XII

Kim tenía razón; debí entregar la carta a Naveed; le habría sacado más partido que yo. Tampoco estaba equivocada cuando me puso en guardia contra mí mismo, pues yo era lo más inverosímil de todo esto. He tardado en darme cuenta. He tenido la inmensa suerte de haber salido entero de ésta; desde luego, con el rabo entre las piernas, y no del todo indemne, pero al menos de pie. El recuerdo de este fracaso, tenaz como la mala conciencia y cruel como una broma de mal gusto, me va a perseguir durante mucho tiempo. ¿Qué he conseguido, a fin de cuentas? Me he limitado a darle vueltas a una ilusión, como una polilla alrededor de un cabo de vela, más obsesionada por las tentaciones de su curiosidad que fascinada por la mortal luz del cirio. La trampilla que estaba empeñado en abrir no me ha entregado ninguno de sus secretos, pero me ha echado a la cara su hedor a humedad y sus telarañas.

Ya no necesito ir más allá.

Ahora que he visto con mis propios ojos cómo son los caudillos y los hacedores de mártires, mis demonios han aflojado su presa. Ya he dado bastante la nota: regreso a Tel Aviv.

Kim se siente aliviada. Conduce en silencio, con las manos agarradas al volante como para asegurarse de que no está alucinando, de que me trae de veras de vuelta a casa. Desde esta mañana, evita abrir la boca por temor a meter la pata y verme cambiar otra vez de opinión. Se levantó antes del amanecer y lo empaquetó todo en silencio para despertarme cuando casi todas nuestras cosas estuviesen dentro del coche y la casa limpia.

Salimos de los barrios judíos con las anteojeras puestas. Nada de mirar a diestra y siniestra, ni de entretenerse con nada; cualquier descuido lo puede echar todo a perder. Kim sólo tiene ojos para la calzada que discurre ante ella, derecha hacia la salida. Ya libre de la angustia de la noche, el día se anuncia radiante. Un cielo inmaculado se despereza lentamente, aún adormilado tras un merecido sueño. A la ciudad parece costarle saltar de la cama. Algunos madrugadores emergen de las penumbras, furtivos, con los ojos entumecidos por los sueños abortados. Rozan las paredes como sombras chinescas. Suena algún ruido aquí y allá, una cortina metálica que alguien levanta, un coche que arranca. Un autocar renquea ruidosamente al llegar a su estación. En Jerusalén, la gente, por superstición, se muestra muy prudente por la mañana: se cree que lo primero que se hace y dice al levantarse determina el resto del día.

Kim aprovecha la fluidez del tráfico para conducir muy velozmente. No se da cuenta de lo nerviosa que está. Parece que quiere correr más rápido que mis cambios de humor, que teme que me dé la ventolera y decida regresar a Belén.

Sólo se relaja cuando las últimas casas de la ciudad desaparecen por el retrovisor.

– No tenemos prisa -le digo.

