V

Alguien ha pegado un cartel en la verja de mi casa. No es exactamente un cartel, sino la portada de un diario de gran tirada. Encima de una foto grande del caos sangriento del restaurante volado por los terroristas, el titular: LA BESTIA INMUNDA VIVE ENTRE NOSOTROS. Y un artículo a tres columnas.

La calle está desierta. Una farola anémica dispensa su luz, un halo lívido que apenas sobresale del contorno de la bombilla. Mi vecino de enfrente ha corrido sus cortinas. Son apenas las diez y no hay ninguna ventana encendida.

Los vándalos del capitán Moshe no se han cortado. Mi despacho está patas arriba. Mismo desorden en mi dormitorio: colchón volcado, sábanas por el suelo, mesillas de noche y cómoda profanadas, cajones volcados en la moqueta, junto con la ropa interior de mi mujer, las zapatillas y los productos cosméticos. Han descolgado los cuadros para ver lo que había detrás. También han pisoteado una foto de familia muy antigua.

No tengo fuerzas ni valor para evaluar los daños en las demás habitaciones.

El espejo del armario me devuelve mi imagen, que no reconozco. Despeinado, con la mirada extraviada, parezco un alienado con mi barba de varios días y mis mejillas enflaquecidas.

Me desnudo y abro el grifo de la bañera. Encuentro algo de comer en la nevera y lo devoro como un animal hambriento. Como de pie, con las manos sucias y a punto de atragantarme por mi lamentable voracidad. He vaciado una cesta de fruta y dos platos de carne fría, soplado de una tacada dos botellines de cerveza y lamido uno por uno mis diez dedos chorreando salsa.

He tenido que volver a pasar delante del espejo para darme cuenta de que estoy completamente desnudo. No recuerdo haber deambulado por mi casa tal como Dios me trajo al mundo desde que me casé. Sihem era muy estricta con respecto a algunos principios.

Sihem…

¡Qué lejos está ya todo aquello!…

Me meto en la bañera, dejo que el calor del agua me embalsame el cuerpo, cierro los ojos e intento disolverme lentamente en el tórrido adormecimiento que me invade…

– ¡Dios mío!

Kim Yehuda está de pie en el cuarto de baño, incrédula. Mira a su alrededor, da palmadas como si no consiguiera creerse lo que está viendo, se dirige rápidamente al pequeño armario empotrado y lo revuelve todo en busca de una toalla.

– ¿Has pasado la noche metido ahí dentro? -exclama horrorizada y contrariada-. ¿Pero en qué diablos estás pensando? Podías haberte ahogado.

Me cuesta abrir los ojos. Quizá por la luz del día. Me doy cuenta de que he pasado la noche en la bañera. Mis miembros no reaccionan en el agua, que se ha ido enfriando poco a poco; se me han quedado como palos de madera; tengo los muslos y los antebrazos morados. También me doy cuenta de que estoy tiritando y que los dientes me castañetean.

– ¿Pero qué te estás infligiendo, Amín? Ponte de pie y sal de ahí ahora mismo, que voy a pillar una pulmonía de verte.

Me ayuda a levantarme, me envuelve en un albornoz y me frota enérgicamente de pies a cabeza.

– No puede ser -repite-. ¿Cómo has hecho para dormirte con el agua hasta el cuello? ¿Te das cuenta?… He tenido un presentimiento esta mañana. Algo me decía que tenía que darme una vuelta por aquí antes de ir al hospital… Naveed me llamó después de que te soltaran. Pasé tres veces ayer, pero no estabas. Pensé que estarías en casa de algún pariente o amigo.

Me lleva a mi habitación, coloca el colchón en su sitio y me tumba encima. Mis miembros tiemblan cada vez más y mis mandíbulas amenazan con hacerse añicos.

– Voy a prepararte algo caliente -dice a la vez que me tapa con una manta.

La oigo afanarse en la cocina mientras me pregunta dónde he metido tal o cual cosa. El estremecimiento incontrolable de mi boca me impide articular una palabra. Me encojo todo lo que puedo bajo la manta, en posición fetal, con la esperanza de calentarme un poco.

