden una voz de hombre. Unos brazos me levantan y me retiran la venda. Me encuentro en un patio grande en uno de cuyos extremos me están esperando unas siluetas armadas. Por un momento, un escalofrío me desgarra la espalda. Tengo miedo y me siento acorralado.
El conductor de la furgoneta me agarra por el codo y me empuja hacia una vivienda. No va más allá. Un gigantón con pinta de forzudo de circo me invita a entrar en un salón cubierto de alfombras de lana donde un joven con kamis negro de mangas y cuello bordados me abre sus brazos.
– Hermano Amín, es para mí un privilegio recibirte en mi modesta morada -me dice con ligero acento libanés.
Su cara no me suena. No creo habérmelo cruzado jamás. Es guapo, de ojos claros y rasgos finos, y lleva un bigote demasiado grueso para ser suyo. No parece tener más de treinta años.
Se acerca a mí y me abraza dándome palmadas en la espalda, al estilo muyahidín.
– Hermano Amín, amigo, destino mío. No sabes hasta qué punto me siento honrado.
Juzgo inútil recordarle la paliza que me dieron sus esbirros la víspera.
– Ven -me dice cogiéndome de la mano-, siéntate en este banco junto a mí.
Miro hacia el coloso que está de guardia en la puerta. Mi huésped lo despide con un imperceptible gesto de la cabeza.
– Siento lo de anoche -me confiesa-, pero reconozca que se lo ha estado buscando.
– Si éste es el precio que hay que pagar por hablar con usted, la cuenta me parece una clavada.
Ríe.
– Otros no han tenido tanta suerte como tú -me confía con un toque de arrogancia-. Pasamos por momentos en que nada se puede dejar al azar. El menor descuido puede dar al traste con todo.
Se recoge el bajo del kamis y se sienta directamente sobre una estera.
– Tu pena me llega al alma, hermano Amín. Dios es testigo de que sufro tanto como tú.
– Eso lo dudo. Son cosas que no se comparten con la misma intensidad.
– Yo también he perdido a los míos.
– Yo no los he llorado tanto como tú.
Aprieta los labios.
– Ya veo…
– Ésta no es una visita de cortesía -le digo.
– Ya lo sé… ¿Qué puedo hacer por ti?
– Mi esposa ha muerto. Pero antes de volarse en medio de una pandilla de escolares vino a esta ciudad a encontrarse con su gurú. Me cabrea mucho que haya preferido a unos integristas antes que a mí -añado, incapaz de contener la rabia que me invade como una marea oscura-. Y me cabrea el doble no haberme olido nada. Confieso que me cabrea mucho más esto último que lo demás. ¡Islamista, mi mujer! ¡Y desde cuándo, vamos a ver! Eso sigue sin entrarme en la cabeza. Era una mujer de hoy. Le gustaba viajar y nadar, tomarse una granizada de limón en la terraza de las heladerías, y estaba demasiado orgullosa de su pelo para ocultarlo bajo un velo… ¿Qué le habéis contado para convertirla en un monstruo, una terrorista, una integrista suicida, a ella que no podía oír llorar a un cachorro?
Está decepcionado. Su estrategia de encanto, que debió de ensayar durante horas antes de recibirme, parece no dar resultado. No esperaba mi reacción y había contado, mediante el montaje rocambolesco de mi rapto consentido para traerme hasta aquí, con impresionarme hasta ponerme en situación de inferioridad. Ni siquiera sé de dónde me viene esa insolencia agresiva que hace que me tiemblen las manos sin que se me resquebraje la voz y que me lata el corazón sin que flaqueen las rodillas. Atrapado entre la precariedad de mi situación y la rabia que me producen la altivez y el disfraz de mal gusto de mi huésped, opto por la temeridad. Necesito demostrar a las claras a ese tiranuelo de opereta que no le tengo miedo, decirle en plena cara la repugnancia y la hiel que los energúmenos de su especie segregan en mí.
El comendador se tritura una y otra vez los dedos sin saber por dónde empezar:
– No aprecio la brutalidad de tus reproches, hermano Amín -acaba suspirándome-. Pero lo achaco a tu pena.
– Puedes achacarlo a lo que te apetezca.
Su rostro se inflama.
– Nada de groserías, te lo ruego. No lo soporto. Y menos en boca de un eminente cirujano. He aceptado recibirte por un solo motivo: explicarte de una vez por todas que no te sirve de nada montar el número en nuestra ciudad. Aquí no hay nada para ti. Querías entrevistarte con un responsable de nuestro movimiento. Pues ya está. Ahora regresa a Tel Aviv y pon una cruz a esta entrevista. Otra cosa: no conocí personalmente a tu mujer. No actuaba bajo nuestra bandera, pero hemos apreciado su gesto.
Me mira con ojos incandescentes.
– Una última observación, doctor. De tanto querer parecerte a tus hermanos de adopción estás perdiendo el discernimiento de los tuyos. Un islamista es un militante político. Su única ambición es instaurar un Estado teocrático en su país y gozar plenamente de su soberanía y de su independencia… Un integrista es un yihadista radical. No cree en la soberanía de los Estados musulmanes ni en su autonomía. Para él son Estados vasallos destinados a disolverse en un solo califato. Porque el integrista sueña con una umma indivisible que se extiende desde Indonesia hasta Marruecos para, de no conseguir convertir Occidente al islam, avasallarlo o destruirlo… Nosotros no somos islamistas o integristas, doctor Jaafari. Sólo somos los hijos de un pueblo expoliado y humillado que luchan con los medios de que disponen para recuperar su patria y su dignidad, ni más ni menos.