Retira el pie del pedal del acelerador como si cayera en la cuenta de que estaba pisando la cola de una serpiente. Lo que más le asusta es el tono abatido de mi voz. Me siento tan cansado y miserable… ¿Qué fui a buscar a Belén? ¿Un trozo de mentira para recomponer la escasa imagen que me queda? ¿Una gota de dignidad cuando todo me sale mal? ¿Exhibir mi cólera en público para que todos sepan cuánto aborrezco a esos miserables que han reventado mi sueño como si fuera un absceso?… Pongamos que la gente estuviera muy pendiente de mi pena y mi repugnancia, que se apartara para dejarme pasar y agacharan la cabeza ante mi mirada… ¿Qué ganaría con ello? ¿Qué llaga cauterizar, qué fractura recomponer?… En el fondo, ni siquiera estoy seguro de querer seguir el rastro de mi infortunio hasta la raíz. Cierto, no rehúyo la pelea, ¿pero cómo batirse en duelo con fantasmas? Es más que evidente que no doy la talla. No sé nada de los gurús ni de sus esbirros. Durante toda mi vida he dado pertinazmente la espalda a las diatribas de unos y a las actuaciones de otros, aferrándome a mis ambiciones como un jinete a su caballo. He renunciado a mi tribu, he aceptado separarme de mi madre, he hecho mil concesiones para poder dedicarme en exclusiva a mi carrera de cirujano. No tenía tiempo de interesarme por los traumas que socavan las llamadas a la reconciliación de dos pueblos elegidos que han optado por convertir la tierra bendecida por Dios en un campo de horror y de ira. No recuerdo haber aplaudido el combate de unos o condenado el de los otros, pues la actitud de ambos me parecía poco razonable y lastimosa. Jamás me he sentido implicado, de un modo u otro, en el conflicto sangriento que, en realidad, no hace sino oponer, sin salir de casa, a víctimas y chivos expiatorios de una Historia canallesca siempre dispuesta a renovarse. He visto tanta hostilidad despreciable que la única manera de no parecerme a los que la practicaban era no ejercerla a mi vez. Entre poner la otra mejilla o devolver los golpes, he elegido aliviar a pacientes. Ejerzo el oficio más noble de todos, y por nada en el mundo quisiera comprometer el orgullo que me produce. Mi presencia en Belén sólo habrá sido una huida hacia adelante; y mi pseudovalentía, una diversión. ¿Quién soy yo para pensar que puedo triunfar allí donde los servicios más competentes se estrellan a diario? Tengo frente a mí una organización perfectamente engrasada, con un rodaje de años en cábalas y acciones militares, y que trae con la lengua fuera a los mejores sabuesos de las policías secretas. No tengo, para oponerme a ellos, más que mis frustraciones de esposo engañado, un furor comatoso de nulo efecto. Y en ese duelo no hay sitio para suspiros, ni menos aún para enternecimientos. Aquí sólo tienen voz y voto los cañones, los cinturones explosivos y los golpes bajos, y pobre del ventrílocuo cuya marioneta enmudezca sin previo aviso. Esto es un duelo sin piedad y sin reglas en el que las vacilaciones son fatales y los errores irreparables, en que el fin genera sus propios medios y la salvación está fuera de concurso, sobrepasada por el vértigo revanchista y las muertes espectaculares. Pero resulta que siempre me han producido un indecible horror los carros de combate y las bombas, a los que considero la forma más acabada de maldad humana. No tengo nada que ver con el entorno que he profanado en Belén; no conozco sus ritos, ignoro sus exigencias y no me creo en condiciones de familiarizarme con él. Odio las guerras y las revoluciones, y todas esas historias de violencia redentora que giran sobre su eje como tuercas en infinitos tornillos, arrastrando a generaciones enteras a los mismos mortíferos absurdos sin que jamás les falle el mecanismo. Soy cirujano; creo que ya hay bastante dolor en nuestras carnes para que gente física y mentalmente sana reclame más cada dos por tres.

– Déjame en mi casa -pido a Kim cuando veo centellear a lo lejos los edificios altos de Tel Aviv.

– ¿Tienes cosas que recoger de casa?

– No, quiero instalarme en mi casa.

– Es demasiado pronto.

– Es mi casa, Kim. Antes o después tendré que regresar.

Kim se percata de su metedura de pata. Se aparta un mechón de pelo con irritación.

– No quería decir eso, Amín.

– Lo digo sin maldad.

Sigue adelante unos cuantos cientos de metros mordisqueándose los labios.

– ¿Sigue estando ahí esa maldita señal que no supiste captar, verdad?

No le contesto.

Un tractor renquea por el flanco de una colina. El chico que lo conduce debe agarrarse al volante para no caer descabalgado. Dos perros pelirrojos lo escoltan de cada lado del vehículo, uno olisqueando el suelo y el otro distraído. Una casita carcomida surge tras un seto antes de ser súbitamente escamoteada por un grupo de árboles con la agilidad de un prestidigitador. Y, nuevamente, los campos inician su cabalgada a toda carrera por la llanura. Hace un tiempo espléndido.

