VI

Y aquí estoy de vuelta en mi barrio, cual fantasma en el lugar del crimen. Ignoro cómo he llegado hasta aquí. Tras salir pitando de casa de Kim, tomé una avenida al azar y anduve hasta que se me agarrotaron las pantorrillas. Luego me metí en un autobús hasta su última parada, cené en un merendero en Shipara, me entretuve paseando de plaza en placeta hasta llegar al barrio residencial al que Sihem y yo echamos el ojo siete años atrás, convencidos de estar resguardando nuestro idilio tras una fortaleza inexpugnable. Es un barrio bonito y discreto, orgulloso de sus villas señoriales y de su tranquilidad, en el que viven con toda comodidad las grandes fortunas de Tel Aviv así como una colonia de advenedizos, entre ellos algunos emigrantes rusos reconocibles por su acento basto y su manía de pretender impresionar al vecindario. A Sihem y a mí nos sedujo de inmediato el lugar la primera vez que lo visitamos. La luz del día parecía más luminosa que en otras partes. Nos gustaron las fachadas de piedra, las verjas de hierro forjado y esa aura de felicidad que cubría las casas con sus ventanas abiertas de par en par y sus preciosos balcones. Por entonces, vivíamos en un barrio periférico disonante, en el tercer piso de un edificio nada original donde eran frecuentes las disputas familiares. Nos apretábamos seriamente el cinturón para ahorrar y poder mudarnos algún día, pero no imaginábamos que acabaríamos en un barrio tan peripuesto. Jamás olvidaré la felicidad de Sihem cuando le destapé los ojos para que viera nuestra casa. Pegó tal bote en el asiento, que su cabeza agrietó la luz cenital del coche. A mí me encantaba verla tan locamente feliz, como una niña a la que han hecho el regalo de sus sueños el día de su cumpleaños. ¿Cuántas veces me saltó al cuello y me besó en la boca delante de los transeúntes, ella que se ponía roja como un tomate cada vez que me atrevía a pellizcarla en la calle? Empujó la verja y fue directamente hacia la puerta de roble macizo. Su impaciencia era tal, que no conseguí dar con la llave adecuada durante un rato. Sus gritos de alegría siguen resonando entre mis sienes. La sigo viendo dando vueltas en el salón con los brazos abiertos, como una bailarina embriagada con su propio arte. Tuve que agarrarla por la cintura para que se calmara. Sus ojos me inundaban de gratitud y su felicidad me turbaba. Y allí mismo, en el inmenso salón vacío, nos amamos sobre mi abrigo como dos adolescentes a la vez deslumbrados y amedrentados por las primeras erupciones de sus extasiados cuerpos…

Deben de ser las once, quizá algo menos, y no se ve un alma en la calle de mis triunfos, que duerme a pierna suelta. Sus farolas apenas iluminan. Huérfana de su romance, mi casa tiene un aspecto fantasmal y la envuelve una oscuridad aterradora. Parece abandonada desde hace generaciones. Las persianas están abiertas y algunos cristales rotos. Las flores del jardín están arrancadas y hay papeles por todas partes. Cuando huimos el otro día, a Kim se le olvidó cerrar la verja, que algunos visitantes malintencionados han mantenido abierta y que gime en el silencio de la noche como una endecha diabólica. Han destripado literalmente la cerradura con una palanca. También han arrancado un gozne y roto la campanilla. La vindicta pública ha pegado en mi tapia unos tristes recortes de prensa entre pintadas de odio. Han ocurrido cosas durante mi ausencia…

Hay correo en mi buzón. Entre las facturas, me llama la atención un sobre pequeño. No hay remite, sólo un sello y un matasellos. Procede de Belén. El corazón se me desboca cuando reconozco la letra de Sihem. Me meto en mi dormitorio, enciendo la luz y me siento junto a la mesilla de noche donde se encuentra la foto de mi mujer.

De repente, me quedo paralizado.

¿Por qué Belén?… ¿Qué me va a traer esta carta de ultratumba? Me tiemblan los dedos, y la nuez enloquece en mi reseca garganta. Al principio, pienso dejarla para más adelante. No me siento en condiciones de poner la otra mejilla, de asumir los atropellos de la desgracia que me lleva pisando los talones desde el atentado. El tornado que ha ahuyentado a mi suerte me ha dejado severamente tocado. No podría superar otra cabronada más… Pero me siento a la vez incapaz de esperar un segundo más. Mis fibras están tensadas y a punto de romperse, mis nervios a punto de estallar. Respiro hondo y desgarro el sobre, sintiéndome más en peligro que si acabase de abrirme las venas. Por la espalda me corre un sudor urticante. Mi corazón late cada vez con mayor fuerza y retumba en mis sienes, llenando el dormitorio de ecos vertiginosos.

