X

Yaser me da pena. Desamparado, con el cuello hundido en su asquerosa chaqueta como si el cielo le fuera a caer sobre la cabeza, finge estar concentrado en la calzada para no tener que afrontar mi mirada. Está claro que ando desencaminado. Yaser no es un tipo con quien se pueda contar en caso de percance, ni menos aún que se pueda asociar a los preparativos de una matanza. Con sesenta años cumplidos, no es más que un guiñapo con los ojos carcomidos y la boca deshecha, capaz de morírseme entre las manos con sólo ponerle cara de enfado. Si dice que no sabe nada del atentado, es que no sabe. Yaser jamás se arriesga. No recuerdo haberlo visto protestar o remangarse para darse de hostias con alguien. Se le da mucho mejor esconderse en su cascarón y esperar que las cosas se vayan arreglando antes que manifestar la menor protesta. Su pavor atávico a la policía y su sumisión ciega a la autoridad del Estado lo han convertido en la mínima expresión de la supervivencia, esto es, pringar como un condenado para llegar a fin de mes y tomarse cada trozo de pan haciéndole un corte de manga a la mala suerte. Y, viéndolo así encogido sobre el volante, con el cuello agarrotado y la cabeza gacha, de entrada culpable por haberse cruzado en mi camino, me doy cuenta claramente de la insensatez de mi empresa. ¿Pero cómo apagar esta brasa que me está perforando las tripas? ¿Cómo mirarme al espejo sin taparme la cara, con el amor propio por los suelos y esa duda que, a pesar de la evidencia, sigue burlándose de mi pena? Desde que el capitán Moshe me entregó a mi propia suerte, no puedo cerrar los ojos sin toparme con la sonrisa de Sihem. Era tan tierna y tan solícita, y parecía no beber sino en la fuente de mis labios cuando, abrazándola por la cintura, de pie en nuestro jardín, le contaba el porvenir que nos esperaba, los proyectos que tenía para ella… Todavía siento sus dedos apretando los míos con un entusiasmo y una convicción aparentemente indefectibles. Estaba obsesionada con un futuro prometedor y tomaba el relevo cada vez que mi entusiasmo flaqueaba. Éramos tan felices y confiábamos tanto el uno en el otro… Un embrujo ha eclipsado el monumento que estaba construyendo a su alrededor, como si fuese un castillo de arena bajo una ola. ¿Cómo seguir creyendo tras haber apostado la totalidad de mis certidumbres por un juramento tradicionalmente sagrado y que ha resultado ser menos fiable que la promesa de un sacamuelas? He venido a Belén a provocar al diablo porque no tengo respuesta, y lo he hecho en plan suicida porque estoy inconsolable y desnudo.

Yaser me explica que debe dejar su camioneta en un garaje, pues por la callejuela que lleva a su casa no pueden pasar coches. Se alegra de poder por fin decirme algo sin meter la pata. Le doy el visto bueno. Asiente con la cabeza y acelera al meterse por una calle ancha atestada de gente, como si acabara de librarse de un enorme peso. Atravesamos un barrio caótico y desembocamos en una explanada polvorienta donde un hombre se aplica a la tarea de espantar las moscas de su puesto de pinchitos. El garaje hace esquina con un callejón destartalado, frente a un patio cubierto de cascos de botellas y de cajas de bebidas reventadas. Yaser da un par de bocinazos y esperamos largos minutos antes de oír ruido de pestillos. Una gran puerta corredera de un azul mortificante se desliza rechinando. Yaser maniobra para orientar el morro de su vehículo hacia una especie de cobertizo y se cuela hábilmente entre el armazón de una grúa enana y un todoterreno desfigurado. Un guarda desaliñado y cano nos saluda con gesto cansado, cierra el portalón y sigue a lo suyo.

