XIV

En Yenín parece que la razón se ha roto los dientes y se niega a ponerse una prótesis que le devuelva la sonrisa. De hecho, aquí nadie sonríe. El buen humor de antaño ha plegado velas desde que las mortajas y los estandartes ondean al viento.

– Y eso que no has visto nada -me dice Yamil, como si leyese mis pensamientos-. El infierno es un hospicio comparado con lo que ocurre aquí.

Sin embargo, he visto cosas desde que pasé al otro lado del Muro: aldeas sitiadas, controles en cada cruce, carreteras plagadas de vehículos carbonizados, fulminados por los aviones teledirigidos, cohortes de damnificados esperando que los cacheen, tratados a empellones y a menudo rechazados, reclutas imberbes perdiendo la paciencia y golpeando sin distinción, mujeres oponiendo a los culatazos sus manos magulladas, jeeps cruzando las llanuras y otros escoltando a colonos judíos hasta su lugar de trabajo como si fuera un campo de minas…

– Hace una semana -añade Yamil- esto era el fin del mundo. ¿Has visto ya tanques responder a las hondas, Amín? Pues en Yenín, los tanques abrieron fuego contra críos que les lanzaban piedras. Goliat pateaba a David por todas las esquinas.

Yo andaba lejos de imaginar que la descomposición estuviera tan avanzada y que quedara tan poco espacio para la esperanza. No ignoraba la animadversión que alentaba las almas en ambos bandos, el empecinamiento de los beligerantes negándose a entenderse y prestando sólo oídos a su rencor asesino, pero comprobar con mis propios ojos esa situación insostenible me traumatiza. En Tel Aviv vivía en otro planeta. Mis anteojeras me ocultaban lo esencial del drama que corroe mi país; los honores que me rendían enmascaraban el verdadero tenor de los horrores que están a punto de convertir la tierra bendecida por Dios en un inextricable estercolero donde los valores fundacionales de la Humanidad se pudren, destripados, donde los inciensos huelen igual de mal que las promesas incumplidas, donde el fantasma de los profetas se cubre la cara durante cada oración ahogada por los culatazos y las voces de mando.

– No podemos ir más allá -me avisa Yamil-. Estamos prácticamente en la línea de demarcación. A partir del patio destrozado que tienes a tu izquierda empieza la galería de tiro.

Me enseña un montón de pedruscos ennegrecidos.

– Dos traidores fueron ejecutados por la Yihad Islámica el viernes pasado. Ahí expusieron sus cuerpos; estaban hinchados como globos.

Miro a mi alrededor. Parece que el barrio ha sido evacuado. Sólo un equipo de televisión extranjero filma los escombros, custodiado de cerca por guías armados. Un todoterreno, erizado de kalashnikovs, surge de no se sabe dónde, sale disparado y desaparece tras una curva con un tremendo chirrido de neumáticos. La nube de polvo que deja tras de sí tarda en disiparse.

Se oyen disparos cercanos, y luego una calma total, frustrante.

Yamil da marcha atrás hasta una rotonda, escruta una calle silenciosa, calcula los pros y los contras y decide no correr riesgos inútiles.

– Esto es mala señal -dice-. No veo a milicianos de las brigadas de al-Aqsa. Normalmente siempre hay tres o cuatro por aquí para orientarnos. Si no hay nadie, es que se está preparando una emboscada.

– ¿Dónde vive tu hermano?

– A unos cientos de metros de esta mezquita. Justo detrás de los tejados reventados que ves a la derecha. Pero para llegar hasta allí hay que cruzar el barrio, y está infestado de tiradores. Ya hemos pasado lo peor, pero sigue habiendo follón por aquí. Los soldados de Sharon ocupan buena parte de la ciudad y controlan sus principales accesos. Ni siquiera nos dejarán acercarnos, por lo de los coches bomba. En cuanto a nuestros milicianos, están desquiciados y disparan antes de pedir la documentación. No hemos elegido un buen día para visitar a Jalil.

– ¿Qué propones?

Yamil se pasa la lengua por sus labios azulados.

– No sé. Esto no estaba previsto.