Me mira fijamente para comprobar si he asimilado su discurso; luego, sumido en la contemplación de sus uñas inmaculadas, prosigue:
– No he conocido a tu esposa, y lo lamento. Tu mujer se merecía que le besaran los pies. Lo que nos ha ofrecido con su sacrificio nos conforta y nos instruye. Entiendo que te sientas engañado. Es porque aún no has entendido el alcance de su acción. Por ahora, tu amor propio de esposo se sigue doliendo. Un día acabará cediendo y verás más claro y más allá. Que tu esposa no te dijera nada acerca de su lucha no significa que te traicionara. No tenía nada que decirte, ni cuentas que rendir a nadie que no sea Dios… No te pido que la perdones -¿y de qué sirve el perdón de un marido cuando se goza de la gracia de Dios?-; te pido que pases página. El culebrón sigue.
– Quiero saber por qué -digo tontamente.
– ¿Por qué qué? Es su propia historia, una historia que no te concierne.
– Yo era su esposo.
– Y ella no lo ignoraba. Si no quiso contarte nada, sus razones tendría. Con esa actitud te descalificaba.
– ¡Pamplinas! Tenía obligaciones conmigo. Una no se escaquea así como así de su marido. Por lo menos, de mí no. Jamás le falté. Y ella también acaba de joder mi vida, no sólo la suya. Mi vida y la de diecisiete personas que no conocía de nada. ¿Y me preguntas por qué quiero saber? Pues lo quiero saber todo, toda la verdad.
– ¿Qué verdad, la tuya o la suya? ¿La de una mujer que supo ver dónde estaba su deber o la de un hombre que cree que basta con apartar la vista de un problema para que desaparezca? ¿Qué verdad quieres conocer, doctor Amín Jaafari? ¿La del árabe que cree que por tener pasaporte israelí se ha quitado el muerto de encima? ¿La del moro domesticado modélico al que rinden honores por cualquier cosa y al que invitan a recepciones de postín para que la gente compruebe lo tolerante y atento que es uno? ¿La de alguien que cree que por cambiar de chaqueta también cambia de pellejo como si fuera un mutante? ¿Es ésa la verdad que buscas o es la que rehúyes?… ¿Pero en qué planeta vive usted, señor mío? Estamos en un mundo que se despedaza a sí mismo todos los días de Dios. Nos pasamos la noche recogiendo a nuestros muertos y la mañana enterrándolos. Nuestra patria es repetidamente violada, nuestros hijos desconocen la palabra colegio, nuestras hijas han dejado de soñar desde que sus príncipes encantados prefieren la Intifada , nuestras ciudades caen bajo las apisonadoras y nuestros santos patronos no dan pie con bola. Y tú, como te encuentras tan a gusto en tu jaula dorada, te niegas a reconocer nuestro infierno. Al fin y al cabo, estás en tu derecho. Cada uno maneja su vida como quiere… Pero te suplico que no te quejes de aquellos que, asqueados por tu impasibilidad y tu egoísmo, no vacilan en dar su vida para que despiertes… Tu mujer ha muerto para redimirte, señor Jaafari.
– ¡Menuda redención! Tú sí que la necesitas -lo tuteo a mi vez-. ¿Te atreves a hablarme de egoísmo, a mí que he sido desposeído de lo que más quiero en el mundo?… ¿Te atreves a embriagarme con leyendas de valor y dignidad cuando tú estás aquí tan tranquilo, mandando a mujeres y niños al matadero? Desengáñate, vivimos en el mismo planeta, hermano, pero no estamos en el mismo bando. Tú has elegido matar y yo salvar. Lo que para ti es un enemigo es para mí un paciente. No soy ni egoísta ni indiferente, y tengo tanto amor propio como el que más. Sólo pretendo vivir la existencia que me corresponde sin tener que robársela a los demás. No creo en las profecías que ensalzan el suplicio en detrimento del sentido común. Vine al mundo desnudo, y desnudo me iré; lo que poseo no me pertenece. Tampoco la vida de los demás. Este malentendido está en el origen de la desgracia de los hombres: hay que saber devolver lo que Dios nos presta. Nada en la tierra nos pertenece realmente. Ni la patria de la que hablas ni la tumba en la que te convertirás en polvo.
No paro de estoquearlo con el dedo. El caudillo no se inmuta. Me escucha hasta el final, los ojos como zarpas, sin limpiarse los perdigones de saliva que le he lanzado a la cara.
Tras un silencio que me parece eterno, arquea ligeramente una ceja, respira hondo y me mira fijamente.
– Lo que acabo de oír me deja estupefacto, Amín, y eso me parte el corazón y el alma. Por grande que sea tu pena, no tienes derecho a blasfemar así. Me hablas de tu esposa y no me oyes hablar de tu patria. Que tú reniegues de la tuya no obliga a los demás a renunciar a la suya. Aquellos que la reclaman a voz en grito ofrendan su vida por ella a diario. Ésos no se conforman con malvivir en el desprecio ajeno y propio. Decencia o muerte, libertad o tumba, dignidad o carnicería. Y no habrá pena ni duelo que les impida pelear por lo que consideran, con razón, por otra parte, la esencia de su existencia: el honor. «La felicidad no es el premio de la virtud. Es la propia virtud.»
Da una palmada. El coloso aparece tras la puerta. Se acabó la entrevista.
Antes de despedirse añade:
– Me das mucha pena, doctor Amín Jaafari. Está claro que no hemos tomado el mismo camino. Aunque estuviésemos meses y años intentando entendernos, ninguno de los dos escucharía al otro. Así pues, no merece la pena seguir. Vuelve a tu casa. No tenemos nada más que decirnos.