– Antes era un almacén abandonado -me informa Yaser para cambiar de tema-. Mi hijo Adel lo compró por una bicoca. Quería montar un taller de mecánica, pero nuestra gente es tan apañada y se preocupa tan poco de su coche que el proyecto no tardó en venirse abajo. Adel perdió mucho dinero en este negocio. Mientras le sale otra oportunidad, ha convertido esto en aparcamiento para los vecinos.

Hay media docena de coches aparcados. Algunos están fuera de servicio, con las ruedas reventadas y los parabrisas rotos. Me fijo en un cochazo en un rincón apartado, fuera del alcance del sol. Es un modelo antiguo de Mercedes de color crema medio cubierto por una lona.

– Es de Adel -dice con orgullo Yaser, que ha seguido la dirección de mi mirada.

– ¿Cuándo lo compró?

– No recuerdo.

– ¿Por qué está calzado, es de colección?

– No, pero cuando Adel no está aquí, nadie lo coge.

Oigo un choque de voces dentro de mi cabeza. Primero la del capitán Moshe -el conductor del autocar de Tel Aviv a Nazaret dice que tu mujer se metió en un Mercedes modelo antiguo de color crema-, que se estrella contra la de Naveed Ronnen -mi suegro tiene el mismo.

– ¿Dónde está Adel?

– Ya sabes cómo son los negociantes. Un día aquí, otro día allá, buscándose la vida.

El rostro de Yaser se vuelve a arrugar.

No suelo tener visitas de parientes en Tel Aviv, pero Adel sí lo hacía a menudo. Joven, dinámico, quería triunfar a cualquier precio. Cuando apenas tenía diecisiete años, me propuso que nos asociáramos para montar un negocio de telefonía. Ante mi reticencia, regresó al poco tiempo para contarme otro proyecto. Quería meterse en el reciclado de piezas de recambio de automóviles. Me costó mucho hacerle entender que soy cirujano y que no me interesa ningún otro oficio. Por entonces, se quedaba en mi casa cada vez que estaba de paso por Tel Aviv. Era un chaval magnífico y gracioso, y Sihem lo adoptó sin la menor vacilación. Soñaba con montar una empresa en Beirut, desde donde proyectaba hacerse con el mercado árabe, especialmente el de las monarquías del golfo Pérsico. Pero hacía un año que no lo veía.

– Cuando Sihem pasó por tu casa, ¿Adel estaba con ella?

Yaser se alisa el caballete de la nariz, nervioso.

– No lo sé. Yo estaba en la mezquita para la oración del viernes cuando ella llegó. Sólo se vio con mi nieto Isam, que cuidaba la casa.

– ¿No me dijiste que ni siquiera se quedó a tomar un vaso de té?

– Es una manera de hablar.

– ¿Y Adel?

– No sé.

– ¿Isam lo sabe?

– No se lo he preguntado.

– ¿Isam conocía a mi mujer?

– Supongo que sí.

– ¿Y desde cuándo? Sihem jamás pisó Belén, y ni tú, ni Leila ni tu nieto habéis venido a mi casa.

Yaser se embrolla y las manos se le enredan en gestos indecisos.

– Vayamos a casa, Amín. Discutiremos de todo esto tranquilamente con un té.

Las cosas se complican aún más en la casa. Leila está encamada, la atiende una vecina. Tiene el pulso débil. Propongo que se la traslade al ambulatorio más cercano. Yaser se niega y me explica que mi hermana de leche sigue un tratamiento, que es la cantidad de pastillas que toma a diario la que la pone así. Un poco después, cuando Leila se ha dormido, digo a Yaser que quiero hablar con Isam.

– De acuerdo -me dice sin entusiasmo-. Voy a buscarlo. Vive a dos manzanas de aquí.

Unos veinte minutos después, Yaser regresa acompañado de un chaval de tez aceitunada.

– Está enfermo -me avisa Yaser.

– En ese caso, no debiste traerlo.

– Tal como están las cosas… -masculla irritado.