Retrocedemos hasta la rotonda, nos cruzamos con dos vehículos de la Cruz Roja y los seguimos a distancia. Una granada estalla a lo lejos, y luego otra. Un par de helicópteros zumban en el cielo polvoriento con los cohetes apuntando. Proseguimos con cuidado tras las dos ambulancias. Hay manzanas enteras arrasadas por los tanques y bulldozers, cuando no dinamitadas. En su lugar se despliegan espantosos descampados invadidos por escombros y chatarra artrítica donde colonias de ratas acampan en espera de consolidar su imperio. Las hileras de ruinas dan una idea de las calles de antaño, hoy reducidas al silencio, exhibiendo ante el mundo sus tullidas fachadas y sus pintadas, aún más incisivas que las grietas. Y, por todas partes, a la vuelta de un vertedero, en medio de los esqueletos de coches aplastados por los tanques, entre las empalizadas acribilladas por la metralla, en las sufridas placetas… por todas partes, el sentimiento de estar reviviendo horrores que parecían abolidos a lo que se añade: la práctica seguridad de que estamos tan unidos a nuestros viejos demonios que no hay poseso que quiera quitárselos de encima.

Las dos ambulancias cruzan un campo poblado por espectros despavoridos.

– Los supervivientes -me explica Yamil-. Vivían en esas casas arrasadas y ahora se repliegan hacia acá.

No digo nada. Estoy espantado; y me tiembla la mano cuando cojo mi paquete de tabaco.

– ¿Me das uno?

Las ambulancias se detienen frente a un edificio ante el cual unas madres se impacientan, con sus críos agarrados a sus faldas. Los conductores salen, abren las portezuelas y van sacando y distribuyendo víveres, lo cual produce un ligero bullicio.

Yamil consigue colarse por un rosario de atajos y da media vuelta cada vez que un disparo o una silueta sospechosa nos hiela la sangre.

Por fin llegamos a barrios relativamente tranquilos. Unos milicianos en traje de faena y otros encapuchados andan ajetreados aquí y allá. Yamil me explica que debe dejar el coche en un garaje y que, a partir de ahora, sólo podemos contar con la fuerza de nuestras pantorrillas.

Subimos interminables callejuelas abarrotadas de gente enojada antes de llegar al cuchitril donde vive Jalil.

Yamil aporrea la puerta varias veces, pero no hay respuesta.

Un vecino nos informa de que Jalil y su familia se han ido hace unas horas a Nablús.

– ¡Menuda faena! -exclama Yamil-. ¿Ha dicho exactamente a qué lugar de Nablús?

– No ha dejado dirección… ¿Sabía que venías?

– ¡No he podido hablar con él! -suelta Yamil, furioso de haber recorrido todo este camino para nada-. Yenín está aislado del mundo… ¿Puedo saber por qué se ha ido a Nablús?

– Pues… se ha ido y ya está. ¿Qué quieres que haga aquí? No hay agua corriente ni electricidad. Ya no hay nada para comer y no se puede dormir ni de día ni de noche. Si yo tuviera a un familiar capaz de sacarme de aquí, habría hecho lo mismo.

Yamil me pide otro cigarrillo.

– ¡Qué mala pata! -grita encolerizado-. No conozco a nadie en Nablús.

El vecino nos invita a entrar en su casa para que descansemos.

– No, gracias -le digo-. Tenemos prisa.

Yamil intenta reflexionar, pero su decepción se lo impide. Se acuclilla delante de la casa de su hermano y fuma nerviosamente con las mandíbulas crispadas.

Se levanta de un bote.

– ¿Qué hacemos? -pregunta-. Yo no puedo quedarme por aquí. Tengo que regresar a Ramala para devolver el coche a su dueño.

Tampoco yo sé qué hacer. Jalil era mi única referencia. Las últimas noticias eran que Adel se alojaba en su casa. Esperaba que me llevara hasta él.

Jalil, Yamil y yo somos primos. No conozco bien al primero, que me lleva diez años, pero Yamil y yo nos tratamos mucho en la adolescencia. Últimamente no nos vemos tanto por la incompatibilidad de nuestras profesiones, yo cirujano en Tel Aviv y él transportista en Ramala; pero cuando estaba de paso por mi zona, no dejaba de hacernos una visita. Es un buen padre de familia, afectuoso y desinteresado. Me tiene aprecio y conserva de nuestra vieja complicidad un indefectible afecto. Cuando le anuncié que llegaba, pidió de inmediato un permiso a su jefe para estar conmigo. Sabe lo de Sihem. Yaser le contó mi agitada estancia en Belén y sus sospechas de que pudiese estar siendo manipulado por los servicios secretos israelíes. Yamil no le hizo el menor caso. Me amenazó con retirarme el saludo si me alojaba en cualquier casa que no fuera la suya.