Kim me trae un tazón de manzanilla, me levanta la cabeza y me introduce con cuidado en la boca el brebaje humeante y azucarado. Una lava incandescente se ramifica en mi pecho y me abrasa el vientre.

A Kim le cuesta contener mis sobresaltos.

Coloca el tazón sobre la mesilla de noche, ajusta la almohada y me vuelve a acomodar en la cama.

– ¿Cuándo regresaste? ¿De noche o esta mañana temprano? Cuando me encontré con el cerrojo de la verja descorrido y la puerta de la casa abierta de par en par, de entrada me temí lo peor… Alguien podía haberse metido en tu casa.

No se me ocurre nada que decirle.

Me explica que tiene una operación antes de mediodía, intenta localizar a la asistenta por teléfono para pedirle que venga, se topa varias veces con el contestador automático y acaba dejando un mensaje. Le preocupa dejarme solo, piensa en una solución y no da con ninguna. Se va calmando mientras me toma la temperatura y, tras prepararme algo de comer, se despide prometiendo regresar cuanto antes.

No la he visto salir.

Creo que me quedé dormido…

Me despierta el chirrido de una verja. Aparto la manta y me acerco a la ventana. Dos adolescentes fisgonean en mi jardín; llevan rollos de papel bajo los brazos. Hay decenas de recortes de prensa con fotos sobre mi césped. Algunos curiosos se han reunido frente a mi casa. «Fuera de aquí», les grito. Como no consigo abrir la ventana, salgo fuera. Los dos adolescentes echan a correr. Los persigo hasta la calle, descalzo y encolerizado… «¡Asqueroso terrorista, canalla, árabe traidor!» Los insultos me detienen en seco. Demasiado tarde, me veo en medio de una jauría sobreexcitada. Dos barbudos con tirabuzones me escupen. Unos brazos me zarandean. «¿Así es como dais las gracias, árabe asqueroso, mordiendo la mano que os saca de la mierda?…» Unas sombras se cuelan detrás de mí para impedirme la retirada. Un salivazo me alcanza la cara. Una mano me agarra por el cuello del albornoz… «Mira el castillo donde vives, hijo de puta. ¿Qué más necesitáis para aprender a dar las gracias?…» Me sacuden desde todas partes. «Hay que desinfectarlo antes de mandarlo a la hoguera…» Una patada me fulmina el vientre y otra me endereza. Me parten la nariz y luego los labios. Mis brazos no bastan para protegerme. Una lluvia de golpes se abate sobre mí y el suelo se abre bajo mis pies…

Kim me encuentra tumbado en mi jardín. Mis agresores me han acosado hasta allí y han seguido golpeándome un buen rato después de caer. Por el fulgor de sus pupilas y la efervescencia de sus bocas, creí que iban a lincharme.

Ni un solo vecino ha salido en mi ayuda, ni un alma caritativa ha tenido la ocurrencia de llamar a la policía.

– Voy a llevarte al hospital -dice Kim.

– No, al hospital no. No quiero volver allí.

– Creo que tienes algo roto.

– No insistas, te lo ruego.

– De todos modos, no puedes quedarte aquí. Te matarán.

Kim consigue llevarme a mi dormitorio, me viste, echa alguna ropa en una bolsa y me mete en su coche.

Los barbudos con tirabuzones vuelven a surgir de no se sabe dónde, probablemente alertados por alguien que tuviesen vigilando.

– Déjalo que reviente -grita uno de ellos a Kim-. No es más que un sinvergüenza…

Kim arranca a toda velocidad.

Cruzamos el barrio como atravesaría un bólido enajenado un campo de minas.

Kim me lleva directamente a un ambulatorio, cerca de Yafo. La radiografía no revela fracturas, pero tengo un fuerte traumatismo en la muñeca derecha y en una rodilla. Una enfermera me desinfecta las desolladuras de los brazos, me cura el labio partido y limpia la nariz magullada. Cree que se trata de una bronca entre borrachos y sus gestos traicionan su conmiseración.

Abandono la sala saltando sobre una pierna, con un grotesco vendaje en la mano.

Kim me ofrece su hombro, pero prefiero apoyarme en la pared.