Isam no me informa mucho. Por lo que se ve, su abuelo lo ha aleccionado antes de traérmelo. Dice que Sihem vino sola. Quería papel y un bolígrafo para escribir. Isam arrancó una página de su cuaderno. Cuando Sihem acabó de escribir, le tendió una carta y le pidió que la enviara por ella, y así lo hizo. Al salir, Isam se fijó en un hombre apostado en la esquina. No recuerda sus rasgos pero no era del barrio. Cuando regresó de correos, Sihem se había ido y el hombre ya no estaba.

– ¿Estabas solo en casa?

– Sí. La abuela estaba en En Kerem, en casa de mi tía. El abuelo, en la mezquita. Yo hacía mis deberes y cuidaba de la casa.

– ¿Conocías a Sihem?

– Había visto fotos suyas en el álbum de Adel.

– ¿La reconociste enseguida?

– Enseguida no. Pero la recordé cuando me dijo quién era. No quería ver a nadie en particular, sólo escribir una carta y luego marcharse.

– ¿Cómo estaba?

– Guapa.

– No me refiero a eso. ¿Parecía tener prisa o algo así?

Isam reflexiona.

– Parecía normal.

– ¿Eso es todo?

Isam consulta a su abuelo con la mirada y no añade una palabra más.

Me vuelvo bruscamente hacia Yaser y le increpo.

– Dices que tú no la viste; Isam no nos dice nada que no supiéramos ya; entonces ¿por qué te permites decir que mi mujer estaba en Belén para que el jeque Marwan la bendijera?

– Eso te lo podría contar hasta el último mocoso de la ciudad -replica-. Todo Belén sabe que Sihem estuvo aquí la víspera del atentado. Desde ese día se ha convertido un poco en el icono de la ciudad. Algunos llegan a jurar que hablaron con ella y la besaron en la frente. Aquí, este tipo de reacción es corriente. El martirio es una puerta abierta a todo tipo de fabulaciones. Puede que se esté exagerando, pero lo que todo el mundo cuenta es que el jeque Marwan bendijo a Sihem aquel viernes.

– ¿Se vieron en la Gran Mezquita?

– No durante la oración, sino mucho después, cuando todos los fieles se fueron.

– Ya veo.

Al día siguiente, a primera hora, me presento en la Gran Mezquita. Algunos orantes acaban de prosternarse sobre los anchos edredones que alfombran el suelo. Otros, cada uno en su rincón, leen el Corán. Me descalzo en el umbral del santuario y entro. Un anciano se encoge cuando le pregunto a qué responsable me puedo dirigir, indignado porque se le moleste cuando está rezando. Busco alrededor a alguien susceptible de orientarme.

– ¿Sí? -restalla una voz detrás de mí.

Se trata de un joven demacrado, muy alto, de mirada profunda y nariz aguileña. Le tiendo una mano que no estrecha. Como mi cara le resulta sospechosa, mi intrusión lo tiene intrigado.

– Doctor Amín Jaafari.

– ¿Sí?

– Soy el doctor Amín Jaafari.

– Ya he oído. ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿Mi nombre no le suena?

– Pues no.

– Soy el marido de Sihem Jaafari.

El fiel entorna los ojos para meditar mis palabras. De repente, mil arrugas surcan su frente y se pone gris. Se lleva la mano al corazón y exclama:

– ¿Dios mío, en qué estaba pensando?

Y se deshace en excusas.

– No tengo perdón.

– No pasa nada.

Aparta los brazos y me da un apretón.

– Hermano Amín, es un honor y un privilegio conocerle. Voy a anunciarle de inmediato al imán. Estoy seguro de que estará encantado de recibirle.

Me ruega que lo espere en la sala, se dirige hacia el almimbar, aparta una cortina que da a una antecámara oculta y desaparece. Los escasos orantes que leían adosados a las paredes me miran con curiosidad. No han oído mi nombre pero se han percatado de cómo el fiel ha cambiado bruscamente de actitud antes de correr a avisar a su maestro. Un barbudo gordo suelta su Corán y me mira de hito en hito con un descaro que me molesta.