La carta es breve y no lleva fecha ni encabezamiento, apenas unas líneas redactadas a la carrera en una hoja de cuaderno escolar. Leo:

Amín, amor mío, ¿de qué sirve la felicidad cuando no es compartida? Mis alegrías se difuminaban si no iban acompañadas de las tuyas. Tú querías hijos y yo quería merecerlos. Ningún hijo está del todo a salvo si carece de patria… No me guardes rencor.

Sihem.

La hoja se me cae de las manos. Súbitamente, todo se derrumba. En absoluto reconozco a la mujer con la que me casé para bien y para siempre, que meció los mejores años de mi vida, adornó mis proyectos con guirnaldas relucientes y colmó mi alma con dulces presencias. No reconozco nada de ella, ni en mí ni en mis recuerdos. El marco que la retiene cautiva de un instante caduco, irremediablemente rescindido, me da la espalda, incapaz de asumir esa imagen de lo que para mí fue lo más bonito que me ocurrió en la vida. Me siento catapultado desde un acantilado, aspirado por un abismo. Niego con la cabeza y las manos, con todo mi ser… Voy a despertarme… Estoy despierto. No estoy soñando. La carta yace a mis pies, muy real, cuestionando mis convicciones y pulverizando una tras otra mis más tenaces certidumbres… No es justo… La película de mis tres días de cautiverio descarrila en mi mente. La voz del capitán Moshe me acosa, levantando con sus gritos cavernosos unas imágenes turbulentas e inextricables. Por momentos, unos fogonazos iluminan algunas de ellas. Vislumbro a Naveed esperándome al pie de la escalinata, a Kim recogiéndome en mi jardín con cucharilla, a mis agresores a punto de lincharme en ese mismo jardín… Me agarro la cabeza con ambas manos y me abandono al inmenso cansancio que me está venciendo.

¿Qué me estás contando, Sihem, amor mío?

Creemos que sabemos, y entonces bajamos la guardia y hacemos como si todo fuera sobre ruedas. Con el tiempo, acabamos dejando de prestar la debida atención a las cosas. Nos confiamos. ¿Qué más se puede pedir? La vida nos sonríe, la suerte también. Se ama y se es amado. Nuestros sueños marcan la pauta de la realidad. Todo nos sale a pedir de boca… Luego, sin previo aviso, el cielo se nos viene encima. Y, cuando ya está todo patas arriba, nos damos cuenta de que la vida, toda la vida -con sus altibajos, sus penas y sus alegrías, sus promesas y sus desengaños-, pende de un hilo tan inconsistente e imperceptible como el de una telaraña. De repente, el menor ruido nos espanta, y ya no conseguimos creer en nada. Lo único que deseamos es cerrar los ojos y no volver a pensar.

– ¡Otra vez has olvidado cerrar tu puerta! -me reprende Kim.

Está en la entrada de mi dormitorio, con los brazos cruzados. No la he oído llegar.

– ¿Por qué te fuiste antes? Naveed y Ezra habían venido por ti. ¿Acaso ya no soportas ver a tus amigos?

Se le borra su sonrisa azorada.

– ¡Vaya por Dios, menuda cara tienes!

No debo de tener muy buen aspecto porque se abalanza sobre mí y me agarra por las muñecas para verificar si están ilesas:

– ¿No te las habrás cortado, verdad? ¡Joder, no te queda una gota de sangre en la cara! ¿Has visto un fantasma o qué? ¿Qué pasa ahora? ¡Di algo, cojones! ¿Te has metido alguna mierda? Mírame a los ojos y dime si has tomado alguna porquería. ¡Es increíble lo que te estás haciendo, Amín! -grita a la vez que busca a su alrededor alguna cápsula de veneno o algún tarro de somníferos-. No se te puede dejar solo un minuto…

La veo arrodillarse, echar una ojeada bajo la cama, pasar la mano aquí y allá…

No reconozco mi voz al confesarle:

– ¡Ha sido ella, Kim… Dios mío! ¿Cómo habrá podido?