Me lleva a su casa, en Sederot Yerushalayim, un estudio grande que compró cuando vivía con Boris. Yo solía visitarlo para celebrar algún acontecimiento o pasar una velada agradable entre amigos, con Sihem. Ambas mujeres se llevaban bien, aunque la mía, más bien reservada, siempre estaba alerta. A Kim le traía sin cuidado. Le encanta organizar fiestas para sus amigos, especialmente desde que ha superado el abandono de Boris.

Cogemos el ascensor. Una abuelita sube con nosotros hasta el segundo. En el rellano del cuarto, un cachorro espera aburrido, atado por la correa a la puerta del fondo. Es el perrillo de la vecina, del que se librará cuando haya crecido para adoptar otro; es su costumbre.

Kim se ensaña con la cerradura, como siempre que está nerviosa. Al hacer una mueca de despecho, se le marcan aún más los hoyuelos de las mejillas. Las rabietas le sientan bien. Acaba dando con la llave correcta y se aparta para dejarme pasar.

– Como si estuvieras en tu casa -me dice.

Me quita la chaqueta y la cuelga en la entrada. Me señala con la barbilla el salón y dos asientos frente a frente, una silla de mimbre y un viejo sillón de cuero desgastado. Un cuadro surrealista cubre la mitad de la pared, algo parecido a un garabateo hecho por niños inestables y fascinados por el rojo sanguíneo y el negro carbón. Sobre el velador de hierro forjado comprado en un mercadillo al que le encanta ir los fines de semana, entre bibelots de terracota y un cenicero rebosante de colillas, un diario de gran tirada… abierto sobre la foto de mi mujer.

Kim se abalanza sobre él.

La retengo por la mano.

– No pasa nada.

Confusa, recoge de todos modos el diario y lo tira en el cubo de la basura.

Me acomodo en el sillón, cerca de la ventana vidriera que da a un balcón atestado de macetas. Desde él se tiene una amplia vista sobre la avenida colapsada por el tráfico. La puesta de sol anuncia una noche febril.

Cenamos en la cocina, ella picoteando y yo ni siquiera eso. Tengo la foto del periódico pegada a los párpados. Cien veces he querido preguntarle qué opina de esa historia delirante que los periodistas se están inventando, cien veces he querido cogerle la barbilla con ambas manos, mirarla directamente a los ojos y exigirle que me diga exactamente si cree, en el fondo de su alma, que Sihem Jaafari, mi esposa, la mujer con quien ella había compartido tantos momentos, era capaz de forrarse de explosivos y volarse en medio de una fiesta. No me he atrevido a abusar de su confianza… A la vez, rezo en mi fuero interno para que no me diga nada, ni que me coja la mano en señal de compasión. No superaría ese gesto… Estamos muy bien así, el silencio nos preserva de nosotros mismos.

Recoge la mesa en silencio y me propone un café. Le pido un cigarrillo. Frunce el ceño. Hace años que dejé de fumar.

– ¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?

No le contesto.

Me tiende el paquete y luego un mechero. Las primeras caladas hacen chispear mi cerebro. Las siguientes me marean.

– ¿Puedes bajar la luz, por favor?

Apaga la del techo y enciende una lámpara de pie. La relativa penumbra del salón atenúa mi angustia. Dos horas después seguimos en la misma postura, frente a frente, con la mirada perdida en nuestros pensamientos.

– Hay que acostarse -decreta-. Mañana tengo mucho que hacer y me caigo de sueño.

Me instala en otra habitación.

– ¿Estás bien así, necesitas otra almohada?

– Buenas noches, Kim.

Se da una ducha antes de apagar la luz.

Más adelante se acerca a ver si estoy dormido. Yo disimulo.

Ha pasado una semana, durante la cual no he vuelto a poner los pies en mi casa. Kim me tiene alojado en la suya y se cuida mucho de no herir mi susceptibilidad… con más celo que un artificiero manipulando una bomba.

Mis heridas han cicatrizado y la inflamación de mis contusiones ha desaparecido. La rodilla ya no me obliga a cojear, aunque sigo con la muñeca vendada.