Creo ver un faldón de la cortina levantarse y caer, pero nadie aparece tras el almimbar. Al cabo de cinco minutos el fiel regresa, visiblemente ofuscado.

– Lo siento. El imán no está aquí. Ha debido de salir sin que yo me diese cuenta.

Al ver que los demás creyentes nos observan, les echa una mirada fría para que vuelvan la cabeza.

– ¿Estará de regreso para la oración?

– Por supuesto… -luego se recobra y añade-: No sé dónde ha ido. Puede que no vuelva hasta dentro de varias horas.

– No importa. Voy a esperarlo aquí.

El fiel echa una mirada de desconcierto hacia el almimbar y traga saliva:

– No es seguro que regrese antes del anochecer.

– No hay problema. Esperaré.

Impotente, alza los brazos y se retira.

Me siento al pie de una columna, agarro un libro de hadices y lo abro al azar sobre mis rodillas. El fiel reaparece, finge conversar con un anciano, da vueltas por la ancha sala como una fiera enjaulada. Al final, sale a la calle.

Pasa una hora, y luego otra. Hacia mediodía, tres jóvenes surgidos de no sé dónde se me acercan y, tras las zalemas de rigor, me informan de que mi presencia en la mezquita está de más y me ruegan que me vaya.

– Quiero ver al imán.

– Está indispuesto. Le dio un mareo esta mañana. No regresará hasta dentro de varios días.

– Soy el doctor Amín Jaafari.

– Está bien -me interrumpe el más bajito, un joven treintañero de pómulos saltones y la frente llena de cortes-. Ahora, vuelva a su casa.

– No antes de haber hablado con el imán.

– Le avisaremos cuando se encuentre mejor.

– ¿Saben dónde localizarme?

– En Belén todo se sabe.

Me empujan amablemente pero con firmeza hacia la salida, esperan pacientemente mientras me pongo los zapatos y me escoltan en silencio hasta la esquina de la calle.

Dos de los tres hombres que me han sacado me siguen mientras camino hacia el centro. Con descaro. Para que quede claro que me están controlando y que no me conviene volver sobre mis pasos.

Es día de mercado. La plaza está abarrotada. Me meto en un bar, pido un café solo sin azúcar y, escudado tras un cristal salpicado de huellas digitales y de cagarrutas de moscas, vigilo el trasiego del zoco. En la sala atestada de mesas rudimentarias y de sillas quejumbrosas unos ancianos se aburren ante la mirada apagada de un camarero arrinconado tras su mostrador. A mi lado, un cincuentón acicalado aspira de su narguile. Más allá, unos jóvenes juegan con alboroto al dominó. Me quedo allí hasta la hora de la oración. Cuando suena la llamada del muecín, decido regresar a la Gran Mezquita con la esperanza de pillar al imán oficiando.

A la entrada del barrio me interceptan los dos hombres que me estuvieron siguiendo antes. No se alegran de verme e impiden que me acerque al santuario.

– Lo que está usted haciendo no está bien, doctor -me dice el más alto.

Regreso a casa de Leila a esperar la oración siguiente.

Me vuelven a llamar la atención antes de llegar a la mezquita. Esta vez, un tercer hombre se une a mis ángeles de la guarda irritados por mi testarudez. Va bien vestido, es bajo pero fuerte, con bigote fino y un grueso anillo de plata en el dedo. Me pide que lo siga hasta un callejón sin salida y allí, libre de indiscreciones, me pregunta qué ando buscando.

– Quiero ver al imán.

– ¿Para qué?

– Usted sabe perfectamente por qué estoy aquí.

– Quizá, pero no sabe dónde se está metiendo.

La amenaza es clara; sus ojos intentan atravesar los míos.

– Por el amor de Dios, doctor -me dice a punto de estallar-, haga lo que le dicen, vuélvase a su casa.

Me deja ahí plantado y se va, seguido por sus compañeros. Regreso al domicilio de Yaser y espero la oración del magreb, decidido a acosar al imán hasta el final. Mientras tanto, Kim me llama. La tranquilizo y prometo llamarla antes de la noche.