Kim se queda paralizada y luego levanta medio cuerpo. No entiende.

– ¿De qué estás hablando?

Ve la carta a mis pies, la recoge y la lee. Se le va frunciendo el ceño a medida que lee.

– ¡Dios todopoderoso! -suspira.

Me mira de hito en hito, sin saber qué actitud adoptar. Tras farfullar algo, me abraza. Me acurruco en sus brazos como si fuera un niño y, por segunda vez en menos de diez días, yo, que no he soltado una lágrima desde que murió mi abuelo, treinta años atrás, me pongo a llorar como diez niños juntos.

Kim se queda conmigo hasta la mañana. Al despertarme, me la encuentro hecha un ovillo en un sillón, cerca de mi cama, visiblemente agotada. Nos hemos quedado fritos cuando menos lo esperábamos. Ignoro quién de los dos cayó el primero. He dormido con los zapatos puestos y la chaqueta abrochada hasta el cuello. Curiosamente, siento que lo más gordo de la tormenta ha pasado. La foto de Sihem sobre la mesilla de noche no remueve nada dentro de mí. Su sonrisa se ha disipado y su mirada se ha descompuesto; mi pena me ha derrotado sin rematarme…

Fuera, unos gorjeos pellizcan el silencio matutino. Se acabó, me digo. Amanece en la calle y en mi mente.

Kim me lleva a visitar a su abuelo, que vive en una casita junto al mar. El viejo Yehuda no está al tanto de lo que me ha ocurrido, y es mejor así. Necesito recuperar las miradas de antes, no tomar incómodo un silencio ni compasiva una sonrisa. Durante el trayecto, Kim y yo evitamos hablar de la carta. Nos callamos para no arriesgarnos. Kim conduce su Nissan con las gafas de sol puestas y el pelo revoloteando al viento. Mira hacia adelante con el volante firme entre sus brazos. Yo, por mi parte, examino mi muñeca vendada e intento interesarme por el ronroneo del motor.

El viejo Yehuda nos recibe con su habitual cortesía. Viudo desde hace una generación, sus hijos se fueron a vivir su vida bajo otros cielos. Es un anciano demacrado, de pómulos huesudos y ojos inmóviles en un rostro estragado. Acaba de superar un cáncer de próstata que lo ha ajado en pocos meses. Siempre se alegra de que le hagan una visita. Para él, es como si lo resucitaran. Vive a su pesar como un ermitaño, olvidado en la casa que construyó con sus propias manos, rodeado de libros y de fotos que rememoran los horrores del Holocausto. Así, cuando un familiar o un amigo llama a su puerta, es como si levantara la trampilla bajo la cual se ha enterrado en vida para alumbrar un poco su noche.

Almorzamos los tres en un restaurante cercano a la playa. Hace buen tiempo. Aparte de una nube desgreñada que se deshilacha en el aire, el sol dispone del cielo para él solo. Unas cuantas familias se hallan relajadamente instaladas sobre la arena, unas en torno a un almuerzo improvisado y otras caminando con el agua hasta las pantorrillas. Unos niños se persiguen piando como gorriones…

– ¿Por qué no has traído a Sihem contigo? -me pregunta a bocajarro el viejo Yehuda.

Se me detiene el corazón.

Kim, también cogida por sorpresa, casi se atraganta con un hueso de aceituna. Temía una salida de ésas por parle del abuelo, pero la esperaba mucho antes, de modo que acabó bajando la guardia. Se pone tiesa y roja como un tomate, aguardando mi respuesta como un reo su sentencia. Me limpio los labios en una servilleta y, tras un silencio meditabundo, contesto que Sihem tenía un compromiso. El viejo Yehuda asiente con la cabeza y sigue removiendo su sopa. Entiendo que ha preguntado por preguntar, tal vez para romper el silencio que nos mantiene aislados, cada cual pensando en lo suyo.

Tras el almuerzo, el viejo Yehuda regresa a su domicilio para echar su cabezada mientras Kim y yo vamos a caminar por la arena, con las manos a la espalda y la cabeza en otra parte. A ratos, una ola se aventura hasta nuestros tobillos y se retira subrepticiamente.

A la vez agotados y revigorizados, subimos a lo alto de una duna para acechar el atardecer. La noche nos sustrae al desorden de las cosas. Ambos nos sentimos aliviados por ello.