Kim espera a haber adelantado un convoy militar para volver a la carga:

– ¿No estabas a gusto en mi casa?

La miro, aunque ella prefiere seguir mirando hacia adelante.

– No me quedaría ni un minuto más, Kim, y lo sabes. Aprecio tu presencia a mi lado, pero necesito tomar cierta distancia para inventariar estos días pasados con serenidad.

Kim teme sobre todo que me autolesione a mí mismo, que no soporte un careo conmigo mismo, que acabe cediendo al asedio de mi tormento. Cree que estoy a punto de caer en la depresión, de hacer algo irremediable. No necesita confesármelo, pues todo en ella revela su gran inquietud: sus dedos tamborileando todo lo que tocan, sus labios incapaces de disimular sus muecas, sus ojos esquivando los míos, su garganta, que debe aclarar cada vez que va a decirme algo… Me pregunto cómo hace para no perder el hilo y seguir a la vez tan pendiente de mí.

– De acuerdo -concede-. Te dejo en tu casa y paso a recogerte esta noche. Cenaremos en mi casa.

Le flaquea la voz.

Espero con paciencia que se vuelva hacia mí para decirle:

– Necesito estar solo una temporada.

Finge meditar y luego pregunta retorciendo el labio:

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que todo vuelva a su sitio.

– Eso puede durar mucho.

– Te aseguro que no estoy tan tocado. Sólo necesito quedarme a solas conmigo.

– Muy bien -dice con indisimulado enfado.

Y, tras un largo silencio:

– ¿Al menos puedo pasar a verte?

– Te llamaré en cuanto pueda.

Su susceptibilidad acusa el golpe.

– No te lo tomes mal, Kim. Tú no tienes nada que ver. Sé que no es fácil justificarlo, pero también que comprendes lo que intento decirte.

– No quiero que te aísles, eso es todo. Me parece que no estás todavía en condiciones de recuperarte solo, y no quiero comerme lo poco que me queda de uñas.

– Lo lamentaría mucho.

– ¿Por qué no permites que el profesor Menach te examine? Es un psicólogo eminente y un gran amigo tuyo.

– Te prometo que iré a verlo, pero no ahora. Antes necesito recomponerme por dentro; así estaré más receptivo.

Me deja en mi casa, pero no se atreve a acompañarme hasta el interior. Antes de cerrar la verja detrás de mí, le sonrío. Me suelta un guiño entristecido.

– Intenta que tu señal no te amargue la existencia, Amín. Eso te acabará consumiendo hasta no poder agarrarte a ti mismo sin deshacerte entre tus propias manos como una momia podrida.

Arranca sin esperar mi reacción.

Cuando el ruido del Nissan se pierde y me veo frente a mi casa y su silencio, me doy cuenta de la amplitud de mi soledad. Ya estoy echando de menos a Kim… Otra vez solo… No me gusta dejarte solo, me dijo Sihem la víspera de su salida para Kafr Kanna. Y, de repente, lo recuerdo todo. Justo cuando menos lo esperaba. Sihem me preparó un festín real aquella noche, mis platos preferidos. Tuvimos una cena íntima en el salón. Bella y distante, apenas picoteó delicadamente de su plato. «¿Por qué estás triste, amor mío?», le pregunté. «No me gusta dejarte solo, cielo», me confesó. «Tres días pasan pronto», le dije. «Para mí, es una eternidad», me contestó. Ése fue su mensaje, la señal que no supe captar. ¿Pero cómo vislumbrar el abismo tras el brillo de sus ojos, cómo adivinar el adiós ante tanta generosidad, pues aquella noche se me entregó como jamás lo había hecho antes?

Me quedo otra eternidad temblando en el umbral de mi casa antes de cruzarlo.