Pasé dos noches en Ramala por culpa de mi coche, que un mecánico no ha conseguido reparar. Yamil tuvo que pedir el suyo a otro primo con la promesa de devolvérselo antes del anochecer. Esperaba poder dejarme en casa de su hermano Jalil y regresar de inmediato.

– ¿Hay un hotel? -pregunto al vecino.

– Claro, pero con tantos periodistas está todo lleno. Si quieren esperar a Jalil en mi casa, no me molesta. Siempre hay una cama disponible en casa del buen creyente.

– Gracias -le digo-, nos las arreglaremos.

Encontramos una habitación libre en una especie de hostal, no lejos de la casa de Jalil. El recepcionista me ruega que pague por adelantado antes de acompañarme al segundo piso para enseñarme un cuchitril con una cama desvencijada, una mesilla de noche rudimentaria y una silla metálica. Me señala el aseo al final del pasillo, una salida de emergencia por si las moscas y me abandona a mi suerte. Yamil se ha quedado en el vestíbulo. Dejo mi bolsa sobre la silla y abro la ventana, que da al centro de la ciudad. Muy lejos, pandillas de chavales lapidan tanques israelíes antes de dispersarse bajo los disparos de los soldados; las bombas lacrimógenas esparcen su humo blanquecino en las callejuelas polvorientas; se forma un corro alrededor de un cuerpo que acaba de caer fulminado… Cierro la ventana y regreso junto a Yamil en la planta baja. Dos periodistas desaliñados duermen en un sofá, con su equipo desplegado alrededor. El recepcionista nos informa de que hay un pequeño bar al fondo a la derecha, por si queremos picar algo o beber. Yamil me pide permiso para regresar a Ramala.

– Volveré a pasar por casa de Jalil y para dejarle al vecino la dirección del hotel; así podrá avisarte cuando regrese mi hermano.

– Perfecto. No salgo del hotel. Además, no veo por dónde se puede estirar las piernas aquí.

– Tienes razón, quédate tranquilamente en tu habitación hasta que vengan a buscarte. Jalil volverá seguramente hoy, o mañana a más tardar. Nunca deja la casa vacía.

Me da un abrazo.

– No cometas imprudencias, Amín.

Cuando Yamil se va, me meto en el bar a fumarme unos cuantos pitillos con un café. Llegan unos adolescentes armados, con un pañuelo verde ceñido a la cabeza y chaleco antibalas. Se sientan en un rincón y tras ellos acude un equipo de la televisión francesa. El miliciano más joven me explica que se trata de una entrevista y me invita amablemente a largarme.

Subo a mi habitación y abro la ventana para contemplar la batalla campal. Se me encoge el corazón ante el espectáculo que tengo ante mí… Yenín… Era la gran ciudad de mi infancia. Como las tierras tribales se encontraban a unos treinta kilómetros de aquí, a menudo acompañaba a mi padre cuando iba a la ciudad a vender sus lienzos a marchantes de poco fiar. Por entonces, Yenín me resultaba tan misteriosa como Babilonia, y me complacía confundir sus esteras con alfombras voladoras. Más tarde, cuando la pubertad hizo que me fijara en el meneo de caderas de las mujeres, aprendí a venir solo por aquí. Yenín era un pueblo de ensueño para cualquier joven espabilado, con sus pretensiones de gran ciudad, su permanente barullo que recordaba un zoco en día de ramadán, sus tiendas como cuevas de Alí Baba repletas de baratijas empeñadas en minimizar la sombra de las penurias, sus callejuelas perfumadas donde los chavales parecían príncipes descalzos; pero también ese lado pintoresco que en otros tiempos fascinó a los peregrinos, el olor de su pan, que no he podido recuperar en ninguna otra parte, y su talante, que ha conservado a pesar de tantos infortunios… ¿Dónde han ido a parar esos detalles que constituían su encanto y su sello, que hacían que el pudor de las chicas fuera tan mortal como su descaro y que convertía a unos ancianos de carácter imposible en seres venerables? El reino del absurdo ha arrasado hasta la alegría de los niños. Una insana grisura lo ha invadido todo. Esto parece un ala abandonada del limbo, habitada por almas ajadas, seres rotos, medio espectros y medio malditos, presos en sus vicisitudes como las moscas en el barniz, con la cara estragada y los ojos en blanco, vueltos hacia la noche, y tan desdichados que ni el gran sol de As-Samirah consigue iluminarlos.