Cuando Kim está ausente, me encierro en una habitación y no me muevo de ella. ¿Adónde voy a ir? En la calle no se me ha perdido nada, hoy mucho menos que ayer. De poco sirve intentar reconciliarse con las cosas familiares cuando no hay ánimo para nada. Me siento protegido en la habitación con las cortinas corridas. Allí no corro peligro. No es que esté a gusto, pero al menos no se me importuna. Tengo que recuperarme, no puedo seguir en el pozo. Cuando no se sabe reaccionar y salir del atolladero, se acaba perdiendo el control y se convierte uno en espectador de su propia deriva, sin caer en la cuenta de que el abismo lo está sepultando… Kim me propone una noche ir a la playa, a visitar a su abuelo. Le contesto que no estoy en condiciones de reanudar lo que ya nunca será como antes. Necesito tener perspectiva, comprender lo que me está ocurriendo. Sin embargo, durante el día, me enclaustro en la habitación sin pensar en nada. Cuando no es así, me instalo cerca de la ventana del salón y miro sin ver los coches bullendo por la avenida. Sólo una vez se me ha ocurrido la idea de ponerme al volante de mi coche y conducir al azar hasta que reviente el radiador, pero no he tenido el valor de ir al hospital a recuperar mi coche.

Cuando he vuelto a poder andar sin apoyarme en las paredes, he ido a ver a Naveed Ronnen. Quería ofrecer una sepultura decente a mi mujer. No soportaba la idea de que estuviera en ese cajón frigorífico del depósito de cadáveres, con una etiqueta colgada del dedo gordo del pie. Para ahorrarme un mal rato, Naveed me ha cumplimentado una serie de formularios. Sólo he necesitado firmar.

He pagado la multa y recuperado el cuerpo de mi mujer sin decir nada a nadie. La he enterrado en la más estricta intimidad, en Tel Aviv, la ciudad donde nos encontramos por vez primera y decidimos vivir hasta que la muerte nos separase. En el cementerio sólo estábamos el sepulturero, el imán y yo.

Una vez cubierta la zanja donde reposará por siempre lo mejor de mi vida, me siento algo mejor. Es como si acabase de cumplir con una tarea inconcebible. Escucho hasta el final al imán recitando unos versículos, le entrego unos billetes que coge con mano huidiza y regreso a la ciudad.

Camino a lo largo de la explanada que da al mar. Unos turistas se fotografían saludándose. Algunas jóvenes parejas se galantean a la sombra de los árboles; otras se pasean cogidas de la mano por el muelle. Me meto en un bar y pido un café, me siento tras la vitrina y me pongo a fumar sin parar.

El sol empieza a decaer. Detengo un taxi y le pido que me lleve a Sederot Yerushalayim.

Hay gente en casa de Kim. No me oyen cuando entro. No puedo ver el salón desde el vestíbulo. Reconozco la voz de Ezra Benhaím, la de Naveed, mucho más fuerte, y la más clara de Benjamin, el hermano de Kim.

– No veo la relación -dice Ezra tras un carraspeo.

– Siempre hay una relación allá donde nadie lo sospecha -dice Benjamin, que ha estado enseñando durante tiempo filosofía en la Universidad de Tel Aviv antes de unirse a un movimiento pacifista muy controvertido en Jerusalén-. Ésa es la razón por la cual nunca acertamos.

– Tampoco hay que exagerar -protesta educadamente Ezra.

– ¿Acaso hemos adelantado algo a pesar de que los cortejos fúnebres no paran de desfilar ante nosotros?

– Son los palestinos quienes se niegan a entrar en razón.

– Quizá porque nos negamos a escucharles.

– Benjamin tiene razón -dice Naveed con voz tranquila e inspirada-. Los integristas palestinos envían a chavales para que se inmolen en una parada de autobús. Recogemos nuestros muertos y les mandamos helicópteros para volar sus viviendas. Cuando nuestros dirigentes están a punto de cantar victoria, otro atentado nos devuelve a la situación anterior. ¿Hasta cuándo va a durar esto?

En ese preciso instante, Kim sale de la cocina y me pilla en el pasillo. Me llevo el dedo a la boca para que no me delate, me doy la vuelta y vuelvo a salir. Kim intenta alcanzarme, pero ya estoy en la calle.

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