La asistenta sigue sin venir. Intento dar con ella por teléfono pero me sale una y otra vez su contestador. Decido hacerme cargo de la situación. La casa está en el estado en que la dejaron los inspectores de Moshe: habitaciones patas arriba, cajones por el suelo con su contenido desperdigado, armarios vacíos, estanterías arrasadas, muebles desplazados y hasta volcados. Desde entonces, el polvo y las hojas muertas han invadido el espacio por las ventanas rotas y las que había olvidado cerrar. El jardín ha caído en desgracia, cubierto de latas de cerveza, periódicos y todo tipo de objetos que mis linchadores dejaron allí para desquitarse de su venganza fallida. Llamo a un cristalero que conozco. Me dice que en ese momento tiene trabajo, pero promete pasar antes del anochecer. Me pongo a ordenar las habitaciones; recojo lo que está en el suelo, enderezo las cosas volcadas, coloco en su sitio estanterías y cajones, separo los objetos rotos de los que han quedado intactos. Cuando llega el cristalero, estoy acabando de barrer. Me ayuda a sacar las bolsas de basura, examina mis ventanas mientras me retiro en la cocina para fumar y beber café y regresa con un cuadernillo donde ha tomado nota de los desperfectos.

– ¿Huracán o vandalismo? -me pregunta.

Le ofrezco una taza de café, que acepta encantado. Es pelirrojo y gordo; tiene el rostro acribillado de pecas, una boca enorme y los hombros redondos y caídos. Es paticorto y calza botas militares. Hace años que lo conozco, he operado a su padre dos veces.

– Hay faena -me informa-. Hay que cambiar veintitrés cristales. También debes llamar a un carpintero, tienes rotas dos ventanas y una persiana.

– ¿Conoces a uno bueno?

Piensa arrugando un ojo.

– Hay uno que no es malo, pero no sé si estará disponible ahora mismo. Empezaré mañana. Hoy he currado mucho y estoy reventado. He venido sólo para hacerte el presupuesto. ¿Vale?

Miro mi reloj.

– Mañana, de acuerdo.

El cristalero se toma el café, guarda el cuadernillo en una cartera colgada de una vieja correa y se va. Temía que sacara a relucir el tema del atentado, pues sabía a las claras quién estaba detrás. Pero no fue así. Se limitó a apuntar lo que tenía que hacer. Me pareció admirable.

Me ducho y voy al centro de la ciudad. Un taxi me lleva hasta el garaje donde dejé mi coche antes de ir a Jerusalén. Una vez al volante, me dirijo hacia el paseo marítimo. El excesivo tráfico me obliga a dejar el coche en un aparcamiento frente al Mediterráneo. Parejas y familias pasean tranquilamente por las explanadas. Ceno en un restaurante discreto, me tomo unas cuantas cervezas en un bar al final de la misma calle y camino por la arena de la playa hasta bien avanzada la noche. El sonido del oleaje me insufla una especie de plenitud. Regreso a casa algo ebrio pero con la cabeza libre de bastante escoria.