Yenín ya sólo es una ciudad catastrófica, un inmenso estropicio; parece estar agonizando, más insondable que la sonrisa de sus mártires cuyos retratos presiden todas las esquinas. Desfigurada por las múltiples incursiones del ejército israelí, puesta en la picota y resucitada una y otra vez para que el horror se prolongue, yace en medio de sus maldiciones, extenuada y privada de sus hechizos…

Llaman a la puerta.

Me despierto. La habitación está sumida en la oscuridad. Mi reloj señala las seis de la tarde.

– Señor Jaafari, tiene visita -me anuncian desde el otro lado de la puerta.

Un chico me espera en recepción, vestido con ropa ceñida de colores fuertes. Debe rondar los dieciocho años, pero simula ser mayor. Su rostro de rasgos finos está ribeteado de pelos alocados a modo de barba.

– Me llamo Abú Damar -se presenta doctamente-. Es mi apodo. Soy de fiar. Jalil me envía para recogerte.

Me abraza al estilo muyahid.

Lo sigo por un barrio efervescente donde las aceras están ocultas bajo los escombros. La zona ha debido de ser evacuada hace poco por las tropas israelíes porque la calzada conserva la mordedura de los vehículos oruga como un ajusticiado las señales aún frescas de su calvario. Una piara de mocosos nos adelanta al galope y se adentra vociferando por una callejuela.

Mi guía va demasiado deprisa para mí y de cuando en cuando se ve obligado a detenerse para esperarme.

– Éste no es el camino -le señalo.

– Está anocheciendo -me explica-. Algunos sectores están prohibidos de noche. Para evitar errores. En Yenín somos muy disciplinados. Observamos las reglas al dedillo. Si no fuera así, no aguantaríamos.

Me mira de frente y añade:

– Mientras estés conmigo, no corres ningún riesgo. Éste es mi sector. Dentro de un año o dos yo mandaré aquí.

Llegamos a un oscuro callejón sin salida. Una silueta armada monta guardia ante un portillo. El chico me empuja hacia ella.

– Es nuestro doctor -dice, orgulloso por el cumplimiento de su misión.

– Muy bien, chico -contesta el centinela-. Ahora vuelve a tu casa y olvídanos.

El chico queda un tanto desconcertado por el tono perentorio del centinela. Nos saluda y se pierde precipitadamente en la oscuridad.

El hombre me pide que lo siga hasta un patio donde dos milicianos bruñen sus armas a la luz de una antorcha. Un hombre alto vestido con chaqueta de paracaidista se halla en el umbral de una sala atestada de literas y de sacos de dormir. Es el jefe. Tiene la cara moteada de manchas y los ojos incandescentes, y no parece encantado de verme.

– ¿Conque quieres vengarte, doctor? -me lanza a quemarropa.

Aturdido, tardo un instante en recuperar el sentido.

– ¿Qué?

– Has oído perfectamente -replica metiéndome en una habitación oculta-. Te manda el Shin Beth para que des una patada al hormiguero y salgamos de nuestros agujeros mientras nos esperan con sus cohetes.

– No es cierto.

– Cierra el pico -me amenaza lanzándome contra una pared-. Llevamos una buena temporada vigilándote. Tu estancia en Belén fue sonada. ¿Qué pretendes exactamente, acabar degollado en un arroyo o ahorcado en una plaza?

De repente, aquel hombre me produce un terror negro.

Me hunde el cañón de su pistola en el costado y me obliga a arrodillarme. Un miliciano que no he visto al entrar me esposa las manos tras la espalda, sin ninguna brutalidad, como si se tratara de un ejercicio. Estoy tan sorprendido por el cariz que van tomando las cosas y la facilidad con que he caído en la trampa que me cuesta creer lo que me está ocurriendo.

El hombre se acuclilla para verme de cerca:

– Última parada, doctor. Hay que apearse. No debiste apretar tanto, porque aquí no tenemos paciencia con los cabrones y no consentimos que nos jodan la existencia.

– He venido a ver a Jalil. Es mi primo.