Yehuda viene a buscarnos. Cenamos en la veranda, escuchando las olas romperse contra las rocas. Cada vez que el viejo Yehuda pretende contarnos la historia de su familia deportada, Kim le recuerda su promesa de no alterar la velada, y él reconoce haberse comprometido a no remover sus miserias de antaño, a la vez que se acomoda en su silla con el fastidio de tener que guardarse para sí sus recuerdos.

Kim me ofrece un catre en la habitación de arriba y opta por dormir en el suelo sobre un colchón de gomaespuma. Apagamos pronto.

Me he pasado la noche intentando comprender cómo pudo Sihem llegar tan lejos, cuándo empezó a írseme de las manos. ¿Cómo no me di cuenta?… Seguro que intentó hacerme una señal, decirme algo que no supe pillar al vuelo. ¿Dónde tenía la cabeza? Es cierto que su mirada había perdido últimamente buena parte de su esplendor y que sus risas se habían espaciado, pero ¿acaso era ése el mensaje que me tocaba descifrar, ésa la mano tendida que debía agarrar para que no la arrastrara consigo la crecida? Unos indicios irrisorios, tratándose de alguien que no escatimaba medios para convertir un beso en una fiesta y un abrazo en un orgasmo. Entro a saco en mis recuerdos en busca de un detalle susceptible de serenarme el alma, y no hallo nada convincente. Nuestro amor era perfecto, nada desentonaba en su melodía. No nos hablábamos, nos decíamos, tal como ocurre en los idilios benditos. Si alguna vez gimió, para mí estaba cantando, pues no podía imaginármela en la periferia de mi felicidad, a la que ella encarnaba por entero. Sólo una vez habló de morir. Fue junto a un lago suizo mientras el horizonte crepuscular se las daba de obra maestra de la pintura: «No te sobreviviría un minuto», me confesó. «Para mí eres el mundo. Me siento morir cada vez que te pierdo de vista.» Aquella noche estaba deslumbrante con su vestido blanco. Los hombres sentados a nuestro alrededor en la terraza del restaurante se la comían con los ojos. El lago parecía inspirarse en su lozanía para dar lustre a la noche… No, no fue allí donde me avisó; estaba demasiado feliz y atenta al estremecimiento del agua. Ella era lo más bonito que podía ofrecerme la vida.

El viejo Yehuda es el primero en levantarse. Lo oigo preparar el café. Aparto mi manta, me pongo pantalón y zapatos y paso por encima de Kim, ovillada al pie de mi cama con la sábana enredada en sus pantorrillas.

Fuera, la noche hace sus maletas.

Bajo a la primera planta y saludo a Yehuda, apoyado en la mesa de la cocina ante un tazón humeante.

– Buenos días, Amín… Hay café en el hornillo.

– Luego -le contesto-. Primero quiero ver amanecer.

– Excelente idea.

Bajo a la carrera por el sendero que lleva a la playa, me siento sobre una roca y me concentro en la brecha infinitesimal que está desgarrando las tinieblas. La brisa se cuela por mi camisa y me despeina. Me agarro las rodillas con los brazos y reclino con cuidado mi barbilla sobre ellas sin dejar de mirar el rayado opalescente que va alzando lentamente los faldones del horizonte.

– Deja que el rumor de las olas absorba el que resuena en tu interior -me sorprende el viejo Yehuda dejándose caer a mi lado-. Es la mejor manera de vaciarse uno mismo…

Escucha cómo una ola se arremolina en el hueco de la roca y me dice, limpiándose la nariz con el puño:

– Hay que mirar siempre el mar. Es un espejo que no sabe mentir. Así también aprendí a dejar de mirar atrás. Antes, cuando echaba una ojeada por encima del hombro, comprobaba que mis fantasmas y mis penas seguían intactos. No permitían que volviera a tomarle gusto a la vida, ¿entiendes? Echaban a perder mis posibilidades de renacer de mis propias cenizas…

Desentierra un guijarro y lo sopesa distraídamente.

Se le quiebra la voz al añadir:

– Por eso he elegido vivir mis últimos días y morir en mi casa frente al mar… Quien mira el mar da la espalda a las desgracias del mundo. En cierto modo, acaba conformándose.

Lanza el guijarro al agua describiendo un arco con el brazo.