Me quedo frito en el sillón, entre dos caladas de cigarrillo, vestido y con los zapatos puestos. Me despierto sobresaltado por el golpe de una ventana. Me percato de que estoy encharcado de sudor. Creo que he tenido una pesadilla, pero no recuerdo qué. Me levanto titubeando. Tengo el corazón en un puño, y los escalofríos me laceran la espalda. ¿Quién anda ahí?, me oigo gritar. Doy la luz en el vestíbulo, en la cocina, en las habitaciones, acechando el menor ruido… ¿Quién anda ahí? Una contraventana de la planta alta está abierta, con la cortina inflada por el viento. No hay nadie en el balcón. Cierro y regreso al salón. Pero la presencia sigue ahí, difusa y cercana. Mis escalofríos se acentúan. Se trata sin duda de Sihem, o de su fantasma, o de ambos que regresan… Sihem… El espacio se va llenando de ella. Al cabo de unas cuantas palpitaciones, la casa está repleta y yo sólo cuento con una minúscula bolsa de aire para no ahogarme. Todo vuelve a ser parte del ama de casa: las lámparas, las cómodas, las cortinas, las consolas, los colores… Ella había elegido los cuadros, y también los había colgado. La veo retroceder unos pasos, un dedo apoyado en la barbilla, y ladear repetidamente la cabeza hasta asegurarse de que el cuadro está perfectamente recto. Sihem era muy detallista. No dejaba nada al azar, y podía pensarse durante horas dónde colgar un cuadro o situar el pliegue de una cortina. De la sala de estar a la cocina, de habitación en habitación, tengo la sensación de estar siguiendo su rastro. Los recuerdos se cruzan con escenas casi reales. Sihem está reclinada sobre el sofá de cuero. En otro lugar, se aplica delicadamente capas de esmalte rosa en las uñas. Cada rincón conserva un retazo de su sombra, cada espejo un destello de su imagen, cada estremecimiento habla de ella. Me basta con tender la mano para recoger una sonrisa, un suspiro, una voluta de su perfume… Quiero que me des una hija, le decía en los albores de nuestro amor… ¿Morena o rubia?, me preguntaba sonrojándose… La quiero sana y guapa. Me importa poco el color de sus ojos y de su pelo. Quiero que tenga tu mirada y tus hoyuelos para ser clavada a ti cuando sonría… Llego al salón del primer piso, revestido de terciopelo granate, con visillos lechosos y dos imponentes sillones en el centro de una preciosa alfombra persa, junto a una mesa de vidrio y cromo. Una enorme biblioteca de cerezo salvaje cubre una pared de punta a punta, repleta de libros y de objetos traídos de países lejanos. Esta sala era nuestra torre de marfil, sólo suya y mía; aquí no entraba nadie. Era nuestro rincón, nuestro exilio dorado, donde comulgábamos con nuestros silencios y reciclábamos nuestros sentidos, embotados por el tráfago cotidiano. Cogíamos un libro o poníamos música, y todo cambiaba por ensalmo. Nos daba igual leer a Kafka que a Jalil Gibrán y escuchábamos con idéntico placer a Um Kalsum y a Pavarotti… De repente, se me eriza todo el cuerpo. Noto su aliento en mi nuca, denso, caliente, jadeante, seguro de encontrármela de frente al volverme, de sorprenderla de pie en medio del tumultuoso ballet de sus ondulaciones, espléndida, con esos ojos tan grandes, más guapa que en mis sueños más enloquecidos…

No me doy la vuelta.

Salgo del salón de espaldas y no me detengo hasta que su aliento se pierde en el aire. Regreso a mi habitación, enciendo todas las luces para conjurar las penumbras, me desvisto, fumo un último pitillo, me tomo dos calmantes y me meto en la cama.

No apago.

Al día siguiente, me sorprendo acechando el amanecer en el salón de arriba, con la cara pegada al cristal. ¿Cómo he regresado a este lugar fantasmagórico, consciente o sonámbulo? Ni idea.

El cielo de Tel Aviv se supera a sí mismo. Ni un rastro de nubes a la vista. La luna ha quedado reducida a un mero recorte. La opalescencia levantina disipa las últimas estrellas de la noche. Al otro lado de la verja, el vecino de enfrente saca brillo al parabrisas de su coche. Es el más madrugador del barrio. Como dirige uno de los restaurantes más afamados de la ciudad, le gusta estar en el mercado de abastos antes que la competencia. En otro tiempo, a veces intercambiábamos cortesías en la oscuridad, él a punto de salir para el mercado y yo de regreso del hospital. Desde el atentado, finge que no existo.