El sol se retira de puntillas tras el horizonte. Los ruidos de la calle van amainando. Una ligera brisa se cuela en el patio recalentado por la hoguera de la tarde. Yaser regresa unos minutos antes de la oración. No le hace gracia encontrarme en su casa, pero se alegra al enterarse de que no me quedo a dormir.

A la llamada del muecín, salgo a la calle y me dirijo por tercera vez a la mezquita. Los guardianes del templo no me esperan en su guarida; se adelantan y me detienen a una manzana de la casa de Yaser. Son cinco, dos hacen guardia al final de la callejuela mientras los otros tres me meten a empellones en un portal.

– No juegues con fuego, doctor -me dice un hombre alto aplastándome contra la pared.

Forcejeo para que me suelte, pero sus músculos hercúleos no ceden. Sus ojos centellean tremendamente en la incipiente oscuridad.

– Tu número no hace gracia a nadie, doctor.

– Mi mujer vio al jeque Marwan en la Gran Mezquita. Por eso quiero ver al imán.

– Te han mentido. No te queremos por aquí.

– ¿Por qué molesto?

Mi pregunta le hace gracia y lo enerva a la vez. Se inclina sobre mi hombro y me dice al oído:

– Estás armando un follón de mierda en la ciudad.

– Controla tu jerga -le ordena el bajito de pómulos saltones y la frente llena de cortes que antes habló conmigo en la mezquita-. No estamos en una pocilga.

El patán se traga la chulería y da un paso atrás. Se mantiene apartado y callado tras la bronca.

El bajito me explica con tono conciliador:

– Doctor Amín Jaafari, estoy convencido de que no se da cuenta de las molestias que su presencia está ocasionando en Belén. La gente se ha vuelto muy susceptible. Si aún no se han enfadado, es porque no quieren responder a las provocaciones. Los israelíes buscan el menor pretexto para profanar nuestra integridad y obligarnos a vivir en guetos. Lo sabemos e intentamos no cometer el error que andan esperando. Y usted les está haciendo el juego…

Me mira fijamente a los ojos.

– No tenemos nada que ver con su mujer.

– Sin embargo…

– Se lo ruego, doctor Jaafari. Compréndame.

– Mi mujer se ha visto en esta ciudad con el jeque Marwan.

– Es efectivamente lo que se cuenta, pero no es verdad. Hace lustros que el jeque Marwan no viene por aquí. Esos rumores no tienen otro objeto que protegerlo de las emboscadas. Cada vez que va a intervenir en alguna parte, se hace correr la voz de que está en Jaifa, Belén, Yenín, Gaza, Nuseiret, Ramala, aquí y allá a la vez, para despistar y proteger sus movimientos. Los servicios israelíes van tras él. Tienen desplegado un contingente de informadores para dar la alarma en cuanto sale a la calle. Hace dos años, escapó milagrosamente a un misil lanzado desde un helicóptero. Hemos perdido así a muchas figuras sobresalientes de nuestra lucha. Recuerde el atentado contra el jeque Yacín, a pesar de ser un anciano en silla de ruedas. Tenemos que proteger a los escasos líderes que nos quedan, doctor Jaafari. Y su conducta no nos ayuda…

Me pone una mano en el hombro y prosigue:

– Su mujer es una mártir. Le estaremos eternamente agradecidos, pero eso no le autoriza a hacer un escándalo de su sacrificio ni a poner en peligro a nadie. Nosotros respetamos su dolor, así que respete usted nuestra lucha.

– Quiero saber…

– Es demasiado pronto, doctor Jaafari -me corta perentoriamente-. Le ruego que regrese a Tel Aviv.

Hace una señal a sus hombres para que se vayan.

Ya solos él y yo, me coge el cuello con ambas manos, se pone de puntillas, me besa vorazmente en la frente y se va sin darse la vuelta.

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