– Me he pasado la mayor parte de mi vida persiguiendo los sufrimientos pasados -me cuenta-. Para mí, nada podía superar una oración o una conmemoración. Estaba convencido de que me había librado del Holocausto sólo para mantener vivo su recuerdo. Sólo me importaban las estelas funerarias. Apenas me enteraba de que inauguraban una en alguna parte, me metía en un avión para estar en primera fila. Grababa todas las conferencias sobre el genocidio judío y me recorría el mundo de punta a punta para contar lo que nuestro pueblo había padecido en los campos de exterminio, abocado a la cámara de gas y al horno crematorio… Sin embargo, no he visto gran cosa del Holocausto. Tenía cuatro años. A veces me pregunto si mis recuerdos no serán fruto de traumas posteriores a la guerra, adquiridos en las salas oscuras donde se proyectaban documentales sobre las atrocidades nazis.

Tras un prolongado silencio durante el cual debe luchar para contener el flujo de sus emociones, prosigue:

– Nací para ser feliz. Parecía que la providencia me había puesto del lado de la suerte. Tenía una buena salud física y mental. Era de familia acomodada. Mi padre, médico, ejercía en la consulta más prestigiosa de Berlín. Mi madre daba clases de historia del arte en la universidad. Vivíamos en una casa señorial en un barrio de ricos, con un jardín tan grande como un prado. Teníamos criados que no paraban de mimarme, a mí, que era el menor de seis hermanos.

»Resultaba evidente que no todo era color de rosas en la ciudad. La segregación racial iba creciendo de día en día. La gente nos soltaba impertinencias cuando nos cruzábamos con ellos en la calle. Pero en casa nos hallábamos en el mismo centro de la felicidad…

»Luego, una mañana, debimos renunciar a nuestro remanso de paz y seguir a interminables cohortes de familias desorientadas, expulsadas de sus casas y entregadas a los demonios de la Kristallnacht. Hay mañanas que nacen de noches distintas. Sin duda alguna, aquella del otoño de 1938 fue la más abismal de todas. Nunca olvidaré el silencio que escoltaba a la desgracia de esa gente de mirada vacía y atuendo ultrajado por la estrella amarilla.

– La estrella amarilla se impuso en septiembre de 1941.

– Ya lo sé. Sin embargo, está ahí, injertada en todos mis recuerdos, infestando hasta el último recoveco de mi memoria. Me pregunto si no nací con ella… No levantaba un palmo del suelo y sin embargo me parece que veía por encima de las cabezas de los adultos, pero sin entrever horizonte alguno. Fue una mañana absolutamente única. Inmersos en la grisura, la bruma borraba nuestras huellas de los caminos sin retorno. Recuerdo uno por uno el estremecimiento de los rostros apagados, los embotamientos producidos por la tragedia, hojas muertas que apestaban a cadáver de animal. Cuando un condenado exhausto caía al suelo por un culatazo, miraba a mi padre para intentar comprender; éste me revolvía el pelo y me susurraba: «No es nada, todo se arreglará…». Te juro que sigo notando, en este mismo instante en que te estoy hablando, sus dedos sobre mi cráneo, y se me pone la carne de gallina…

Sabba -lo increpa Kim acercándose a nosotros.

El anciano levanta los brazos como un chaval pillado con los dedos metidos en la mermelada.

– Perdonadme, es algo que me supera. Por mucho que prometo no volver a hurgar en la herida, es exactamente lo que hago cada vez que pretendo decir algo.

– Es porque no miras bastante el mar, querido sabba -le dice Kim masajeándole el cuello con ternura.

El viejo Yehuda medita las palabras de su nieta como si fuera la primera vez que las oyera. Una lejana grisura repleta de trágicas evocaciones le vela la mirada. Por un momento, parece enajenado y le cuesta reponerse. Luego, las manos de su nieta sobre su nuca lo devuelven a la realidad.

– Tienes razón, Kim, hablo demasiado…

Añade con voz trémula:

– Jamás entenderé por qué los supervivientes de una tragedia pretenden que los demás crean que son más dignos de compasión que los que perdieron la vida.

Su mirada recorre la arena de la playa, se hunde bajo las olas y luego se pierde mar adentro mientras su mano diáfana va buscando lentamente la de su nieta.

Los tres contemplamos en un silencio absoluto el horizonte abrasado por la aurora, seguros de que tampoco el día que amanece, como los anteriores, sabrá aportar suficiente luz al corazón de los hombres.

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