El cristalero llega hacia las nueve en una furgoneta descolorida. Dos chavales con acné lo ayudan a descargar su material y sus placas de cristales con una precaución de artificiero. Me anuncia que el carpintero no tardará en llegar. Lo hace al rato, en una camioneta cubierta con un toldo. Es un hombre alto y reseco, con el rostro surcado de arrugas y una mirada seria. Viste un mono desgastado hasta la trama y pide ver las ventanas rotas. El cristalero se las enseña mientras me quedo en la planta baja, en un sillón, bebiendo café y fumando. Por un momento he pensando en ir a desentumecerme las piernas y la cabeza en el parque que hay cerca de casa. Hace buen tiempo y el sol dora los árboles circundantes, pero me disuade el temor a toparme con alguien que me pueda amargar el día.

Naveed Ronnen me telefonea hacia las once. Mientras tanto, el carpintero se ha llevado en su camioneta las ventanas que tiene que reparar en su taller. El cristalero y sus ayudantes están en el primer piso, pero no se les oye.

– ¿Qué es de ti, hermano? -me suelta Naveed, contento de hablar conmigo-. ¿Amnésico o sólo despistado? ¿Te vas, regresas, desapareces y luego reapareces, y ni una sola vez se te ocurre llamar a tu viejo amigo para contarle por dónde andas?

– Ya sabes que ni siquiera lo sé yo.

Ríe.

– Eso no es motivo. Yo tampoco paro, pero mi mujer sabe exactamente dónde localizarme cuando quiere controlarme. ¿Qué tal te ha ido en Jerusalén?

– ¿Cómo sabes que he estado en Jerusalén?

– Soy poli… -contesta riendo-. Llamé a casa de Kim y se puso Benjamin. Él me dijo dónde estabais.

– ¿Quién te ha dicho que he vuelto?

– He llamado a Benjamin y se ha puesto Kim… ¿Vale así?… Bueno, te llamo porque Margaret estaría encantada de que vinieras a cenar a casa. Hace mucho que no te ve.

– Esta noche no, Naveed. Tengo cosas que hacer en casa. Además tengo aquí a un equipo de cristaleros, y un carpintero ha venido esta mañana.

– Pues mañana…

– No sé si habré acabado para entonces.

Naveed carraspea, reflexiona y me propone:

– Si tienes mucho trabajo en casa, te puedo mandar ayuda.

– Son pequeños arreglos. Ya hay bastante gente aquí.

Naveed vuelve a carraspear. Le ocurre siempre que se encuentra a disgusto.

– Tampoco van a tirarse toda la noche allí.

– No, pero da igual. Gracias por haber llamado, y saluda de mi parte a Margaret.

Hacia mediodía, como Kim sigue sin dar señales de vida, llego a la conclusión de que utilizó a Naveed para saber si seguía vivo.

El carpintero trae mis ventanas, las instala y verifica delante de mí que funcionan adecuadamente. Le firmo una factura, coge el dinero y se retira con la colilla apagada en la comisura. Hace rato que se fueron los cristaleros. Recupero mi casa, su tranquilidad de convaleciente y el misterio de sus penumbras. Subo al salón para retar a mis fantasmas. No percibo el menor movimiento. Me hundo en un sillón frente a la ventana recién reparada y veo la noche caer como una cuchilla sobre la ciudad, ensangrentando el horizonte.

Sihem sonríe desde una foto, encima de un equipo de música. Tiene un ojo más grande que el otro, quizá debido a su sonrisa forzada. Siempre se acaba sonriendo al fotógrafo cuando éste es persuasivo, aunque no apetezca. Es una foto antigua, una de las primeras después de nuestra boda. Recuerdo que fue para un pasaporte. Sihem no tenía muchas ganas de que viajásemos al extranjero en nuestra luna de miel. Sabía que mis ingresos eran modestos y prefería invertir en un apartamento menos lúgubre que el que ocupábamos en las afueras.