– Jalil se largó nada más enterarse de tu visita. No está loco. ¿Acaso no te percatas del follón que montaste en Belén? Por tu culpa, el imán de la Gran Mezquita ha tenido que mudarse. Nos hemos visto obligados a anular todas las operaciones allí hasta que comprobemos si nuestras redes han sido localizadas. Ignoro por qué Abú Mukaúm aceptó recibirte, pero fue una mala iniciativa. Él también se ha mudado después de eso. ¿Y ahora vienes a Yenín a seguir montándola?

– No me están manipulando.

– ¿No me digas?… Te detienen tras el atentado cometido por tu mujer y te sueltan tres días después; dejan que te marches sin más, sin denuncia ni juicio. Por poco te piden perdón por las molestias. ¿Por qué? ¿Por tu cara bonita? Bueno, dan ganas de creerlo, pero es que jamás ha ocurrido nada semejante. Jamás el Shin Beth ha soltado a un rehén sin que éste haya vendido previamente su alma al diablo.

– Se equivoca usted…

Me agarra por las mandíbulas y aprieta para que mantenga la boca abierta.

– El señor doctor está enfadado con nosotros. Su mujer ha muerto por nuestra culpa. Estaba tan a gusto en su jaula de oro, ¿no es así? Comía bien, dormía bien, lo pasaba bien. Lo tenía todo. Y mira por dónde una pandilla de tarados la arranca de su felicidad para mandarla -¿cómo decías?- al matadero. El señor doctor vive junto a una guerra pero no quiere oír hablar de ella. Y opina que tampoco su mujer tenía por qué preocuparse… Pues bien, el señor doctor se equivoca.

– Me soltaron porque no tuve nada que ver con el atentado. Nadie me ha reclutado. Sólo quiero entender lo que ha ocurrido. Por eso busco a Adel.

– Pues es fácil entenderlo. Estamos en guerra. Unos han tomado las armas y otros se rascan la barriga. Otros incluso hacen su agosto en nombre de la Causa. Así es la vida; nada que objetar mientras nadie saque los pies del tiesto. Las cosas se complican cuando aquellos que se lo montan bien van a sermonear a aquellos que están con la mierda al cuello… Tu mujer eligió su bando. La felicidad que le ofrecías olía a podrido. Le producía repugnancia, ¿entiendes? No la quería. No soportaba seguir calentándose al sol mientras su pueblo reventaba bajo el yugo sionista. ¿Hay que dibujártelo para que lo entiendas o es que te niegas a encarar la realidad?

Se yergue, temblando de rabia, me empuja con la rodilla contra la pared, sale y me encierra con llave.

Unas horas después, amordazado y con los ojos vendados, me introducen en el maletero de un coche. Creo que ha llegado mi hora. Van a llevarme a un descampado y ejecutarme. Lo que más me molesta es la docilidad con que me dejo llevar. Hasta un cordero habría opuesto más resistencia. Al cerrarse sobre mí, la tapa del maletero acaba con la escasa autoestima que me quedaba al tiempo que me sustrae al resto del mundo. Todo este camino recorrido, una carrera tan estupenda, para acabar en el maletero de un coche como un vulgar petate. ¿Cómo he podido caer tan bajo? ¿Cómo puedo tolerar que me traten así sin mover siquiera un dedo? Un sentimiento de rabia y de impotencia me remite a un pasado lejano. Recuerdo una mañana en que, llevándome en carreta a que me viera un sacamuelas, el abuelo se salió de una rodada y atropelló a un mulero. Éste se levantó y empezó a insultarlo brutalmente. Esperaba que al patriarca le entrara una de esas iras homéricas que hacían temblar a los recalcitrantes de la tribu, y cuál fue mi pesar cuando vi que mi centauro, el ser que reverenciaba hasta confundirlo con una divinidad, se limitaba a deshacerse en excusas y a recoger su kefia, que el otro le arrancaba de las manos y la tiraba al suelo. Me sentí tan triste que hasta la caries dejó de dolerme. Tenía siete u ocho años. No quería admitir que el abuelo aceptase que lo humillasen de tal modo. Indignado e impotente, me encogía ante cada grito del mulero. No podía dejar de mirar a mi ídolo achicándose, del mismo modo que un capitán mira cómo su barco se hunde… He sentido exactamente la misma pena cuando la tapa del maletero me ha eclipsado. Me da tanta vergüenza estar pasando por tamañas ofensas sin rechistar que hasta la suerte que me espera me resulta indiferente. Ya no soy nada.

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