Me levanto para mirar el retrato de cerca. A mi izquierda, sobre un estante lleno de discos, un álbum fotográfico de cuero. Lo agarro casi maquinalmente, me vuelvo a sentar y me pongo a hojearlo. No estoy especialmente emocionado. Es como si estuviese hojeando una revista en la sala de espera del dentista. Las fotos desfilan bajo mis ojos, cautivas del instante en que fueron tomadas, frías como su papel glaseado, libres de toda carga emotiva susceptible de enternecerme… Sihem bajo una sombrilla, con la cara oculta tras unas enormes gafas de sol, en Charm el-Cheikh; Sihem en los Campos Elíseos de París; los dos posando ante un guardia de Su Majestad Británica; con mi sobrino Adel en el jardín; en un cóctel; en una fiesta en mi honor; con su abuela en la granja de Kafr Kanna; su tío Abbas con botas de caucho y metido en el estiércol hasta las rodillas; Sihem delante de la mezquita de su barrio natal en Nazaret… Sigo desbrozando los recuerdos sin detenerme demasiado en ellos. Es como si pasara las páginas de una vida anterior, de un caso resuelto… Pero una foto me llama la atención. Se ve en ella a mi sobrino Adel riendo, las manos en las caderas, delante de una mezquita de Nazaret. Vuelvo a la foto de Sihem posando ante la mezquita de su infancia. Es una foto reciente, de menos de un año, lo sé por el bolso que le regalé para su cumpleaños en enero pasado. A la derecha, se ve el capó de un coche rojo y un chaval agachado ante un cachorro. Vuelvo a la de Adel. Ahí siguen el coche rojo, el chaval y el cachorro. Así pues, las fotos se tomaron a la vez, y probablemente se las tomaron el uno al otro. Tardo un rato en asimilarlo. Sihem se desplazaba regularmente a Nazaret cuando se quedaba en casa de su abuela. Adoraba su ciudad natal. ¿Pero Adel?… No recuerdo habérmelo encontrado por allí. No era su entorno. Venía a menudo a vernos a Tel Aviv cuando sus asuntos lo sacaban de Belén, pero de ahí a imaginármelo en Nazaret… El corazón se me encoge. Me inunda un cierto malestar. Esas dos fotos me aterran. Intento encontrarles una justificación, una razón, una conjetura, pero nada. Mi mujer jamás salía con un familiar sin que me enterara. Siempre me decía en casa de quién estaba, a quién se había encontrado, quién la había llamado por teléfono. Es cierto que apreciaba a Adel por su humor y su espontaneidad, pero que se encontrara con él fuera de casa, fuera de Tel Aviv sin comentármelo, eso no era costumbre suya.

No dejo de dar vueltas a esa coincidencia. Me asalta en el restaurante y me amarga la cena; me vuelve a interceptar en casa y me mantiene en vela a pesar de dos somníferos… Adel, Sihem… Sihem, Adel… El autocar de Tel Aviv a Nazaret… Fingió una urgencia y bajó del autocar para meterse en un coche que seguía detrás… Un modelo antiguo de Mercedes, de color crema. Idéntico al que entreví en el antiguo almacén de Belén… Es de Adel, me dijo con orgullo Yaser… Sihem en Belén, su última escala antes del atentado… Demasiadas coincidencias para atribuirlas al azar.

Aparto las sábanas. El despertador marca las cinco de la mañana. Me visto, llego hasta mi coche y me dirijo a Kafr Kanna.

No hay nadie en la granja. Un vecino me informa de que se han llevado a la abuela al hospital de Nazaret y que su sobrino Abbas fue con ella. En el hospital, no me dejan ver a la paciente, a la que han trasladado de urgencia al quirófano. Hemorragia cerebral, me informa una enfermera. Abbas está en la sala de espera, medio dormido sobre una banqueta. Ni siquiera se levanta al verme. Es así, tan avaro de gestos como un mosquetón. Soltero con cincuenta y cinco años, y sin haber salido nunca de la granja, desconfía de las mujeres y de los urbanitas, a los que evita como al diablo, y prefiere deslomarse trabajando de sol a sol antes que sentarse a comer con alguien que no huela a arado y a sudor. Es un patán fuerte como un roble, de labios agresivos y cara de cemento. Lleva botas manchadas de barro, una camisa descolorida por las axilas de tanto sudar y un pantalón áspero y horrendo que parece de lona. Me explica sucintamente que se encontró a la abuela en el suelo, con la boca abierta, que lleva horas aquí y que se le olvidó soltar a los perros. El ataque de la abuela lo incordia más que lo apena.

Esperamos en la sala hasta que un médico nos anuncia el final de la intervención. El estado de la abuela es estacionario, pero sus posibilidades de sobrevivir son escasas. Abbas pide permiso para regresar a la granja.

– Tengo que dar de comer a las gallinas -gruñe sin dar mayor importancia al parte del médico.

Se pone al volante de su camioneta oxidada y sale disparado hacia Kafr Kanna. Voy tras él en mi coche. Hasta que no cumple con las diferentes tareas de la granja, al final de la jornada, no se da cuenta de que aún estoy ahí.

Reconoce haber visto varias veces a Sihem con el chico de la foto. La primera vez, cuando regresó a la peluquería para devolverle la cartera que se le había olvidado sobre el asiento de la camioneta. Fue cuando sorprendió a Sihem discutiendo con el chico. Al principio, Abbas no pensó mal. Pero luego, al volver a verlos juntos en distintos lugares, empezó a sospechar. Cuando el chico de la foto se atrevió a aparecer por la granja, Abbas lo amenazó con abrirle la cabeza con un pico, y Sihem se tomó muy mal el incidente. Desde entonces, no volvió a poner los pies en Kafr Kanna.

– No puede ser -le digo-. Sihem pasó los dos Aíds con su abuela.

– Te repito que no ha regresado desde que puse en su sitio a ese golfo.

Luego, armándome de valor, le pregunto qué tipo de relación había entre mi mujer y el chico de la foto. Al principio se extraña por la ingenuidad de mi pregunta, y luego me mira de frente con una mueca despectiva y refunfuña:

– ¿Cómo tengo que describírtelo?

– ¿Tendrás al menos alguna prueba?

– Hay señales que no engañan. No era necesario sorprenderlos abrazados. Me basta con haberlos visto andar a hurtadillas.

– ¿Por qué no me dijiste nada?

– Porque no me lo pediste. Además, yo sólo me meto en mis asuntos.

En ese preciso instante, lo odio como jamás he odiado a nadie.

Regreso al coche y arranco sin mirar por el retrovisor. Con el acelerador pisado a fondo, ni siquiera sé dónde voy. No hay peligro que me disuada, ni salirme de una curva ni estrellarme de frente contra un remolque. Creo que es exactamente lo que estoy deseando, pero la calzada está cruelmente desierta. Quien sueña demasiado olvida vivir, decía mi madre a mi padre. Mi padre no la comprendía. No sospechaba su desamparo como amante ni su soledad como compañera. Entre ellos había una especie de diafragma invisible, fino como una lentilla pero que los mantenía en las antípodas el uno del otro. Mi padre sólo tenía ojos para su lienzo, siempre el mismo, que pintaba en invierno y en verano y que sobrecargaba hasta hacerlo desaparecer a fuerza de retoques para luego reproducirlo tal cual en otro caballete, siempre el mismo, hasta en el menor detalle, seguro de estar elevando su Madona esposada al rango de Gioconda, que iba a abrirle de par en par el horizonte y a encumbrar las galerías donde se expondría. Estaba tan deslumbrado con esa imposible consagración, que no se fijaba en nada de lo que tenía a su alrededor, ni en la frustración de una esposa desatendida ni en la cólera de un patriarca venido a menos… Quizá sea eso lo que me ha ocurrido con Sihem. Era mi lienzo, mi consagración. Sólo tenía ojos para las alegrías que me daba y no sospechaba sus penas, sus debilidades… En realidad, no la vivía por dentro; si lo hubiera hecho, no la habría idealizado tanto y la habría aislado menos. Ahora que lo pienso, ¿cómo podía vivirla si no dejaba de soñarla?

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